sábado, 30 de mayo de 2009

Una rueda en la feria


Cuando Antonio José Bolívar Proaño (que vive en El Idilio –no puede haber mejor título para nombrar el lugar donde se nace y vive) se enfrenta a la hembra del tigre cazado por unos gringos en la selva ecuatoriana, sabe en el fondo que el animal no distingue quién atacó a su pareja: en ese milímetro de certeza tiene que encontrar el tiempo suficiente para no sucumbir ante la fiera herida.
Jugar confiado a la lotería, participar en la ruleta rusa, girar en una rueda en la feria: la suerte de Antonio José es todo esto, y sin embargo podría ser también a la inversa. La fortuna no siempre es una condición que conceda ventaja a quien se la topa de frente: si se consideraran detenidamente las increíblemente ínfimas posibilidades de resultar ganador en un sorteo –cualquiera que éste sea y de toda índole– en realidad no se pondría esperanza en suerte ninguna. Y se evitaría, al final, trepar una vez más el escalón decepcionante de la derrota para echarlo luego en el olvido.
Lanzar un volado al aire, jugar al número preferido en la lotería, cruzar una apuesta en un juego de cartas, cerrar los ojos y hundir el acelerador en un crucero en el que la luz de un segundo a otro cambiará de ámbar a rojo o de plano ya indica el alto, son todas situaciones en las que el resultado puede ser, a un mismo tiempo, favorecedor o en contra: resultar agraciado o desgraciado en cualquier suerte es más una conjugación de un sinfín de factores que la injerencia de la convicción y la fe en “el número, cara de la moneda, santo o naipe de la baraja preferidas”.
Lo que le deparaba a Antonio José, en medio de la selva, asediado por la hembra furibunda, no se lo esperaba, y tan es así, que el animal lo llevaba y lo traía de un lado a otro, jugaba con él, con su paciencia y desesperación, y de pronto lo encegueció la luz del boleto premiado: cuando él creía que había errado al elegir el número de su billete, en realidad su fallo había sido considerar a la fortuna como una aliada insobornable. Antonio José retornó a El Idilio, a cobrar el monto de su expedición: el canje consistía para él en un puñado de novelas de amor que el viejo leía en la gastada hamaca de su jacal.
(Antonio José Bolívar Proaño, personaje de Un viejo que leía novelas de amor de Luis Sepúlveda)

“¿Quién lo ayuda a ir al cielo?, por favor. / ¿Quién puede asegurarle la otra vida? / Apiádense del hombre que no tuvo / ni hijo, ni árbol, ni libro. / Los hombres sin la historia son la historia. / Grano a grano se forman largas playas. / Y luego viene el viento y las revuelve, / borrando las pisadas y los nombres, / sin hijo, ni árbol, ni libro”
Silvio Rodríguez, “Sin hijo ni árbol ni libro” en Mariposas

Imagen: fotosgrises.blogspot.com

viernes, 29 de mayo de 2009

La Naranja Azulgrana


“El Imperio Azulgrana lo conquista todo” tituló su portada el diario Marca tras de que el Barcelona ganara la final de la Champions League en el Estadio Olímpico de Roma. El Pep Team, como le llaman en España al equipo culé, pasó por encima de un equipo inglés que venía de ganarlo todo y que, en los pronósticos y en las apuestas por lo menos, no parecía que iba a ser apabullado de esa manera en la grama de la Ciudad Eterna. Al contrario, extrañamente era marcado como favorito.
El Barça lo ganó todo, se agenció una triple corona en una misma temporada y teniendo en el banquillo a un técnico debutante, formado en las básicas catalanes y fogueado en la oscuridad de los Dorados de Sinaloa. Copa del Rey, Liga Española y Champions se echaron a la boca los azulgranas, jugando, y esto es lo más importante quizás, un futbol de ensueño, un futbol que se agradece desde cualquier rincón del planeta no importando los colores ni el equipo que lo practique. Incluso, para ir todavía más lejos, no siendo partidario de este deporte.
Del otro lado, el Manchester, la ralea inglesa, el máximo orgullo de la Liga Premier, poblado de algunos jugadores que brillan por su calidad pero también por sus berrinches y poses de princesa caprichosa, no tuvo tiempo siquiera de meter las manos en el Olímpico italiano: un gol del camerunés Samuel Eto’o y uno más de Lionel Messi, el argentino que no lo parece pues su modestia es igual de grande que su fantástica manera de mover el balón, sepultaron las pretensiones de un equipo ganador que, valga decirlo, no se había enfrentado a un conjunto de la altura del barcelonés. Sí, los ingleses dieron un solo traspié, uno nada más, pero bastó para que se les fuera de las manos la Orejona, el premio que entrega el mejor torneo del mundo del balompié.
Perdóneseme que hable una vez más de futbol aquí, pero no puedo menos que ponderar el juego milimétrico, preciosista, exquisito, descomunal de un equipo que, sin temor lo anoto, es el mejor del mundo y, lo vaticinan no pocos sabedores de este deporte, quizás de todos los tiempos. Su funcionamiento es comparado con el que tenía aquella escuadra barcelonista que armó Johan Cruyff y que emulaba a la Naranja Mecánica del mundial de 1974. El verdadero mérito de la Naranja Azulgrana de Guardiola no es haber llevado tres nuevos trofeos a sus vitrinas –“que galvanizan una temporada inexorable, pero que no dejan de ser tres grandes latas”–, sino “jugar al futbol como lo ha hecho este equipo”. Así de simple.

