viernes, 30 de octubre de 2009

¿Ya atendiste al señor?


“¿Ya atendiste al señor?”, le dijo la dueña a una de sus empleadas. No era la primera vez que iba a ese lugar a comer y, sin embargo, sí la primera ocasión en que esa mujer decía “señor” al referirse a mí. Por otro lado, en más de un sitio ya se habían dirigido a mí de ese modo: “¿cómo le va?”, me saludó la semana pasada la mujer de la estética donde me rapo el cabello; “señor García Madero, ¿cómo ha estado?” me saluda siempre la mujer que me renta el departamento. La de la lavandería, tan ceremoniosa siempre, no se mide: “señor, ¿se le ofrece algo más?”. Eso de “señor” ya se le está haciendo costumbre a la gente en lo que a mí toca.
El paso del tiempo no es una noción fresca, identificable con facilidad. Es tan escurridiza y brumosa que a menudo echa mano de trucos para perderse de vista. Le hace al mago. Y es que se trata, más bien, de un tópico imposible de acomodar como si armar un rompecabezas fuera el cometido. Y mucho menos si hablamos del tiempo que nos compete: no se tiene cabal cuenta de los años que se tienen hasta que acontece lo inevitable: la impredecible certeza aparece entonces en el espejo, cuya imagen tiene la facultad de devolver al mundo a su sitio.
Acumular años no es una tarea apreciada; podría decirse, además, que es un hábito incomprendido en toda su circunferencia: nadie quiere volverse viejo porque sí, lo que puede hacer es llevar esa condición con un dejo de desparpajo, consciente de los signos más evidentes de un decaimiento insobornable, irreversible; aunque no por ello no disfrutable. ¿De cuántas maneras es posible incorporarse a esa nueva condición de “señor” ante los semejantes? ¿Quién conoce la fórmula para no dar tanto tropezón en ese adecuamiento? ¿De dónde proviene esa mesura que planta paredón ante el embate de la desesperación y la incomodidad? ¿En qué intrincado lugar se ubica esa desazón para sacarle la vuelta?
La figura de “señor” que me viene de cuando era niño dista mucho de la que hoy quizá me endilgan. Aquella era solemne, complicada, adusta, un tanto acartonada incluso. En ese entonces no había modo de descubrir el lado flaco de tan flamante condición: la altura de un título, en este caso sin otra atribución que la que impone la edad, no se mide como se mediría la distancia ni tampoco es dable a adjudicarle un peso específico. Es de suyo inverosímil, independiente. “Señor, su orden de tacos se la entregan de aquel lado”. Y vuelven los años, a cada instante, con su carga despiadada.

“Abandoné las sombras, / las espesas paredes, / los ruidos familiares, / la amistad de los libros, / el tabaco, las plumas, / los secos cielorrasos; / para salir volando, desesperadamente. // Abajo: en la penumbra, / las amargas cornisas, / las calles desoladas, / los faroles sonámbulos, / las muertas chimeneas, / los rumores cansados, / desesperadamente. // Ya todo era silencio, / simuladas catástrofes, / grandes charcos de sombra, / aguaceros, relámpagos, / vagabundos islotes / de inestables riberas; / pero seguí volando, desesperadamente….”
Oliverio Girondo, “Vuelo sin orillas”

