viernes, 27 de junio de 2008

Un curioso fenómeno


Es innegable la fuerte influencia que ejerce la cultura pop en la vida actual. Quien se atreviera a negarlo, estaría abandonando la razón –y la razonamía llegó para ser una nueva forma de subrayar las virtudes y defectos de los seres humanos–. Y en particular aquí me refiero a la música pop, que satura los cuadrantes de la radio, ya no se diga sitios de Internet e incluso es tema de cientos de revistas que hacen de éste, su principal giro y bonanza.
La música pop existe desde antiguo. Otros géneros musicales son relativamente nuevos, pero el pop es viejo. Y no es descabellado afirmar esto.
Pero el asunto a desentrañar aquí y en torno a la música pop -de la que no soy ni detractor ni promotor- es que no introduce variantes –ni pequeñas, y mucho menos grandes– y, sin embargo, nadie puede decir que esté en vías de extinción, puesto que su estratosférico número de adeptos se renueva continuamente. ¿Por qué esto es así?
Las respuestas pueden ser muchas y variadísimas, así que me limitaré a desmenuzar un fenómeno que desde hace tiempo –aunque ya en menor grado- es portada, principal cabeza y contenido de revistas, diarios, sitios web, programas de revista, etcétera; me refiero a lo que acontece con la “¿ex princesa del pop estadounidense?” Britney Spears. –Las comillas en la pregunta obedecen a que esto, en realidad, no puede ser cierto, cuando menos desde lo que hoy se tiene como fama–.
Britney Spears sigue siendo la artista pop número uno no sólo de Estados Unidos, sino, quizá, de la mayor parte del mundo. Y si alguien lo pone en duda, que se siente a discutir el asunto con sus millones de fans, cuyos altavoces son los medios de comunicación.
Se han disparado voces en dos sentidos, muy marcados por cierto: en un lado están aquellos que le siguen dando espacio, credibilidad, promoción y aceptación a una artista que logra vender millones de discos de cada producción que saca al mercado –“poderoso caballero es don dinero”-, no obstante su escasa calidad interpretativa; y por el otro –que está un tanto relacionado con el anterior–, se cuestiona por qué se promueve a una mujer cuya vida, desde hace tiempo, va en picada –moral y emocionalmente–, en un descenso al que no se le ve fin; cuestionable comportamiento –dicen– que es susceptible de ser imitado por millones de jovencitas. Bueno, algunos sí le ven una próxima parada: su acabóse como artista, el fin de una carrera meteórica que puede presumir numerosas satisfacciones. Sus continuos tropezones son repetidos hasta la saciedad en todos lados y, paradójicamente, allí mismo está la fuente de su poder.
Si he de ser sincero, no conozco un solo título de alguna canción de Britney –su nombre es el símbolo tras el cual se halla su identidad–, pero su imagen –la sociedad del homo videns que denunció Sartori– para la mayoría –incluyéndome– es inconfundible, por muchos reverenciada, y a la que, por lo menos, un vistazo se le concede.
Britney no ha dejado de ser, como lo afirman y lo repiten hasta el hartazgo sus detractores –que, en realidad, son sus más eficaces promotores–, la princesa del pop yanqui, simple y sencillamente porque la cultura pop se alimenta, entre otras cosas, de efigies que saben encarnar las cualidades y deficiencias de aquellos que las reverencian: Britney canta, aparece en televisión y revistas, protagoniza escándalos, es madre, se droga, es rebelde, sale a divertirse, se emborracha, sufre, goza, aparece en actos públicos para atraer las miradas, tiene amigas; todo ello, y algunas otras “cualidades” más aseguran su permanencia en las marquesinas, la hacen constituirse como un referente que no comete equivocaciones, y si llegara a equivocarse, en realidad no fue ésa su intención y se trata de un yerro menor, casi una inocentada, como lo pregona aquel tipo que en un video –que circula desde hace tiempo por la red- llora con sinceridad porque maltratan a su diosa blanca.


