miércoles, 30 de septiembre de 2009

La situación


“La situación”. Teresa Mendoza aprendió a reconocer “la situación” cuando el Gato Fierros y Potemkin Gálvez le pusieron un arma en la sien mientras ella guardaba unas pocas ropas con la idea de huir de Sinaloa. Poco antes, sintiendo un miedo nunca antes conocido, las circunstancias y todo lo que la rodeaba le habían “avisado” que algo se aproximaba; no supo definir de qué se trataba sino hasta que los dos pistoleros irrumpieron en su departamento y la encañonaron. Fue atroz esa primera lección.
De “la situación” le había hablado el Güero Dávila, un narco de medio pelo, mucho tiempo atrás: “cuando me maten irán por ti, echa a correr y no pares” le había dicho. Y Teresa, la que fuera morrita del Güero, echó a correr, y corrió tanto que, a veces, pensaba en aquello como un sueño, como una pesadilla de la que había escapado; sin embargo, cuando de nuevo reconocía “la situación” le venían a la mente los rostros del Gato Fierros y Pote Gálvez: el primero, dispuesto a aprovecharse de ella y luego matarla y el segundo, sólo queriendo acabar el trabajo de una vez, “fue novia de uno de los nuestros, Gato, no lo hagas”. Eso le valió al Pote, a la vuelta del tiempo, salvar su vida y al Gato perderla, cuando Teresa era ya la Reina del Pacífico.
“La situación” se le presentaba una y otra vez a Teresa, y cada vez con más nitidez reconocía los avisos: frente a un escaparate en una ciudad española en el Mediterráneo, mirando accesorios como quien contempla algo con desgana, descubrió al Gato Fierros y a Pote Gálvez sin haberlos visto: mediando un extraño estremecimiento lo supo, y enseguida, tras mirarlos cruzando la calle, echó a correr, “y se dio cuenta que en realidad no había dejado de correr” desde aquella primera vez en Culiacán. Se trataba de una especie de carrera desenfrenada, en la que la vida se las ingeniaba para enrocar la realidad con las cuentas pendientes.
Teresa había dejado Culiacán en una huida que se había desatado en cuanto sonó su teléfono celular: mataron al Güero, escuchó; ahí supo que ya no sería bien vista, más aún, que muchos querían no verla más; sin embargo, también en su tierra natal dejó a una Teresa Mendoza que, ahora, como Reina de la Costa del Sol española, ya no reconocía, o le costaba reconocer. De la cambiadora en el centro culichi a La Mejicana, Teresa Mendoza no era la misma: “la situación”, a veces con menor fuerza, y otras con un vigor descomunal, le fue trepando poco a poco, resquicio a resquicio el cuerpo y el alma hasta volverla una mujer distinta.
(Teresa Mendoza es la protagonista de La Reina del Sur, novela de Arturo Pérez Reverte.)

“Nocturno mar amargo / que circula en estrechos corredores / de corales arterias y raíces / y venas y medusas capilares. / (…) Nocturno mar amargo / que humedece mi lengua con su lenta saliva, / que hace crecer mis uñas con la fuerza / de su marca oscura. / (…) Lo llevo en mí como un remordimiento, / pecado ajeno y sueño misterioso / y lo arrullo y lo duermo / y lo escondo y lo cuido y le guardo el secreto”
Xavier Villaurrutia, “Nocturno mar” en Nostalgia de la muerte

viernes, 25 de septiembre de 2009

A la vuelta


A la vuelta del tiempo parece inexorable que todo adquiera un matiz distinto. La esencia quizá sea la misma, tal vez no haya variado un ápice; sin embargo, la figura que se contempla es tan irreconocible que no resulta irrisorio pensar que fue sometida a un proceso de deformación a propósito, y que resulta imposible rehacer en su forma primigenia. Y es que en esas marcas está contenido lo que no puede olvidarse, lo que cada día es materia a la mano. La envoltura de lo que se anhela.
Las palabras dichas o guardadas, a la vuelta del tiempo, se convierten en entes capaces de ir de un extremo a otro, y en ese lapso colorean su cuerpo, lo alargan, lo desmenuzan, lo rehacen, lo dinamitan, loreinventan….y al fin lo descubren ante las miradas, dejan ver su interior siempre cambiante, deslumbrante. Una palabra dicha con certeza, con querencia de por medio, con desparpajo incluso, hace mella, horada los adentros y allí mora hasta que en algún momento despierta de su sueño y sale, mariposea, y se pasea por los días.
A la vuelta del tiempolos fantasmas que se creían desterrados vuelven, y lo hacen movidos por recuperar algo dejado en este instante preciso: un recuerdo casi borrado, una promesa dejada para después, un deseo tantas veces incumplido, una querencia que se vio interrumpida abruptamente; todo como un intento de apropiación, de justicia consigo mismo, de hallar la paz que se le niega una y otra vez. Esos fantasmas traen, asimismo, una renovación a lo presente: la frescura de su presencia incentiva el hacer diario y, con ello, borra de un pasón la monotonía, la pesadumbre, lo anquilosada que a veces se vuelve la cotidianidad.
Una aparición impensable constituye una manera de echar a correr el tiempo hacia atrás: a la vuelta del tiempo se comprende entonces que el tiempo mismo puede volver sobre los pasos dados, deshacer la misma vuelta que ha trazado; que en sus posibilidades de transcurrir existe un modo que, accionado el mecanismo, hace posible recuperar lo condenado al extravío definitivo. Para ello, sin embargo, habría que conjugar la reversibilidad del tiempo con la capacidad de imaginar un escenario no visto pero sí deseado. Allí radica lo complicado que esto pueda tener. Allí, su engranaje único.