Imagen: www.avidos.net

jueves, 29 de octubre de 2009

Tararear


A menudo tarareo alguna canción. No soy bueno para cantar ni mucho menos para grabarme canciones completas. Solía serlo, hace mucho. Por eso hoy me limito a tararear. El reducido espacio que queda en la memoria a veces es ocupado por informaciones meramente prácticas: cómo destapar una botella, dónde se guarda el recibo de agua, en qué tramo de la película sucede el asesinato, cuándo hay que pagar las deudas mensuales…. Entre todo ese cúmulo de incolora información asoman las canciones gustadas, que alojamos con la seguridad de que algún día pronto las entonaríamos, no quizá al pie de la letra o con el tono adecuado, pero sí con el corazón por delante.
El tarareo no tiene señas particulares o momentos determinados, y se ha convertido, más que en un pasatiempo en algunos casos, en un antídoto ante el trasiego de las batallas diarias: no hay mejor manera de saborear un café que balanceando alguna canción en los adentros o leyendo un poema de Montejo bajo la luz verde de un árbol sonriente. Hay quien se ha convertido en un experto en esta nueva disciplina: tararear no se limita a medio cantar o medio recitar, sino que es una cuestión que entraña cierta dosis de arrobamiento y abandono.
La radio es una caja mágica sin fecha de caducidad: de ella salen, cuando menos se piensa, canciones que se habían quedado en el camino de los años y que, de algún modo, se las ingenian para alcanzarnos en una edad determinada. Y esas rolas retornan con un vigor que sorprende: la marejada de sensaciones azota de tal manera al cuerpo que uno acaba por saberse levantado en vilo por una canción vieja, pasada de moda, cómplice de añejos sentimientos e imágenes perdurables no obstante el deterioro propio del transcurso del tiempo. No hay canción, siempre añorada, que llegue a destiempo; más aún, no hay canción que el radio no traiga.
Las rolas que uno intenta cantar a ratos llevan una pequeñísima marca indeleble: las hacemos nuestras a pesar de todo y de todos. Si se trata, tal vez, de la canción de moda, encontrará opositores iracundos que prohiben entonar lo que todos escuchan: nada hay más detestable que formar parte de la borregada. Si, por el contrario, es una canción no muy conocida, incluso de un intérprete de un país remoto, o producto de circunstancias particulares, como una guerra o regímenes políticos adversos y duros, entonces inclinarse por ese tipo de música granjeará al melómano una simpatía no muy común e imperecedera.

“Asistir a los cursos de antropología, llorando. / Festejar los cumpleaños, llorando. / Atravesar el África, llorando. / Llorar como un cacuy, como un cocodrilo… / si es verdad que los cacuíes y los cocodrilos / no dejan nunca de llorar. / Llorarlo todo, pero llorarlo bien. / Llorarlo con la nariz, con las rodillas. / Llorarlo por el ombligo, por la boca. / Llorar de amor, de hastío, de alegría. / Llorar de frac, de flato, de flacura. / Llorar improvisando, de memoria. / ¡Llorar todo el insomnio y todo el día!”
Oliverio Girondo, “Llorar a lágrima viva”

Imagen: servicios.laverdad.es

miércoles, 28 de octubre de 2009

Oscuras vendimias


Por un momento pensé que la mujer que se acercaba seguiría de largo. Error. Su cara, sombría, carecía de matices. Se detuvo frente a mí. Era joven, casi diría que inmensa en kilos y sudores. Me ofreció dulces de jamaica, “con splenda”, que ella misma preparaba para ganarse unos pesos y mantener a sus hijos; eso fue lo que dijo mientras mostraba aquellas pequeñas bolas rojas que llevaba envueltas en papel celofán. Lo curioso de su perorata había sido lo de la splenda. Una sutil palanca de mercadotecnia ad hoc a los tiempos y la moda. Y lo mencionó con un tono tan seguro que evité soltar la carcajada frente a su cara. Es cierto que los caramelos no se veían antojables; sin embargo, su recia seguridad al ofrecer el producto la salvaba del bochorno. Al final dije “gracias, otro día”.
Al poco rato apareció el vendedor de cacahuates garapiñados, “hechos en casa, sin mucho aceite, pa’ cuidar la salud del cliente”. Los pequeños tubos llenos de minúsculas bolas, también en celofán, semejaban dos largos pedazos de madera, tan oscuros como un abismo. El hombre no era joven ni viejo, su aspecto era nebuloso. “Jefe, cómpreme aunque sea uno pa’ sacar pa’ la cena”. Llevaba una mochila a la espalda, llena de material, según dijo, “pésela, pa’ qué vea que no he vendido más que dos o tres”. No le compré nada. Dio vuelta y se perdió en las columnas de los portales. Un segundo después volvió aquel aroma dulzón del garapiñado.
Catedral, enfrente, era una mole, silenciosa, iluminada en el descampado nocturno. Del lado de la avenida surgió un niño con una caja de chicles. Su cara abombada lo hacía parecer fatigado. Llevaba una playera raída, descolorida, que le colgaba como bata de doctor. “Dos por diez” dijo con una sonrisa negruzca, débil. “Ándele” insistió el chamaco, que calzaba unos zapatos tan deslucidos como viejos. Un momento después se dio por vencido y siguió su camino. Al verlo marcharse, cabizbajo, pateando un vaso desechable, pensé que en la calle hay un sinfín de señales inequívocas de que este mundo ha equivocado por mucho su ruta.
La plaza lucía cada vez más sola. Había todavía algunos charcos desperdigados: la lluvia partió cuando oscurecía. La anciana se veía lejos: su figura endeble fue agrandándose cada vez. Ya cerca, observé que del brazo le colgaban rosarios y en las manos llevaba folletos; eran sobre el rezo del rosario, leí. Con voz pastosa, casi deletreada, dijo el precio de la mercancía: “más barato que en los templos”, fue su argumento primero. Su mirada se torcía. Sus manos huesudas temblaban. “Si no los lleva va a condenarse” fue su argumento segundo y último al ver mi desánimo ante su oferta. Me sentí atosigado, acorralado. La miré sin sentimiento alguno y me alejé rumbo al estacionamiento. Volví el rostro para verla y hundí sin querer el pie en un charco.