“Aunque se dice que me sobran enemigos, / todo el mundo me escucha bien quedo cuanto canto. / Yo he preferido hablar de cosas imposibles, / porque de lo posible se sabe demasiado. / He preferido el polvo así, sencillamente, / pues la palabra amor aún me suena hueco. / He preferido un golpe así, de vez en cuando, / porque la inmunidad me carcome los huesos”
Silvio Rodríguez, “Resumen de noticias” en Al final de este viaje

Imagen: www.cgi.ebay.es

miércoles, 27 de mayo de 2009

Todos son negros


Los gatos negros, ya se sabe, son considerados una señal de infortunio –si se topa con ellos–, cuando no de plena y dramática tragedia. En muchas ocasiones –tantas, que perdí ya la cuenta– me he cruzado con un gato negro: los he visto y escuchado maullar con dolor y rencor, rondando a deshoras, vigilando en una esquina, cruzando calles, aletargados sobre las aceras, echados en las puertas, incluso en las azoteas de la noche (no pude evitar el cliché).
Cada que veo un gato negro, contrario a la creencia común, no me espanto ni me persigno ni me encomiendo a cuanto santo conozco –aunque sea de puro nombre– del cada vez más largo santoral. Toparme con uno de esos especímenes que, por otro lado, su imagen sola posee una majestuosidad a veces no tomada en cuenta, no me conmociona ni me amilana, antes bien, por un tiempo, los consideré un buen augurio –de esto no tengo fundamento alguno, constituía nada más que una especie de mínima confianza nacida de quién sabe dónde.
La negrura de la noche en ocasiones los oculta a los ojos nada avezados en escudriñar sus rincones, por ello pasan casi siempre inadvertidos, aunque miren fijamente desde cualquier punto a la redonda: su silenciosa manera de desplazarse los lleva a convertirse en los amos de las calles, de las aceras abandonadas, de los mudos techos, de todo ese vasto escenario en que se convierte la ciudad cuando la oscuridad cierra hacia adentro los cuatro extremos del mundo. Son fantasmas, incorregibles fantasmas podría decirse.
“De noche todos los gatos son pardos”. Los negros, en particular, no se acomodan a esa categoría: son negros siempre, de noche, de día, aún cuando se les vea contra un espejo de sol que devuelva su perfil refulgente, sus ojos inauditos y su presteza para escapar apenas vislumbra una irregularidad a su alrededor. Los gatos negros desde hace tiempo pasaron a formar parte de mi zoostario personal; aunque, debo aclararlo, nunca tendría uno en casa, y no precisamente por su color, sino por su misma desconcertante naturaleza.

“Hoy viene a mí la damisela soledad / con pamela, impertinentes y botón / de amapola en el oleaje de sus vuelos. / Hoy la voluble señorita es amistad / y acaricia finalmente el corazón / con su más delgado pétalo de hielo.
Viene a mí, avanza / viene tan despacio, / viene en una danza / leve en el espacio. / Cedo, me hago lacio / y ya vuelo, ave. / Se mece la nave / lenta como el tul, / en la brisa suave / niña del azul”
Silvio Rodríguez, “Oh, melancolía” en Oh, melancolía

