miércoles, 31 de marzo de 2010

Una de cacos


Desde tiempos inmemoriales la gente roba. Y lo hace movida por distintas razones, que van desde divertirse, por una mera manía hasta extrema necesidad. Se trata de una actividad que aparece rodeada de una exacta dosis de misterio y extrañamiento; hay en el robo un secreto que se busca develar a cualquier costo. Hoy la sustracción ilegal de cualquier objeto o bien no supone una noticia; sí lo es que robar sea ya un casillero común en toda agenda y que de tan insana proeza se nos haya vuelto costumbre. Y el que esté libre de haber sido víctima de un robo por lo menos una vez que, con tino y fuerza suficiente, arroje al vacío la primera piedra.
El hurto constituye una especie de apropiamiento de una extensión de la víctima del robo. Aquello que es preciado para el propietario embarga, asimismo, una valía intrínseca para el que lo roba. Y en ese malabar del objeto de unas manos a otras –a veces en total despiste o mediante franco enfrentamiento– va contenida una secreta transmisión, que acaba por despojar a uno y por posicionar a otro. Cuando se emplea fuerza en ese arranque del objeto que quiere robarse el asunto toma un tinte cavernario: si de por si el robo se erige como una ofensa a la condición humana, perpetrarlo con exceso de fuerza y violencia adquiere ya un estatus lapidario para la víctima.
Es de todos sabido que hay de robos a robos. Por un par de zapatos hace algunos años me pusieron una navaja en el estómago. Un excompañero de la facultad no tenía empacho en presumir que únicamente se hacía presente en la Fil para robar libros. Los focos del jardín que da a la calle y el de la acera de la casa de la vecina de un día para otro desaparecieron –la mujer se quejó por semanas–. La inventiva para llevar a cabo un robo, incluso para decidir qué hurtar, a menudo resulta disparatada: letreros gastados, loza manchada, peines maltrechos, llantas inservibles, botellas olorosas, juguetes en mal estado, cortinas rasgadas, y toda clase de fierros por demás oxidados. Nada hay que se salve de esta legendaria actividad, que Jean Valjean y Robin Hood elevaran a afición legítima según las circunstancias.
Muchas veces el ratero anda a la caza, a la expectativa todo el tiempo. No vaya a equivocarse de persona, de objeto y peor aún, actuar en el momento menos apropiado: como le pasó a ese ratero del cuento “Eumelia” (Todo y la recompensa, Debate –2002) de Daniel Sada, que en su fugaz aparición y posterior desaparición arranca una bolsa de la mano de una anciana –la misma Eumelia–: una bolsa con el logo de Liverpool que contiene el gratísimo tesoro de un frasquito de excremento. No obstante, la indignación de la mujer fue tal que se arrancó tras él. Prácticamente iba tras la mierda. Se detuvo y maldijo al sujeto. Volvió los pasos.

“Te necesito aquí, más cerca que yo mismo, / te necesito en mí como otros ojos, como otras manos / y otros labios; / caminar con doble pie para que el mundo / escuche pasos claros. // Quiero que llegues para que yo parta / contigo en mí como un retrato / que muestre a cada gente, / a cada paso. // (….) si tú vas a mi lado, / diariamente me dejas tu boca / para que al alejarte / me sirva de tenaza que me separe de mí mismo. // Mi oído lleva tu corazón, cada latido / al ausentarte, suena a sordo estaño. // Voy por las calles, a los cines, a algún parque / con la mitad de mí, la otra mitad, amor, tú la has llevado.”
Juan Bañuelos, “Para que escuchen nuestros pasos” en Espejo humeante (1968)