“Llorar a lágrima viva. / Llorar a chorros. / Llorar la digestión. / Llorar el sueño. / Llorar ante las puertas y los puertos. / Llorar de amabilidad y de amarillo. / Abrir las canillas, / las compuertas del llanto. / Empaparnos el alma, la camiseta. / Inundar las veredas y los paseos, / y salvarnos, a nado, de nuestro llanto….”
Oliverio Girondo, “Llorar a lágrima viva”

Imagen: variacionesgoldberg.blogspot.com

martes, 27 de octubre de 2009

La bestia de arcoiris


Es el caballo solitario de Acueducto. Como el mítico Llanero, pero éste es una bestia. Es enorme, de lejos. De cerca lo es más. Cuando lo vi por primera vez me fascinó: ni siquiera tiene las patas delanteras alzadas, pero su figura es geométricamente proverbial. A simple vista se comprueba que no se trató de un caballo que muriera en plena refriega: y, sin embargo, la polvareda que dejan sus cascos atraviesa el asfalto de la avenida, difumina el amplio camellón que la parte en dos, en tanto sus colores le dan un matiz despintado al sol: todo aquíabajo presenta un tono distinto al que en realidad tiene.
El caballo solitario está hecho de arcoiris. Al menos esa es la impresión. Lo supongo por su apariencia. Cuando se le tuvo cerca y la distancia se va abriendo entonces, milagrosas, le aparecen alas en los costados: lo curioso es que no emprende el vuelo, ni agita esas luminosas extremidades; se limita a flanquear, con una actitud de pegasso olvidadizo, el paso de los vehículos que lo rondan día y noche. Su mirada de mil colores la dirige hacia una parte de la ciudad que le devuelve un reflejo esperanzador.
Hubo un día en que desde una acera me le quedé mirando por largo rato. En el aire citadino flotaban palabras, vientos encontrados, y una brisa que soplaba de este a oeste. La corriente me trajo sus murmullos.Era por la tarde, ya en sus últimos minutos: mis ojos no lo abandonaron en ningún instante y no se movió ni un centímetro, no resopló ni trotó ni emprendió carrera alguna. Fue formidable ver su estatismo, detenido en la periferia del tiempo. Su quietud le viene de tiempo atrás, y es avasallante, demoledora. No mueve ni un músculo, ni abre el hocico para nada.
El caballo es el animal de las mil batallas: ha estado presente en numerosas guerras, en un sinfín de descubrimientos, en el acomodo de paisajes, y ha recorrido más leguas de tierra que cualquier otra especie que carezca de alas. El caballo no fue inventado, sino traído de un lugar remoto: su adaptación a este ambiente ha estado plagado de inconvenientes y tropezones: mas su trote es el adorno perfecto para su figura balanceada, rítmica. El caballo solitario, no obstante, nació aquí, es de por estos lares: la planicie de arcoiris que va de su nuca a la grupa así lo anuncia.

