miércoles, 30 de junio de 2010

Otra partida


La muerte aparece de pronto en el camino. A media calle, detenida, con un cigarro en la boca asume su pose seductora. No siempre avisa de su llegada. Congrega miradas, atesora palabras de misericordia y dolencia. Hace, como si cualquier cosa, una parada en una esquina indistinta, y desde allí fija la atención en quien pronto la acompañará de aquel lado del telón: porque monta un escenario para actuar y sin saberlo, los más aplaudimos ante su espectáculo, sin considerar si somos víctimas o simples espectadores ávidos de un nuevo desenlace. La muerte es así, escurridiza, latente, invencible, agobiante. Cuando abre sus alas, la envergadura es de tal talante que sucumbir a sus pies sería el acto más lógico, el esperado, el único, el insalvable.
El Negro desde hacía tiempo que buscaba un hueco disponible en su regazo: le dolía la vida, le dolía el cuerpo, le dolía respirar, le dolía vivir-morir a un mismo tiempo. Ella lo había merodeado, cercado por largos doce meses: la vio venir, la supo, la esperó con temor, con un miedo que no se le borró del rostro aun cuando ya había dejado de respirar. Le dolía malamente por lo que dejaba, por lo que ya no podría hacer, por lo que siempre pensó qué haría después, por esa orilla irreal donde desfilan proyectos, sueños, ilusiones, esperanzas; fe en algo que no tiene forma y, sin embargo, de algún modo se palpan sus orillas, se adivina su centro, se da sin mucha complicación con su volumen, para aprehenderla.
La muerte tiene una potestad inaudita, milenaria: nadie escapará de sus palabras envolventes, nadie lo hace hoy, nadie lo hizo nunca. Recuerdo que de niño, antes de dormir –sin una pizca de ínfula o arrogancia– muchas noches pensé en qué sería de la vida si yo moría, y en qué sería de mí de ahí en adelante. La angustia me acompañaba de un lado a otro de la noche. Por muchos años me pregunté lo mismo; hasta que comprendí que la vida nada tiene que ver con la muerte: ambas son dos cosas totalmente distintas aunque una, en una mengua extrema, devenga la otra. Es como el gusano cuando deja de serlo y entonces aletea una mariposa. La metamorfosis es imperceptible, delicada.
Aquella tarde medio nublada en que bajaron el ataúd de El Negro unos metros en la tierra profunda, supe, sin saber cómo, que a sus treinta años había vivido la vida toda que le estaba deparada, y que de ahí en más, de haber logrado sobrevivir, él no habría sabido cómo sobrellevar los días de más que se le presentaran. El Negro sostuvo muchas peleas en esas tres décadas, pero perdió, agotado, exhausto, enflaquecido hasta la desgracia, desolado, la batalla que lo hubiera encumbrado: la que lo enfrentó con la muerte que, como toda una señora que se respete, un día, a media calle, lo esperó, lo retó, lo sacudió, lo abrazó para ya no soltarlo.

“¿Tú me dejas aquí o partes conmigo? / ¿Estoy dentro de ti o es que me llamas? / ¿Vives única en mí o encuentro el mundo en ti, / contigo? // El orden de las cosas en que te amo, / ¿dónde empieza o acaba? / Ahora está el silencio aposentado / en la rosa del aire / y un árbol cerca trina entre los pájaros / para sombrar tu sueño, ¿o es mi sueño? // ¿Es esta una prisión o acaso el vasto cielo / empieza aquí donde tus pies / tocan juntos la tierra, o es la luna?”
Isaac Felipe Azofeifa, “Poema VI”

