miércoles, 31 de diciembre de 2008

Escena sola


Una mujer mayor, de edad casi inescrutable, impulsaba un columpio. Lo hacía con una concentración digna de otra faena. El rechinar del aparato, quizá por viejo u oxidado, era potente. Las risas de quien era paseado en el columpio competían con aquel sonido rasposo, incómodo. Reía y cantaba la niña que sentía que volaba: le gritaba a la mujer mayor que la empujara cada vez más fuerte. No había nadie más en el parque, y la tarde era un solo árbol: gigantesco, que se bamboleaba con el paso del viento que soplaba frío.
El rostro de la niña del columpio –a cada instante más cercana a mí por los empujones que la mujer mayor le imprimía al juego– se iba tornando grave: al poco rato ya no parecía más una pequeña, era una mujer, cuyo gesto, como una planicie seca, ajada, desprovista de huellas, parecía un bulto informe. Sin embargo, seguía riendo, e interpelaba a la mujer mayor sobre el cambiante clima. A ratos cantaba divertida; a ratos sólo reía; incluso lanzaba voces en tropel.
El columpio, en un momento preciso, no era más que un crujir de fierros: su rechinido traía un sabor desabrido, una sensación desoladora. La niña que veía la tierra desde lo alto del columpio era en realidad una mujer, de treinta años más o menos. Una mujer que cantaba, reía y se divertía como una niña de primaria. Su gesto distante fue volviéndose un brazo de mar cercano: sus palabras, por otro lado inentendibles, la definían. Un potente empujón de la mujer mayor la trajo a tan sólo unos metros: y pude ver, entonces, que su cara no dejaría de ser nunca el de una niña con la sonrisa ladeada.

“¿Y qué milagro hizo que en medio / de tantos ojos, frente a ti, cerrados, / abriera yo los ojos? / Mi dicha es ésta, reina triste: / yo soy el testimonio / de tu verdadera existencia”
Rubén Bonifaz Nuño, “El manto y la corona” –6–

Imagen: www.ollorens.com

lunes, 29 de diciembre de 2008

De acumulaciones


“Todos, en algún momento de nuestras vidas, hemos coleccionado alguna cosa”, empieza diciendo Godofredo Olivares en el texto “Viejas tarjetas postales”, publicado en la revista Tragaluz en noviembre de 2003.
Esa simple frase –ahí me detuve; horas después retomé la lectura– trajo a mi mente todos aquellos objetos que de niño coleccioné, algunos “porque era tiempo”, como estampitas de béisbol, luchadores o actores y actrices de cine; corcholatas alusivas a algún suceso fuera de lo ordinario –mundial de futbol, olimpiadas, películas de moda, etcétera–, canicas –llegué a tener en un frasco enorme mil quinientas, entre agüitas, ponchitos, americanas, cacalotas, cebras, etcétera–, entre tantos otros que hoy, gracias a los goterones que mi memoria acusa, lamentablemente ya no recuerdo.
A ese loco afán de acumular objetos inservibles, como llamaba a las colecciones mi madre, se pone todo el entusiasmo y la inventiva de la que se puede ser capaz: jugar volados, hurtar, hacer trueques ventajosos, conseguir por medio de terceros, disputar una “rayuelita”, todo con el fin de ver acrecentado el caudal de lo que en ese momento se considere lo más valioso, lo deslumbrante, lo inimitable.
Ese grado de paroxismo ha menguado con el paso del tiempo, hoy sigo coleccionando algunas cosas pero no me vuelvo loco por ver incrementado el número de esos objetos preciados: de un tiempo para acá, por ejemplo, acumulo llaveros, de los que prefiero –sin ninguna intención despreciativa– los traídos de otros estados del país o incluso del extranjero. Los acepto todos con sumo agrado. Tengo pocos, pero sé que se trata de algo que dado el momento se verán multiplicados. Tazas es otra cosa que colecciono, y que comparadas con los llaveros, su número es bastante pobre, incluso podría decirse que pobrísimo.
Llegado a este punto me pregunto si ampliar los títulos de mi biblioteca personal sea, en estricto sentido, coleccionar libros. Me parece que no, sin embargo, en el fondo subyace una intencionalidad de acumulación, de atesoramiento de mayor número de volúmenes, no repetibles por cierto. ¿Será esto una señal enfermiza o alucinante? O ¿será, acaso, una manía más que un raro hábito? Quisiera pensar que se trata, más bien, de una extraña manera de saberme vivo. Y es que esa actividad de coleccionar algún objeto termina siendo una vía de escape bastante transitada y una acción gratificante muchas veces repetida.

“Y sujeto en el celeste hielo / del alba, el corazón a tientas / llevo a salir. Hallo la llama / con vértices de flor, el fuego / visual, el silencio consagrado”
Rubén Bonifaz Nuño, “La flama en el espejo” –b–

Imagen: www.arosonline.es

sábado, 27 de diciembre de 2008

Desaciertos


El miedo crece, se enraiza, se multiplica, se propaga a través de todo el cuerpo. Entra por cualquier parte y en segundos ya ha recorrido todas las extremidades y ha tomado posesión del total de las articulaciones y órganos. Dicen los que saben –se descubrió apenas hace poco- que en los adentros viaja a la velocidad de la luz, que prende al mismo tiempo en lugares remotos y distantes entre sí: en los más alejados rincones de los pies y la cabeza. Hay un momento en ese trajinar impetuoso, lleno de tumultos y raudos movimientos, que desaparece, se vuelve invisible a toda vista, se escabulle y no deja rastro: se piensa que se achica hasta quedar como una gota minúscula con el objeto de confundirse con ese universo de células que recorren los miles de kilómetros de venas que se retuercen y se enroscan al interior del cuerpo, aunque también se ha llegado a aventurar que se trata más bien de una desaparición metódica, con fines intimidatorios y de destanteo. Horadar todo tipo de huecos, pasajes, vías rápidas, vueltas, desniveles, fondos, redondeles, cavidades, lleva una inconfundible marca insigne: el miedo se hace de una víctima más tras desplegar una estrategia de invasión que conjura en un santiamén. En su rápido actuar va implícita la decisión milenaria de estar presente a toda hora, de asomar la cara en cada hecho, de meter su mano en lo ordinario, pero más en lo extraordinario. Ése es el más publicitado número de su circo: ser el artífice de lo no imaginado, de lo sublime, de lo ridículo, de todo aquello que arranque expresiones de sorpresa, decepción, vergüenza y anonadamiento. Su carrusel arranca al accionar ese mecanismo, y su marcha no es posible detenerla o hacerlo tropezar con un inesperado acto de valentía. Ese envión, ya en camino, ha de llegar a su final, sea de la naturaleza que sea y no importa si allana las rutas o las vuelve escabrosas. El tránsito del miedo viene precedido siempre de un temblor que se prolonga incontrolable….

“…la muerte / mira, agazapada, el instante / donde apaga su lengua roja / algún dolor que fuimos. Risa / de saber que en algo nos morimos, / que algo para siempre nos perdona”
Rubén Bonifaz Nuño, “El ala del tigre” -7-

Imagen: www.estudio13.com

viernes, 26 de diciembre de 2008

Dar, ¿es dar?


Por estos días no faltan las invitaciones a participar en los intercambios. Que, más que una manera de dar lo que uno tiene, a menudo se convierte en una frenética búsqueda por agradar, de algún modo no tan plausible. Esto del intercambio quizá se trate, en el fondo, de una manera de ser sincero siendo in-sincero (si es que cabe esta expresión).
Antes de seguir adelante quiero decir que nunca me han fascinado del todo los intercambios. Pero en casa, por ejemplo, implantaron esta práctica de unos años para acá como un modo de asegurar que todos tuvieran, por lo menos, un regalo por Navidad; porque en esta época el dinero no alcanza para mucho, una suerte de condena que a casi todos nos acomoda.
La idea, un tanto mecánica y con un sabor no del todo agradable, desde cierta perspectiva, no es del todo descabellada. Sin embargo, esto también tiene sus asegunes: me ha sucedido que lo que me obsequian no figuraba dentro de mis gustos, ya no digamos que el regalo colmara mis expectativas. El asunto ahí se complica: en ocasiones se devana uno los sesos congratulándose por lo que podría recibir y, al final, aquello resulta no más que una desproporcionada ilusión. En esto de los intercambios echar campanas al vuelo puede significar la compra de una desmedida decepción.
Los intercambios, pienso yo, están hechos para satisfacer la vanagloria y la necesidad de querencia de las personas: luego entonces, sacar un papelito con la consigna de corresponder con un obsequio implica también un escondido deseo de recibir algo. Esto puede parecer mezquino y pretencioso. No obstante este parecer, la realidad es que recibir un obsequio siempre trae un aluvión de sensaciones cuyo fin es un regocijo interior que puede dar para muchos días, máxime si el regalo es del agrado del que lo recibe. Pero esto, he de decirlo, es escasísima harina de otro costal.

“Me tengo que reír con toda el alma / cuando recuerdo mi tristeza. / …Me contentan el ruido y el silencio, / las noches me contentan y los días, / la voz, el cuerpo, el alma, me contentan”
Rubén Bonifaz Nuño, “El manto y la corona” -5-

(En días pasados, como un adelanto de Navidad en ese momento, me regalaron un DVD –producto de un intercambio en el que forzosamente participé–: un concierto de Césarea Evora en París en 1994. ¡Bienvenu!)

Imagen: www.elotrolado.net

martes, 23 de diciembre de 2008

Rostros y oficios


Es bastante común encontrarse con excompañeros de banca, ya sea de primaria, secundaria, e incluso de prepa o licenciatura, y si el tropiezo es grato recordar e intercambiar chuscas anécdotas, traer a colación viejos nombres, inolvidables apodos, situaciones críticas, entre muchas otras cosas. Las más de las veces estos encuentros se dan en la calle, las menos en lugares cerrados, pero la constante es la sorpresa, en muchos casos agradable, en otros no tanto. Cuando esto último sucede, lo más usado es sacarle la vuelta al excompañero o excompañera, por aquello de la incomodidad de saludar a alguien non grato, cualidad que no se pierde al paso de los años.
Atareados en esa ardua labor de “ponerse al día” se van deshilando los meses al ritmo de un trago, un café o al pie de la acera, incluso sumergidos en los vaivenes insanos de un autobús. Y en este largo rosario, a dos voces, van apareciendo viejos amigos, clásicos enemigos, y alguno que otro que nos fue totalmente indiferente, cuando no ni lo hacíamos en el mundo.
Y son traídas al presente aquellas divertidas reuniones en casas de algunos amigos, en las que a menudo privaba un ambiente de sana camaradería, cuando los papás habían salido o antes de que volvieran de su trabajo. Aquellas secretas convivencias se desarrollaban con un marcado tinte de misterio, como si uno y los más cercanos perteneciéramos a una especie de logia maldita, y el éxito de cuyas actividades dependía del desconocimiento general. Recuerdo las pintas para ver en casa de un chompa las películas de Bruce Lee, cuyos posters tapizaban las cuatro paredes de su cuarto y el mismo Bruce te recibía con un puño estirado en la puerta de madera de su habitación.
Otra cosa que sorprende es lo que el interlocutor cuenta de sus encuentros con otros excompañeros: la mayor noticia casi siempre tiene que ver con las actividades de los antiguos compañeros: a aquél que era callado, retraído, medio listo pero que pasaba en el juicio de todos por un imbécil, ahora tiene un bien ponderado hueso en la política o es dueño de una flotilla de taxis; aquella que pasaba por despreocupada de las clases, era pintera y se creía que no sacaría el certificado o el bachillerato, ahora se dedica a regentear una casa-hogar de madres solteras o tiene un puesto ejecutivo en una empresa de prestigio. A los oficios no siempre se les ve la raíz en los años adolescentes. Y si quizá se conjetura sobre tal vocación, al paso del tiempo resulta un chasco total.
Hace poco me crucé con un viejo amigo de la secundaria. Por aquellos años le vaticinamos que si no acababa como científico loco por lo menos sería un gran inventor, dado su ingenio, creatividad e inteligencia; me contó, sin embargo, que atendía una tlapalería que su padre había abierto unos meses antes de morir de un ataque al corazón hace poco más de cuatro años.