“Gracias por la ebriedad, / por la vagancia, / por el aire / la piel / las alamedas, / por el absurdo de hoy / y de mañana, / desazón / avidez / calma / alegría, / nostalgia / desamor / ceniza / llanto. / Gracias a lo que nace, / a lo que muere, / a las uñas / las alas / las hormigas, / los reflejos / el viento / la rompiente, / el olvido / los granos / la locura. / Muchas gracias gusano. / Gracias huevo. / Gracias fango, / sonido. / Gracias piedra. / Muchas gracias por todo. / Muchas gracias. / Oliverio Girondo, / agradecido”
Oliverio Girondo, “Gratitud”

viernes, 23 de octubre de 2009

Inquilino (2)


Quise detenerlo. Fue más rápido. Si se mira bien no hay sorpresa en que escapase. Al fin es un pájaro. En ese intento de captura acabó estrellando sus alas en los barrotes. Pareció destantearse, perder impulso, irse en picada en un brevísimo segundo. Tras unos momentos realzó el vuelo. Y se perdió entre los viejos tinacos de cemento: ésos que hoy son los menos en ese cielo bajo de azoteas y tendederos, por el menor precio y mayor duración, dicen. Y que no son más que enormes botargas oscuras, destempladas, intrusas. Lo que no entiendo a estas alturas es por qué quise agarrarlo, y para colmo al vuelo.
Ahora pienso, respecto a su aparición, que quizás regresó de la muerte. O tal vez era otro. Se parecía mucho al anterior. Tal vez esa semejanza no sea una coincidencia, sino una señal que le permitiese entrar en aquel reducto de mi departamento. El pájaro volvió al nido. Lo vi allí arriba, mirando con desconfianza en derredor. ¿Es posible que haya retornado? ¿Que aquella imagen de su cabeza desmembrada, llevada en pedazos por un conglomerado de hormigas fuera una alucinación producto de no sé qué desvarío interno? Tan cerca lo tuve que no podría afirmar que se tratara de aquel, o de una segunda ave; lo que sí puedo decir es que allí había un pájaro, nítido.
La cuestión es que el nido hoy ya no está. Cayó al suelo y se hizo añicos. En el piso no había más que pequeñas ramas y basura. Ningún huevo. Ninguna señal que indicase que tal vez retornaría otra vez, a buscar lo olvidado, lo suyo, lo protegido durante mucho tiempo. Es curioso cómo se acomoda a cualquier escenario: un pájaro es como los árboles, si llueve ahí están, bajo el agua; si hace viento, ahí están, hallando el modo de esquivar las corrientes; si hace frío, ahí están, bajo ningún resguardo, en la noche helada, con ganas de acurrucarse; si tunde el sol, ahí están, casi mimetizados con el calor ondulante.
La otra noche se refugió donde había estado el nido, en el techo del bóiler, siempre con un dejo de desconfianza en la mirada. Al cabo se elevó, batió las alas y se perdió en esa nebulosa masa que a veces es la noche. Y desde esa ocasión lo he perdido de vista. Tal vez ya no lo veré más. No hay motivo para pensar lo contrario. El nido, la niña de sus ojos, desapareció; la quietud de la tarde y la noche en ese espacio ya no existe; y su posible pareja hace ya días que no vuela más, que emprendió la retirada batiendo no sólo las alas sino el cuerpo entero.

“Gracias aroma / azul, / fogata / encelo. / Gracias pelo / caballo / mandarino. / Gracias pudor / turquesa / embrujo / vela, / llamarada / quietud / azar / delirio. / Gracias a los racimos / a la tarde, / a la sed / al fervor / a las arrugas, / al silencio / a los senos / a la noche, / a la danza / a la lumbre / a la espesura. / Muchas gracias al humo / a los microbios, / al despertar / al cuerno / a la belleza, / a la esponja / a la duda / a la semilla / a la sangre / a los toros / a la siesta….”
Oliverio Girondo, “Gratitud”