Imagen: arteysalidad.blogspot.com

martes, 29 de junio de 2010

Palabras extemporáneas


Cientos de textos se han escrito a partir (o a propósito) del deceso de José de Sousa Saramago, nacido en la década de los años veinte del siglo pasado en una aldea portuguesa de nombre Azinhaga. Así que lo que aquí escriba quizá únicamente repita lo que ya ha sido signado por personajes de la literatura o el periodismo ligados al nobel portugués y, por ende, con más credenciales para referirse a él. Sin embargo, como bien lo recordó Jorge Moch en un artículo publicado el domingo en la Jornada Semanal, a Saramago le gustaba conocer a sus lectores, qué pensaban de sus textos. Y yo, soy uno de ésos. Y como tal, voy a escribir ahora sobre ese José que se preguntaba a menudo “¿Y ahora qué, José?”.
El primer texto que leí de él, lo decía en días pasados en este mismo espacio, fue la novela Todos los nombres, que adquirí allá por el año 99: me hice de ese volumen sin saber siquiera que se trataba de un escritor que un año antes se había embolsado el Nobel de Literatura: el título del texto fue determinante para comprarlo. Esa novela ya alumbra, tal como cita Guillermo Samperio en el periódico citado arriba, los derroteros de la narrativa saramaguiana: “el estilo literario de Saramago es muy peculiar, apegado más a formas musicales que literarias, con una ortografía y una sintaxis fuera de la norma.”
La segunda obra que leí fue El equipaje del viajero, en una edición sencilla, escueta que publicó la Universidad de Guadalajara, y que encontré en una librería de viejo en el centro de la ciudad. Saramago ahí opta, mediante el ejercicio del artículo periodístico, por reseñar cosas comunes, cotidianas, con un fino alumbramiento de lo lírico y una prosa que se apega a las normas comunes y se aleja de su inventiva escriturística. En El equipaje… se desvela un escritor que se maravilla aún de la mañana que le acarrea un sinnúmero de decepciones e incomodidades: en ello no radica la vida, sino en lo profundo que esas vicisitudes le van dejando, parece decir.
Vino enseguida Ensayo sobre la ceguera, y poco después El evangelio según Jesucristo, y más tarde Cuadernos de Lanzarote, y El hombre duplicado y a últimas fechas Viaje a Portugal y El cuento de la isla desconocida. Samperio se refiere a Saramago como “un lusitano indomable”, Antonio Valle lo llama “el gran lagarto verde” de la Lisboa de su adolescencia y juventud. Yo, por mi parte, prefiero llamarlo don Josefo Saramago, con cariño y todo el respeto que me merece: en su obra se le puede encontrar tal como era, un hombre sencillo, presto al socorro de las causas que creía justas, y fiel a la poesía de ese compatriota suyo al que amó en demasía y al cual le escribió una novela: Ricardo Reiss (o mejor, Fernando Pessoa).

“Qué manojo de rosas olvidadas. / Qué tibia y mansa luz / tu cuerpo como un árbol, / como un árbol gritando, / con tanto poro abierto, con tanta sangre / en olas dulces elevándose. / Oh, sagrado torrente del naufragio. / Cómo amaría perderme / y encontrarte.”
Isaac Felipe Azofeifa, “Itinerario simple de tu ausencia –ch”

miércoles, 23 de junio de 2010

Derecho de réplica


Ayer leía en un blog un post sobre un sujeto que hacía tiempo había escrito sobre algunas ciudades mexicanas: al respecto de sus habitantes, costumbres y vicios. No en un muy buen talante, es cierto; más aún, en algunos puntos llegaba a denunciar lo inhóspito que resultaría vivir ahí y lo nocivo que podría resultar la existencia tras algún tiempo pasado en alguna de esas urbes. Los comentarios que desató dicho texto fueron de un extremo a otro; hubo quien envidió el grado de odio y mala leche que el autor despertaba en los lectores, incluso deseó eso para sí. Cosa que no comprendí del todo.
Ese texto me hizo recordar que hace unos cuatro años escribí algo sobre Durango, sin jamás haber puesto un pie allí. (Todavía no he ido.) La diferencia de éste y aquél estriba en que en aquellas palabras mías yo no denostaba en ningún modo a la ciudad de Durango, mucho menos a sus habitantes; sin embargo, los duros comentarios de duranguenses en el blog donde lo colgué, e incluso algunos correos dirigidos a mi cuenta personal, no se hicieron esperar –producto de malentendidos–. De tapatío fracasado y creído no me bajaron, y concluían, sabelotodos y orgullosos, que en el fondo lo que yo deseaba era vivir en esa ciudad. Afirmaban que de algún modo –desconozco cómo– los envidiaba.
Las impresiones que escribí en aquella ocasión, así se los hice ver a quienes me criticaron, las basé en una canción del cantautor tamaulipeco Jaime López, quien tiene una canción que se llama precisamente “Nadie va a Durango”. Me limité únicamente a tratar de retratar cómo sería la vida en Durango, cómo eran quienes allí vivían –no conocía hasta ese entonces a alguien nacido allí–, y que hasta ese momento yo no había conocido a nadie que hubiera ido a pasar sus vacaciones a ese lugar –no mentí–; y remataba con una pregunta, emulando la canción: ¿por qué nadie va a Durango? Ahora que lo pienso, quizá esta última cuestión desató las reacciones.
A menudo la tierra –pueblo, ciudad, puerto– donde se nace, o donde se vive por muchos años, llega a convertirse en un regazo que defendemos contra cualquier denostación o descalificación, sin importar quien la diga o si ésta tiene alguna pizca de veracidad. Se superpone una especie de velo en los ojos de citadinos cuando alguien levanta la voz para señalar algún defecto que, minúsculo, por esa defensa a ultranza, adquiere entonces un volumen incontrolable. Si existe una manera de defender la ciudad que se quiere ha de hacerse sin aspavientos, sin alegatos, y a través de una convivencia equilibrada con la urbe en la que a diario nos movemos.