viernes, 20 de junio de 2008

Polis


“Venían dos femeninas y un masculino al momento del hecho”; esta fue la declaración de un agente policiaco al ser entrevistado en el lugar de un accidente. ¿A qué diablos de lenguaje cifrado recurren los uniformados para dar cuenta a la opinión pública de algún sucedido?, ¿esa clasificación de “femeninas” y “masculinos” para referirse a los hombres y mujeres comunes qué acertijo oculta ante aquellos que de policías tenemos sólo el pisoteado anhelo de que algún día –siendo niños lo pensamos- vestiríamos de azul y cazaríamos malhechores?
Aún cuando no guardo momentos gratos de los roces que he tenido con policías a lo largo de mi vida en el ejercicio de sus funciones, que han sido pocos, además de guardar en algún bolsillo de su uniforme ese catálogo de palabras venidas de quién sabe dónde, el policía –que, como en todo, hay buenos y malos- a menudo asume un proceder un tanto enigmático: la mayoría de sus gestos y acciones adquieren un matiz de potestad, pero todo ello a veces está encaminado a crear una aureola que impida vislumbrar la real intención que hay en el fondo; y es que a veces pretende ser temido, y en otras tantas comprendido.
Ser policía, como puede verse, entraña más que el dominio de un lenguaje que desde mi trinchera puedo calificar de desconcertante e inverosímil, y esa actitud diaria y terca de tratar de salvar el mundo –si es que hay un modo de hacerlo- al estilo Pinky y Cerebro en la desmesura del propósito; y no pretendo, que quede claro, demeritar el trabajo de los también llamados cuicos, sino de poner el acento en un oficio que hoy está más devaluado que la frase aquella de López Portillo de “defender el peso como un perro”, cuando no negado a sabiendas de que decirse policía en cualquier ambiente equivale a ponerse en la mira de una multitud de enemigos encubiertos y despiadados.
Salvando esa tortuosa actitud que los encamina a ganarse una enemistad generalizada de parte de todos, el policía, desde su más simple posición, encarna todo ese torrente de sueños e intenciones frustrados de quienes alguna vez pensamos en dedicarnos a perseguir ladrones: la brecha que se impone entre aquellas querencias y lo conseguido hasta hoy no puede ser salvada con tan sólo unas cuantas palabras, por ello me he resignado a no ser policía en adelante ni aún cuando pueda materializarse en mí aquella vieja y discutida idea del eterno retorno.

“…Y se ponen tristes / y por el rastro de la tristeza llegan a la crueldad. / Toda su expresión reside en sus ojos y se pierde / con un simple bajar de pestañas, a la sombra.”
Carlos Drummond de Andrade, “Un buey ve a los hombres” en Claro enigma

(La Chica Azul, Bebesito, Yamis, Cirilo…. Han sido días tremendamente largos.
Ahí se los dejo: existe la Fundación para Sobrevivientes de los Ataques con Ácido de Bangladesh, porque en ese país, como en otros tantos del sur de Asia, es común que se ataque a niñas y adolescentes bañándolas con ácido por no acceder a favores sexuales. En este caso yo no me opondría a que se aplicase la ley del talión a los “bañadores”.)

Imagen: www.superauri13.wordpress.com

jueves, 19 de junio de 2008

En el último estirón


En Luces al atardecer Kaurismäki propone un estado insomne permanente en quien ha perdido toda motivación en la vida. El protagonista ve transcurrir sus horas como quien contempla las vueltas de los caballitos mecánicos en la feria. Cuando va, mudo y endeble, de un ensimismamiento a otro sus únicos movimientos acaban en el encendido de un cigarillo: aquella luminosidad en su boca le impregna a su rostro un aire todavía más desolado.
Cuando la atmósfera que sosega los actos cotidianos es de un matiz sórdido, ya no hay lugar posible al que acudir para desmantelar aquel aparato de presión y desamparo: se vislumbra entonces un horizonte de nubarrones, y las fuerzas, tan menguadas ya, no alcanzan siquiera para abrir los ojos que se han cerrado a fuerza de sucesivas e ineludibles decepciones.
Ese hombre que es despreciado por sus compañeros de trabajo –nunca queda del todo claro el por qué- ve cómo todas las puertas de que se dispone en el círculo más próximo –amistades, vecinos, compañeros, familiares- se van cerrando sin posibilidad de dar vuelta al cerrojo: tal como si un animal fuera cercado para sacrificarlo, este hombre siente el filo de las navajas que le llegan por un lado y otro. Y los rostros de quienes hienden esas armas en su dolido cuerpo se le esfuman, apenas lo contempla un segundo y ya se deforman, y no es posible reconstruirlos. Sólo una mujer que le profesa una querencia imposible de clasificar, pero a la que él no le concede la más mínima mirada, se le acerca en todo momento de desaliento.
Luces al atardecer es un ejercicio en el que Kaurismäki se deja llevar, a ratos con una venda en los ojos y en otros con un paso atrabancado y los ojos casi saltados de tan abiertos, por todos los laberintos que en un momento propone la desventura y la fatalidad: el protagonista del filme, de escasas palabras, parece dar vida a aquella frase que Fuentes anotó en La región más transparente: “aquí nos tocó vivir” (y no hay nada qué hacer).