“Como ladrón sin tregua, velo / en mi propio sueño; duermo como / el que no ha soñado que le roban; / alegre amanezco despojado”
Rubén Bonifaz Nuño, “La flama en el espejo” -2-

sábado, 20 de diciembre de 2008

Ni parientes somos


Los parentescos son, más que un árbol a la vista de todos para llegar hasta el final de las ramas, un mapa que al mirarlo más y más se vuelve confuso. Y es que los parentescos están allí, inamovibles, con su carga específica, listos para signarnos su fatalidad o su destino en todos los actos que llevemos a cabo. En los parentescos, asimismo, hay una línea que nos persigue y de la cual, por más que se quiera, no podemos librarnos: hay filiaciones de sangre y apellido con las que nos iremos a la tumba. Hay una especie de conjura insalvable en esto; pero, también, de sencillo regocijo y alegría duradera.
Los parentescos, por otra parte, si se mira bien, nunca llegan a aclararse del todo, y las preguntas sobre las filiaciones y su tipo no son siempre respondidas a cabalidad. A tal extremo llega su entramado que se vuelve casi insostenible seguir su huella con fidelidad. ¿Por qué, por ejemplo, no se tiene un nombre específico para llamar a la madre de una cuñada? Se le llama así, llanamente, “la mamá de mi cuñada”. Y así las variaciones se suceden y se multiplican infinitamente. De este desacierto se sostienen otros tantos que se abalanzan con toda la incertidumbre de que son capaces.
De todo ese vasto universo mapeado de parientes existen muchos de los que no conocemos el rostro, sólo, y de manera vaga, su nombre, que, por otro lado, se repite en otros primos, tíos o padrinos y la confusión predomina en esto de los engarces familiares. Baste como ejemplo (literario) los Aurelianos en la estirpe de los Buendía. Se cuentan por montones y se semejan a tal grado que confundirlos viene a ser una creativa manera de reconocerlos: en su oculta personalidad radica su distinción.
En los parentescos hay recovecos todavía no explorados. Aventurarse por esos oscuros senderos implica deshacerse un poco de la seriedad y lanzar pregunta tras pregunta sin otro afán que descubrir la veta luminosa que conduzca al esclarecimiento de ese lapso oscurecido de nombres cercanos y parientes lejanos. Porque somos una especie de fantasma para aquellos parientes que nunca hemos visto y que, sin embargo, son nombrados a menudo en conversaciones familiares o en trazos históricos relegados al olvido. Es cierto que las fotografías ayudan a esta identificación necesaria, pero a menudo se carece de un retrato de muchos allegados, cercanos o lejanos, y la imaginación tiene que hacer su parte con un esfuerzo extraordinario y alucinante. Ellos mismos (los parientes), incluso, caminan por nuestros territorios sin ser reconocidos, ni llamados, y ni siquiera considerados o mencionados por su nombre más querido.

“…de golpe me enseñaste / que hay muchas cosas mías en el mundo: / que soy rico. Que tengo en todas partes / lugares que, por ti, me pertenecen; / lugares, fechas, luces, que he tomado / sencillamente, porque en ellos / he pasado contigo, / y en ellos te has quedado para siempre”
Rubén Bonifaz Nuño, “El manto y la corona” -5-

Imagen: www.darioaguirre.com

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Mi cambio


Hace dos días, en una farmacia –de ésas que pertenecen a una cadena y tienen por nombre el de esta “noble y leal ciudad” –, una cajera tenía que devolverme 367 pesos de cambio. La mujer, con evidente cansancio por la larga jornada –me encontraba allí casi a las diez de la noche–, me devolvió 340 pesos. El error lo atribuí a ese rostro desencajado y agotado que mostraba, pues 367 no se parece en nada a 340. Ahí mismo, en la caja, me di cuenta del error, pero al buscar a la cajera un segundo después ya no estaba; la esperé, tardó 2 minutos en aparecer.
Al volver le indiqué que el cambio que me había dado no correspondía al que indicaba el ticket. La mujer, ya con un dejo de enfado y molestia, comenzó a hacer su corte de caja para “comprobar” que no estaba yo tratando de robarla. Y yo que de paciencia no tengo más de 500 gramos, me le quedé viendo mientras contaba –moneda por moneda, billete por billete–, no fuera a ser que después me saliera con que “a Chuchita la bolsearon”.
Con una lentitud exasperante, la mujer que, valga decirlo, no traía un gafete con su nombre como es costumbre en esa cadena farmacéutica, contó y contó mientras anotaba en el reverso del mismo ticket las sumas de morralla, billetes chicos y billetes grandes. El corte de caja había indicado que tendría que tener en su máquina 1,502 pesos. Al final, tras sumar aquellas cantidades anotadas en el papelito blanco, tenía un total de 1,420; es decir, le resultó un déficit de 82 pesos.
Y ahí explotó la bomba: me lanzó una mirada, calculada y recriminante, que yo interpreté –es muy bueno uno para eso– como si me calificara de ratero o estafador o algo parecido. Me miraba y me miraba y no decía palabra. Ya un tanto “encendido” estaba a punto de decirle algo referente a su ineptitud cuando se acercó un supervisor. “¿Qué pasa?”, le preguntó a la mujer. Ésta lo puso al tanto, y el tipo, sin decir palabra alguna, comenzó a contar el dinero. Mientras lo hacía, la mujer, ahora con una actitud arrogante, me preguntó “¿cuánto dice que le hace falta?”. Fue tan enfática al pronunciar el dice que estuve a punto de espetarle un improperio, pero me limité a decirle la cantidad y no me moví, me quedé allí, mirando al supervisor contar el dinero.
El asunto se resolvió así: las cuentas del supervisor distaron mucho de las de la cajera. Él sumó 1,580, o sea, 72 pesos por encima del corte de caja. Le ordenó a la mujer que me entregara mi cambio completo. Ésta, cuyo semblante –metamorfoseado a la velocidad de la luz– era ahora de congoja y vergüenza, me dio sólo 22 pesos. Una vez más le hice ver su error, y con evidente coraje me entregó los 5 pesos restantes.
Salí de allí convencido de algo, que pudiera parecer producto de un arranque: no vuelvo más a esa sucursal.

(Más de 300 escritores han manifestado públicamente su respaldo a Sergio Ramírez en contra de las medidas restrictivas del gobierno nicaragüense de Daniel Ortega.)

Imagen: elfindelosdiasgrises.blogia.com

sábado, 13 de diciembre de 2008

Abismos cotidianos


Los días están llenos de abismos. Se plantan con majestuosidad en todo lugar y franquean cualquier paso posible. Abismos que, vale adelantarlo, son invisibles: es imposible rastrearlos, ya no se diga capturarlos. Tienen un peso específico, son en su mayoría brutales, y mudan de apariencia apenas hacen contacto con algún objeto: sea su víctima u otro abismo menor que trata de adelantarse en el movimiento, etcétera. Hay abismos por grados, clases y duración de tiempo.
Sin embargo, aunque no se les vea, al dar vuelta a la esquina están allí, esperando agazapados el momento oportuno para saltar sobre la presa: son tan variados, a veces se presentan con sobrada arrogancia y calan tan de distinta manera que es imposible eludirlos en su primera embestida. Su invisibilidad, único poder que no han perdido no obstante el transcurso del tiempo, los ha hecho apoderarse de la cotidianidad, de toda cotidianidad, de mi cotidianidad: salir bien librado de sus ataques constituye, más que una proeza humana, un acierto al que se llega con cautela y mediante bien pensadas acciones, ejecutadas con fina precisión. Cazador de abismos es una profesión de reciente orden.
Hay uno en particular que me cierra el paso desde hace tiempo, que se atraviesa a cada momento, que le ha dado por, ¡vaya desproporción!, desajustar mi cordura, someterla a su antojo, reducirla a una monserga inservible: la extraviada cordura ha abandonado sus posiciones estratégicas, desde donde avizoraba todo paso futuro, desde donde podía sumar los días y sacar un total que me fuera favorable: el asunto se ha vuelto tan complicado que he decidido prescindir de toda proporción afín a pensar antes que actuar: la cordura mudó en arranques, ése es el abismo que es el azote de mis últimos días.
Aunque tal pareciera que los arranques, en las últimas horas, han depuesto las armas en un intento de tregua, menguando el poder de sus ataques y espaciando éstos, antes de ondear alguna bandera me he pertrechado, sí, renqueando, avanzando de lado, sumido en cavilaciones extremosas, pero oscuramente preso de una alegría duradera.
-No sé si hasta el momento he dicho que los abismos tienen una particularidad que los vuelve inigualables: son personales. Cada uno tiene unos cuantos, que tiene que sortear para llegar al final del día con una sensación de victoria que, al fin, no es tal.