Imagen: esmimanicomio.blogspot.com

martes, 26 de mayo de 2009

La Estrella


La Estrella –Estrella Rodríguez– no era compadecida de nadie, sino amada u odiada, o ambas cosas o de plano ninguna. La Estrella, que gritaba a los cuatro vientos, siendo mundialmente desconocida en La Habana, que llegaría a ser, a pesar de todo y de todos, una cantante famosa, en realidad “era una mulata enorme, gorda gorda, de brazos como muslos y de muslos que parecían dos troncos sosteniendo el tanque del agua que era su cuerpo”. Por ello, era invencible, y al mismo tiempo destructible. Ese mujerón, que comía como una troupe de titiriteros y se quedaba siempre con hambre, de la que más de alguno decía que era la prima de Moby Dick, la Ballena Negra, que tardaba más de media hora en bajar de un automóvil, chorreando litros de agua por las sienes y las montañas de sus senos; vivía obsesionada con la fama, y sus compañeros de casa la apoyaban incondicionalmente en su cometido porque no la toleraban: “estamos locos porque sea famosa y se acabe de largar con su música… o con su voz a otra parte”.
Pasado algún tiempo La Estrella hizo su debut –estrepitoso, apabullante, apoteósico, deslumbrante– en un cabaret de La Habana, en uno de ésos en que a la medianoche comienza el chowcito, como le dicen. Ella cantaba sin acompañamiento, pero el empresario tuvo el cuidado de incluir en su contrato que cada que subiera al escenario sería acompañada por la banda del local. Y de ahí, de esa noche, La Estrella, a regañadientes por cantar acompañada, se fue al estrellato, sin escalas, directísimo.
Ya en la cúspide desconoció a todo el mundo, incluso a aquéllos que la consideraron y la apoyaron mientras se abría paso en la vida nocturna habanera. Se volvió figura de cartel internacional. Hizo gira por San Juan, Caracas y la Ciudad de México. A esta última ciudad el médico le había recomendado no viajar, por la altura y su descomunal peso. Ella, tan orgullosa que era, hizo caso omiso. Y tras cantar una noche en la capital mexicana cayó en cama, exhausta, amortajada casi. Ya no se levantó más. Tres días después murió.
Enseguida vino el pleito entre empresarios. Los cubanos querían que fuera trasladada a La Habana para darle allá sepultura, pero se negaban a costear el traslado. Y los mexicanos no querían correr con los gastos que eso suponía: pretendían, eso sí, enviarla como carga general en barco –como bulto–, pero un ataúd no es considerado sino artículo excepcional. Así que, unos y otros viendo por sus bolsillos, La Estrella al final del pleito fue velada y enterrada en México. Ahí acabó su meteórica carrera de cantante: se fue a la tumba con todo y su estruendosa voz y su cuerpo ballenísticamente negro.
(La Estrella, personaje de “Ella cantaba boleros” en Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante)

“¿Qué puede haber pasado a mi señal? / ¿Será que me he quedado sin hogar? / Hoy sobrevivo apenas a mi suerte, / lejano de mi estrella, de mi gente. / El trance me ha mostrado otra lección: / el mundo propio siempre es el mejor. / Me voy debilitando lentamente, / quizás ya no sea yo cuando me encuentren”
Silvio Rodríguez, “Casiopea” en Rodríguez


lunes, 25 de mayo de 2009

Veces únicas


“La única vez que vi llorar a mi papá…” me contaba hoy en la oficina una compañera. La existencia, entre otras cosas, está poblada de esas “únicas veces” en que hemos visto, nos ha sucedido, hemos hecho, visitado, contemplado, trabajado en…, comprado equis cosa, comido tal platillo; las únicas veces son, de algún modo, atolladeros de los que buscamos salir de alguna manera.
Las únicas veces prefiguran momentos difícilmente olvidables por inusuales, y quizás, también, acusan falta de oportunidades o conjugación de circunstancias para que tal cosa se repita: en esa solitaria condición se pueden gestar recuerdos luminosos, palabras que se quedan aleteando por mucho tiempo cerca de los oídos o pretensiones no siempre cuerdas aunque sí entendibles.
Este lenguaje de lo único, de lo irrepetible, va poblando no sólo el transcurrir del calendario, sino que va colgando en los rostros de la gente y en los objetos una etiqueta que permite relacionarlos con la categoría de lo apreciable: en ocasiones éstos son clasificados por esa cantidad de líneas que los unen con algún raro acontecimiento, y que carece de una valuación terrenal.
En una única vez, por cierto, –como mi compañera–, vi llorar a mi padre: su rostro pétreo pareció abismarse; una única vez fui a pescar: esa primera lección me dejó lecciones contradictorias: como no volver a salir de pesca; en una única vez soñé que había muerto y asistía a mi propio funeral: vi a mi madre, dolida, lagrimeante y vestida de negro (esa sensación aún me cala); en una única vez jugué una final de futbol: la perdimos, en penales, aunque me quedó el resabio de que yo acerté mi tiro desde los once pasos (consuelo de perdedor, dirían algunos); en una única vez…. Las únicas veces son así: un tramo final al que se llega con la certeza de que las probabilidades de que vuelva a darse son tan pocas, que la vivencia por eso rezuma un olor distante.