“Con la tarde / se cansaron los dos o tres colores del patio… / El patio es el declive / por el cual se derrama el cielo en la casa”
Jorge Luis Borges, “Un patio” en Fervor de Buenos Aires

(Anoche, en Casa Cortázar, fue presentado el libro de poemas Dríades, de María Cristina Preciado. “Hoy quiero celebrar con ustedes que están aquí, eso es lo más importante”, dijo la autora con emoción y con esa voz endeble que le caracteriza. Muchos rostros conocidos en el lugar.
Ahí se los dejo: el japonés Tsutomu Miyazaki, conocido como el “Monstruo de Saitama”, fue ejecutado el pasado martes –en la horca- en Japón por secuestrar, mutilar y asesinar a cuatro niñas de 4 a 7 años entre 1988 y 1989. Miyazaki fue detenido en julio de 1989; antes, en febrero de ese año, llegó a enviar a la familia de una de las menores una carta en la que les avisaba de su asesinato, y poco después les envió los restos de la pequeña.)

Imagen: www.arteamundo.com

lunes, 16 de junio de 2008

Vicisitudes de temporal


Hace unos cuantos días escribía aquí que el agua de lluvia siempre ha de ser bienvenida, incluso que hay que celebrar las lluvias no obstante algunos desperfectos que deja tras su paso: cuando el cielo se precipita ocurre un espectáculo muchas veces visto y oído pero que nunca resulta repetido.
Dos días después de aquel texto laudatorio sobre lluviosidades, el resumidero del patio de mi casa se tapó (obvio, sin que yo me percatara de ello): por la noche se desató una tormenta que, lo recuerdo bien, disfruté acurrucado en mi lecho temporal. El resultado de aquel “descuido” fue que el agua se metió: inundó el pasillo y parte de la sala y, a la mañana siguiente, pasé varias horas sacando –a cubetadas, diríase- aquel aguadal que más de una vez me hizo alucinar que los muebles flotaban en un varadero paradisiaco.
Pero ése no ha sido el único incidente que me ha acaecido en este inicio de temporal: cada que llueve el agua se cuela por no sé dónde, pues todavía no logro ubicar aquella rendija que se abre y da cabida a tamaños goterones y corrientes acuosas. El pasillo casi siempre presenta algún charco, incluso el vestíbulo en dos ocasiones ha semejado una alberca improvisada.
Debo anotar, no obstante, que la lluvia en sí no es la culpable de estos desórdenes caseros; el asunto tiene que ver con las previsiones y los cuidados que se plantean ante el inicio del temporal de lluvias: sin embargo, cada que la lluvia arrecia y amenaza en convertirse en una tormenta con todas sus letras, apresto la escoba, el trapeador y una cubeta, pues es cien por ciento seguro que habré de hacerle, de nuevo, al aguador: resolví el inconveniente del resumidero pero, insisto, todavía no me es dable localizar el agujero (o boquetones quizás) a través del cual las gotas de lluvia se hacen presentes en casa incluso a deshoras.

“De mi sangre saltó una estrella verde. / Y verdín, verdinal y verdolaga, / mayo estira su lluvia hasta diciembre / en el trópico verde”.
Isaac Felipe Azofeifa, “Trópico verde” en Días y territorios

(Las tunas en el nopal bien pueden semejar los dedos de los pies: las espinas han de ser aquellas minucias que se adhieren a la piel en el transcurso del camino.
En un acto tan cotidiano como comer es posible descubrir luces que, de algún modo, le retiran para siempre aquel velo que le impone la cotidianidad.
Ahí se los dejo: dos hermanos, uno de seis y otro de ocho años, fueron encontrados muertos por asfixia en un elevador de un edificio abandonado en la ciudad griega de Tesalónica: habían desaparecido hacía más de 20 días, y el padre de los pequeños había sido arrestado bajo sospecha de haber vendido a los pequeños a la mafia. ¿Con qué cara ahora lo habrán de liberar, mientras él sufrió encerrado la incertidumbre de no saber su paradero?)

