sábado, 29 de noviembre de 2008

El ausente (2)


Esa fascinación suya por señalar las cosas y encontrarles otro modo de concebirlas, un sesgo distinto, otro modo de explicarlas, lo hacían parecer un ser extraño, un tipo que pocas veces se le podía ver sin matices ni máscaras. Era una especie de prestidigitador. Una especie de hombre partido en dos, provisto de dos hemisferios del todo separados: cuyas divisiones mantenían una lucha constante, sin tregua posible.
Es cierto que era muy poco paciente (como lo soy yo), pero tenía el don de la fuerza: sabía imponerse, aunque no de un modo ortodoxo. A menudo, viéndome en él, me percato de que no poseo ese aliento que él tenía, que lo llevaba, al final del día, a saberse inmune ante todo ataque: esa inmunidad, no obstante, nunca supo cómo encauzarla, y quizás, fue una de las tantas cosas que fue minándolo hasta la muerte. Tal vez su principal enemigo era él mismo (tal vez, mi principal enemigo soy yo mismo). Pasan los días y, sin embargo, no pasa la sensación de su partida.

Imagen: www.gacetaliteraria.blogia.com

lunes, 24 de noviembre de 2008

El ausente


Aquel hombre siempre tenía un rostro serio, duro, metido en sí mismo. Parecía que vivía en una permanente pelea con su interior. Hablaba poco. Con una mujer era con quien intercambiaba el mayor número de palabras. Pero su conversación giraba en torno a los quehaceres, los problemas, los gastos, la visita de algún vecino, el aviso de alguna enfermedad de parientes o conocidos. Para con los demás, para con todo ese universo restante –que, al final, no era tanto-, siempre un gesto adusto, silencioso: las palabras, como si de un ungüento milagroso se tratase, las administraba con sumo cuidado.
Sí, se trataba de un hombre taciturno; pero cuando reía, la risa le duraba mucho rato, se prolongaba hasta bien entrada la noche. Aquellos –que, al final, no son tantos- que se sienten ligados a él, no obstante su reciente deceso, a menudo, en cualquier conversación que no venga al caso, traen a colación las reprimendas, regaños, golpes e insultos que constituían su diario vocabulario: y es que no conocían, como puede verse, otra manera de evocarlo. Asimismo, cuentan, que hubo una ocasión en que quiso recordar sus viejos tiempos de borracho empedernido: algunas cervezas después supo que aquel tipo de carrera larga para la bebida ya no existía en él, y lloró por muchas horas y por muchos días.

“Para viajar a gusto, para / morir como se debe, dejo / la calavera en el tintero…”
Rubén Bonifaz Nuño, “El ala del tigre” –74-

Imagen: www.liton.blogdiario.com

jueves, 20 de noviembre de 2008

Hace ya muchos años


Fue hace muchos años. La casa era de ésas que tienen un enorme jardín al centro: a sus costados, al frente y atrás se abrían corredores, donde los cuartos olían a platanar y calabaza enmielada, y en cuyas paredes descascaradas podían atraparse imágenes donde los cantos desperdigados de grillos iban y volvían más allá del despunte de la madrugada.
La mecedora donde dormitaba la tía, la hamaca desde donde mi padre la oía platicar de gente que nunca llegué a conocer, los helechos que bajaban de la azotea y se columpiaban en los arcos de los corredores, las estrellas nunca antes vistas tan de cerca, la brisa de la costa que se colaba por toda rendija, el griterío desaforado que llegaba desde la calle por primera vez recorrida a toda prisa por llegar al cine: todo eso fue el escenario, hace muchos años.
Allí vi a mi padre con una emoción que no recuerdo que se haya repetido. Al menos, no en ese grado.

“Como quien oyó que lo llamaban / y levanta el alma entredormido, / vuelvo a mi rostro a tientas; llevo / mi rostro a la mirada. / Entonces / por escalas de espinas subo / a mi corazón para alegrarla”
Rubén Bonifaz Nuño, “La flama en el espejo”, -b-

Imagen: www.flickr.com

martes, 18 de noviembre de 2008

Genealogías


Hay una vieja foto, de la que conservo una copia, en la que aparecen mi abuelo, mi abuela y sus tres hijas: dos tías y mi madre. La fotografía, tomada sobre una pared blanca, es viejísima, a blanco y negro: de esos retratos en los que los protagonistas aparecen con un rostro lejano, detenido, incluso podría decirse que desolado.
Mi abuelo, “don Celes” como le llamaban en el barrio, lleva una camisa blanca y aparece, curiosamente, sin sombrero y el rostro serio, como casi nunca se le veía. En tanto que mi madre, mis dos tías y mi abuela llevan un rebozo negro, los brazos cruzados y sostienen, fríamente, la mirada en el lente de la vieja cámara: están todas ahí en la fotografía, pero estando juntas dan la idea de estar solas, como ahora, que se tienen para sí.

“Ebrio de dudas y certezas, / te respondo a solas y pregunto / en compañía. Te he cantado / a matar, te canto y te agavillo / como quien cosecha para un pueblo / de hambrientos ladrones desterrados”
Rubén Bonifaz Nuño, “El ala del tigre” -17-

Imagen: www.graciela-caldeiro.idoneos.com

viernes, 14 de noviembre de 2008

El ala de la mariposa


Hoy vi a mi abuela: la vi casi con el último aliento en su boca, casi transparente, del todo endeble, a punto de doblársele el cuerpo y partirse en dos; sin embargo, para fortuna mía, en el fondo de su mirada sigue bulléndose algo cada que me ve, algo se abre paso entre sus oquedades y alza el vuelo: una ligera brisa me alcanza aún cuando no me es posible plantarme ante ella con un rostro sereno y pétreo.
Mi abuela lleva el signo de la tristeza como una marca inherente que se le fue impregnando con los años: a partir de aquel día en que mi abuelo partió su rostro se volvió un paño hecho nudo, y hoy tiene noventa años de abuela definitiva.
Hoy ya no puede ir de la sala a la habitación, del comedor al fregadero, de la cama al baño; se movía con sigilo, podría decirse que sus pasos no se escuchaban. Cuando la conduzco a cualquiera de estos lugares no puedo impedir esta sensación: su frágil humanidad semeja en su delgadez y delicadeza el ala de una mariposa.
“Juanito”, sigue diciéndome, y me lo dice desde hace ya algunos ayeres. No podría saber responderle si me llamara de otra forma.

“Es como si dijeras: / ‘Cuenta hasta diez y búscame’, y a oscuras / yo empezara a buscarte, y torpemente / te preguntara: ‘¿Estás allí?’, y salieras / riendo del escondite / tú misma, sí, en el fondo; pero envuelta / en una luz distinta, en un aroma / nuevo, con un vestido diferente”Rubén Bonifaz Nuño, “El manto y la corona” -8-