“Cuando recuerdo, cuando pienso / otra vez en ti, se enraiza el aire / en torno tuyo, renovado. / Recién despierta abres el alma / y conoces y reconoces / la casa, el riesgo, el otro día”
Rubén Bonifaz Nuño, “El ala del tigre” -5-

Imagen: www.cinenacional.com

miércoles, 10 de diciembre de 2008

De(s)-fallecimientos


Esto es casi como esa mujer que tras su muerte nadie se apiadó de ella; ella misma se recriminó con dureza en su último aliento. O como aquel hombre que murió la tarde misma en que cantó por primera vez para sí mismo; escuchar las notas le pareció, como nunca antes, un grato vendaval al que no se opone resistencia. O ése que, encapuchado, recibió muerte de bala en un campo largamente florido; al final, al pie del horizonte, alguien silbaba trotando cuesta arriba, alguien más iba dejando huellas húmedas, nada borrosas por cierto. O esa otra chica que quiso morir antes que se presentaran en su casa aquellos que la ejecutarían; había sido acusada de cantar a todas horas, incluso lo hacía sin emitir sonido alguno: su cabeza era una nota musical prolongada, diáfana. O aquel que acabó en la cajuela de un auto, con la boca tremendamente abierta; dicen los periódicos que por el gesto pedía piedad; otros, que llamaba a su madre, que había muerto algunas horas antes y, sin embargo, él lo desconocía. O ese muerto que apareció, una mañana, en la puerta de su casa, ahogado en licor, con un libro de poemas desastrosos en el pecho, que quizás había estado leyendo en el momento de su deceso; se supo después que era una mujer, y no un tipo como se presumió de pregón en pregón, de calle en calle, de palabra en palabra dicha con escarnio. O ese otro que prefirió prenderse fuego un domingo en una plaza pública, justo frente a la fuente donde días atrás había presenciado un enrojecido atardecer; la versión más conocida aludía a un desenfreno propio de un esquizofrénico, pero algunos se han atrevido a señalar que se quitó la vida porque ese día había sido expulsado, condenado a residir en otro lugar, distante, yermo. O el que murió perseguido, cansado, agobiado, vilipendiado, desnudo, triste; nadie supo que se acobardó en el último momento y entonces, sólo entonces saber que moría le pesó como un fardo gigantesco. O la vieja que quiso alcanzar la otra acera y a media calle fue alcanzada por una explosión de una fábrica cercana; alcanzó a persignarse, dicen. Todo esto y más, mucho más se dice –me lo han contado, jurado casi–, con detalle y sobrada elocuencia, en cualquier borrachera digna de llamarse así….

“Un temblor de sal hereditaria / bautiza mis huesos; un ropaje / de ardientes llagas me asegura / el silencio. Viene la costumbre / con su espina a traspasar mi lengua”
Rubén Bonifaz Nuño, “La flama en el espejo”, –1–

(Siempre que recuerdo la historia del novelista húngaro Sándor Márai, me parece acercar los pies al abismo. El gobierno estalinista de su patria prohibió la circulación de sus libros, y tampoco pudo ya publicar nada ni en los periódicos ni en las revistas, lo que significaba cortarle de un tajo certero la lengua y dejarlo mudo. Mudo y en el vacío, escribiendo para sí mismo, en la soledad, sin que sus palabras pudieran alcanzar ningún eco, además de que se encontraba ya encerrado dentro de su propio idioma, el húngaro, que nadie entendía más allá de las fronteras, un doble círculo de aislamiento, una doble reja. Entonces se fue al exilio, y sus libros, hoy traducidos a todos los idiomas y admirados universalmente, no se conocieron sino después de su trágica muerte en Estados Unidos.
He pensado otra vez en el infortunio de Sándor Márai, ahora que el gobierno de Nicaragua ha prohibido un prólogo mío a una antología de Carlos Martínez Rivas, el gran poeta nicaragüense tan desconocido, muerto hace diez años, que el diario El País de Madrid iba a publicar en un libro de edición masiva. –El País y el responsable de la colección han decidido, por esta medida, ya no publicar el libro–.

Este fragmento pertenece al texto “El cuchillo en la lengua” del escritor Sergio Ramírez, aparecido en La Jornada Jalisco, en su edición de hoy.)

Imagen: www.estudio13.com

martes, 9 de diciembre de 2008

Un....


Una sensación de tedio. Una sed desbordada. Un largo despertar hasta media tarde. Una cerveza abierta dos veces. Un trago. Un trago más. Un momento de tenue calma, como ese delicado segundo tras la refriega. Un trago más tras el anterior. Un abrir y cerrar de ojos; insostenible a ratos. Un acorde que llega por los cuatro lados del mundo. Una página que se niega a dar vuelta. Un libro muchas veces iniciado. Un día frío; de horas estáticas, de vueltas en círculo. Un horizonte cerrado. Un grito que viene y se devuelve. Una fuerte lluvia que se desata inmisericorde y no alcanza a mojar. Un momento. Un segundo momento. Una ventana que mira al patio; lejana. Un cielo a cuadros en la cocina; todavía más lejano. Un tercer momento. Un techo de foco fundido. Un pasillo de planta nueva. Una tonada mil veces escuchada. Un cuarto momento que envuelve todo: palabras, silencio, mirada, desazón. Un grillo que, orondo, se pasea justo frente a mí. Un viejo son vuelto a saborear.

“Como ya no puedo / imaginar por mí… / quiero decir tan solamente / lo que me has enseñado, los secretos / que en mí vas alumbrando, / las pequeñas verdades que levantas / sobre mi viejo tiempo de ceniza”
Rubén Bonifaz Nuño, “El manto y la corona” –5–

Imagen: www.estudio13.com

lunes, 8 de diciembre de 2008

Castillos en el aire


La lectura, sin embargo, hace que los molinos de viento sean, en realidad, gigantes que le impiden al caballero andante acercarse al castillo donde la doncella vive prisionera.

(Viñeta aparecida el viernes pasado en el periódico Público Milenio.)

lunes, 1 de diciembre de 2008

Fragmentos de memoria


Hace días que he querido escribir más allá de los recuerdos. Sin embargo, hay algo que se desliza entre las letras, algo que ensombrece la planicie blanca de la hoja. A cada recuerdo que busco darle la vuelta se me viene encima otro más poderoso: los recuerdos tienen la cualidad de los racimos: se apeñuscan, se apretujan, se arraciman, se conjugan, se pierden unos entre otros, se enmascaran casi siempre con la intención de no desaparecer.
De un tiempo para acá recordar –el oficio más viejo del mundo, aunque algunos se inclinen por otro-, ha sido el aliciente más vigoroso: soltarle el hilo a los recuerdos, como se le suelta al papalote que se ve cada vez más lejano y que, sin embargo, está al alcance de la mano, supone un ejercicio más lúdico que torturante, una posibilidad que, mediando el día o la larga noche, es imposible eludir: es de tanta fuerza su embestida que las más de las veces no da tiempo ni para recibir de pie su presencia.
Tengo que reconocer, además, que los recuerdos son de algún modo imprescindibles: no sólo de pan vive el hombre, también de eso que ha guardado en el transcurso del tiempo.

“Y en mi corazón te regocijas / como si estuvieras, y en mi lengua / habla tu olor florido y calla. / Serpiente de ojos dulces, boca / muerta, el corazón que me poblaste / como de retoños en la noche”
Rubén Bonifaz Nuño, “El ala del tigre” -8-

Imagen: www.awpro.wordpress.com

sábado, 29 de noviembre de 2008

El ausente (2)


Esa fascinación suya por señalar las cosas y encontrarles otro modo de concebirlas, un sesgo distinto, otro modo de explicarlas, lo hacían parecer un ser extraño, un tipo que pocas veces se le podía ver sin matices ni máscaras. Era una especie de prestidigitador. Una especie de hombre partido en dos, provisto de dos hemisferios del todo separados: cuyas divisiones mantenían una lucha constante, sin tregua posible.
Es cierto que era muy poco paciente (como lo soy yo), pero tenía el don de la fuerza: sabía imponerse, aunque no de un modo ortodoxo. A menudo, viéndome en él, me percato de que no poseo ese aliento que él tenía, que lo llevaba, al final del día, a saberse inmune ante todo ataque: esa inmunidad, no obstante, nunca supo cómo encauzarla, y quizás, fue una de las tantas cosas que fue minándolo hasta la muerte. Tal vez su principal enemigo era él mismo (tal vez, mi principal enemigo soy yo mismo). Pasan los días y, sin embargo, no pasa la sensación de su partida.

Imagen: www.gacetaliteraria.blogia.com

lunes, 24 de noviembre de 2008

El ausente


Aquel hombre siempre tenía un rostro serio, duro, metido en sí mismo. Parecía que vivía en una permanente pelea con su interior. Hablaba poco. Con una mujer era con quien intercambiaba el mayor número de palabras. Pero su conversación giraba en torno a los quehaceres, los problemas, los gastos, la visita de algún vecino, el aviso de alguna enfermedad de parientes o conocidos. Para con los demás, para con todo ese universo restante –que, al final, no era tanto-, siempre un gesto adusto, silencioso: las palabras, como si de un ungüento milagroso se tratase, las administraba con sumo cuidado.
Sí, se trataba de un hombre taciturno; pero cuando reía, la risa le duraba mucho rato, se prolongaba hasta bien entrada la noche. Aquellos –que, al final, no son tantos- que se sienten ligados a él, no obstante su reciente deceso, a menudo, en cualquier conversación que no venga al caso, traen a colación las reprimendas, regaños, golpes e insultos que constituían su diario vocabulario: y es que no conocían, como puede verse, otra manera de evocarlo. Asimismo, cuentan, que hubo una ocasión en que quiso recordar sus viejos tiempos de borracho empedernido: algunas cervezas después supo que aquel tipo de carrera larga para la bebida ya no existía en él, y lloró por muchas horas y por muchos días.

“Para viajar a gusto, para / morir como se debe, dejo / la calavera en el tintero…”
Rubén Bonifaz Nuño, “El ala del tigre” –74-

Imagen: www.liton.blogdiario.com

jueves, 20 de noviembre de 2008

Hace ya muchos años


Fue hace muchos años. La casa era de ésas que tienen un enorme jardín al centro: a sus costados, al frente y atrás se abrían corredores, donde los cuartos olían a platanar y calabaza enmielada, y en cuyas paredes descascaradas podían atraparse imágenes donde los cantos desperdigados de grillos iban y volvían más allá del despunte de la madrugada.
La mecedora donde dormitaba la tía, la hamaca desde donde mi padre la oía platicar de gente que nunca llegué a conocer, los helechos que bajaban de la azotea y se columpiaban en los arcos de los corredores, las estrellas nunca antes vistas tan de cerca, la brisa de la costa que se colaba por toda rendija, el griterío desaforado que llegaba desde la calle por primera vez recorrida a toda prisa por llegar al cine: todo eso fue el escenario, hace muchos años.
Allí vi a mi padre con una emoción que no recuerdo que se haya repetido. Al menos, no en ese grado.

“Como quien oyó que lo llamaban / y levanta el alma entredormido, / vuelvo a mi rostro a tientas; llevo / mi rostro a la mirada. / Entonces / por escalas de espinas subo / a mi corazón para alegrarla”
Rubén Bonifaz Nuño, “La flama en el espejo”, -b-

Imagen: www.flickr.com

martes, 18 de noviembre de 2008

Genealogías


Hay una vieja foto, de la que conservo una copia, en la que aparecen mi abuelo, mi abuela y sus tres hijas: dos tías y mi madre. La fotografía, tomada sobre una pared blanca, es viejísima, a blanco y negro: de esos retratos en los que los protagonistas aparecen con un rostro lejano, detenido, incluso podría decirse que desolado.
Mi abuelo, “don Celes” como le llamaban en el barrio, lleva una camisa blanca y aparece, curiosamente, sin sombrero y el rostro serio, como casi nunca se le veía. En tanto que mi madre, mis dos tías y mi abuela llevan un rebozo negro, los brazos cruzados y sostienen, fríamente, la mirada en el lente de la vieja cámara: están todas ahí en la fotografía, pero estando juntas dan la idea de estar solas, como ahora, que se tienen para sí.