Imagen: deliriosdelfauno.blogspot.com

martes, 30 de marzo de 2010

Anfitriones


Asistir a reuniones es una acción que no implica mayor esfuerzo y dedicación que las simples ganas de estar presente. Basta, antes, que llegue la invitación por el medio adecuado; o, en ocasiones, por vía de terceros. El modo de sobrellevar dicha reunión, o el lapso de permanencia en ella, depende de cada uno: y tiene que ver, asimismo, con el ambiente que priva, los conocidos que se dan cita, el grado de afinidad entre los comensales y un sinnúmero de factores que se conjugan para que la balanza se incline hacia un lado en particular: ya sea la aburrición total o el pasársela del todo bien. Entre uno y otro extremo no es posible ubicarse.
A menudo se sobreentiende, cuando se asiste a este tipo de eventos, que en su transcurso ocurrirá tal o cual hecho que lo hará interesante, que se programará el mismo tipo de música que en otras reuniones –por la gente que acude– o que se tiene que asumir una determinada actitud al llegar, durante la estancia y al momento de la partida. No se prevé, por ejemplo, que los gustos musicales del anfitrión sean en su totalidad dispares de los de uno, y entonces hay que elegir de dos sopas: amoldarse a las circunstancias o poner tierra de por medio.
Ahora, ser anfitrión de una reunión programada, con suficiente tiempo y al tanto del cuidado de los detalles, no exime que en su transcurso se cometan algunos yerros o se pasen por alto circunstancias que brotan de donde menos se espera. La capacidad de improvisación para remendar tales desgarraduras pasa, casi siempre, por ese crisol ambiguo del conocimiento previo de los invitados. Más aún, si se le conoce de mucho tiempo atrás no debería, entonces, surgir la complicación, pero si es así, no se tendría que dejarla crecer. Ser anfitrión equivale, de alguna manera, a hacerle al condescendiente, al mago, al sabelotodo, al buen bebedor, al de gustos finos y extraños, al sagaz conversador, al atinado comendador, en fin, más que al buen amigo al queda-bien-con-todos.
Supe de alguien que, en días pasados, quería, con todas las ganas de que era posible, dar por terminada una reunión que había organizado en su casa cuando los invitados no mostraban ni un leve cansancio ni habían evidenciado señal alguna de que ya querían marcharse; incluso, pedían más bebida y exigían que el volumen de la música se elevara considerablemente. El anfitrión no se atrevió a despedirlos, mediando una rigurosa cortesía, antes de que ellos decidieran partir. De ello concluyo que en un momento determinado los invitados deberían percibir que el ambiente no es el idóneo para seguir la fiesta y el anfitrión, por su parte, debería evidenciar –aunque en el fondo no sea tal cosa– que se la está pasando de maravilla. Ni una ni otra actitud admiten medias tintas, aunque sí juicios descarnados.

“He aquí que no puedo estrecharte hasta que amanezca, / que no puedo llevarte como la espada a mi costado, / que no puedo apretar tu ternura de ave más allá de mi pecho, / que el árbol va dejando caer sus hojas. // Brazo de mar, convocación de ramas, / me establezco en tu cuerpo y fundo mis leyes con tu olor, / con el que voy ciervo, días y días, y amoroso. / Decapitada viva, parca dulcísima de octubre, / como un sol es tu mano para que yo despierte / y el mundo amanezca”
Juan Bañuelos, “Brazo de mar” en Espejo humeante (1968)