Imagen: http://www.spanisharts.com/ (“Los pájaros muertos” de Pablo Picasso)

miércoles, 21 de octubre de 2009

La Negra nuestra


“Tengo un poema escrito más de mil veces, en él repito siempre que mientras alguien, proponga muerte, sobre esta tierra….”. Esto recuerdo de la primera canción –“Sobreviviendo”– que escuché de doña Mercedes Sosa en el sabatino programa radiofónico “El Tintero” (de Radio UdeG) hace ya algunos años. Por esos días comenzaba a descubrir otro tipo de música, ésa que en sus letras están contenidas historias, narraciones, fábulas, cuentos que, música de por medio, son contados como si se le abriera la llave a cualquier conversación.
La voz de ronca de esa mujer tucumana, volviendo a doña Mercedes, tenía la gracia de salirse del corsé de toda bocina, de dispararse como el sonido atronador de la tambora, estruendo vivo y puro; su hermosa voz papaloteaba por encima del canon más riguroso para una cantante femenina: ella se encargó de romper todos los moldes, y de rehacerlos según su tesitura y posibilidades. Doña Mercedes partió la historia en dos: antes de ella sólo había caos, tras su paso quedó una estela que por más empeño se ponga nadie podrá diluir o velar.
La Negra la llamaban. La Negra de los desheredados. La Negra del sur latinoamericano. La Negra de las voces rompe vientos. La Negra del poncho y el cabello lacio. La Negra que probó suerte en un programa de aficionados y pisó los escenarios musicales más encumbrados del orbe. La Negra que elevó la voz por los mudos y sordos y desoídos sin importar si el viento soplaba a favor o si le azotaba el cuerpo. La Negra de la provincia de Tucumán. La Negra que cantó con Gieco, con Silvio, con Páez, con Charly; que miró en el horizonte a Violeta. La Negra. La Negra…. que pasó hace pocos días de este mundo.
Doña Mercedes, lejos de un sentimentalismo ramplón y siempre deudor, fue una señora inmensa, un océano rompiente y desbordado. Su figura delataba la presencia de una mujer que más que una potente voz tenía dos manos y un corazón para compartir. Su canto y coherencia de vida por los más desprotegidos de su país –y de esta gran patria llamada América Latina– es el más grande legado de La Negra. La Negra de ese país argentino pero que, por derecho propio, por su canto invencible nos pertenece a todos.

“Me parece que vivo / que estoy entre los ruidos / que miro las paredes, / que estas manos son mías, / pero quizás me engañe / y paredes y manos / sólo sean recuerdos / de una vida pasada. / He dicho ‘me parece’ / yo no aseguro nada.”
Oliverio Girondo, “Escrúpulo”

Imagen: folklore-raiz.blogspot.com

martes, 20 de octubre de 2009

Retorno al mundo


Fui presa de un sonambulismo que me mantuvo alejado del mundo por varios días. Una enfermedad de moda me plantó cara y se inmiscuyó a mis adentros. La marcada debilidad que acusó mi cuerpo no dio para mucho: a lo más, de la cama de convaleciente al sillón de lectura, de ahí al televisor, al refrigerador y al baño. La ruta no tocaba más puntos que ésos. Si acaso entreabría la puerta y divisaba el balcón, y más allá los edificios, era sólo para convencerme de que el mundo seguía ahí afuera, como el dinosaurio monterrosiano.
Casi diez días estuve a la sombra. El encierro que padeció Ana Frank durante el holocausto, y del que me enteré cuando cursaba la secundaria, entonces adquirió un renovado significado: ella se limitaba a escuchar, con marcado entusiasmo, los ruidos que venían del exterior con el fin de descifrarlos, yo en cambio miraba el sol desde mi ventana, literalmente, queriendo encontrar alguna noticia luminosa. Es cierto, salí a ratos: por trámites inexcusables y medicamentos con sabor delicado, diluido –y es que, como tantas otras cosas, ya no los hacen como antes–. El cautiverio por momentos pareció infinito.
La fiebre, altísima, de dos noches consecutivas, me condujo al desierto. Descubrí que los espejismos no son un mito: están ahí, al alcance de los ojos, no de la mano. De esos calurosos arenales emprendí el regreso en la madrugada del tercer día. La planicie, a la vuelta de aquellos montículos arenosos, aparecía como un paisaje abrigador: no obstante que ninguna voz parecía venir de sus entrañas circulaba en el ambiente una melodía que fue calmando de a poco aquel torrente de estertores y calosfríos. Sin casi darme cuenta estaba ya en el umbral, de regreso, echando una vista atrás como quien mira y sabe que no desea más aquello.
Mi retorno al mundo no mereció un repique de campanas, tampoco que el tráfico vehicular en alguna conflictiva avenida se detuviera o que los cientos de automovilistas hicieran sonar sus cláxones por un minuto: lo agradezco sin embargo porque, como el recordado Sabines, tengo en gran valía esa indiferencia del mundo para con mi persona. En las periferias, en lo más alejado de los reflectores es que se respira con más hondura y pausa, donde los pasos no resuenan pero sí conducen al lugar deseado. A paso quedo.