“Ebrio de dudas y certezas, / te respondo a solas y pregunto / en compañía. Te he cantado / a matar, te canto y te agavillo / como quien cosecha para un pueblo / de hambrientos ladrones desterrados”
Rubén Bonifaz Nuño, “El ala del tigre” -17-

Imagen: www.graciela-caldeiro.idoneos.com

viernes, 14 de noviembre de 2008

El ala de la mariposa


Hoy vi a mi abuela: la vi casi con el último aliento en su boca, casi transparente, del todo endeble, a punto de doblársele el cuerpo y partirse en dos; sin embargo, para fortuna mía, en el fondo de su mirada sigue bulléndose algo cada que me ve, algo se abre paso entre sus oquedades y alza el vuelo: una ligera brisa me alcanza aún cuando no me es posible plantarme ante ella con un rostro sereno y pétreo.
Mi abuela lleva el signo de la tristeza como una marca inherente que se le fue impregnando con los años: a partir de aquel día en que mi abuelo partió su rostro se volvió un paño hecho nudo, y hoy tiene noventa años de abuela definitiva.
Hoy ya no puede ir de la sala a la habitación, del comedor al fregadero, de la cama al baño; se movía con sigilo, podría decirse que sus pasos no se escuchaban. Cuando la conduzco a cualquiera de estos lugares no puedo impedir esta sensación: su frágil humanidad semeja en su delgadez y delicadeza el ala de una mariposa.
“Juanito”, sigue diciéndome, y me lo dice desde hace ya algunos ayeres. No podría saber responderle si me llamara de otra forma.

“Es como si dijeras: / ‘Cuenta hasta diez y búscame’, y a oscuras / yo empezara a buscarte, y torpemente / te preguntara: ‘¿Estás allí?’, y salieras / riendo del escondite / tú misma, sí, en el fondo; pero envuelta / en una luz distinta, en un aroma / nuevo, con un vestido diferente”Rubén Bonifaz Nuño, “El manto y la corona” -8-

martes, 21 de octubre de 2008

Motivos


Cuando Juan Pablo Castell habla de la manera en que asesinó a María Iribarne, la mujer que amaba y la única persona que llegó a comprenderlo, queda un resabio de incertidumbre. Se trató de un asesinato pasional, no hay duda, de ésos que se inscriben en las historias trágicas más renombradas. Sin embargo, quedan colgando muchas preguntas que el casi monólogo de Castell no resuelve. Aunque, más allá de esas inquietudes, se antepone un estado de ensimismamiento, incluso de dolor.
Este es el móvil de la novela El túnel, de Ernesto Sábato. Hay en este universo oscuro un dato que, por lo menos a mí, me pasó casi desapercibido: el esposo de María Iribarne es ciego. Lo digo en el sentido de que sí atribuí una especie de recriminación a María por engañar a su marido, y más todavía por su condición invidente. Pero, más al fondo, no reflexioné en todos los filones que de esa condición se desprenden.
En su novela Sobre héroes y tumbas –que forma parte de la trilogía sabatiana, junto con Abaddón el Exterminador, El túnel y ésta– hay un capítulo titulado “Informe sobre ciegos”, donde habla del hecho conocido en todo Buenos Aires: el asesinato de María Iribarne a manos del pintor Juan Pablo Castell, pero entrando por la puerta opuesta; es decir, lo aborda desde Allende, el esposo ciego de María. Ahí desvela muchos de los enigmas que sobrevienen al mirar bien las circunstancias que rodearon el acontecimiento.
Juan Pablo Castell, desde el confinamiento, da cuenta de su acción: mató a María Iribarne porque, simple y sencillamente, la amaba, pero ella, sin que él pudiera asimilarlo del todo, no lo comprendía; eso es lo que él arguye.

“Gracias te doy, corazón mío, / por no quejarte, por ir y venir / sin premios, sin halagos, / por (tu) diligencia innata. / Tienes setenta merecimientos por minuto. / Cada una de tus sístoles / es como empujar una barca / hacia altamar / en un viaje alrededor del mundo”
Wislawa Szymborska, “A mi corazón el domingo” en Mil alegrías-Un encanto (1967)

(La Chica Azul sigue rondándome los días, en tanto aquella voz sigue colmándose de aves marinas….
Desde este espacio le doy la bienvenida a E., que ha vuelto a residir a esta ciudad tras haber vivido un tiempo en Ciudad Guzmán.
Según supe hoy, Bebesito es feliz con su regalo de cumpleaños: una playera de las Chivas Rayadas. Eso, de algún modo raro, lo vuelve más cercano.)

Imagen: http://www.ojodigital.com/

sábado, 18 de octubre de 2008

Interrogación muda


En un día de esta semana que recién terminó, debido a algunos trámites que tenía que realizar, me acerqué a un policía en la Plaza Tapatía para preguntarle: “¿sabe dónde queda la Contraloría del Estado?”. “Sí”, me respondió y enseguida guardó silencio.
En ese momento, casi sin quererlo, sonreí: lo que yo quería era que me indicara dónde quedaba ese edificio. Pero mi pregunta no lo explicitaba. El policía, después reflexioné, se había limitado a responder lo que se le había cuestionado. Así que, tras un momento de duda, volví a preguntar: “¿me puede decir por favor dónde queda?”. El uniformado, acto seguido, me dio las señas exactas.
A menudo no reflexionamos en esas pequeñeces y vamos por el mundo de preguntones esgrimiendo tan pocas palabras que, para qué negarlo, la mayoría de las veces son entendibles, porque hay muchas cuestiones que están sobreentendidas o porque los referentes son tan obvios que en el trato cotidiano casi, diríase, se vuelven mecánicos. Y de esto hay un sinnúmero de ejemplos.
No obstante esta práctica bastante extendida y tan poco tomada en cuenta, el lenguaje no pierde su riqueza con estas expresiones, antes bien hace crecer su ya de por sí magnífico abanico. Y miren que, me lo han dicho, tengo una actitud un tanto inflexible ante las torceduras que se le aplican al lenguaje y a las que, en ocasiones, siempre de manera inconsciente, yo también recurro.

“Un resplandor desnudo, / una luz calcinante / se interpuso en mi ruta, / me fascinó de muerte, / pero logré evadirme / de su letal influjo, / para seguir volando, / desesperadamente”
Oliverio Girondo, “Vuelo sin orillas”

Imagen: laninaysumundo.wordpress.com

viernes, 17 de octubre de 2008

Pregunta de medianoche


Un solo de saxofón se inmiscuye, primero a pasos quedos y después con un sofisticado estrépito, en la quietud, y la penumbra, a fuerza de permanecer muda, se vuelve un desamparo….

La música tiene algo de salvaje: me es dable dejarme ir en picada en los abismos que va abriendo. Hay quien dice que lleva la música por dentro: lamentablemente (sólo para mí) yo no, yo la llevo por fuera (o ella me lleva, no lo sé), como si a cada paso fuera resbalando y quisiera regarse en todo lugar, con miras a pernoctar, terca e ingobernable, en ese vaivén desperdigado.
La música tiene algo de desconcierto: cuando los sonidos se las ingenian para sembrarnos en el medio de una habitación y nada más importa, ni los objetos que nos vigilan, ni las ventanas que traen a la gente y la calle hacia dentro, ni las paredes que parece que ciñeran el universo, ni el meteórico silencio que vive refundido en las entrañas; cuanto todo se me abalanza, titubeo.
La música tiene algo de invención: el mismo rostro con el que venimos al mundo y con el que nos iremos de esta tierra de un momento a otro cambia, se reinventa, desaparece y al volver no trae ya ningún rasgo conocido desde el principio, desde antes del principio.
La música tiene algo de frenesí: se lleva ya un andar desbordado, un mirar revolucionado, un actuar bajo otros parámetros, un hablar con palabras no por todos conocidas, un cantar sin otra aspiración que saberse vivo, un tatarear siendo presa de un oleaje iracundo e inestable.
¿Por qué diablos no fui músico?

“Y hay una sangre sola / moviendo un corazón desorbitado / como aturdido pájaro / que torpe se golpea en muros pertinaces, / que no conoce el cielo, / que no sabe siquiera que hay un ámbito / donde acaso sus alas ensayarían el vuelo”
Rosario Castellanos, “Destino” en De la vigilia estéril

Imagen: acrobatas.blogia.com

sábado, 11 de octubre de 2008

La que vino de Tierra Santa


Otra de las nenas, murió. Hace dos días dejó su postura erguida, quedó ahí, doblada; y es que desde hace tiempo se le veía cabizbaja, apagada. No obstante algunos intentos de resucitación, acabó por doblarse y quedar al ras de la tierra. Me percaté de su muerte mientras escuchaba algún disco y me disponía a continuar la lectura del libro en turno. Murió. Ya sólo quedan dos de las antiguas, y una más que hace poco se integró al paisaje casero. Deana y Víctor, cuando se enteren, serán presas de la congoja: esa nena había cruzado el mar para llegar aquí. Lástima. Su partida trajo resabios de tristeza. Pero ya no se veía por dónde pudiera recuperarse de ese largo desaliento en que había caído. La Chica Azul, seguramente, también lo lamentará, aunque ella de una manera distinta: sus querencias tienen un raro olor a corazón abierto.

"Ay, mira qué felicidad, yo tengo; ay, mira qué felicidad, yo soy el tonto que va tras el aire y se pone contento de poder respirar"
Frank Delgado, "Mi alma se perdió en la carretera"

(Hoy, madrugada de sábado, es el primer día de los últimos trece en que no iré a trabajar: han sido días cansados.)

Imagen: www.maikelnai.es

miércoles, 8 de octubre de 2008

Más allá de la mitad del día


Las tardes en Guanatos son así: traen un sabor delicado, imposible de discenir a la primera, escurridizo para aquellos que son ajenos. Las tardes aquí son quietas, lánguidas, blandas “como alma de caracol”. Más allá de la mitad del día aquí ya no despuntan las luces, más bien se repliegan y arremeten ya cuando el silencio lo es todo: las tardes son, al fin, el principio de la noche, y ésta no es otra cosa que el cobijo de una tarde cuyos ecos han ido de un lugar a otro dejando tras de sí un tintineo inquieto, un aroma que hace hondura. Las tardes en Guanatos son así, insistentes, tercas, desde que las recuerdo así las identifico: aquí es preciso llevar a todos lados una disposición invencible para encontrarle la gama de colores con los que las tardes vienen untadas, colores discretos, que no hablan, se desviven en tenues murmuraciones. En Guanatos, esas tardes endebles, de relámpagos deslumbrantes, a menudo vienen con lluvia: ese vestido a veces ampuloso, ceñido otras tantas, que da la sensación de que la atmósfera adquiere un matiz de vaivén –en contadas tardes más bien-, por lo que se vuelve imperioso salir a la calle a atrapar esos miles de murmullos que se van elevando y dejan la tarde, la abandonan a su suerte, a su húmedo estatismo tantas veces meloso. Las tardes en Guanatos son así, siempre lo han sido, y me recuerdan, invariablemente, esa sensación fascinante que envuelve a las planicies amarillentas donde rebosa un viento apacible, melodioso, exquisito, que renueva todo lo que toca. Las tardes aquí, qué se le va a hacer, son así, y no de otro modo.