Imagen: www.wifiblanes.com

viernes, 13 de junio de 2008

El poeta, el panadero


Rosario Castellanos decía que el oficio poético consistía en tender puentes, siempre en tender puentes: las letras encabalgadas han de llevar a transitar de un lado a otro, han de sobreponerse a todo tumulto y han de alinearse en pos de la locura: no olvidemos que un poeta es un loco a su manera, un hacedor de mundos cuyas claves de entrada no son reveladas como si se transmitiera una fórmula cuadrada y eterna; más bien, sería lo más parecido a encontrar un camino que llevara a resolver crucigramas.
El jueves pasado murió en Caracas el poeta Eugenio Montejo: “poco antes de cumplir 70 años se integró a la ronda de fantasmas que viven en su poema Los ausentes”, escribió Juan Villoro en un texto que publica hoy el periódico Mural. Si alguien conocía la noche y sus vericuetos de escritura, ése era Montejo; Villoro agrega: “Montejo prefería trabajar en el silencio de la noche, cuando sólo algún pájaro despistado conservaba su jornada de trabajo”.
Si un poeta es aquel que, como lo atestigua Chumacero, vierte la palabra de acuerdo con significaciones no siempre apegadas al uso corriente del lenguaje, Montejo rebasó esas posibilidades al crear su propio “alfabeto del mundo”, un alfabeto que escapa de la comprensión más tacaña, de la comprensión común que flota por ahí: al recorrer una y otra vez el renglón torcido de versos Montejo dejó tras de sí una estela que lo habría de distinguir hasta el último de sus días: la luz de un despertar que alumbraba cada una de sus creaciones: “De tantos viajes por el mar, de tantas noches al pie de tu lámpara, sólo estas voces te circundan”, confesó el poeta venezolano en “Vuelve a tus dioses profundos”.
El primer oficio de Montejo fue el de panadero, como su padre; Villoro cita las palabras de Montejo: “Su blancura (la de la harina) lo contagiaba todo, las pestañas, las manos, el pelo, pero también las cosas, los gestos, las palabras”. Y en esa primera tarea, reseña Villoro en su nota, Montejo aprendió a hornear sus poemas como “una materia elemental que se puede amasar de modo infinito”.
Al final, Montejo no quiso quedarse más, y con el costal de harina en el hombro “se robó el fuego por última vez y al día siguiente el pan estaba listo”.

“Leo en las piedras un oscuro sollozo, / ecos ahogados en torres y edificios, / indago la tierra por el tacto / llena de ríos, paisajes y colores, / pero al copiarlos siempre me equivoco”.
Eugenio Montejo, “Alfabeto del mundo”

(Ayer murió mi tío Cuco en San Luis Río Colorado, Sonora. Por teléfono le dijo mi tía Lola a mi madre: "María, se murió mi viejito... se murió". Y sus palabras se quedaron en el polvo, en tanto que sus lágrimas, sin distancia y abrazo de por medio, nos anegaron los ojos.
Vayan, pues, estas palabras y un sentido adiós a mi tío Cuco, por su fantamal presencia en todos estos años y por aquellos paseos en la infancia: por él conocimos, mis hermanos y yo, algunos rincones de nuestra propia ciudad.)