“Hay que ingerir distancia, / lanudos nubarrones, / secas parvas de siesta, / arena sin historia, / llanura, / vizcacheras, / caminos con tropillas / de nubes, / de ladridos, / de briosa polvareda. / Hay que rumiar la yerba / que sazonan las vacas / con su orín, / y sus colas; / la tierra que se escapa / bajo los alambrados, / (….) Hay que agarrar la tierra, / calientita o helada, / y comerla / ¡comerla!”
Oliverio Girondo, “Dietética”

jueves, 8 de octubre de 2009

Ojos velados


¿Será cierto que no hay peor ciego que el que no quiere ver? Así lo afirma la sentencia popular en alusión a la terquedad y la obcecación de alguien ante una situación particular. Tener la firme convicción de estar procediendo con certeza frente a un problema cualquiera implica –en una de sus aristas–que otros digan que se trata de un tipo testarudo, que no ve más allá de un palmo de narices. Las evidencias están allí, inalterables, inmaculadas y, sin embargo, el sujeto se ciega por no ceder o por un mínimo resabio de orgullo que detona ante las miradas recriminantes y sentenciosas.
En el cuento“El ramo azul” Octavio Paz establece esta figura, aunque matizada por un descuido fruto de las circunstancias: el tipo que aborda a otro en la calle oscura lo hace movido por sacarle los ojos, pues su novia le ha pedido un ramito de ojos azules. El atacado se defiende alegando que no los tiene de ese color, y el otro le dice que no trate de engañarlo. Pasado un rato el atacante se marcha convencido de que aquella mirada no es la que busca: su retorno no tiene que ver tanto con lo que en el fondo pretendía cuanto con la prueba fehaciente de su yerro.
Hay asimismo la otra cara de la moneda: carecer de vista no significa no poder ver lo que hay alrededor. La, a la postre, dolorosa insistencia de anteponer un velo ante lo evidente provoca que el camino más corto se transforme en una prologada travesía, en un oscuro itinerario cuyo final se verá cerca cuando se vislumbren y entiendan las debilidades. Esa capacidad de mirar no se supedita a carencias de ningún tipo, sino que, más bien, se sobrepone a una limitante que, sin importar su envergadura, no condiciona.
La ceguera del amigo de Claudio, en la novela La borra del café de Mario Benedetti, no le impedía “ver” a éste cuando lo visitaba: la fascinación del niño ante aquel sujeto invidente no pasaba desapercibida a nadie: ni al ciego ni a Claudio mismo. El niño era consciente de que el ciego poseía la facultad de verlo, no con los ojos era obvio, sino con algo que no lograba identificar pero que intuía le brotaba de los adentros: Claudio se concebía visible ante aquella mirada disparada, ante aquellos ojos blancuzcos en toda su circunferencia.

“(…) No estaba junto al llanto, / junto a lo despiadado, / por encima del asco, / adherido a la ausencia, / mezclado a la ceniza, / al horror, / al delirio. / No estaba con mi sombra, / no estaba con mis gestos, / más allá de las normas, / más allá del misterio, / en el fondo del sueño, / del eco, / del olvido. / No estaba. / ¡Estoy seguro! / No estaba.”
Oliverio Girondo, “¿Dónde?”