Imagen: lima.anuxi.pe/casting-para-bailarines-bailarinas-modelos-anfitriones

miércoles, 24 de marzo de 2010

Asimetrías


Se dice que la simetría en el cuerpo humano no es tal: algo lo desproporciona. Hay quien afirma, por ejemplo, que un ojo lo tenemos más pequeño que el otro, y que una oreja, por milímetros, es más reducida que la otra. Cosa de ínfimas dimensiones. Puedo decir que mi abuelo tenía una pierna más larga que la otra; lo que no puedo afirmar es si se trataba de la derecha o de la izquierda, no lo recuerdo. Por tal motivo al caminar parecía que se balanceaba: se trataba de un ligero movimiento, perceptible si se ponía una atención más allá de lo común. Su andar semejaba un velero surcando un mar calmo.
Una amiga, cuyo nombre para el caso es irrelevante, a menudo dice, con un ligero dejo de vanidad encubierta, que uno de sus pies es drásticamente más pequeño que el otro: pero, argumenta a modo de defensa, se trata de una enfermedad, llamada pie equino. Al mirarla uno pensaría que su calzado lo compra en la sección de llaveros de una tienda de souvenirs y no en una zapatería común. Para su pie derecho pide la medida 2.5, y para el izquierdo medio número más chico. Es decir, ella se acaba dos pares de zapatos cuando en realidad sólo usa uno. A la simetría en el resto de su cuerpo, dice, no le pone ningún pero. Pero ¿de qué simetría podría hablarse si la base aparece cargada para un lado? –y no lo digo con afán de desdén.
Mi brazo derecho no es igual que el izquierdo, cuya abisal diferencia me vuelve asimétrico. Más aún, el brazo derecho, en contraparte del otro, ha cargado con un desprecio por muchos años dado por las miradas ajenas; por las burlas, aunque hoy inexistentes, de las que fue objeto. El izquierdo, por definición práctica, es el fuerte, “el bueno”, el que no tiene fisura alguna. El derecho, en cambio, parece que cuelga, desmadejado, como si no formara parte del cuerpo del que sin embargo no puede zafarse. Con todo, el derecho va a la cabeza al momento de llevar a cabo cualquier cosa, y el izquierdo, siempre, sumiso, detrás; lo respalda.
Kawabata inicia su relato “Un brazo” de este modo: “Puedo dejarte uno de mis brazos para esta noche –dijo la muchacha. Se quitó el brazo derecho desde el hombro y, con la mano izquierda, lo colocó sobre mi rodilla.” Y más adelante: “(….) –¿Crees que me hablará? ¿Me dirigirá la palabra? –Sólo hace lo que hacen los brazos. Si habla, me dará miedo tenerlo de nuevo. Pero inténtalo, de todos modos. Al menos debería escuchar lo que digas, si eres bueno con él.” Imagino entonces a alguien desmembrando sus brazos al momento de dormir, dejándolos reposar a un lado de la cama, como en vigilante espera, por si los llegase a necesitar.

“Ya no sabré decir, Amada, / si hemos de reinventar el tiempo, / pero tu piel, que no es más que mi piel bordada de testigos / que probaron su amor para los siglos, / ha de crecer como colina fértil para bajar al valle, / ha de temblar como los peces para ganar el agua, / ha de extenderse como un ave para ganar el aire, / habrá de ser como la vida: la dilatada ola para cubrir la muerte. / Es una piel, Amor, de tiempo. / Pues en verdad, se nos muere este día con hermosura / si pronuncio tu nombre, / si pronuncio tu nombre como sol, o mar, o viento.”
Juan Bañuelos, “La piel del tiempo” en Espejo humeante (1968)

Imagen: www.coagpontevedra.es

martes, 23 de marzo de 2010

De chismes y otros gritos (3)


Cuando el chisme ya ha cundido como reguero de pólvora en cohetería, como bien lo apuntaba Xavier Velasco en su columna del diario Público en diciembre pasado, quedan a resguardo los calumniadores –o chismosos– y al descubierto los calumniados –o afectados por el culebrón verbal que los cerca–. Los primeros, al lanzar el petardo verbal, se enmascaran, pasan desapercibidos en tanto que los segundos son señalados, vituperados, y no encuentran sosiego sino hasta que “lo peor ha pasado”. Sin embargo, no es posible fijar el tiempo que media entre una cosa y otra.
Proclamar a los cuatro vientos cualquier embuste equivale entonces a lanzar al aire un buscapiés: entre más desate el pánico y haga correr a los que están alrededor mayor será su efecto. La cuestión no es plantarle cara y eludir su embestida: no hay tiempo ni sabiduría para tal cosa. Prender fuego y atraer la atención hacia el espectáculo abrasivo dará el tiempo suficiente para echar a correr y escabullirse sin ser visto: una especie de escapismo semejante a aquél de “arrojar la piedra –difamar– y esconder la mano –ponerse a resguardo–”.
Elucubrar un chisme no resulta una faena complicada, máxime si el afectado por lo que se inventa es alguien allegado. Conocer alguna debilidad, un hecho oscuro, una inclinación más o menos bochornosa ante la mirada ajena, un pasado que se busca ocultar a como dé lugar; provee de un amplio abanico de posibilidades al calumniador y un talón de Aquiles multiplicado al calumniado. Es indiscutible que el chisme cala más y su expansión es doble si el calumniador sabe del calumniado dos o tres aficiones o secretos: ese reducto compartido implica un arma para uno y una debilidad para el otro. Sin embargo, ser calumniado por alguien cercano inhibe para ejercer una posible venganza.
Los chismosos se revisten de un poder plenipotenciario que les permite saborear una y otra vez el desaguisado que provocan: no hay en ellos un rastro de conmiseración o tentativa al momento de soltar –como el apostador azuza al gallo en el centro del palenque a punto de la pelea– el chisme hasta ese momento bien cuidado, pensado, acariciado incluso. El gallo ya enfrascado en una lid enfurecida no volverá los pasos atrás; es decir, el chisme, por ninguna de sus aristas, podrá hacer daño a aquel que lo suelta, a menos que ese mismo sainete lleve un doble efecto no visible, y menos medible: el embuste retorna como bumerán.