“A veces entra en el bosque un silbido veloz / que recorre fugaz la penumbra y la luz. / Y los árboles fríos del bosque soy yo. / Todas las copas se postran a fin de existir, / de no hacerlo, deshechas, habrían de morir. / Y ese viento que trae la muerte eres tú. / Eres la llama que abraza la flor / y la violencia del fiero huracán; / la sombra oscura que sigue mi amor”
Silvio Rodríguez, “El viento eres tú” (que canta a dúo con su madre) en Domínguez

Imagen: www. farm4.static.flickr.com

sábado, 23 de mayo de 2009

Descolocancias


Levantarse tarde, cualquier día y por común que sea el motivo, me coloca –o descoloca, más bien– en una situación de clara desventaja: las rendijas y accesos oscuros de las horas transcurridas mientras descansaba saltan por todos lados, y no sólo me atenazan por largos momentos sino que acaban por extraviar el día completo, traen un tiempo inusitado por discontinuo. Qué le voy a hacer, soy un ortodoxo malhumorado esquizofrénico y milesdeadjetivosnodeseables más.
Levantarse tarde, por un lado –el lado más benigno–, obliga a llevar a cabo un acto de incorporarse al día ya en su adultez: en ese lapso en que el mundo –por lo menos, el cercano, pues las diferencias de horarios nos sitúan en una especie de vida atrasada– continuó con su ritmo por demás habitual el cuerpo se ha acostumbrado a una laxitud que le es sumamente difícil de abandonar: la modorra amenaza con convertirse entonces en una actitud que desaparecerá apenas despunte el siguiente sol. Y eso sí que constituye un obstáculo que impide todo intento de apropiación del tiempo, de lo ido, de lo escapado, de lo deseado incluso.
Lo tardío a menudo descompensa el transcurrir al que estamos acostumbrados: en ese agujero inescrutable se halla la fórmula del equilibrio. Levantarse tarde, sin embargo, da lugar a una confusión que no se marcha aún cuando todas las fuerzas sean invertidas en sacarse ese quicio intemporal. Y es que la temporalidad que nos circunda, que nos hace suyos, se siente amenazada apenas se abre una fisura, apenas las pretensiones de acomodarse a las horas broten con desmedida alegría.
Esa viciada incomodidad con la cotidianidad –valga la anodina cacofonía– ya en rieles nace, lo identifico ahora, de dos motivos que, por lo demás, resultan de una mezcla de sensaciones –y reconozco que para los demás no podrían ser más que producto de un proceder inverosímil. Por un lado, se habita una especie de desencasillamiento: no hay mayor incertidumbre que saberse fuera de lugar; y por el otro, tras el balance del tiempo siempre se queda a deber, sean cuales sean los factores que intervengan en la operación. Levantarse tarde trae, invariablemente, un déficit que, hay que dejarlo claro, no se recupera por más intentos que se hagan.

“Le debo una canción a la sonrisa, / a la sonrisa de manantial, ésa que salta; / le debo una canción a toda prisa, / para que quede que estuvo cerca, agazapada. / Le debo una canción a lo que supe, / a lo que supe y no pudo ser más que silencio; / le debo una canción, una que ocupe / la cantidad de mordaza, amor, de un juramento. / Le debo una canción al oportuno, / al oportuno mutilador de cuánta ala; / le debo una canción de tono oscuro, / que lo encadene a vagar su eterna madrugada”
Silvio Rodríguez, “Testamento” en Rabo de nube

Imagen: fotosgrises.blogspot.com

jueves, 21 de mayo de 2009

Calles multiplicadas


A la entrada de cada pueblo, cuando se pregunta sobre la ubicación de alguna calle o edificio en particular, las respuestas en la mayor parte de los casos se refieren a nombres que aluden a héroes de la Revolución, el movimiento de Independencia, insurgentes, fechas conmemorativas, personajes que se vieron involucrados en algún hecho que mereciera –aunque este apartado sea totalmente nebuloso– consignarse en la historia nacional, etcétera.
En casi todos estos lugares las principales calles o avenida central (calle principal, le llaman) llevan invariablemente el nombre de Hidalgo, Madero, Obregón, Javier Mina, los Niños Héroes, Morelos, Guerrero, Carranza, Zapata, Lázaro Cárdenas, Francisco Villa, entre otros tantos; máxime si alguno de éstos es oriundo del pueblo o ciudad que se visite. Así como fechas que destaquen por encima de los restantes días del año: 16 de septiembre, 20 de noviembre, 5 de mayo, 1 de mayo, y una larga lista más.
Esta repetición irredenta de nombres en calles y avenidas, calzadas e incluso glorietas y parques, contribuye al trazado de un mapa geográfico por demás oscurecido que las más de las veces no hace más que poner a la vista un enredado laberinto que se tiene que librar para llegar al lugar buscado. Y la muestra no está muy lejos: en Guadalajara, por ejemplo, es muy conocida y transitada la av. Hidalgo, en Zapopan su avenida principal lleva el mismo nombre y en Tlaquepaque es una de sus calles más recorridas por paseantes y residentes. Más allá de esto, la composición de pueblos y ciudades, no obstante el elogio que se realiza al nombrar así sus principales arterias viales, obedece al rescate del pasado, ese pasado que a diario está presente y que se evidencia apenas se sale a la calle.
Somos muy dados, por otra parte, a ensalzar las tragedias, pues si se mira bien a la mayoría de estos próceres y efemérides que lucen en las placas de las calles se les puede identificar no con algo buenamente merecido, sino con un revés histórico: las derrotas marcan el derrotero al momento de elegir el nombre que llevará tal o cual avenida o calle. Es confuso e incluso deprimente llegar a un lugar en el que se está por primera vez y experimentar que ya se le conoce un poco por los nombres de sus calles. Se está ahí, en esa esquina cualquiera, con la rara sensación de que se está en la anterior, o en otra: esta inaudita repetición de calles y avenidas constituye una certeza que deviene acto, más que de identificación, de apropiamiento de un pedazo de historia.