Imagen: www.ucm.es

jueves, 12 de junio de 2008

Historias amarillas


Un acto de lo más corriente como viajar en taxi, puede llegar a convertirse en una escenificación o rememoración de historias tan banales como sorprendentes, tan verosímiles como disparatadas, tan ilusorias como terroríficas. Esta parodia urbana puede alcanzar tintes desconcertantes si el traslado tiene lugar por colonias o calles cuya fisonomía conduce irremediablemente a la congoja. Y de esas vías acartonadas, en nuestra ciudad, hay unas cuantas.
A muchos viajantes les ha sucedido, por ejemplo, que tras bajarse de un auto amarillo de ésos se han percatado –llevándose las manos a la cabeza- de que olvidaron algún paquete: una caja de zapatos, un puñado de explosivos e incluso un hatajo de revistas pornográficas. Y se preguntan angustiados a qué manos irán a parar. ¿Quién será el afortunado que encontrará esos tesoros que no fueron enterrados en una isla sino en el asiento trasero de un auto de los que hay miles en esta ciudad?
No han sido pocos, asimismo, los que han acabado sin un quinto tras un viaje de pocas cuadras: apenas le indicaron al chofer a dónde querían ser conducidos, éste, navaja oxidada en mano o blandiendo un bat de aluminio, les espetó con una actitud campechana en el rostro “este un asalto, caíte con lo que traigas… también con el reloj… y la pulsera…”. Lo irónico es que algunos taxistas asaltan sin violencia ni artefactos de por medio: un viaje de 10 minutos es cobrado como si se tratara de valuar “las perlas de la virgen”.
Por otra parte, un taxi bien puede pasar como una máquina del tiempo, no obstante su aspecto común y desangelada tapicería. Trepados en esa nave suelen acontecer hechos que rayan en lo insólito, por no decir descabellado: se supo hace tiempo de un hombre que recién se había ganado la lotería, quiso pagar al taxista una dejada de 35 pesos con un billete de a mil: el clásico sujeto que dilapida antes de tener, que canta aún antes de afinar. El conductor, cigarrillo en la boca y ojos petrificados, se volvió y le sorrajó un puñetazo que le abrió la cabeza. Al taxista le había dolido aquella burla de la que no era merecedor; pero lo que más le dolió fue que el cráneo del tipo estrelló el cristal trasero de su carro. Al menos, eso fue lo que resaltaron los periódicos.
Ser conductor de taxi supone estar más cerca que ninguno de un sinnúmero de historias y personajes por demás distintos, excéntricos, ojerosos, arrogantes, parlanchines, jalisquillos, culturosos, imberbes, aguardentosos, disfuncionales, trabajadores, estudiosos, insufribles, cómicos, inveterados, despatarrados, etcétera. Y supone, también, cuando se lleva pasaje, la irremediable sensación de estar conduciendo un destino que no es el suyo.

“Hoy debiera contar hasta cien y luego soñar. Hoy debiera volver del océano y ser bienvenido”
Silvio Rodríguez, “Mariko-San”

(La Chica Azul se ha comprado una bicicleta: está empeñada en pedalear todas las mañanas a su lugar de trabajo. Bon vouyage.
El jueves pasado murió en Caracas el poeta venezolano Eugenio Montejo: un poeta menos en el mundo.
Ahí se los dejo: las autoridades recomiendan no salir a las calles entre la noche del sábado y la madrugada del domingo: una tromba azotará nuestra ciudad. A resguardarse tras puertas y ventanas se ha dicho.)

Imagen: www.travelcancun.com.mx

martes, 10 de junio de 2008

Lloviznas, lluvias y tormentas


En estos últimos cuatro días la ciudad se ha visto asaltada por lloviznas, lluvias y tormentas: el agua, con un caudal al que hay que temerle a veces, se abrió paso para hacerse de un lugar entre miles de brotes de calor que tenían tomadas las calles: el agua llegó para quedarse, sin duda.
La lluvia siempre hay que celebrarla. No obstante que, por los desórdenes y deficiencias propias de la ciudad, cuyo trazado de calles, avenidas y construcciones en general, es en suma deficiente, cada que se avecine una lluvia ronde un ligero temor de inundación, que después, según la cantidad de agua caída, va tomando forma hasta convertirse en un alud de zozobra e incomprensión.
Más allá de este panorama líquido y de telones grises a toda hora, en los días de lluvia sobrevienen al mismo tiempo, otros pesares: entre la sensación de, cuando el agua se desata, querer acurrucarse junto a la ventana con taza de café en mano y conversar animadamente con alguien, y las inconveniencias prácticas de atravesar calles inundadas, llegar literalmente empapado a todo lugar y preservar de ese cielo en avalancha la ropa del tendedero, hay un punto medio que es salvaguardado apenas por una línea casi ínfima: no media quizás más de un gesto entre un extremo y otro, cuya posición depende del estado de ánimo más que de otra cosa.
El Pecas, por ejemplo, hace días decía: “ya van a llegar las lluvias, un tiempo que me cae mal”. Yo pensé, mas no se lo dije, “el temporal de lluvias es un buen tiempo”. Como casi en todo, el asunto depende desde dónde se mire: la incompatibilidad de las aguas con el Pecas viene, la mayor parte, del lugar donde vive: si llueve antes o durante su regreso a casa es seguro que se mojará hasta las rodillas por lo menos, debido a que tiene que atravesar una amplia calle a donde convergen las aguas de dos colonias.
Si pensamos, por otro lado, en las bondades de la lluvia, habría que anotar, en primera instancia, el clima en el que viene, es decir, antes de que llueva es casi seguro que soplará un viento ligero y fresco, que al sentirlo es como si se rozara la mejilla con la piel del durazno. Los días nublados son propicios, además, para desarropar las querencias y dejarlas sueltas por la casa, para que vayan de una pieza a otra hasta que se detengan, agotadas. Cuando afuera llueve, en el interior de las casas se inicia otro espectáculo: aquél que supone la contemplación del exterior al tiempo que se evocan no sólo recuerdos, sino sucesos de reciente aparición.
La lluvia es una feria popular, una feria que, a veces dando voces y otras en silencio, se planta en cualquier ciudad de un día para otro y despliega un sinfín de lances, maniobras y maromas: hay quien prefiere caminar bajo aquella agua y hay quienes se contentan con mirarla tratando de aprisionarla en un puño que después, en el silencio, abrirá para prolongar ese tumulto de ojos luminosos….