“No puedo salir de mí sin que no vaya a dar a ti. / Ningún elogio nace más puro que tus pechos en la aurora. / El día es una gesta al contacto del aire. / Y es que he dormido en ti sintiendo que la noche / era una sangre nueva detenida en tu cuerpo. / Qué callada la nieve se ha fundido sobre tus muslos, lenta. / Escucha: / hoy nace la alegría como el viento. // Yo no sabré decir, Amada, / si hemos de reinventar el tiempo, / pero tu piel, que no es más que mi piel bordada de testigos / que probaron su amor para los siglos….”
Juan Bañuelos, “La piel del tiempo” en Espejo humeante (1968)

jueves, 18 de marzo de 2010

Otra identidad


Tan de moda los apodos en los últimos tiempos –han adquirido carta de nacionalidad, legitimidad incluso– por tanto personaje que los medios presentan en sociedad, ligados la mayoría al crimen organizado; los sicarios o jefes de los cárteles en realidad se llaman –muchos de ellos se autonombran– “La Barbie”, “El Gordo”, “El Mayo”, “El Beto,” “El Pozolero”, “El Señor de los Cielos”, “El Jefe de Jefes”, “El Teo”, entre otros tantos. La calle también está saturada de estos sobrenombres relacionados, las más de las veces, con las características físicas del aludido, o quizá resaltan alguna cualidad, alguna habilidad u obedecen quizás a su descabellado parecido con un personaje por todo mundo conocido.
Conozco personas de mucho tiempo atrás de las que desconozco su nombre. Es una cuestión por sí sola disparatada. De Tiluy, por ejemplo, ya muerto, nunca supe su verdadero nombre. De muchos su apodo es lo que más sobresale. Lo llevan como si lo presumieran, orgullosos. Por razones, que van desde lógicas hasta sumamente extrañas, o raras, reniegan del nombre que les pusieron y se acomodan más al mundo llevando en la frente un sobrenombre. En esa decisión de saberse conocidos por un apodo descansa un orgullo que aniquila la vergüenza (la ignominia de llamarse como se llaman, la desgana de atender cuando lo llaman no por su sobrenombre.)
El nombre de pila que tiene cada uno reviste un asunto del que no se puede desprender tan fácilmente. Habría que, en caso de querer cambiarlo, llevar a cabo un trámite más engorroso que complicado. Quien tiene un apodo, en cambio, –y si por éste se le distingue de entre la colectividad– vive en un perpetuo desdoblamiento: no sólo fluctúa entre dos sustantivos, sino que se mueve entre dos frentes. Nada hay en su nombre original que nos diga que se trata de la persona cuyo sobrenombre resulta más cercano, podría decirse que hasta cálido. El apodo tiene la cualidad de calzarse a la medida del depositario; y el nombre, a menudo, no encuadra tan a la perfección.
Los apodos son claves, algoritmos que conducen a establecer una identidad. Nada aporta más señas particulares de alguien que aquello que se desprende del apodo impuesto. Por su cabeza amarillenta, casi perfecta en su redondez, enorme, por mucho tiempo –hace años– conocí a un amigo como Calabaza: a últimas fechas lo he visto continuamente y ya no parece tal la horma de su cabeza. Pero no importa, él sigue siendo el Calabaza. Y a menudo se muestra pretencioso, airoso de ese sobrenombre que lo ha acompañado en los últimos veinte años. Su apodo le ha dado más de lo que esperaba, dice. Conoce –parafraseando a Saramago– el apodo que le dieron, pero desconoce el nombre con que lo llamaron en una pila bautismal.