“Esta noche de luna y tú lejana. // Necesito a mis lado tus preguntas. / Y encontrarte en el aire vuelta brasa, / vuelta una llama dulce, / vuelta silencio y regazo, / vuelta noche y reposo, como cuando / guiábamos la luna nuestra hasta la casa.”
Isaac Felipe Azofeifa, “Itinerario simple de tu ausencia –c”

Imagen: estudiandoespanolentirana.blogspot.com

lunes, 21 de junio de 2010

El viejo José


Don José vive a un lado del registro civil. Donde lleva toda una vida trabajando. Vive solo. En un cuarto pequeño, cuyo mobiliario da la idea de un hombre que sobrevive apenas con un sueldo nada rimbombante. Sale de su cuarto y prácticamente entra a la conservaduría del registro civil; sale de ahí, por la tarde, y entra a su cuarto, que es más un reducto que un espacio para vivir. Se presenta temprano, ante su jefe primero, que a su vez saluda a su jefe segundo, y así hasta llegar al director de la conservaduría que, invariablemente, cruza alguna palabra con don José.
Esta vida sin altibajos ni grandes acontecimientos un día de pronto se ve alterada por una idea que no deja en paz a don José: conocer a una mujer de la que no se tiene el registro completo en la conservaduría, y de la cual don José conserva una fotografía que cayó a sus manos por mera casualidad. El ritmo de trabajo del viejo, sus antiguos hábitos de trabajador honorable y cumplidor, su rutina desprovista de cualquier inconveniente, su tranquilidad nada desdeñable; todo desaparece de un plumazo como si don José tratara de no dejar rastro alguno de su vida pasada, y quisiera, de algún modo, volver sobre sus pasos, aferrado al hilo de Ariadna.
En Todos los nombres José Saramago retrata a este viejo de hábitos sempiternos, que a la vuelta de los años recupera un poco las fuerzas para meterse a investigador, sin que medie ninguna proeza o incentivo monetario: no lo mueve un interés particular con la mujer de la fotografía –no lo liga nada a ella–, sin embargo quiere saber qué ha sido de ella en los últimos años. En esa inquietud por conocer esos pormenores don José se recarga, avejentado y enfermo, para tener con qué afrontar el sol de la mañana siguiente. Y así, descuidando actividades y alegando enfermedades, sale con ánimo renovado a emprender su búsqueda.
Don José colecciona en un álbum fotografías y los datos más generales de un sinnúmero de personajes ligados a la farándula: de su legajo la mujer ésa es la única que no pertenece a ese mundo y, quizá, por eso mismo, se empeña en encontrarla. Los nombres de todos ellos se confunden, por lo menos en la cabeza de don José, que, conducido por su búsqueda a un cementerio, el sepulturero le cuenta que allí ningún muerto está en su tumba verdadera; es decir, él mismo se encargó de cambiar los nombres de todos, por lo que los dolientes van y lloran y rezan ante una lápida que no es de quien creen que es. Los nombres de don José, en la conservaduría, por lo menos, siguen intactos, en su sitio, y le alumbran su entrada y salida de aquel mundo de telarañas y oscuridades.
(Vaya este post para don José Saramago, que murió el viernes pasado; para Carlos Monsiváis, que falleció al día siguiente; y para Miguel Juárez “El Negro”, que murió hoy por la mañana tras una dura batalla con un cáncer que al final lo venció.)