“Mucho más allá de mi ventana, las nubes de la mañana, son una flor que le ha nacido a un tren. Una luz se transforma en cangrejo, y la capa de un viejo da con una tempestad de comején. Mucho más allá de mi ventana, algodones jugaban a ser un jardín, en espera de abril. Luego entro los ojos, chorreando esa luz de infinito, y es cuando necesito un perro, un bastón, una mano, una fe. Y tú pasas tocando el frío con suave silencio, y ciego te sentencio a que nombres todo lo que ahora no sé”
Silvio Rodríguez, “Como esperando abril” en Días y flores

Imagen: tonijerez.com

martes, 19 de mayo de 2009

"Primavera con una esquina rota"


(a Miriam, eterna enamorada de Benedetti)

Uno de mis primeros contactos con la poesía se dio a través de los textos de Mario Benedetti. De él percibí, sobre todo, la observación de los más ínfimos detalles que pueblan los paisajes cotidianos: ésos que, por su veloz transformación, pasan inadvertidos si no se les captura en el momento justo. Benedetti era un maestro de la cotidianidad, un poeta que respiraba a través de todos los objetos –inservibles, opacos, deslucidos, arrumbados– que van llenando los caminos por los que transitamos.
“Murió Benedetti en Montevideo y el planeta se hizo pequeño para albergar la emoción de las personas” escribió Saramago en su blog. ¿A dónde podemos acudir para aliviar esta orfandad que ha comenzado a ceñirse sobre los lectores de poesía, sobre los lectores que encontraban en Benedetti el receptáculo de toda emoción, por minúscula que fuera? Ahí está lo que de él quedó, ahí está lo que de él brotó, a borbotones, y hay que disipar por los cuatro lados del mundo.
“Los hombres como Mario nunca mueren”. Fue una de las muchas frases elogiosas y algunas verdaderamente dolidas que se escribieron ayer en rotativos y se pronunciaron ante el micrófono abierto por todo el mundo ante la hecatombe de su fallecimiento. Esta frase encierra el anhelo de los que alguna vez hemos leído a Benedetti –sí, leído, porque al escritor se le lee en lo que escribe– es que, a pesar de todo, no muera, no acabe por morir, no se vaya del todo de aquí.
Su cuerpo, como una penúltima morada en la tierra, fue velado en el salón de los Pasos Perdidos –los Pasos Perdidos, Extraviados, Bien Dados, Luminosos– del Palacio Legislativo de Montevideo, la capital que lo vio pasar y a la que él vio desfilar desde la mesa de un café o desde el exilio: esos días en que la añoranza se convirtió en la única vía para acceder a la vida, y cuyo anhelo más elevado era el retorno a Uruguay, que le dolía en todos los costados. Benedetti se fue, pero olvidó llevarse consigo sus letras; para fortuna nuestra, ésas se quedan aquí, para alumbrarnos las partes más oscuras de los días venideros.

“Te convido a creerme cuando digo futuro, si no crees en mi palabra, cree en el brillo de un gesto, cree en mi cuerpo, cree en mis manos, que se acaban. Te convido a creerme cuando digo futuro, si no crees en mis ojos, cree en la angustia de un grito, cree en la tierra, cree en la lluvia, cree en la savia”
Silvio Rodríguez, “Cuando digo futuro” en Cuando digo futuro