“Pico de tempestad que se clava en mi cuello / un vaso en nuestra mesa parecido a una fosa / la máscara que brilla con temblor de una espada / un martinete ebrio tritura a la belleza / Las moscas de los muertos / zumban atentamente / si entran los vivos en la estancia / Un animal desnudo semejante a una gota / cae en el ojo de mis cinco sentidos / Una garra de luna sobre un seno / Esto es la soledad / Quien ha salido de ella / vive la aurora.”
Juan Bañuelos, “El paso de una puerta a otra puerta” en Espejo humeante (1968)

Imagen: 3.bp.blogspot.com

miércoles, 17 de marzo de 2010

Delirios


Como un perseguido. Nada hay más desgastante que saberse perseguido. O peor aún, imaginarse perseguido. Como el hombre que deserta de las filas militares y de regreso a casa, por un camino enlodado y bajo el peso de la noche, a cada tanto escucha pasos y con celeridad se oculta tras los árboles, tras las rocas; o sin ningún remilgo se hunde de cuerpo entero en el fango. La sensación se vuelve un acicate desgastante, extenuante a tal grado que no quedan fuerzas ya para repensar la situación y dilucidar que se trata sólo de una imaginación desbordada.
Vida de perseguido. Una existencia a salto de mata, pendiente de cualquier anormalidad en el curso de las actividades cotidianas para poner tierra de por medio, o para transitar las horas sumido en un silencio que acaba por sofocar, por provocar que se tire por la borda cualquier momento calmo. La clausura del lugar de residencia se semeja en sus métodos de aislamiento con la cerrazón del alma, con la agudeza del oído y la disposición para camuflar cualquier vestigio que denote la presencia. Si de algún modo se tiene por descubierto entonces sobreviene el otro lado de la moneda: aquélla que pasa por sumergirse entre la multitud con la intención de no ser detectado.
Se cerca al perseguido. Con cuidado, meticulosidad y paciencia se van cerrando las posible salidas, se tapia cualquier resquicio que pudiera servir, en un momento dado, de vía de escape. Se trata de un trabajo ajedrecístico pausado, llevado con una cautela que pasma, que asombra, que bien pudiera calificarse de sórdido ensañamiento (con el perseguido). Llega el momento en que el perseguido no tiene para dónde hacerse, no tiene ya opción de entrega o de pedir armisticio. No sabe en qué momento le caen las bayonetas, y en ese justo instante se percata de que nada hay más desalentador que querer abrir todas las puertas a la mano y que ninguna tenga chapa.
Perseguido. He llevado hasta hoy una vida de perseguido. No hablo, por supuesto, de que tenga deudas con la justicia o con otros grupos de cualquier índole. Más bien se trata de una persecución imaginada, muchas veces alimentada por las circunstancias y los propios pesares. Dos o tres veces, por ejemplo, echo un vistazo atrás a punto de abrir la puerta de mi departamento. Más aún, si la hora de llegada es de plano muy tarde o ya de madrugada. Se trata de una sensación que se me encarama, de un hábito que se ha convertido en una insana costumbre, mal entendida, erróneamente llevada y peor vivida.

“Yo pensé que la vida era esta palma de la mano / puesta cerca del fuego en una noche helada. / Quise primero amar / y descendí junto con la catástrofe. / Fui hasta el horizonte donde los hombres pasan, / odié con saña como el que asesina, / como el que asalta, y también como el que llega / y saquea el cofre del invierno. / Entró de pronto en mí esa blanca mirada / de los que nada tienen, / y en ella fui escribiendo horas y días. / Así pude pasar por el ojo de la aguja.”
Juan Bañuelos, “El corazón de todos” en Espejo humeante (1968)