“Frescor de los vidrios al apoyar la frente en la ventana. / Luces trasnochadas que al apagarse nos dejan todavía más solos”
Oliverio Girondo, “Nocturno” en Veinte poemas para ser leídos en el tranvía

(Ayer pude ver, después de mucho tiempo, cómo la noche poco a poco se va distendiendo.
Bebesito ha crecido: al verme anoche corrió para que lo abrazara; se ha enflaquecido, quizás se deba a que ha aumentado su estatura.
Ahí se los dejo: nuestro país, según la Organización Mundial de la Salud, ocupa el segundo lugar en el mundo en obesidad, sólo después de Estados Unidos. ¿Qué estamos comiendo? ¿En qué cantidad?)

Imagen:el-ocio.com

jueves, 5 de junio de 2008

"Mi vida con el calor"


Hay a menudo cosas de las que no es posible desprenderse tan fácilmente, ya sea por necesitarlas o porque dicho desprendimiento está más allá de la acción de nuestras manos. Una de éstas, y que no me ha dejado ni a sol ni a sombra literalmente en los últimos días es el calor, esta infamante sensación de que todo hierve y que el trasudamiento, para mayor desgracia, viene en el mismo paquete.
Esto ha alcanzado tal grado de ensimismamiento que he llegado a pensar que tal vez se haya iniciado un idilio meramente temporal y apegado a los vaivenes más disparatados: incluso, parafraseando un título de un cuento de Paz ("Mi vida con la ola"), a esta incipiente relación la he llamado “Mi vida con el calor”. Aunque, más vale anotarlo ahora, hay una enorme diferencia entre el protagonista del cuento de Paz y yo: él llevó la ola del mar a su casa –no obstante que ésta se le colgó del brazo sin decir agua va- y el calor, por más que intento dejarlo afuera, se ha metido a todos los rincones de mi casa sin permiso alguno. La convivencia de aquel hombre con la ola tuvo sus buenos momentos; en cambio, con este calor los buenos momentos no han figurado ni se avecinan.
Y no contento con disiparse frente al televisor o acurrucarse en mi lecho improvisado, le hace al juego a su potestad y todo lo aletarga, lo amodorra, lo impregna de un transcurrir brumoso y húmedo: al encender el ventilador o al correr una ventana da unos pasos atrás, pero pasado el momento del choque arremete decidido y ese aire que suelta el aparato a los pocos minutos circula caliente entre las cuatro paredes.
Sus pretensiones son tan altas y determinantes en cuanto a una estadía larga y ominosa que se ha hecho ya de un aliado en mi territorio: el insomnio. No hay desazón más insana que no poder dormir y encima revolcarse por horas tratando de aniquilar el calor que, por otro lado, es escurridizo y poderoso.
Si por lo menos lloviera un día y luego otro y otro y otro y otro….