“Escuchar. Olvidar. Dos neblinas. / La espuma del sufrimiento / cala en el encaje náufrago / de mi silbido matinal. / Aquí están los sonidos / olvidadizos, las crepitaciones / que amarillean. / Una vez más, / todo será escuchar / u olvidar”
David Huerta, “Olvidar”

martes, 7 de octubre de 2008

Un tren y una locura


La salida se había adelantado. Había que desaparecer, así sin más, de un día para otro. Había que mantener, como fuera, la esperanza, porque “la esperanza es buena. Y las cosas buenas no merecen morir”. Se organizaron para cubrir todos los flancos, con la intención de, en la medida de lo posible, no dejar nada valioso o útil, no olvidar algo que más adelante pudieran necesitar.
En ese vaivén frenético, en las idas y vueltas sobre los mismos pasos pero en distintas direcciones, todos los rostros tenían una línea de premura, de temor, de incertidumbre: alguien, en medio del trajín de los preparativos, agitando los brazos, con evidente zozobra, se detuvo, y preguntó a todos y a nadie al mismo tiempo: ¿volveremos? La respuesta no formaba parte de las tareas pendientes: nadie le respondió, nadie siquiera se tomó la molestia de mirarlo.
Al fin, pasados algunos días, tras numerosas deliberaciones –la mayoría resueltas por el loco de la comunidad– y de vislumbrar cómo llenar todos los vacíos habidos y por haber, una noche, apresurados, con una dirección cierta pero intrazable, treparon al tren que construyeron –sólo compraron la locomotora– y dejaron su pueblo en medio de un silencio que tuvieron que inventarse, pues eran un pueblo demasiado expresivo, que de todo hacía alharaca: incluso al pensar todos hablaban al mismo tiempo, dejando tras de sí –siempre daban vueltas– un zumbido molesto y desgastado.
El viaje se inició. Y acabó de la mejor manera.
¿Schlomo lo imaginó, lo soñó, lo contó tal cual pasó, lo inventó, lo recordó, lo construyó movido por esa rara esperanza que abrigan los locos?

“En la punta de la flecha ya está, invisible, el / corazón del pájaro. / En la hoja del remo ya está, invisible, el agua. / En torno del hocico del venado ya tiemblan, / invisibles, / las ondas del estanque. / En mis labios ya están, invisibles, tus labios”
William Ospina, “El amor de los hijos del águila” en El país del viento

(El filme es referido es El tren de la vida, de Radu Mihaileanu.
Entre jueves y viernes de la semana que recién terminó manejé en automóvil casi 1,200 kilómetros: entre toda esa distancia está incluido el tramo carretero que va de Manzanillo a Puerto Vallarta, toda la Costa Alegre jalisciense; algo que alguna vez pensé hacer, sólo que mi pretensión no contemplaba hacerlo de noche y por motivos de trabajo, tal como aconteció.
Y tu voz… –pese a todo – ininterrumpida–, continúa colmándose de aves marinas….)

Imagen: www.lasprovincias.es

miércoles, 1 de octubre de 2008

Pensando en los amigos


Llevo días pensando en los amigos que he tenido a lo largo de mi vida. Rostros casi del todo borrosos. Hoy, cataclismos y tropiezos menores de por medio, esos amigos se han reducido al mínimo; si acaso sobreviven menos de diez. La cuestión, como pudiera parecer, no es echar en cara nada a nadie o hacer un recuento minucioso de aquellos que han abandonado el barco desconociendo que avistar tierra no era la intención del embarque. Ni tampoco deseo señalar que al son de los acontecimientos alguien haya decidido partir; quizá algunos simplemente así lo quisieron, tal vez ni siquiera contemplaron la posibilidad, sólo cómodamente se dejaron arrastrar por la inercia de la cotidianidad.
Fuera de pretender, asimismo, hacer de este texto un compacto desglose de anécdotas y vivencias amistosas que han dado para un sinnúmero de sensaciones, lo que quiero es asentar cómo, a veces sin proponérselo, la amistad misma va exigiendo el que se prescindan de ciertos acercamientos y se articule una lista de querencias importantes o “necesarias”, si se quiere: los viejos amigos –en mi caso- tienden a ser una masa fantasmal, pero percatarse de ello conlleva identificarse, en las aciagas noches de insomnio o tras una parada al lado del camino, como un ser que ha adquirido un enorme listado de hábitos solitarios, sempiternos, quizá egoístas, y sin embargo altamente imprescindibles.
“Cuando un amigo se va”, es una canción de Cabral que reseña la historia de todo lo que le acontece, a partir de la partida, al que se queda: es decir, el itinerario se modifica al paso, los planes sufren variaciones que en ocasiones llegan a ser definitivas: la amistad, como puede verse, es una veta de la que bien pueden salir joyas finísimas o cantidades enormes de lodazal y desperdicio de arena, hojas secas, agua cenagosa, etcétera. El trabajo, casi siempre a oscuras y por lo común demandante, ha de ser perseverante, desinteresado, e incluso requiere algunas dosis de sacrificio. Algo que, debo confesarlo, no se me da mucho.
Los amigos, que los he tenido (y tengo) enormes y valiosos, más que una glosa de nombres ahora más cadavéricos y casi difuminados en la bruma de la distancia, constituyen una constelación que, no obstante su difícil visualización en distintas épocas, guardo celosamente bajo llave, en los adentros, en una sección a la que no es posible ingresar como si tal.

“¿Qué le digo a los perros que se iban conmigo en noches perdidas de estar sin amigos? ¿Qué le digo a la luna que creí compañera de noches y noches sin ser verdadera? ¿Qué hago ahora contigo? Las palomas que van a dormir a los parques ya no hablan conmigo. ¿Qué hago ahora contigo? Ahora que eres la luna, los perros, las noches, todos los amigos”
Silvio Rodríguez, “¿Qué hago ahora?” en Mujeres

(Ahí se los dejo: en una entrevista publicada el lunes pasado en El País, Eduardo Galeano decía sobre los prejuicios de los intelectuales y pensadores al respecto del futbol: “Para los intelectuales de izquierdas, el futbol hace que el pueblo no piense. Para los de derechas, es la prueba de que piensa con los pies”. El futbol, pese a todo –digo yo-, sin dejar de lado sus etiquetas de negocio y entretenimiento, y ya sea que se practique o se le vea, es una aglomeración de pretensiones sobrehumanas.)

Imagen: onlymaryonly.blogspot.com (la pintura se llama “amistad”, de Francisco Clemente)

martes, 30 de septiembre de 2008

"Yo mismo me acuerdo de mi olvido"


Si los olvidos mantienen una lucha permanente con la memoria, y si en ese combate –histórico a estas alturas-, al final, el balance indica que el olvido, al paso de los años, se va convirtiendo en un contrincante despiadado: los días restantes no serán más que un puñado de posibilidades a las cuales echar mano para salir del atolladero que supone la acumulación de olvidos, que no de recuerdos.
Conforme transcurre el tiempo el olvido, largos y meditados juegos ajedrecísticos de por medio con el agotado cuerpo, va tomando posiciones desde donde mantiene a raya a la memoria, que, ya casi sin fuerzas, va cediendo lo poco que le queda: unas cuantas posiciones que sobreviven y que dan idea de una geografía de vida un tanto desperdigada, cuyo armado supondría la recuperación de pequeñas y grandes cosas que se han ido dejando en el camino, en ese camino donde el olvido señorea, donde la memoria hace agua desde mucho tiempo atrás.
He de confesar, no sin cierto pesimismo y congoja, que el olvido se ha apoderado ya de casi todos mis archivos clasificados, por lo que recordar no es ya un hábito que pueda desarrollarse como la más corriente de las cosas. Acuso, si acaso podría llamársele de ese modo, un olvido agudo, prematuro y decadente, que sin embargo se fortalece a cada trecho de memoria destruido: sobre la espalda únicamente queda un cúmulo de recuerdos que se aglutinan entre sí dando forma a una mole que, como puede, resiste a piedra y lodo toda clase de embates de esa “máquina trituradora” que se abalanza sobre la memoria.
La falta de memoria constituye uno de mis más profundos hoyos, en el que, como si de imitar un cangrejo se tratara, me sumerjo cada vez más a cada intento de escape.

“Y nada queda en ti, corazón asediado: / apenas si un color, si un brillo mortecino, / si el sagrado mensaje que dejara la tierra entre tus muros, / se pierden, a lo lejos, / bajo un mismo compás idéntico y glorioso como la eternidad”
Olga Orozco, “Cabalgata del tiempo”

(El título del post es una frase tomada de San Agustín: “¿Qué tengo que decir cuando me consta, con certeza, que yo mismo me acuerdo de mi olvido?”. Confesiones, capítulo XVI.)
Imagen: blogs.publico.es (la viñeta se titula precisamente “El olvido”, del autor español Pepe Medina)

viernes, 26 de septiembre de 2008

De aficiones


El domingo por la noche presencié por televisión el último juego en Yankee Stadium. Perdóneseme mi afición a los Yankees: pero viéndolos jugar es comprensible la aversión legendaria con los Medias Rojas. Mi afición al béisbol, sin embargo, no es tan añeja como esas batallas de rancio pitcheo y deslumbrante bateo: ya fuera en la casa de los Yankees o frente al Monstruo Verde.
El Yankee Stadium será echado abajo: en mayo próximo se inaugurará la nueva casa del equipo de uniforme de pijama a rayas, “esa casa que construyó el legendario Babe Ruth con su grandeza”, y quien fuera el primero en conectar un jonrón en ese inmueble.
El domingo, cuando Mariano Rivera, el cerrador panameño de los “Bombarderos del Bronx”, saltó al terreno de juego para liquidar la parte alta de la novena entrada: miles de flashes brotaron por todas las gradas, parecía un juego luminoso encendido a propósito para congelar el instante.
Después, ya con los 27 outs reglamentarios y la victoria en la pizarra, el equipo se despidió dando una especie de vuelta olímpica. La Historia, ahora, se encargará de consignar “la historia” que se escribió en Yankee Stadium, “donde la bruma se vuelve una neblina sepia,… en ese templo –catedral ya sumergida en el corazón- inventado en medio de todos los árboles,… en esa casa que se volvió el hogar de miles de sueños: el Bambino corría las bases en cámara lenta, a pesar de la rapidez de las viejas películas, destocándose la gorra en reverencia a la ciudad de Nueva York y al mundo entero”.