martes, 9 de marzo de 2010

Chochel


Xóchitl era capaz de liarse a trompadas con sus amigos de edad semejante; a ella no le importaba enfrascarse en una pelea que, estaba segura, iba a salir victoriosa. Nunca la vi perder uno solo de aquellos combates. En sus últimos días mi abuela todavía recordaba que dos o tres veces por semana iba a casa alguna señora, mamá de uno de aquellos adolescentes –casi todas las vecinas desfilaron ante la audiencia casera–, a quejarse porque “su nieta hizo llorar a mi hijo, le dio tres trompadas y lo pateo en el trasero”. En el barrio no había quién, ni mujer ni hombre, se le pusiera al tú por tú; le guardaban una especie de fervorosa reverencia.
Mi hermana mayor, no satisfecha por su itinerario peleonero en la calle, seguía incluso con los de casa: pasabas a su lado y te llevabas un recuerdito: un coscorrón, un pellizco, una patada, un sope. “Pareces burro”, le gritaba, “te la pasas pateando al que se te arrima”; intentaba defenderme, inútilmente claro. Llegué a pensar muchas veces que se trataba de un proceder incontrolable, de una manera de conducirse ante aquellos que de algún modo le debíamos respeto y autoridad por ser menores o por el simple hecho de que, en ausencia de mamá, ella comandaba el territorio casero. Quizá era otra cosa, tal vez diversión pura.
Con ese perfil de mujer dura, que no se arredraba ante nada, uno pensaría que pocas cosas le infundían temor, y mucho menos animales insignificantes como las cucarachas. Sin embargo, a este animal en particular le tenía un pavor descontrolado, que aún a la fecha no puede desprenderse. Si se encontraba con uno de estos especímenes no dudaba en pegar el grito: al escucharla invariablemente se sabía a que se debía aquella anormalidad: había que acudir en su ayuda y librarla de aquel animalejo del que rezaba una repugnancia increíble. No así cuando se enfrascaba a golpes con alguien: ahí no necesitaba ningún tipo de auxilio, más bien había que detenerla so pena de ver trazada una catástrofe.
Hoy ella se queja, con un dejo de incomprensión total cruzándole el rostro –que no deja de tener algo de cómico–, que su hijo adolescente pelea en la secundaria. Levanta la voz preguntándole si ella le ha dado tales ejemplos: es cierto que sus hijos no presenciaron nunca aquellos míticos combates, pero aquí entra lo que se ha dado en llamar herencia genética, o como se dice comúnmente, eso que “se lleva en la sangre” y que es, a la vez, incomprensible en sumo grado. Y aún más porque Xóchitl, a la que mi abuela llamaba Chochel, aún hoy se jacta de que sometió a dos tres gañanes o galanes de la cuadra, de ésos que hacen todo por apantallar o sobresalir y que, con ella, toparon en pared.

“A la puerta del bar / se despide de nosotros nuestra sombra, / y de pronto, de trago en trago, con mansedumbre caminamos / (ceremoniosas marionetas manipuladas desde el hipo.) / Es un quehacer de ciegos en la oscura medusa del desastre, / un árbol de lisonjas puesto en pie como un domingo, / y esa lana de vergüenza que brota entre las piedras / de la estriada guitarra. / Mujeres instantáneas, perfumes disecados, / y mi sombra crepita en la espuma del vaso de cerveza: / Lucía es un cristal que tiembla, / Delia tiene la edad del vino / y Ester lleva su falda quemada por los muslos.”
Juan Bañuelos, “Festín de las imágenes de alcohol” en Espejo humeante (1968)

Imagen: "Fragmentos de Buenos Aires" encontrada en http://www.interarteonline.net/

viernes, 5 de marzo de 2010

Silencios


Las tomas fijas, abiertas, los pocos diálogos y los largos planos de los que se vale Carlos Reygadas para contar una particular situación en la vida de los menonitas en Luz silenciosa pugnan por la hondura del filme; en el fondo la historia, según entiendo, tiene un tinte preciosista a resaltar. De las anteriores propuestas de este director mexicano, Japón y Batalla en el cielo, elogié, sobre todo, la parsimonia de un cine que busca prescindir de aparatosas secuencias y una superficialidad dada por el tratamiento de lo que se cuenta –de lo que se filma, para ser más exactos. De Luz silenciosa, sin embargo, hay que ir un poco más allá: la película toda es silencio, un silencio que de algún modo habla y cuenta.
Lo que sucede con el cine de Reygadas es que se antoja, en principio, difícil, en el sentido de que no se trata de películas que se tomen, vean y digieran a la ligera; hay en sus historias puntos en ebullición que desvelan situaciones que, conforme avanza la película, confluyen en el fin perseguido: en Luz silenciosa es evidenciar, por un lado, el alto perfil religioso de esta comunidad que vive segregada por decisión propia y, por el otro, desnudar un conflicto que aqueja al protagonista del filme. Del tratamiento de ambos frentes sale victorioso Reygadas. Quizá más del primero que del segundo.
Al ver el filme a menudo invade la sensación de que se asiste a una invasión íntima de una familia y sus quehaceres más mundanos: la delgada línea que separa ese vano espectáculo de una propuesta de arte es lo que Reygadas maneja con maestría, no sucumbe a un fácil lirismo, más bien enaltece la condición humana desde sus más simples manifestaciones hasta el grado de escenificar una cuestión que pone a la vida en un predicamento: seguir adelante o volver sobre los pasos, aunque ese retorno suponga romper con todo lo que quede al frente.
Al final, tras de que aparecen los créditos, antecedidos por una larga secuencia en la que sólo se escucha la naturaleza al desnudo –tuvo un mismo inicio aunque de una sensibilidad más evidente–, queda en la boca una sensación que alude al vino amargoso que no deja rastro alguno en la garganta. No esperaba, he de confesarlo, un clímax abrupto, apantallante, pero sí esa refinación al ir atando los hilos que fue dejando en el camino. Reygadas se centra en lanzar el planteamiento, ahondar en sus más íntimas pretensiones y de ahí en adelante el espectador tiene que arreglárselas solo. Luz silenciosa destila largos, deliciosos silencios, como tendría que ser el cine, diría más de alguno.