Imagen: unodemayouno.blogspot.com

miércoles, 7 de octubre de 2009

Sabores


El centro de Guanatos siempre sabe a café de la flor, a empanadas que se postergan al tiempo de cuaresma, a fuentes vistosas pero malolientes, a semáforos que siempre tardan en cambiar del rojo al verde, a un sol que llega a cuenta gotas, por entre rendijas y edificios, por entre ventanillas de camiones y toldos viejos y empolvados; sabe a ese olor peculiar y popular de las donitas, a campanadas y voces y gritos y murmullos y extraños silencios, a grupos de palomas que se empecinan en recorrer el suelo mientras los chamacos se esfuerzan en querer alcanzarlas antes de que emprendan el vuelo. En su ímpetu desbordado los niños quieren hacerles saber que su lugar está en el aire, no aquí, pecho a tierra; eso que nos lo dejen a nosotros.
En el centro es posible encontrar lo mejor y lo peor del mundo, por sus calles cerradas, abiertas, andadores y pasajes se aquilata todavía la moneda de la convivencia, del desconocimiento primigenio e incluso del extrañamiento radical: no hay sitio mejor para conocer a los paisanos que la calle, allí se les encuentra en su tinta, sin envoltorios, sin dobles poses o intereses encubiertos; por sus aceras y plazas transitan toda clase de personas que a ratos bien puede pensarse que se trata de una ciudad inventada y nunca plausible, aunque en esa distancia que se abre entre uno y otro tenga lugar el arraigo urbano, corra la savia cosmopolita.
Guanatos es su centro, ahí radica su signo identitario por antonomasia: el reconocimiento de sí mismo pasa por los adentros y por lo ajeno, por la revisión metódica de lo que se ha sido y deaquello que no sé es, e incluso de lo que se está convencido no se llegará a ser. Las señales más significativas de esa asimilación están enraizadas en el aire cercano, familiar, asequible que es posible respirar en el ambiente de Guanatos: si el emparentamiento del hombre con la ciudad no saca buenas cuentas después de ese encuentro la brújula indicará entonces un norte que no será posible ubicar en ningún material cartográfico que se consulte.
El centro de la ciudad es el punto de reunión, sobre el cual gira el universo metropolitano: todo confluye hacia él, y todo en él adquiere sentido, su fuerza de gravedad atrae hacia sí lo que pulula en los alrededores, lo que nace y se reproduce en las afueras de su circunferencia y que, sin embargo, sólo en su contacto adquiere verdadera vida. El centro ha llegado a convertirse en una tierra nuestra, en un “campo-nuestro”: donde únicamente se sobrevive merced a un mimetismo que llevea fundir para sí hasta el más leve latido.

“(…) Cuando voy a sentarme / advierto que mi cuerpo / se sienta en otro cuerpo que acaba de sentarse / adonde yo me siento. // Y en el preciso instante / de entrar en una casa, / descubro que ya estaba / antes de haber llegado. // Por eso es muy posible que no asista a mi entierro, / y que mientras me rieguen de lugares comunes / ya me encuentre en la tumba, / vestido de esqueleto, / bostezando los tópicos y los llantos fingidos”
Oliverio Girondo, “Dicotomía incruenta”

martes, 6 de octubre de 2009

A-plazos


Hace algunos días se cumplió un mes que encargué una base de cama en una mueblería. A menudo sucede que se tiene la solución a la mano pero se busca en un lugar más remoto; así ocurrió en este caso. La cuestión es que se me dijo que en dos semanas a más tardar tendrían terminado mi encargo. Cerrado el trato, dejé un adelanto de cuarenta por ciento del total de la cantidad acordada y salí de allí, satisfecho por el precio y por las buenas migas que había hecho con quien me atendió: don F., un anciano de ésos que se ganan a la gente en un dos por tres.
Cumplidos quince días llamé a la mueblería preguntando por don F., para saber cuándo y a qué hora me entregarían la base. Don F. me dijo, palabras más palabras menos, que en cinco días más él me llamaría, pues una tormenta, cuatro días antes, había echado abajo un poste de luz justo frente al taller: no habían podido trabajar en toda esa semana. Pasado ese tiempo don F. no me telefoneó, así que yo le llamé: era un viernes, y me pidió hasta el siguiente jueves para entregarme lo solicitado. Don F., para variar, tampoco se puso en contacto conmigo ese dicho jueves; dejé pasar poco más de una semana más y tras no recibir telefonazo ninguno me presenté en la mueblería: don F. no me reconoció al principio y me dijo de nuevo lo del poste de luz, pero tras ver la copia de la factura cayó en la cuenta de que ya me había dicho eso tres semanas atrás y el rostro se le descompuso.
Con una desfachatez de lo más irritante, sin embargo, me pidió una semana más para cumplir con lo pactado, y que de no ser así me devolvía el adelanto que le había dado. Así de sencillo: después de casi cuarenta días deshacía un trato como si se tratara de desanudarse los zapatos. ¿Y el tiempo que me hizo perder? Y su negocio, ¿de esa manera tan burda lo cuida? ¿Qué clase de comerciante pone por delante excusas antes que razones, incluso cuando de ganancias se trata?
Le espeté, hasta eso que con respeto y cuidando que no se me fuera la mano, unas cuantas cosas a don F., pues, por principio de cuentas,nunca me habló con la verdad: con cautela y disimulo siempre fue tanteando el terreno para ver qué plazo podía sacar mientras de la base no habían lijado ni un solo pedazo de madera.Y de entre todo ese entramado de promesas falsas y verdades a medias, la pérdida para su negocio no se reduce a una base de cama, sino a un legajo de deshonestidad. ¡Qué poca madre!