“Hoy no has venido al parque. // Podría ponerme a recoger del suelo / la luz desorientada y sin objeto / que ha caído en tu banco. // Para qué voy a hablar / si no está tu silencio. / Para qué he de mirar sin tu mirada. // Y este reloj del corazón que espera / golpeando / y doliendo.”
Isaac Felipe Azofeifa, “Itinerario simple de tu ausencia –b”

Imagen: www.confiar.coop

jueves, 17 de junio de 2010

Tras lo no conocido


Un hombre está empecinado en encontrar la isla desconocida. No tiene nada para lograrlo. Carece de un barco. Y cuando lo tiene, le hace falta la tripulación. No tiene brújula, ni mapa alguno; es más, no sabe cómo se dirige una embarcación. Sin embargo, a pesar de un sinnúmero de detractores y verdades de perogrullo que no puede desechar con facilidad –sin barco, sin tripulación, sin brújula, sin conocimiento del mar–, él quiere encontrar la isla desconocida, porque las islas conocidas ya no necesitan encontrarse.
El barco, para este hombre con visos de descubridor de islas desconocidas, constituye su punto de partida: a partir de su posesión se da a la tarea de encontrar la tripulación. Se topa, sin embargo, con marineros que son especialistas en encontrar –visitar– islas conocidas, mas de las otras no les apetece buscar, pues nadie está seguro de que existan, salvo este hombre salido de quién sabe dónde que pregona a uno y otro viento que él va a encontrar esa isla desconocida hasta ahora, que, por tal motivo, por ser desconocida, no figura en ningún mapa.
Encontrar una isla desconocida sería equiparable a un descubrimiento de altas magnitudes, puesto que lo conocido se puede encontrar, basta un poco de ingenio y un tanto de esfuerzo. Ya Silvio lo canta: “he preferido hablar de cosas imposibles, porque de lo posible se sabe demasiado”. Lo desconocido deja de ser tal cuando se le conoce: ese juego de velos y desvelos puede parecer nimio y, sin embargo, en el fondo, es del todo confuso.
De lo que habla Saramago en “El cuento de la isla desconocida”, además de tantas otras cosas, es de esa imposibilidad de escapar de lo que somos: el hombre que le pidió un barco al rey con la intención de encontrar la isla desconocida encarna esa especie de viajero titánico que sale a la caza de sus inquietudes apenas el sol le despunta en los ojos. Saramago, en este cuento que se lee de una sentada, enarbola la parábola del encuentro y el desencuentro, una constante en estos tiempos: el hombre quiere encontrar una isla –al final no se sabe si la encuentra–, y en su cometido se halla a sí mismo.
(José Saramago, “Cuento de la isla desconocida” –2009–, Alfaguara.)

“La sombra verde baja de los almendros y se instala / en el sillón de mi pereza. Como y bebo sin prisa, / duermo mucho y despierto despacio, entre gritos / de niños sin escuela y pájaros salvajes. / Y si quiero hacer algún esfuerzo, me abandono / en la hora más suave, al mar, o dibujo / algún sueño en la arena, / o escribo versos como éstos, casi un poema.”
Isaac Felipe Azofeifa, “Reposo a la sombra del almendro”