“¿Estuve aquí en la noche? / ¿Acaso vi las primeras estrellas, / las que ahora seca el sol sobre la arena? / ¿Vi llegar los leños pulidos como huesos, / los gritos de antiguos ahogados refugiándose en las grutas, / las madres muertas de los marineros / mirando los confines entre sus largos cabellos nocturnos? / He aquí un día de los siglos.”
Vicente Gerbasi, “Soledad marina” en Los espacios cálidos (1952)

(Lo entrecomillado pertenece al texto "Catedral sumergida" de Jorge F. Hernández, Público, septiembre 25 de 2008.
Perdóneseme, de nuevo, mi afición a los Bombarderos. Lo único malo de todo esto es que se ha truncado mi sueño de asistir a un juego de los Yankees en ese mítico estadio, que en unas horas no será más que escombros.
Ahí se los dejo: de las cosas paradójicas con las que nos encontramos todos los días, me percaté de ésta hace unas dos semanas: en esta ciudad tan extraña de por sí, hacen esquina estas dos calles: Penitenciaría y Libertad.)
Imagen: http://www.circuitclouts.com/

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Como queremos recordarlas


“Las cosas no son como las vivimos, sino como las leemos”, escribe Ignacio Solares a modo de variación sobre una afirmación de Valle-Inclán: “las cosas no son como las vivimos, sino como las recordamos”.
Norma Andrade, la protagonista de La vida que se va (novela de Vicente Leñero), le da un giro de trescientos sesenta grados a eso: ella reconstruye su vida, ya siendo anciana, en muchas vidas, va deshilando sus recuerdos de formas tan diversas que llegan a tocarse, a interponerse, a contradecirse, pero eso no le importa en lo más mínimo. Norma vivió tantas vidas como la imaginación le alcanza para configurarlas; y parece decir: “las cosas no son como las recordamos, sino como queremos recordarlas”.
Los recuerdos en ella son, en el fondo, detonantes de otras tantas historias que, de algún modo, dejan innumerables estelas en un mar en el que está, al mismo tiempo, caminando sobre la playa, en un bote mar adentro, volando por encima de aquel océano, o sumergida en el fondo de esa planicie líquida. Norma es, a la vez, otras Normas, tantas como ella así lo dispone. Y no se trata de una anciana que diga disparate tras disparate; sí se trata, como dice Solares, “de una loca”, pero la de ella es una locura que se dispara en numerosas direcciones, y de la que no podrá curarse porque, según su parecer, se vale de la certeza para hablar de su pasado.
Y la vida verdadera, la que vivió, sin embargo, no puede reconstruirla ya: se han entrecruzado tantas sensaciones y dejado tantas pistas en el camino, que le es imposible traer al presente cómo es que llegó a la edad que tiene, incluso cómo es que, ante la imposibilidad de reconstruirse honestamente, sí puede levantar otras tantas existencias que le resultan demasiado familiares, en las que la fantasía y los anhelos de haberlas podido ver llevan la delantera.
“Las cosas no son como las recordamos, sino como las queremos recordar”. No habría otra manera de poder definir a Norma Andrade: ella no es sino todo ese cúmulo de historias que han salido de su boca y que, sin embargo, de todas ellas ninguna le es propia. Y si no es así, que cada quien entre a su laberinto para que pueda dilucidarlo.

“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos- / esta muerte que nos acompaña / de la mañana a la noche, insomne / sorda, como un viejo remordimiento / o un vicio absurdo. Tus ojos / serán una vana palabra, / un grito callado, un silencio.”
Cesare Pavese, “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”

(“Los laberintos –literarios– de la fe”, Ignacio Solares sobre la obra de Vicente Leñero en la Revista de la Universidad de México, agosto de 2008.
Quiero escribirte un verso… como una espada, como un vuelo de palomas, inquietas en el pecho; un verso como junio, como esta madrugada….)

Imagen: www.urbinavolant.com

lunes, 22 de septiembre de 2008

Cataclismo acuoso


La (siempre bienvenida) lluvia que se dejó caer sobre la ciudad el viernes pasado tuvo tintes intimidatorios: amplias zonas inundadas, infinidad de autos varados, que corrían flotando; árboles y postes caídos, cables eléctricos y telefónicos arrancados de un tirón, alcantarillas volteadas, avenidas atestadas de agua y vehículos, esquinas que, rebasadas por el líquido, perdieron toda dimensión espacial.
El cielo, negro por cualquier lado que se le viera, más allá de media tarde se abrió de par en par y dio paso a un aluvión con apariencia de cataclismo: hace unos días un amigo, tras algunas lluvias que han inundado varias zonas de la ciudad volviéndola intratable, intransitable, inhóspita; más de una vez ha dicho con un gesto de lamento: “antes me daba gusto que lloviera, ahora, cada vez que el cielo se nubla, siento temor”. Las principales características de las oleadas torrenciales de agua que prácticamente nos han levantado en vilo en esta temporada, han sido su vigor y prolongado efecto.
En el citado viernes, el paisaje iba de un lado a otro, como un trapo dejado a la intemperie en una noche tempestuosa: los vientos que vinieron acompañando a la lluvia, de furiosa raíz y ruidosa presencia, embestían cuanto objeto encontraban a su paso: hicieron parecer a los árboles tan sólo jirones verdosos, blandengues, moldeables a toda mano. Y la ciudad, por largos momentos, se desdibujó: su apariencia por todos conocida se descascaró más de una vez, y sus finas líneas arquitectónicas e íntimas se perdieron como en un borrón sempiterno y despiadado.
A la mañana siguiente, la del sábado, se volvió necesario reconocer, en un primer intento de reapropiación de las querencias y cotidianidades elementales, la nueva geografía de nuestra urbe: su renovado rostro quizás no lo encontramos tan distinto, pero sí fue imperioso adentrarse de a poco en sus revestidas calles y de pronto desnuda superficie.

“Qué bien la hacemos / juntos / tú y yo, agua, / agua, / tú y yo. / ¿Te imaginas, agua, / que resbaláramos juntos / por la piel de un durazno / y ya?”
Alejandro Aura, “Agua”

(Ahí se los dejo: lo ocurrido en Morelia, además de un gesto solidario de pesadumbre para con quienes sufrieron alguna pérdida irreparable, requiere una actitud generalizada de contribuir –en la medida de nuestras posibilidades– mano con mano, hombro con hombro, corazón con corazón, para la reconstrucción de este país que, pedazo a pedazo, amenaza seriamente con venirse abajo.)
Imagen: reportajesmeteocehegin.blogspot.com

domingo, 21 de septiembre de 2008

Letra a letra


A veces las palabras se esconden. Se vuelven escurridizas, inatrapables al lápiz. Se niegan a hilarse para construir renglones que quieran decir algo, que den cuenta de algún estado de ánimo o que señalen la hora en que sobrevino un milagro que para otros ojos pasó desapercibido. Y entonces hay que salir en su busca, provistos de una red de ésas con las que se suelen atrapar mariposas: correr tras de ellas, apenas se les descubre merodeando con despreocupación o quizás fisgoneando detrás de cualquier objeto, puede considerarse una actitud temeraria y capturarlas, una acción que merecería, por lo menos, unos cuantos aplausos de todo espectador casual o interesado, dedicados con absoluta seriedad.
Atrapar palabras al vuelo, aluciérnagadas, es como abrir los puños una y otra vez y sostener por largos instantes en la palma las miles de gotas luminosas que trae todo aguacero. Luego, al regreso, ya con la red atestada de especímenes, ha de ser un itinerario festivo, sembrado de risas y gestos eufóricos.
Las palabras ya escritas, al fin, no pueden, por más que lo intentan, trasponer los límites del renglón (a menos que en la lectura alguien les dé otra posibilidad) y éste, a su vez, se engarza con otros iguales que, al mismo tiempo, le dan forma a una masa de miles de cabezas cuyo estatismo puede conducir a la pasmosidad, a lo deslumbrante, a la impasibilidad, a lo apoteósico.

"Cuando (el pájaro) retorna a su silencio / de leñador sin bosque / y guarda el hacha, el hacha errante de sus plumas / y su canto. / Ya no le queda ahora más faena / sino afrontar la noche / de negra tinta solitaria, / hasta que de la sombra vuelva el día / y su ávido milagro."
Eugenio Montejo, "De aire en aire" en Fábula del escriba (2006)

(En estos días, todo el viento del mundo sopla en tu dirección.... Te doy una canción....
El miércoles pasado Bebesito cumplió dos años: su desconcierto al ver la bolsa de regalo después fue compensado al verlo correr, ilusionado.
Ahí se los dejo: las calles se han vuelto, sin querer parecer paranoico, tierra de nadie, un territorio inhóspito: encobijados, encapuchados, entambados, decapitados; granadas que explotan en actos públicos. Villoro escribía ayer en su columna: "No sabemos quién es el enemigo. No sabemos quién es la policía. Sabemos que estamos en la mira.")

Imagen: lascosasdelualua.blogspot.com

jueves, 18 de septiembre de 2008

De las de cocodrilo


El llanto, a veces lo olvidamos, nos ha acompañado desde siempre. “Todos nacemos llorando” es una frase a la que muchos recurren y que, sin embargo, no hemos reflexionado lo suficiente. Antonio Aguilar (+), interpretando una canción del poeta de Guanajuato, José Alfredo Jiménez, va más allá y dice que la vida, así como empieza, “así, llorando se acaba”: hay aquí una lección que a estas alturas no hemos aquilatado todavía. Y no aludo, precisamente, a un carácter trágico.
Llorar, como si escapar de un cerco se tratara, las más de las veces alivia, reencauza las emociones y proporciona una especie de estado de sitio a quien echa mano de las lágrimas en un momento determinado: no es lo mismo llorar, dolerse, y quedarse allí atrapado; hay que, como dice Girondo, “salvarnos, a nado, de nuestro propio llanto”. Es decir, hay que salvarnos de nosotros mismos.
El llanto, como se sabe, no goza de un buen prestigio: ha habido momentos en que ha llegado a considerársele no un estado propio del ser humano en circunstancias particulares (adversas o favorables: el mexicano llora porque está alegre, porque está triste, porque no encuentra otra manera de dar salida a todo ese volcán que carga en sus adentros), sino en una etiqueta que evidenciaba más una denostación que una virtud heroica.
Llorar ha estado ligado a nosotros, como ya se dijo, desde los primeros tiempos: visto de este modo, llorar puede entrar en la categoría de los gestos imprescindibles, de las artimañas mejor desarrolladas, de las habilidades que requieren escasa preparación y que proporciona un sinnúmero de gratificaciones cuando se ejerce con maestría, desenfado y profundidad.