“Cae en cámara lenta la sed a mi garganta. / Murmurios de cimbras recorren la ciudad / mientras gotea la noche y el ulular de una ambulancia / mueve las hojas de los árboles. / Cantizal de sollozos, cebollas de mercurio, / todo es lenta penumbra como una llave que se cierra. / Paseantes al amanecer me rodearon / las noticias inciertas, mi barrio y la ciudad donde vivo. / El día escombra sus rincones, / busco mi corazón debajo de un zapato, / llamo a la dueña de la fonda / y le pido que traiga una vasija de agua / para lavar el tiempo.”
Juan Bañuelos, “Festín de las imágenes de alcohol” en Espejo humeante (1968)

Imagen: fotograma de Luz silenciosa

miércoles, 3 de marzo de 2010

Discurso de lo salvaje (2)


A raíz de que se diera a conocer la noticia de que un jugador de futbol profesional fuera baleado en la madrugada de un lunes del mes de febrero en un bar defeño regresaron a mi mente las imágenes de aquel hombre que disparó sin provocación de por medio en una estación del metro en septiembre pasado. El poder de una pistola, sobre todo en manos de alguien que “de su cabeza bien bien no está”, resulta una amenaza para todos: a dónde nos conducirá este temor que se generaliza día tras día, apostándole al amedrentamiento como una posibilidad de encumbrarse de poder. Una pistola oculta entre las ropas se convierte en una coraza del cuerpo que la carga.
Entre más ocasiones vi las imágenes del tipo que se soltó disparando en la estación del metro capitalino caigo en la cuenta de que una especie de terror urbano nos está invadiendo: a estas alturas hay quién se pregunta si habrá alguien que podrá saberse a salvo en urbes donde el asalto a mano armada es canjeable por un billete de cien pesos o un reloj-baratija que no pasa del tostón. Y menos en aquélla donde un llanero solitario desquiciado se monta en su caballo de acero subterráneo y traza un cerco de violencia doméstica y gratuita a la que no todos podemos acceder pero de la que sí somos potenciales víctimas. Estar a merced de un tipo que dispara sin motivo de por medio constituye una postal del más burdo discurso de lo salvaje.
En La coartada perfecta, Patricia Highsmith –la cito a propósito del baleador del DF– escribe: “La multitud se arrastraba como un monstruo ciego y sin mente hacia la entrada del metro. Howard odiaba las multitudes. Le hacían sentir pánico. Su dedo estaba en el gatillo…” Salir a la calle, un buen día, con una encomienda de lo más corriente puede conducir, de manera irremediable, a un rincón donde un empistolado, sabedor del temor que infunde, goza de la potestad maldita de dispararle a alguien a quemarropa, de hacerle agujeros en el cuerpo sin otra intención que divertirse o ponerse a mano con sus fantasmas personales.
La paranoia no es un estado que se acomode a todos, sin embargo sí trae consigo señales que, de no dominarse, acaban en una especie de vida colectiva atrabancada. El llanero solitario del metro se reproduce en muchas ciudades, dispara en numerosos lugares, victima al que esté a su alcance, a todo aquel que cometa el yerro imperdonable de atravesarse en su camino, o en su mirada o en su mirilla. Highsmith continúa: “La entrada del metro estaba tan sólo a un par de metros. Dentro de los próximos cinco segundos, se dijo Howard, y al mismo tiempo su mano izquierda se movió para echar hacia atrás el lado derecho de su sobretodo, hizo un movimiento incompleto, y una décima de segundo más tarde la pistola disparó.” Al frente, sin más, alguien se desplomó. Nos desplomamos todos.