Imagen: sientemag.com

domingo, 13 de junio de 2010

Las abuelas pateabalones


Un buen día despertó, y como el dinosaurio monterrosiano, el futbol seguía estando ahí, reanudándose cada vez, afianzando su destino. De pronto quiso tener un sueño profundo para que, al cabo de muchas horas, al abrir los ojos, ya no estuviera; pero no contaba con que quienes lo practican no necesitan más que un poco de esfuerzo y una pelota que bota de forma interminable. El resultado: seguía culebreando frente a sus ojos, reinventándose, jugándose cada vez con más ahínco; alejando a todos de sus quehaceres más corrientes.
Cuando Galeano habla que él era el más pata de palo que pudo verse en los campitos de su país no hace más que retratar a todos aquellos –aquí me incluyo– que alguna vez, en el duro llano, en la calle empedrada, en el recodo de dos calles, en la acera, a un lado de las líneas del ferrocarril, en la azotea, en el pasillo de una vecindad o edificio de departamentos, frente a una pared en solitario, en un jardín coronado de flores, han jugado este deporte por diversión, competencia o desenfado. El futbol, como todo, no tiene por qué gustarle a todos: y en esa posibilidad se arrincona más de un sueño, crecen más de dos esperanzas.
A los juegos oficiales del siglo xxi, a los partidos y competencias profesionales de futbol les sigue faltando el aderezo que nunca falta en la cascarita: la camaradería a prueba de bala. Sigue estando presente, sin embargo, esa pretensión sobrehumana de semejarse a los héroes alados, intocables, que atraviesan, erguida la estructura vertebral, intactos, los dominios terrenales. La disputa de todo balón cuando no hay altos intereses de por medio ha de hacerse quitándose el sombrero: en la reverencia tiene cabida cualquier drible y anida profundo el gol.
Las abuelas de los Bafana bafana que juegan al futbol en el norte de Sudáfrica son el más claro ejemplo de las palabras de Galeano: no hace falta ser un mago para esconder el balón ante los ojos y piernas de los rivales y hacerlo volar como una paloma rumbo a las redes de la portería; basta con amasar ese fervor que sobrepasa, incluso, el que alguna de ellas necesite de bastón para poder moverse y lo arroje lejos apenas entra a la cancha. Las Vakhengula vakhengula, con faldas, delantales y pañuelos en la cabeza, constituyen la esencia de esa pretensión sobrehumana que, por ejemplo, Leo Messi ejecuta tan a la perfección.

“Por decir algo digo / que un mar lentísimo se aparezca en su sueño / y que un día sin nubes cae en el horizonte / como un gran pez dorado en las redes del tiempo. / El verano es un dios terrible sentado en la montaña / mientras cunde el incendio de la luz, y en vano el agua / saca contra la llama inútiles espadas de diamante. // El viento es otro bañista delirante. / Con un millón de manos frescas atraviesa la hoguera / del cielo, / rapta de ola en ola dulces sirenas distraídas, / se moja de un oscuro adiós ausente en la vela que lejos… / y se aquieta aquí cerca, donde una lenta voz / desde hace cierto tiempo, –me parece–, / repite una canción sin tema.”
Isaac Felipe Azofeifa, “Reposo a la sombra del almendro”

Imagen: blog.provincias.es

viernes, 11 de junio de 2010

Desde el imperio del sol


No distingo con facilidad a un japonés de un chino, o a éste de un coreano, y de allí a una lista interminable de sujetos asiáticos. Sus rostros son tan semejantes que incluso a sus nombres, que de entrada suenan igual, se les puede diferenciar un poco. Supongo que, como los gallegos respecto a los mexicanos en lo tocante a los chistes que por todos lados se cuentan, los asiáticos tendrán una concepción no tan distinta de nosotros: les hemos de parecer todos iguales, y la imagen que les proyectamos, mera suposición, no es del todo grata.
De lo que quería escribir, más bien, es de lo japonés, que a últimas fechas ha inundado un tanto el panorama de mi existencia por dos flancos principales: literatura y cinematografía. No podría argüir conclusiones, que serían aventuradas totalmente, respecto a la personalidad y tendencias de los japoneses, sin embargo si he logrado percibir ciertos matices que de un modo nebuloso podrían ir trazando un perfil general; ya se sabe que de lo general a lo particular hay un mundo, cuando no dos o tres; esto sin contar que el cine y la literatura no son del todo confiables al momento de pergeñar la realidad. Llanas aproximaciones pues.
Todo comenzó, hace algunos años, con las bombas atómicas y las viejas caricaturas japonesas; pasado el tiempo al ver las películas El libro de cabecera de Peter Greenaway y Lost in traslation de Sofía Coppola; que no aborda propiamente la existencia y cotidianidad del japonés, sino las vidas de dos extranjeros que por casualidad se encuentran a un mismo tiempo en esa isla asiática: su devenir entre los nipones les desnuda un poco su propia alma, el vacío que los embarga. El hilo siguió con la lectura, el año pasado, de "La casa de las bellas durmientes" de Yasunari Kawabata (ya antes había tenido un acercamiento con la literatura japonesa, en la universidad). En el cuento de Kawabata se relata la historia de un hombre viejo que acude a una casa donde pasa la noche con jovencitas: la particularidad es que sólo duerme con ellas, que yacen desnudas en el lecho, narcotizadas; va ahí a dormir únicamente, pues está prohibido tocarlas, incluso despertarlas.
El periplo por el imperio del sol naciente continuó, el año anterior, con los filmes de Kurosawa (Yojimbo el mercenario, Barba Roja, Ikiru-Vivir, Los siete samurais, Dreams; que merecen una reseña aparte), y en estos primeros meses con las lecturas de Kenzaburo Oé, Una cuestión personal y Confesiones de una máscara, de Yukio Mishima. El mundo japonés, con su pertinaz silencio, cordura, ensimismamiento, orden, pulcritud, me ha resultado atrayente: hay en todos esos rasgos algo que deslumbra, aunque en el fondo se hallan otras manifestaciones: su acendrado mutismo y sometimiento a las reglas y orden los han conducido a ser un pueblo avanzado, que da la impresión sin embargo de ser áspero y melindroso.