Imagen: www.clarin.com

viernes, 15 de mayo de 2009

Divagancias y etcéteras


Las divagaciones y los etcéteras, tan lejanos uno de otro, y tan distintos en el hondo cometido que buscan: las primeras son una forma de hablar sin decir mucho; y no es que se no se diga gran cosa, sino que todo lo que se pronuncia en realidad no va a ninguna parte. Y los segundos poseen una cualidad paradójica y brutal a un mismo tiempo: en ellos las prolongaciones acaban en lo mínimo, es decir, se trata de una especie de concreción de suyo multitudinaria.
Divagar es un ejercicio que aparenta la búsqueda de ciertos objetivos pero que, en el fondo, no llega a ver cumplido ninguno de éstos: la explicación solicitada tiene una doble vista: por un lado apela a la rigurosidad de una encomienda, y por el otro no es más que una perorata que busca distraer, cuando no confundir. Se dice que en las divagaciones es que se conoce al interlocutor, que no hay aventura mayor que seguir cada cabo suelto que va dejando una interminable alocución que, en apariencia, no conduce a puerto seguro. Divagar es regar las palabras y verlas aparecer por todos lados, sorprendentes, desconocidas.
Cristina Rivera-Garza escribía el martes pasado que somos asiduos practicantes del etcétera, donde vertemos todo aquello que le es inherente a una descripción, enumeración, desglose, y todo cuanto tenga una pretensión extensiva, y sin embargo carece de importancia (por lo menos mediata) para nombrarlo: en el etcétera, valga decirlo, cabe el mundo, y todo lo que de éste se desprende. Y siguiendo ese derrotero, algún día el refrán podría cambiar: todo cabe en un etcétera sabiéndolo acomodar.
Entonces, divagar o anteponer etcéteras son dos actos que contienen un sinfín de matices, pero que confluyen en una sola tonalidad: la de las palabras: producirlas o recortarlas, clausurarlas o dejarlas ir como si se tratara de un brote incontrolable. Colocar un etcétera, sin cuidado y con desparpajo, por flojera o por considerarlo una salida elegante, se ha vuelto un hábito: el fin que se le da hoy dista de su espíritu, y allí radica su desprestigio y venida a menos.

“Mi sombra dice, que reírse es ver los llantos, como mi llanto, y me he callado, desesperado, y escucho entonces, la tierra llora. La era está pariendo un corazón, no puede más se muere de dolor, y hay que acudir corriendo pues se cae el porvenir, en cualquier selva del mundo, en cualquier calle. Debo dejar la casa y el sillón, la madre vive hasta que muere el sol, y hay que quemar el cielo si es preciso, por vivir, por cualquier hombre del mundo, por cualquier casa”
Silvio Rodríguez, “La era está pariendo un corazón” en Al final de este viaje

Imagen: perufotolibre.com

jueves, 14 de mayo de 2009

Últimos dinosaurios


(A la CA)

Las vacas siempre están ahí. Al doblar una curva, colgadas del horizonte, con la cabeza gacha en las márgenes de algún río o bordo, cruzando con pensada lentitud la carretera, detenidas en la languidez del paisaje, incólumes bajo el escarmiento cotidiano del sol, entretenidas en el quehacer más antiguo: pastar. Las vacas siempre están ahí, como esperando algo, incomensurables, con una geografía en blanco y negro inconfundible.
La vaca, desde tiempos inciertos y lejanos, ha sido, quizá más que el perro, el animal más cercano al hombre. No es sencillo concebir a una vaca en el patio de la casa, y no lo es porque sus características físicas la acomodan en espacios imposibles de delimitar: su existencia tiene algo de ilimitado, de infinito. Pese a ello, sí es factible convertirla en una acompañante cuando los derroteros de la imaginación se internan por toda clase de querencias: ese terso bólido de dos colores (¿lo son el blanco y el negro?) es, quizás, el animal más noble que jamás ha pisado estos lugares.
Su parsimonia, su triste mirar, sus cuatro patas desganadas, el último trazo de su cola, su testa de paredes fortificadas, sus enormes ojos, su volumen que semeja un barco de cabeza, su destino aletargado, sus ubres de donde mana el blanco más brillante, su sola inspiración de sobrevivencia: estar allí, pastar como un oficio milenario, transitar sin extravío de la mañana a la noche, morir con miedo.
“Dinosaurios en el siglo de las máquinas” las llama Alfredo Zitarrosa en “Guitarra negra”. Sí, los últimos dinosaurios, ésos que, lo aventuro nada más, seguirán poblando esta tierra aún a pesar de que se desaten todo tipo de catástrofes y eventos apocalípticos. A menos, claro, que se desate una guerra kubrickiana para exterminarlas.

“Yo soñé con aviones, que nublaban el día, justo cuando la gente más cantaba y reía, más cantaba y reía. Yo soñé con aviones, que entre sí se mataban, destruyendo la gracia de la clara mañana, de la clara mañana.
Si pienso que fui hecho para soñar el sol y para decir cosas que despierten amor, ¿cómo es posible entonces que duerma entre saltos de angustia y horror?”
Silvio Rodríguez, “Sueño de una noche de verano” en Causas y azares