“Llorar a lágrima viva. / Llorar a chorros. / Llorar la digestión. / Llorar el sueño… / Llorarlo todo, pero llorarlo bien… / Llorar improvisando, de memoria. / ¡Llorar todo el insomnio y todo el día!”.
Oliverio Girondo, “Llorar a lágrima viva”

(El cine mexicano, sobre todo el de la época de oro, y las telenovelas nacionales, constituyen álbumes, provistos de miles de paginas, de cómo se puede llorar en situaciones incluso descabelladas: el llanto suele ser una salida (¿fácil?, ¿balsámica?) al momento de plantear la resolución de un conflicto.)
Imagen: http://www.zonalibre.org/

lunes, 15 de septiembre de 2008

Grisáceas


Hoy el día ha transcurrido enmascarado. El cielo, como ladrón escurridizo, no se ha dejado ver un solo instante. Su rostro, grisáceo enmascarado, provisto de coraza: con enormes pegostes de nubosidad, a ratos dejó caer una lluvia menuda, pertinaz, de ésas que persiguen toda huella, que, empecinadas, se las arreglan para de algún modo recordar esos otros días en que la lluvia, por los cuatro lados del mundo, constituía el principio y el fin de toda emoción....

"Y en mi corazón te regocijas / como si estuvieras, y en mi lengua / habla tu olor florido y calla. / Serpiente de ojos dulces, boca / muerta, el corazón que me poblaste / como de retoños en la noche."
Rubén Bonifaz Nuño, "El ala del tigre" -8-

Imagen: hayotrascosas.blogspot.com

viernes, 12 de septiembre de 2008

Siempre cala


Hace días, en este mismo espacio, decía que “un acto violento, no obstante si se le mira de cerca o de lejos, siempre cala”: deja algo, es obvio, en el afectado, pero también en quien lo ejecuta, en quien lo presencia, en quien lo provoca.
Ayer mismo la Chica Azul llegó a casa con el cuerpo temblando: minutos antes había visto, justo delante suyo, cuando una camioneta embestía prácticamente a un hombre que cruzaba la calle y lo había levantado por los aires. La fuerza del impacto había hecho parecer que lo que surcaba el aire no era un cuerpo, sino un objeto endeble, fácilmente levadizo y sin peso.
El hombre cayó unos metros adelante: ningún automovolista, aun cuando la luz ya había cambiado al verde, se movió por largos instantes: quizá todos, como le pasó a la Chica Azul, no daban crédito a lo que sus ojos habían capturado cuadro por cuadro. Esa mudez y ensimismamiento es semejante a la que se experimenta tras terminar de ver Bailando en la oscuridad, de Lars Von Trier: se saborea una quietud que tiene que ver más con la desolación que con la parsimonia.
Un atropellamiento, por donde se le vea, es un acto violento: lo hondo que llega a recalar en los adentros en quien ve aquel suceso, nada tiene que ver con el conocimiento o no del sujeto en cuestión. Es decir, el acto violento cala porque el ser humano lleva muy dentro de sí el sentido de la defensa de los suyos, aun cuando el que lleve a cabo el ataque pertenezca al mismo bando.
La intención del acto violento, por otro lado, le añade o le resta a esa sensación de vorágine y rabia que hace presa de quien es testigo de la violencia: no es lo mismo, por ejemplo, ver cómo un sujeto (o varios) se ensaña (n) con otro y lo muele (n) a patadas y puñetazos, a aquella situación en que un tipo acaba en el suelo por un caballazo producto de un descuido, garrafal sí, pero descuido al fin. La intención, aquí, cuenta, y mucho: arremeter contra lo que sea lleva implícita una fuerza, y va a depender del motivo, justificado o no, la fuerza que se le imprima. Y no estamos hablando precisamente de que haya golpes menores o de arranques producto de la desmesura; se trata, más bien, de que un acto violento, por sí solo, puede encarnar, incluso, un modo de ser, de comportarse, de pensar.
Pasadas unas horas la Chica Azul aún no había digerido lo visto. Sabemos que en esta ciudad, como en tantas otras, ese tipo de actos suceden a menudo, diariamente. Ahora sí que, y sin tratar de demeritar la crudeza y lo lamentable del asunto, habría que adoptar aquello de “ojos que no ven, corazón que no siente”.

“Adolezco de fútiles cariños / unos con otros ayuntados. / Bebo no sin ternura mi taza de café. Conservo / retratos azarosos y animales domésticos. / Me absorben los rumores de la calle, / los muros blancos al amanecer, / la lluvia, los jardines públicos.”
Jaime García Terrés, “Idilio”

Imagen: cuestióndeego.blogspot.com

jueves, 11 de septiembre de 2008

Contagio


En “Contagios de lector a lector” Zaid dice que “el vicio de leer se adquiere por admiración”. Considerando tal cosa, me pregunto entonces ¿dónde es que me admiré a tal grado para convertirme en lector?
Esta pregunta, sin embargo, no puede tener una respuesta ceñida a la estipulación de fechas o, en mi caso, a cuadros que me remitan a los primeros años de escuela. A casi todos las primeras letras –escritas, sobre todo, pero también leídas– nos remiten a la estadía en la primaria: el libro de Español “Lecturas” constituyó un primer acercamiento con esa constelación que es siempre la literatura.
“Admira ver a una persona absorta en el trance de leer: desconectada de la realidad”, agrega Zaid. Ahí está el germen de esa admiración que, poco a poco, se transformó en un vicio totalmente disfrutable: el abuelo (creo que ya lo he dicho, pero lo recordaré de nuevo) leía todas las tardes la Biblia: en aquella silla de mecate, en el patio de las macetas, se alejaba del mundo, se perdía en las laberínticas historias bíblicas, de las que, pasado un tiempo, emergía renovado, siempre sonriente, aguzada la mirada: iba del mundo a la Biblia y de las letras a la vida. En ese trance de acoplamiento había algo en él que lo volvía un ser alado.
Mis raíces de apego a la lectura me llevan hasta allá: innumerables tardes sorprendidas por la noche las pasé escuchándolo leer, viéndolo perderse en su voz, sorprendiéndolo en el momento en que literalmente emprendía un vuelo que de algún modo lo llevaba a la incertidumbre: se perdía a tal punto en la lectura (su inmersión era total) que incluso a él mismo le costaba encontrarse.
Esa imagen, alterada ahora por el recuerdo y la querencia lejana si se quiere, me empujó, dócilmente, al abismo de la lectura: hay que abismarse para encontrar la ruta, para aprisionar el “deseo de viajar silenciosamente por ese mundo aventurado y distinto, (quizá no otra cosa que un) deseo de pertenecer”.

“Si en todas partes estás, / en el agua y en la tierra, / en el aire que me encierra / y en el incendio voraz; / y si a todas partes vas / conmigo en el pensamiento, /en el soplo de mi aliento / y en mi sangre confundida/ ¿no serás, Muerte, en mi vida, / agua, fuego, polvo y viento?”
Xavier Villaurrutia, “Décima muerte”

(“Contagios de lector a lector”, en Letras Libres, septiembre de 2008.
El texto de Zaid parte de lo arriba expuesto pero, además, propone prácticas medidas para que los maestros lean y enseñen a leer.
El vicio de la lectura, las lecturas compartidas, son temas distintos que luego trataré.)

Imagen: teatrinviajero.blogia.com

lunes, 8 de septiembre de 2008

Distracciones


El hombre del camión iba distraído. La mujer que iba a su lado, de vez en vez, lo veía de reojo: sus ojos se movían veloces. A esa hora de la mañana, mediando las once, los minibuses van, en su mayoría, vacíos: conté ocho pasajeros. La hora difícil para abordarlos, por lo común, iba de las ocho a las nueve. Después de eso, la modorra de los chóferes rueda inmisericorde por las calles, desperdigando su laxitud contagiosa.
El hombre, que miraba por el cristal hacia las aceras que el camión iba recorriendo en paralelo, parecía no haber dormido la noche anterior: los párpados le pesaban, sus movimientos parecían sacados de una escena en cámara lenta; todo él era un bulto que giraba el cuello con una pesadez tirante. Me recordó la eterna estadía de las vacas al pastar en los horizontes: en un primer plano esa llana quietud y al final, del otro lado del cristal, el barniz de una tarde parda.
Al hombre ese ensimismamiento no le daba para más: a lo mucho, le alcanzaba para mirar continuamente su reloj, tras de lo cual su rostro parecía una mancha limpia: no había línea alguna que diera entender si llevaba prisa, si tenía margen de espera o si no le importaba en lo más mínimo la hora. En efecto, podría decirse que se trataba de un acto reflejo.
A punto de arrancar de cada parada, la mujer que iba a su lado lo recorría casi con impudicia: más de una vez la descubrí con la vista fija en el hombre: por momentos creí, al principio, que trataba de reconocerlo de algún lado, pero, después, era evidente que había algo en él que la sorprendía.
El hombre, para sorpresa de ella, le regresó una mirada que, por volver a su estado vegetal, se podría interpretar como de una radical indiferencia. La mujer, sorprendida en un primer momento y dolida, después, torció la boca y pronunció algunas palabras. Un segundo después el hombre, de nuevo, se había puesto su máscara cortante, pétrea.
La situación, vista así, daba lugar a múltiples conjeturas que, sin otro pasatiempo a la mano, formulé considerando un sinfín de variables que, por otro lado, opté por desechar casi al instante de concebirlas por no armar un laberinto del que después, olvidadizo como soy, no sabría cómo salir: el hombre cargaba una inescrutable tristeza, la mujer, que de sobra está señalar que desconocía todo de la vida del tipo, pretendía entablar una conversación de lo más casual a la más mínima muestra de acercamiento; el hombre no había podido dormir durante toda la noche por preocupaciones económicas, lamentables y desquiciantes, la mujer, conocedora de esa flaqueza, le hablaría en un intento de consuelo que, por otro lado, estaba imposibilitada para dar; el hombre iba a su casa a descansar tras una fatídica noche de juerga que acabó en trifulca y de la que todos los involucrados, menos él, habían sido remitidos al ministerio público más cercano, la mujer, de oficio abogada, en alguna ocasión lo había defendido para salir de un apuro, y ahora pretendía cobrarle aquellos servicios que, ella lo detestaba, no llamaba nunca honorarios, sino servicios profesionales de confianza; el hombre, amnésico, había olvidado que la conocía desde la infancia, y la mujer quería refrescarle sus recuerdos y preguntarle sobre su madre….
Más adelante, el hombre se puso en pie y timbró para solicitar la parada; bajó. La mujer lo miró a través de la ventanilla: su rostro, antes inquisitivo y ahora triste, se apagó de ahí en adelante hasta que descendió; enseguida la perdí de vista.