“Yo soy, / me llaman, soy, me digo / Isaac Felipe, / nacido en Santo Domingo, / una ciudad en medio del campo, / una vieja ciudad fuera del tiempo, / donde los años antes se medían por cosechas, / y ahora sólo están las campanas de las iglesias / y las golondrinas, / que desclavan la corona de Cristo / cada día, como antes. // Ahí entonces hace mucho / me nació el miedo de ser otra cosa, / que una simple criatura simple, / y me dolía el vivir, como ahora.”
Isaac Felipe Azofeifa, “Vivíamos cerca del cielo"

Imagen: sepiensa.org.mx

viernes, 4 de junio de 2010

Capuchino en entredicho


Una mujer, mientras yo leía un artículo de una revista en la computadora, conversaba –no, no conversaba; ¿peleaba?, ¿discutía?, ¿debatía?– con quienes atendían en la cafetería sobre el modo de hacer el capuchino. Los tres jóvenes detrás de la barra la miraban con un dejo de estupefacción que denotaba su sorpresa e incredulidad. Cuando puse atención a lo que decían alcancé a escuchar a la mujer: “es que yo tengo máquina en mi casa, y el capuchino no se hace de este modo, porque parece más un café con leche que un café concentrado”. Así de claro. Pensé: aquí cabe aquello de “se le alaba su honestidad, pero se le recrimina su falta de tacto”.
El artículo que leía se centraba en esa discusión –con visos de eterna a estas alturas– de si el libro perderá vigencia ante el avasallaje de las nuevas tecnologías y en algún futuro próximo se le llegará a considerar un objeto de museo, un artículo de colección. Pero por el modo de esgrimir sus argumentos, en ese justo instante toda mi atención –y tensión– se dirigió hacia la mujer, quien, no airada pero sí enérgica, les hacía ver a los dependientes que un capuchino preparado como Dios manda era un modo seguro de no perder clientela. Se ofreció, incluso, a pasar toda una tarde con ellos para transmitirles lo que de esa ciencia sabía.
El libro, según el artículo que leía, está destinado a ir a parar a almacenes empolvados, anaqueles terrosos, libreros entelarañados, rincones impenetrables, como si se tratara de echarle cerrojo a un animal que amenaza con acabar con la humanidad entera. Sí, por lo que pude colegir, se trataba de una visión más apegada a un Apocalipsis libresco que a una sesuda disertación sobre los tiempos actuales y la relación complicada entre la computadora y el libro impreso. Ante tal postura, objeté interiormente, no queda más que abrir un libro y comenzar a leer.
Volviendo a la escena en el mostrador de la cafetería, la conversación quedó zanjada cuando uno de los dependientes le dijo a la mujer, con todo el respeto del que fue capaz en ese momento, que con todo gusto la esperaban un día cualquiera de la semana, que sería bienvenida y sería atendida como se merecía. Ella ya no supo qué decir. Las palabras se le esfumaron. Por un momento pensé que el hombre que acompañaba a la mujer, quien esperaba sentado en una mesa contigua a la mía, se levantaría e iría por ella como un modo de recriminarle su impertinencia, o quizás se sumaría a la discusión como una forma de apoyar a su acompañante ante tamaño modo de preparar el café: no hizo una cosa ni otra, se limitó a mirar distraído el pasar de los autos en la avenida.