“Es preciso tener en cuenta que la alegría es la tristeza vista en un espejo”
Salvador Elizondo

(Hoy y mañana en el cine-choro proyectan Persépolis –Marjane Satrapi, 2007-, una película animada que aborda la historia de Marjane, una chica iraní, y su familia en la revolución islámica: la caída del Sha, el cierre de las universidades, el pañuelo obligatorio en la cabeza, los desaparecidos, los ejecutados y la guerra contra Iraq. Recomendable.
Ahí se los dejo: por primera vez en la historia del vecino país del norte, un afroamericano tendrá la oportunidad de acceder a la Casa Blanca. ¿Será esto la cancelación de la deuda con el pasado racista de esa nación, tal como lo han declarado ya algunos? Creo que esto es aventurado.)

Imagen: www.elobservatorio.cl

martes, 3 de junio de 2008

Caniquitas


Si un paciente que acude a una clínica oftalmológica, tan sólo con el objeto de ser evaluado, digamos, por una molestia producto de alguna basurita que le cayó al ojo, sale de allí obnubilado por no saber qué pasó pero vendado de ambos ojos, ¿a qué lugar podría acudir para que la vista le sea devuelta, es decir, para que alguien caritativamente le coloque de nuevo un par de ojos en sus cuencas?
De los cinco sentidos, se enorgullecen en presumir algunos, la vista ocuparía el primer lugar en importancia, es decir, que la mayoría lo último que querría sería quedarse ciego: se puede prescindir como si tal cosa del olfato, del oído, del tacto y del gusto, pero no de esa vía de escape del cuerpo: a través de los ojos el cuerpo se trasciende a sí mismo, se alarga en un intento no de repetirse sino de multiplicarse sin la menor fragmentación.
Si de pronto, por una alteración totalmente ajena, nos encontráramos en una ciudad de ciegos (donde, por cierto, el rey tendría que ser forzosamente un tuerto), el primer intento de poner orden en un caos multitudinario tendría que provenir de quien, no obstante tropezar a cada paso dado, supiera dónde queda (o quedaba) tal o cual cosa: pero para eso tendría que ser un ciego que pudiera ver, es decir, alguien convencido de que la ceguera que padece no es más que una venda que le rodea la cabeza y le impide ubicar con precisión espacial a qué distancia está de los otros: es bien sabido eso de que no hay peor ciego que aquel que se obstina en no ver a sus semejantes. Ese esfuerzo literario que supuso Ensayo sobre la ceguera comprueba la hipótesis: el que está ciego, por ejemplo, se vuelve más endeble que aquel que, también por un acto involuntario, no puede oír.
Cuando uno se entera que un oftalmólogo, avanzado en años, acaba perdiendo la vista por tanto operar ojos y devolverles su luz, no se puede más que pensar que la ingratitud no tiene nada que ver con lo que uno hace, sino con aquello que, a la vuelta, no es siquiera una minúscula parte del todo que se ha ofrecido en el ejercicio de alguna actividad, por más desprendida que ésta sea.
Por último, si en una clínica oftalmológica, con el amparo de la oscuridad, se trafica con ojos, ¿de qué clase de sabandijas estaremos hablando?

“La tía Mercedes caminaba por un callejón de Montparnasse cuando de pronto encontró una paloma que yacía en el suelo con el ala rota. Se adelantó unos pasos; entonces vino un hombre gordo cargado de buenas intenciones que se agachó a recogerla y la arrojó al aire exclamando ‘¡Vuela, no seas floja!’. Y la mató”
Beatriz Espejo, “La paloma” en Muros de azogue

(Por razones que no viene al caso comentar aquí, el pasado sábado no pude asistir al concierto de Jaime López en la Mutua. Según supe hace un rato, lo acompañó la Nordaka Banda y se desgañitó por más de dos horas y media. ¡Ajúa!
Ahí se los dejo: el clima de violencia e inseguridad que priva en algunas partes del país va extendiendo cada vez más sus tentáculos sin que se vislumbre un posible tate quieto.)