Imagen: wunaladreaming.wordpress.com

miércoles, 13 de mayo de 2009

Aislacionismo virulento


Entiendo que, por un sinfín de circunstancias, a veces se vuelve imposible seguir indicaciones al pie de la letra; sin embargo en ocasiones la gente no hace el más mínimo esfuerzo por actuar de acuerdo con un plan establecido, máxime si se trata de una contingencia sanitaria que involucra a un país entero. Y no me voy a abalanzar contra aquellos que siguen arguyendo que lo de la influenza se trata de un invento, o los que se van como mansos corderos con el discurso oficial sin preguntarse sanamente nada, o esos otros que se pronuncian porque se trata de una estratagema estadounidense para reactivar no se qué diablos, ni tampoco a los que se muestran reacios a someterse a las más escuetas pruebas porque su bandera ha sido siempre “a mí no se me pega nada”, ni a esos que siempre vienen con que lo nuevo se trata de una cortina de humo para tapar males mayores o crónicos, entre otros especímenes.
Lo que se vive hoy aquí no es una cuestión que vaya a solucionarse en “15 minutos” ni con un “comes y te vas”, ni mucho menos con el ocultamiento de la envergadura de la real situación. De lo que se trata es de hasta qué punto la paranoia y la desconfianza han entrado por nuestras ventanas y se han instalado con un aire de no marcharse más; porque, por el lado sanitario, ya se está haciendo lo humanamente posible (de este filón también ya se han dado con todo desde distintas trincheras).
Saludar de mano, ya no se diga de beso, es hoy una proeza digna de una medalla olímpica: es cierto que es una recomendación de las autoridades sanitarias para detener la expansión del virus (me río de aquellos que se negaron a jugar un partido de futbol con equipos mexicanos en tiempos en que todo es global), sin embargo hay quienes llevan esas medidas a un extremo de verdad estrambótico: los conocidos te dan la vuelta, te saludan de esquina a esquina, te gritan para platicarte algo intrascendente y se despiden con una cara de “mírame y no me toques”. Saludarse de abrazo podría ser entonces un antídoto para tanto aislacionismo virulento, digno de practicarse hasta en los más recónditos lugares.
Una alerta sanitaria, que tiene sus puntos finales, comas, interrogaciones y puntos suspensivos, puede alterar la cotidianidad y el perfil de un pueblo, ya lo hemos visto: salir a la calle, a pasear, a sentarse en un café son rarezas, proezas dignas de inconscientes locos astronáuticos; vivir como si nada, que sería el otro extremo, no es tampoco lo más idóneo. Esta nebulosa cotidianidad, que nos ha vuelto raros ante los ojos de extraños y conocidos, amenaza con convertirse en una pesadilla de dimensiones no cuantificables.

“Si no creyera en la locura de la garganta del sinsonte, si no creyera que en el monte, se esconde el trino y la pavura. Si no creyera en la balanza, en la razón del equilibrio, si no creyera en el delirio, si no creyera en la esperanza. Si no creyera en lo que agencio, si no creyera en mi camino, si no creyera en mi sonido, si no creyera en mi silencio”
Silvio Rodríguez, “Maza” en Unicornio

Imagen: fotosgrises.blogspot.com

lunes, 11 de mayo de 2009

Fabuleando


El grillo esperaba que la noche llegara para salir a cantar. Antes, en casa, se preparaba para su actuación: vestía un traje de una persona humana y así, disfrazado, se presentaba en cuanto cabaret le permitieran trabajar. Su canto era diferente al de todos: melodioso, potente, gutural. Ganaba muy bien y en sus largas noches de actuación había conocido a todo tipo de mujeres. Con alguna de ellas incluso había entablado una relación amorosa. Pero no prosperó porque la mujer le reprochaba que todo el tiempo estuviera cantando. Le preguntaba, incluso, por qué no hablaba. Él le decía que, más allá de su apariencia, en realidad era un grillo. Pero ella no lo entendía. Y al fin no se vieron más. El grillo, pese a todo, continuó con su rutina de cantante de cabarets.
Al regresar de su gira nocturna se tiraba en la cama, y dormía hasta bien entrada la mañana. La tarde la pasaba ensayando y al caer la noche de nueva cuenta salía, con renovadas fuerzas, a cantar con su figura de humano.

“¿Dónde pongo lo hallado, en las calles, los libros, la noche, los rostros en que te he buscado? ¿Dónde pongo lo hallado, en la tierra, en tu nombre, en la Biblia, en el día en que al fin te he encontrado? ¿Qué le digo a la muerte tantas veces llamada a mi lado que al cabo se ha vuelto mi hermana? ¿Qué le digo a la gloria vacía de estar solo haciéndome el triste, haciéndome el lobo?
Silvio Rodríguez, “¿Qué hago ahora?” en Mujeres