“El alba es un camino. / Por el alba se llega a la dulzura. / El aviso general de los gallos abre a la luz las puertas de la tierra. / El aire reparte una casta voz de campanas. / Un trino de pájaro rompe el cristal del cielo y riega / el silencio fresco de la madrugada. / El árbol duerme vuelto hacia sí mismo. / Tú, mi fiel compañía, dices / palabras irreales para salvar el sueño / que se aleja en el agua sutil de la noche. / Despierta tiritando en el vacío / un ángel retardado. / Un fantasma, una sombra, un soplo, nada. / Y amanece. / Vida, mi vida, al alba siempre.”
Isaac Felipe Azofeifa, “Al alba siempre”

Imagen: trotalunas.blogspot.com

martes, 1 de junio de 2010

Sobre el asfalto



Hace poco, en animada conversación con dos amigos en su casa, salieron a colación los personajes favoritos del cine. Personajes que de algún modo para cada uno se volvieron entrañables. Aparecieron en la plática numerosas películas e igual número de héroes, antihéroes, roles secundarios cuyos papeles fueron relevantes y dejaron alguna marca. M. (ella) se decantó, sobre todo, por personajes que tendían al máximo heroísmo, en tanto que D. (él) pinceló todos los atributos de los protagonistas de algunos filmes de Kurosawa, en particular Ikiru y Rashomon.
Cuando llegó mi turno el primero que vino a mi cabeza fue Mad Max, el espécimen abanderado de esa trilogía de filmes cuyo personaje principal encarnó una especie de mensajero no esperado. Mad no encuadra en la figura del héroe común, más aún, dista mucho de ese heroísmo embadurnado de causas nobles y acciones por demás aparatosas en pos de un reconocimiento general. En el fondo se trata de un hombre que pretende pasar desapercibido, y cuyo itinerario de vida carece de esa encomienda titánica de reivindicar a la humanidad ante una fuerza desproporcionada y maléfica: su mítica lucha, en primer lugar, según entiendo se centraba consigo mismo. Y de allí, lo que viniera.
Mad Max fue un personaje que ejerció una particular atracción a la que me resultó difícil sustraerme. Un viajero de la carretera que perdía su mirada en el desierto: la dejaba colgada en algún lado y luego, como si tal cosa, la quitaba de allí para colocarla en otro sitio, igual de perdido y desolado. Y ese decantamiento del personaje por la carretera constituyó el más fuerte de sus imanes: esas escenas en que aparece solitario, entre arenales, montado en su vehículo, diluyéndose en el asfalto, como si no hubiera otra cosa que el camino que se ve adelante, estoy seguro me arrastraron a su perpetua idolatría.
Y es que la carretera desde hace mucho tiempo resulta un camino que recorro siempre como si se tratara del mejor trayecto (aunque se dice que el trayecto más apreciable es el que nos trae de regreso a casa). A eso se debe con seguridad que Mad Max llegara a encumbrarse entre mis personajes cinematográficos favoritos. Había en esa personificación acentos que no era posible pasar por alto: el desenfado ante el devenir cotidiano, su desmedido interés por ir de un lado a otro, y, sobre todo, su desganada actitud al recorrer todo kilómetro que se le pusiera al frente, como si en algún sitio lo estuvieran esperando.

“Cuando venían las lluvias miraba los largos aguaceros / desde el ancho cajón de las ventanas. / Nunca huele a tierra tanto como esa tarde. / Se oye la lluvia primero en el aire venir como un gigante / que se demora, lento, se detiene y no llega, / y luego, están ahí sus pies sobre las hojas, tamborileando, / rápidos, mojando, / y lavando sus manos deprisa, tan deprisa, los árboles, / el césped, los arroyos, / los alambres, los techos, las canoas.”
Isaac Felipe Azofeifa, “Se oye venir la lluvia”

Imagen: horror-movies.ca