“Cansado. / Sí. / Cansado / de usar un solo bazo, / dos labios, / veinte dedos, / no sé cuántas palabras, / no sé cuántos recuerdos, / grisáceos, / fragmentarios. // Cansado, / muy cansado, / de este frío esqueleto, / tan púdico, / tan casto, / que cuando se desnude / no sabré si es el mismo / que usé mientras vivía”
Oliverio Girondo, “Cansancio”

viernes, 2 de octubre de 2009

Zapateados


Hace dos años más o menos, en plena conferencia de prensa, un periodista iraquí le lanzó sus dos zapatos al presidente Bush durante una visita de éste a la capital de ese país. Hace dos días, un estudiante le lanzó un zapato tenis al director del Fondo Monetario Internacional, durante una conferencia en una universidad de Estambul.Una manera de hacer evidente el oprobio (en Iraq es así desde antaño) es arrojar, con marcada rabia y desencanto, el calzado al individuogenerador de un odio vergonzante, llámese como se llame, sea dignatario o no.
Ninguno de estos dos sujetos –y no por mala puntería– pudo dar en el blanco: al esquivar el objeto los atacados creyeron eludir también, con risa burlona de por medio, el enojo y el descontento que provocan.Si se mira bien se trata de dos personajes que en su desempeño público se han ganado la desaprobación y descalificación general: para una figura pública no hay mayor evidencia de su fracaso que una ofensa dada cara a cara por aquellos que tendrían que ser beneficiados con su gestión en lugar de terminar, si no perjudicados, por lo menos relegados.
Descalzarse entonces se ha convertido en una forma de materializar la rabia y la desesperanza; pero no se trata únicamente de quedarse ahí, pasmados, virulentos, sin zapatos, sino de hacer llegar esa desilusión a quien de algún modo desencadena ese sentimiento ingrato. El periodista iraquí y el estudiante turco por sus llamativas acciones, de la noche a la mañana, se convirtieron en abanderados de tantos que han querido, en lo profundo de sus adentros, hacer lo que ellos: puede pensarse que se trató de un arranque en ambos casos, sin embargo, el coraje y tal vez el odio fueron los resortes de tan vistosos hechos. Y es que no hay mayor rabia destructora que aquella que se encona y no se escupe.
¿Quién no le ha arrojado a alguien un zapatazo, o propinado un bolsazo, o puesto un coscorrón o sape por sentirse agraviado, molestado o cuando menos ignorado? La reacción primera suele ser echársele encima: no hay mejor defensa que el ataque, reza un viejo adagio militar que se aplica comúnmente en el futbol. Si la defensa de los intereses que nos afectan no llegan por la vía adecuada, entonces de algún modo hay que manotear, alzar la voz para ser escuchados. Lanzar un zapato es una manera bastante práctica para mostrar rechazo y desaprobar lo hecho. Descalzarse simboliza asimismo deshacerse de un lastre interior que impide llevar la cotidianidad más o menos en paz.

“Cuanto más te repito y te repito / quisiera repetirte al infinito. / Nunca permitas, campo, que se agote / nuestra sed de horizonte y de galope. / (…)Aquí mi soledad. Esta mi mano. / Dondequieras que vayas te acompaño. / (…)Tu soledad, tu soledad… ¡la mía! / Un sorbo tras el otro, noche y día, / como si fuera, campo, mate amargo. / A veces soledad, otras silencio, / pero ante todo, campo: padre-nuestro”
Oliverio Girondo, “Campo nuestro”