Imagen: in-secto.com

jueves, 7 de mayo de 2009

De reivindicaciones


El futbol no es un tema del que se pueda hablar mucho; es decir, sobre este deporte ya se ha escrito mucho. Son muy conocidas sus reglas, sus bondades, su aceptación global y al mismo tiempo el desprecio de que es objeto en muchos lugares. Sin embargo, lo sucedido ayer en Stamford Bridge, en “el barrio más estirado del planeta”, al norte de la ciudad de Londres, da para un comentario sobre lo que este deporte le puede deparar al aficionado.
“Un partido no apto para cardiacos” es una frase común en el argot futbolístico cuando se quiere denominar a un juego de volteretas en el marcador, de un final inesperado, de un transcurso lleno de emociones y temores, o de un desenlace en el que uno de los dos equipos sorprende sacando de la chistera una acción que lo ponga en ventaja ante el rival. De ese modo, “un juego no apto para propensos a emociones fuertes” calificó un comentarista al partido sostenido entre el Chelsea y el Barcelona, la semifinal de vuelta que decidía quién jugaría contra el Manchester United la final de la Champions League, el torneo –dicen– de más prestigio y mayor competitividad en el mundo, por encima del mundial y otras competencias internacionales. Eso se dice, y estoy de acuerdo.
Más allá de esa frase tan común como trillada, el juego supuso, según el Editorial del diario el Clarín de Argentina, la reivindicación del juego con el pase a la final del club español: el Barça viene jugando un futbol preciosista, que propone, y cuya armonía y alcances están dados por el juego de conjunto, del respeto por el esfuerzo, del toque certero y movimientos sin balón al espacio y buscando siempre la belleza que todavía esconde ese deporte que muchos catalogan como un sinsentido de 22 deportistas que corren despotricados tras un balón. Por todo ello, hubiese sido realmente lamentable su eliminación.
Confieso que yo deseaba el pase del Barcelona, por un sinfín de motivos; el transcurso del juego fue por momentos atosigado, desorquestado, como si se rebotara un balón en la pared una y otra vez: el Chelsea encontró pronto la ventaja con un golazo de Essien (al minuto 9), que emuló aquel pedazo de gol que Zidane le enjaretó al Leverkussen alemán precisamente en una final de Champions. El Barcelona fue al frente, y el equipo londinense cerró todas las vías, puso un cerrojo, jugó al contragolpe y parecía que se llevaría el botín. Entonces apareció la magia que todavía tiene este juego: al minuto 93, pasados tres del tiempo reglamentario, “Gasparín” Iniesta prende un pase de Messi en la frontal del área y pone la pelota en el ángulo superior izquierdo de la portería. Stamford Bridge enmudeció; pero, a algunos cientos de kilómetros la euforia se desató para no parar sino hasta el 27 de mayo cuando los culés se enfrenten a los Diablos Rojos del Manchester por la Orejona en la Ciudad Eterna, Roma. Más que un partido no apto para cardiacos, se trató de un juego de ésos en que el futbol se reivindica.

“Si fuera diez años más joven, qué feliz, y qué descamisado el tono de decir, cada palabra desatando un temporal y enloqueciendo la etiqueta ocasional. Los años son, pues mi mordaza, oh mujer, sé demasiado, me convierto en mi saber, quisiera haberte conocido años atrás, para sacar chispas del agua que me das, para empuñar la alevosía y el candor, y saber olvidar”
Silvio Rodríguez, “Con diez años de menos” en Rabo de nube

Imagen: www.taringa.net

miércoles, 6 de mayo de 2009

Tapesco


Estar allí fue como adelantarse un poco a esa porción de paraíso que a todos nos toca: en Tapesco el mar vive a sus anchas, cabalga sin dirección, como si avanzara desbocado, con una prisa por demás marcada. Las olas venían a romper en un paredón afilado de rocas con un vigor desmedido: y el océano, desarticulado, deshecho en el aire volátil, se elevaba y segundos eternos después iba a caer con parsimonia, produciendo un eco sordo que acababa atiplado.
Entre los últimos restos de arena y el mar ensanchado, voluminoso, obeso, se abría paso, entre una duna alargada blanquísima, un río que iba a vaciarse al océano; el encuentro que tenía lugar era de alcances titánicos: el mar queriendo abrirse paso y horadar todo lo que se le atravesase en su ruta, y el agua del río, apacible pero a la vez voluntariosa, intentando atravesar el búnker oleoso, acalorado.
Asimilar la fotografía de Tapesco, olorosa vivamente, en el momento fue como tararear un manojo de canciones de Silvio, como saborear una y otra vez lo ya vivido y que brota de la memoria apenas recibe un mínimo estímulo, como escribir sobre lo fantástica que resulta a veces la vida, aún a pesar de esa avalancha de fantasmas que no nos dejan a sol y sombra.
Tapesco, no obstante la distancia y los subsecuentes velos de horizontes que le han caído encima, sigue allí, bregando entrañas adentro, viviendo con respiros dificultosos pero regulares: a Tapesco lo vi elevarse, ir y regresar con un caminar aletargado al principio, y furibundo en el último tramo: Tapesco, estoy seguro, cayó del cielo y plantó su lugar de vida aquí, en ese mar luminoso, respirable, infatigable, deslumbrante, invencible para acabar de una vez.

“Si me dijeran, pide un deseo, yo pediría un rabo de nube, un torbellino en el suelo y una gran ira que sube, un barredor de tristezas, un aguacero en venganza, que cuando escampe parezca nuestra esperanza”
Silvio Rodríguez, “Rabo de nube” en Rabo de nube