Imagen: http://www.kabinett.der.sinne.com/

lunes, 2 de junio de 2008

El Pollo y Panchillo


El Pecas me platicaba el sábado de los últimos aconteceres en la vida del Pollo y de Panchillo, dos tipos de mi edad que hasta entrada la adolescencia frecuenté y con quienes compartí momentos y lugares.
Es cierto que ellos, por decirlo de alguna manera, tuvieron una vida, hasta hace algunos años, mucho mejor que yo, entendiendo aquí por mejor vida el no pasar privaciones y gozar de una libertad un poco más displicente y amplia. Anoto esto porque la vida que ellos dos llevan hoy no es envidiable para nada: se han convertido en dos esclavos de sus arranques y lo han llevado al extremo: no hay día en que no se droguen o, me da rabia y tristeza anotarlo, que no delincan, con el objeto de conseguir aquello que los mantiene en un estado de idiotez perpetua.
Hace muchos días que no los veo, y pienso que tal vez sea mejor así; aunque en ocasiones me digo que quizá debería buscarlos y conversar, tratar de sacar en claro dónde fue que se torcieron. Y si así fuera y consiguiera esa respuesta, ¿después qué?, o lo que es lo mismo pero no es igual ¿y ahora qué, José?, como Saramago se pregunta cada mañana en El equipaje del viajero.
De los dos, tengo más recuerdos del Pollo; esto se debe a que vivíamos a tan sólo tres casas uno del otro: íbamos a la misma escuela y no fueron pocas las ocasiones en que él me salvó de liarme a golpes con tipos mucho más altos y corpulentos que yo; incluso, llegó el tiempo en que con quienes llegaba a tener una diferencia no iban más allá, se aguantaban las ganas de asestarme una buena trompada o por lo menos amenazarme (“nos vemos a la salida”), al estar ciertos de que el Pollo era mi amigo. Al ir pasando los años vi cómo el Pollo y yo nos fuimos distanciando: los amigos que se fue consiguiendo –a la par de una bonanza económica en su familia que no habría de durar mucho- no me eran simpáticos, y más de alguno tiraba para un lado que nunca se me antojó recorrer: el vandalismo (inocente, primero; peligroso, después); desde aquellas primeras amistades vislumbré que el Pollo, al caminar, prácticamente se estaba yendo de lado; lo peor no era eso, sino que se intuía difícil que recompusiera la ruta.
De Panchillo mantengo siempre la imagen de una risa franca y un saludo caluroso: a pesar de las cuatro cuadras que había entre su casa y la mía, algunas tardes las pasábamos en su casa y otras tantas en la del Pollo: la camaradería adolescente con ellos adquirió significado. Pero, poco a poco, como sucedió con el Pollo, Panchito me fue pareciendo distinto: aquella escena en que salió de su casa dando un portazo tras mandar al diablo a su madre no la he podido borrar de mi cabeza: Panchillo había llegado drogado momentos antes, y para conseguir otro poco de polvo y pastillas confesó que había vendido la lavadora que una hermana suya le había regalado a su madre; entre otras minucias que sería ocioso enumerar aquí.
Me cuesta recordar –incluso tengo la seguridad de que por largos lapsos de mi vida lo olvidé- que la amistad, la compañía y la complicidad en numerosos terrenos, que incluían el juego de canicas –alguna vez el Pollo y yo llegamos a la locura de jugar mil canicas contra otros dos en el barrio: puedo presumir que ganamos- y las travesuras y “maldades” que de las fronteras del barrio no pasaban, se fraguaron en aquellos momentos que pasé con ellos: hoy la distancia es larga y las escenas casi se han borrado.
El Pollo y Panchillo eran mis amigos. Hoy ya no sé si lo siguen siendo. Pero de lo que sí estoy cierto es que no obstante todo este tiempo sin contacto y palabras de por medio, no han dejado de ser mis primos: tenemos la misma edad, pertenecemos al mismo tronco de familia, pero los tres optamos por seguir distintos caminos.

“…la melancolía de morir en este mundo y de vivir sin una estúpida razón…”
Fito Páez, “Mariposa tecknicolor” en Euforia

(A menudo despierto en la noche atosigado por el horrendo calor que nos asola: con hastío me doy cuenta que el ventilador está encendido… pero ya suelta un airecillo caliente.
Ahí se los dejo: Ribeyro era un fumador empedernido. Alguna vez, estando en París, para poder comprar cigarros tuvo que salir a vender los últimos diez ejemplares de un libro suyo publicado poco antes en Lima. Sí se los compraron. Pero no por ser él el autor, ni tampoco por ejemplar, ni siquiera en una librería de viejo. Se los compraron por kilo… y le alcanzó tan sólo para una cajetilla.)
Imagen: www.plataforma 2003.org