“Tendido de espaldas sobre fríos esteros, / con mi mano retiro el sol más allá de mis labios. / Los pájaros de aire vespertino se refugian en un árbol que emigra. / No es la dulzura, no / lo que oscila son las aguas de aquel clamoreo, / allá en el fondo de los espesos bosques, / donde el pubis de hojas amarillas es una ciénaga / para el corazón de los muertos. // Allá en la madrugada / la niebla era un perro palpitante, apretado, / y sobre las frías salinas de las tumbas / la noche pasaba como un pastor que hostiga sombras.”
Juan Bañuelos, “Día de muertos” en Espejo humeante (1968)

martes, 2 de marzo de 2010

Escrituras


Más de continuo de lo que podría pensarse me meto en cada lío por escribir algo para subir a este blog. De pronto el caudal de ideas cesa tan abruptamente que me veo impelido a rebuscar en archivos dejados a medias un tema que pudiera servir para esbozar un texto publicable. No resulta una tarea que conlleve sesudas deliberaciones, más bien se trata de un asunto que roza la inventiva en más de un sentido: encontrar una línea que detone una historia o sacar la historia de donde no la hay. Porque escribir, parafraseando a Robert Graves, sin embargo, es, sobre todo, trabajar palabras, con ellas y para ellas.
Embebido en esta mecánica no reparo, a veces, en que más me valdría no ver publicados en esta página algunos aconteceres que deberían de haberse quedado tan sólo en lo que me resta de memoria. Los leo y releo en este sitio con la secreta intención de convencerme de que hice bien al darlos a conocer; una lucha que resulta al fin desgastante, y cuyos resultados siempre distan de los esperados. No siempre se está contento con lo que se escribe, mucho menos si ello nos atañe de un modo tan íntimo que su libre circulación se presenta como una desgraciada afrenta irreparable –por aquello de que el autor mismo los da a conocer.
Y es que de pronto hay que hacerle al ilusionista, al mago cotidiano y extraer de la chistera algún truco que encandile a los posibles lectores, que atraiga su mirada con tal fuerza que no les sea posible despegar los ojos de los renglones que se van consumiendo. La labor no es tan sencilla como se plantea. Más aún, es de suyo complicada –y para ser honestos, creo haber fracasado en numerosos intentos. De entre tanto acontecer trivial y horas que transcurren en la más llana cotidianidad hay que seleccionar alguna posible hendidura, algún trozo rasgado, anécdotas no simples, que vaciadas en la hoja se conviertan en objetos cuya apreciación merezca que se les destine un poco de tiempo para su total comprensión.
Al final de todo, hay una pregunta que siempre está latente, que de algún modo extraño se las ingenia para aparecer y no irse; por más que se le dé una respuesta, quizá ambigua o quizá categórica, ésta no termina de marcharse, se asoma cada vez que el blog es puesto al día con algún texto: ¿le agrada a quienes pasan por aquí lo que leen, lo que encuentran cuando despliegan este sitio en sus pantallas? Este asalto de incertidumbres muy a menudo me encuentra a medio camino, y de allí en adelante el rumbo, curiosamente, se aclara, va de la mano de un aire limpio. Vaya con esta maldita cuestión.

“La soledad de las cosas que caen, / el paso del tranvía ahogándome este grito, / la tarde que levanta su lápida amarilla, / el encuentro que espera con su rostro de fósil, / el sastre que en la puerta pone el último / botón en las venas de un muerto, / los muslos separados de la joven que baja de un coche, / la cita que no llega, / la mano del deseo con su breviario sordo / nos señala un convento de celdas apretadas. / Ay el gesto enmohecido de la mujer de siempre / que al reflejo de un mismo fuego resplandece, / estas ganas de caminar a ciegas / y compartir la vida / como un pedazo de sol o de manzana.”
Juan Bañuelos, “Reflexión ininterrumpida” en Espejo humeante (1968)

(Este blog está de luto por el fallecimiento, el domingo por la mañana, de Carlos Montemayor y de hoy por la mañana, del papá de Martín Hernández, viejo amigo.)