“Las lunas que sumaban los que miran / las estrellas hace tiempo, se dejaron de contar. / Después vino el olvido y en su seno / tu nombre aéreo y terreno se dejó de pronunciar”
Fernando Delgadillo, “Primera estrella de la tarde” en el disco homónimo

(Ahí se los dejo: en Sinaloa actualmente se estudia la posibilidad de legislar sobre bajar el dobladillo a las faldas escolares, como una forma para evitar agresiones de género; la brillante recomendación la hizo el Consejo Nacional para la Evaluación de la Educación Media Superior. México, ya lo han dicho algunos, es un país del todo surrealista.)

Imagen: www.elboomeram.com

sábado, 6 de septiembre de 2008

Nocturnos grillos


Desde hace algunas semanas tengo mascotas en casa: dos grillos enormes que viven y cantan en mis paredes. Éstos, un buen día no muy lejano decidieron aumentar la familia: en cuanto enciendo la luz se alebrestan, se alejan dando tumbos algunos grillos pequeñísimos, negruzcos, saltones; se van como una línea brillante que se alarga en un subibaja risueño.

Los grillos, quizás ahí radica mi apego a esos animales, son, de algún modo, mi infancia: en el patio nocturno, bajo el sol verde de asbesto en que se sentaba el abuelo, sus voces de ritmo de estrella se paseaban con el aire, volaban de los oscuros sitios de las macetas a las paredes sin enjarrar, se encaramaban más que al tejabán o al saliente por donde el agua de lluvia bajaba, al oscuro anochecer marítimo que, avanzadas las horas, se descolgaba sobre nuestras cabezas: entonces, empapado de noche, había que irse a dormir.

Los grillos no gozan de una amplia aceptación en general: su canto, envinado de polvo de ladrillo y provisto de una hoja delgadísima con que raspa los sueños, las más de las veces deja un reguero de sobresaltos....  
  
"No canta el grillo. Ritma la música de una estrella"
José Gorostiza, "Pausas II" en Otras poesías

("Suben los sapos / a escuchar a los grillos / que cortan astros.
Cortan los grillos / con tijeras de sombra / nocturnos lirios...."
Fragmentos de poema encontrados, junto con la imagen, en: antrix-versoninho.blogspot.com)

viernes, 5 de septiembre de 2008

El hombre es el lobo del hombre


En los últimos dos meses, al cambiar de canal en el televisor, me he dado cuenta que en varios canales han proyectado Irreversible (2003), una película del argentino Gaspar Noé, que vi hace tiempo en compañía de la Chica Azul: confieso que lo hicimos en tres partes: sus nudos argumentales nos obligaron –al respiro– a detener el disco y a reproducirlo en otro momento.
“El deseo de venganza es un impulso natural”, se lee en el cartel alusivo para la promoción de ese filme francés, que cuenta la historia de atrás hacia adelante: el carrusel de la linealidad narrativa va girando a la inversa, a través de numerosos movimientos de cámara y ocularizaciones internas, desplegando un tipo de violencia sucia, degradante, inquietante, que deja secuelas, porque un acto violento siempre cala, a pesar de que sólo –no importa si de lejos o de cerca– se le mire.
“El hombre es el lobo del hombre”, señalaba Hobbes; es decir, el peligro del hombre reside en él mismo: qué paradoja o que malviaje como lo apuntarían algunos: tiene que mantener a salvo su espalda precisamente de quien tendría que cuidársela. Alucinado y apocalíptico si se quiere, pero sería difícil negar tal cosa a estas alturas.
Sabines, por su parte, escribió en un poema que “el pez grande siempre se traga al chico, que la lagartija grande se traga a la pequeña, que el hombre se traga al hombre”. En esto tampoco hay mucho que defender: la ley del más fuerte a menudo se impone sin juegos pirotécnicos y con todo lo que ello implica. El avasallamiento del otro a través de una actitud violenta se ha convertido en el proceder –mecánico, robotizado– más común que pueda verse, e incluso goza de una legitimación aborrecible.
En Irreversible el postulado de Hobbes y los versos del poema de Sabines (arriba citados) son llevados al encuadre –no afirmo que el director eso haya buscado. En la película hay una imitación de esa pretensión de avasallamiento, y la violencia quizá sea la manifestación primera de esa escalada de desfase iracundo que, en el fondo, –así lo veo yo– se pronuncia como un instinto natural.

“Este es un canto para ti. / Entero como el aire que pasa y acaricia las flores del durazno. / Feliz como una noche total. / Dulce como los niños que se enamoran de su maestra / y no saben decir dónde les duele / y lloran”
Efraín Bartolomé, “Canto en voz baja” en Música solar (1984)

(Ahí se los dejo: en lo que va del año se han quitado la vida 62 soldados estadounidenses y se investigan otros posibles 31 casos. El Ejército reconoce que las misiones continuas y repetidas, como la ocupación de Iraq, pueden estar influyendo en la multiplicación de cuadros depresivos y ansiedad entre los militares.)

Imagen: http://www.elfwood.com/

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Quinteto maldito


En Las vocales malditas está contenido un ejercicio titánico: el autor, como fácilmente podría pensarse, no inventó palabras, mucho menos dio origen a alguna nueva letra: de todo ese amasijo de líneas curveadas, rectas, horizontales, alargadas, verticales, en circunferencia que componen las múltiples unidades del abecedario dio a luz otra cosa; algo que, en un primer momento, parecería risible y que, sin embargo, tras el embeleso, conduce a la satisfacción simple y pura, a un estado incluso de bien saboreado desconcierto. Bien dicen algunos que la literatura no es más que una satisfacción prolongada, un éxtasis en potencia al que sólo se le da rienda suelta en momentos exactos.
Se sabe que las vocales tan sólo son cinco, pero la cuestión escriturística y literaria del volumen no se limita a esta cantidad mínima, sino a la desmesura misma del propósito: y no estamos hablando –para disipar cualquier velo de confusión– de esas cinco vocales por todos conocidas hasta la saciedad, sino de otras vocales, cuya condición, que por otro lado es una novedad, es que son malditas. Malditas vocales.
Las vocales malditas es un libro de cinco cuentos: cada uno de ellos corresponde a una vocal, es decir, el primer cuento titulado “Cantata a Satanás” sólo utiliza palabras con la letra a; el segundo, “El hereje rebelde”, evidencia la misma pretensión, pero ahora con la letra e. Y siguiendo el mismo modelo de armado están construidos los restantes tres cuentos: visto así, y bajo una visión limitada, la puesta en página de esa locura llamada Las vocales malditas daría la impresión de ser un ejercicio meramente diluciditario y chocante, pero no, en el fondo se trata de la filtración de un misterio, de una idea que rompe en mil y un vericuetos no del todo transitables y carentes de un sendero delineado.
Este libro no pudo ser producto más que de un escritor desequilibrado, loco; y nada mejor como este pretexto para engarzar aquí aquello que reza así: “de músicos, poetas y locos todos tenemos un poco”. Las vocales malditas, vocales herejes por donde se les vea, llevan por una travesía alucinante de la que se saben de antemano las escalas y quizás su recurso reiterativo (se empieza con la a y ha de acabarse en la u), pero no se sabe nunca –incluso después de leer los cinco relatos- el punto de ebullición de donde se desprende el final de cada cuento.

De los atisbos de locura nadie estamos exentos, ¿a qué podríamos atenernos entonces si la mayoría ha adquirido una locura siniestra por incurable?
A estas alturas, negar la locura en cada uno no sólo sería inútil sino, incluso, pernicioso: aún cuando no se recuerde un rostro por más esfuerzos que se hagan, todos conocen a todos, las locuras de todos les son propias a cada uno: porque la locura –bendita locura- bien puede ser una careta que nos ajustamos al rostro apenas trasponemos la puerta, apenas asomamos un ojo a la vecindad insalvable –y a veces procurable- a la que nos ha condenado el mundo.

“Me voy a convertir en todo / me voy a transformar en mono. / Me voy a convertir en todo / me voy a transformar en lobo / para aullarte la noche entera”
Caifanes, “Nunca me voy a transformar en ti”, en Caifanes

(Óscar de la Borbolla. Las vocales malditas. Nueva Imagen, México, 2003.
Arriba van las aves. Su silencioso vuelo va salpicando el agua de sombras vacilantes….)

Imagen: www.latiendadelafamilia.com

martes, 2 de septiembre de 2008

Insomniedades


El insomnio, de suyo tan permisivo, acaba por volverse líquido: lo peor es ese sudor pegajoso que prolonga inmisericorde las noches; ese líquido, casi siempre, se impregna a las paredes y las asciende, con toda sorna se extiende por el techo hasta cubrirlo y, lechoso, desde allí, despliega los miles de ojos con que ha de pasar el tiempo guiñándome hasta el cansancio, hasta la hora última dispuesta al descanso.
Si existe una manera de atravesar las noches en vela sin sufrir desvaríos ni acusar algún rasguño, el insomnio no es lo más recomendable: cuando se ha instalado, con el aire de quien asienta sus reales en un trono que pregona merecer, abre sus manos y sus dedos no son más que objetos filosos que rasgan todo: la certidumbre, la quietud, la ensoñación de ojos abiertos y cerrados, la esperanza en conciliar el sueño en el siguiente segundo; no existe todavía alguien, por lo menos que yo conozca, que haya emergido sano y salvo de sus redes: el insomnio, al hacer sus cuentas, preconiza los nombres de los damnificados con sus encantos.
El insomnio más de una vez, hace ya muchos días, fue mi aliado, y en esa camaradería llegué a concebirlo como una página blanca que pedía a gritos que, por medio de incisiones precisas y delicadas, le imprimiera letras que, al leerlas, fuera dable comprender su pasado y avizorar el derrotero de los días venideros, especialmente en lo tocante a las horas de la noche.
Las noches en vela, por más que se busque con linterna o con el auxilio de otro par de ojos, no tienen más de un horizonte, no poseen más de una encomienda: desdoblar sin prisas el lado ése donde la noche deja de serlo y da paso a otras luces; a las noches en vela, en descargo suyo, sí se les puede configurar de tal modo que acuñen más de un punto de llegada: la mañana entonces se abre con el color de la naranja, el alba se deja seducir y conducir a los terrenos menos complicados.
La ruta comienza aquí: el insomnio, laberíntico trazado de oscuridades y oquedades, sin otra pretensión que no tenga que ver con la ausencia de luminosidades y puertos propicios para el desembarque del agobio y el sueño nunca concretado, se prolonga aún cuando se logre dormir: allí, en ese territorio inhóspito y colmado de desorientaciones, el insomnio, provisto de tentáculos que comúnmente se conocen como insomniedades, halla tierra fértil para su permanencia por muchas horas, muchos días, muchas cavilaciones.

“Llevo toda una vida esperando una respuesta / todo tiene un tiempo y esto lo tendrá también… Siempre me dijeron lo del cielo y el infierno, / pero yo no creo que exista algo peor…”
Enanitos Verdes, “Estoy dispuesto” en Big Bang

(Mi corazonada no tardó mucho en concretarse: Cirilo regresó ayer. Bebesito lo descubrió en la calle y comenzó a dar gritos de emoción.)

Imagen: www.espacioblog.com