“…el mar que hace un trabajo lento y lento / forjando en la caverna de mi pecho / el puño airado de mi corazón. / Mar sin viento ni cielo, / sin olas, desolado, / nocturno mar sin espuma en los labios, / nocturno mar sin cólera, conforme / con lamer las paredes que lo mantienen preso / y esclavo que no rompe sus riberas / y ciego que no busca la luz que le robaron / y amante que no quiere sino su desamor”Xavier Villaurrutia, “Nocturno mar” en Nostalgia de la muerte

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Menuda cuestión


No hace mucho tiempo perdí las llaves de mi departamento. En aquella ocasión tuve que recurrir a contratar un cerrajero que abriera, quién sabe por qué artes, indescifrables para un mortal común, aquella puerta empecinada en no abrirse. Al día siguiente encontré esas llaves en la puerta de mi oficina. Traigo a colación esto porque el lunes de esta semana extravié las llaves del auto. Menuda cuestión si se considera lo siguiente: poseo una llave de repuesto, pero ésta se hallaba guardada en mi departamento, y las llaves de éste metidas en el auto. Un laberinto bien trazado y desquiciante, si se mira bien.
La sensación de pérdida es similar al desamparo en medio de una calle céntrica atestada de gente. Los cientos de rostros que desfilan ante los ojos se vuelven uno, cuyos gestos no dicen nada significativo, no desmienten ni afirman nada. La atmósfera se satura de un aire denso, irrespirable casi, que arrincona. El ruido de pasos sí llega a percibirse, mas no se tiene claridad de su dirección, ritmo, arrastre y vigor. Detenerse allí es como ubicarse en el centro del mundo que, no obstante su linealidad y horizontalidad bien determinada, conduce, lleva de la mano a la desorientación.
La memoria, traicionera desde siempre conmigo, se las ingenia para velar ciertos pasajes, precisamente aquellos donde se hallan las cosas extraviadas, perdidas sin remedio, dejadas en el camino, las puestas en un sitio y encontradas –si se tiene esa fortuna– en otro. Recorrer ese sendero conlleva, entre otras cosas, una manera de recuperarse a sí mismo: en el fondo, la desmemoria constituye un extravío de sí, un modo de no reconocerse momentánea o permanentemente.
Encontrar las llaves perdidas, la otra cara de la moneda, es como dar una inesperada vuelta de tuerca a la memoria, dejarla de cabeza y delirante, y sin embargo es algo que puede no resultar del todo satisfactorio: el hallazgo podría ser producto de una coincidencia, de ver concretada una posibilidad no contemplada jamás, de revolver y voltear todo lo que se halla a la mano pero nunca de un razonamiento que, paso a paso, engarzados, como eslabones bien trabados, conduzca al develamiento del tesoro perdido. El asunto del lunes, por ejemplo, se resolvió con la cristalización de una posibilidad jamás imaginada.

“…nada, nada podrá ser más amargo / que el mar que llevo dentro, solo y ciego, / el mar, antiguo Edipo que me recorre a tientas / desde todos los siglos, / cuando mi sangre aún no era mi sangre, / cuando mi piel crecía en la piel de otro cuerpo, / cuando alguien respiraba por mí que aún no nacía. / El mar que sube mudo hasta mis labios, / el mar que me satura / con el mortal veneno que no mata / pues prolonga la vida / y duele más que el dolor”
Xavier Villaurrutia, “Nocturno mar” en Nostalgia de la muerte

Imagen: img.elblogsalmon.com

martes, 22 de septiembre de 2009

De balazos


Un arma cala en las manos, quema, paraliza. Llevarla entre las ropas equivale a guarecerse de las miradas ajenas, inquisitivas, invasivas. Empuñarla es como portar un asidero, desplegar un tercer brazo, el pretexto perfecto para soslayar a los semejantes. En Dear Wendy (filme que aquí mal llamaron “Calles peligrosas”) se evidencia el apego de la sociedad estadounidense a las armas. Un grupo de adolescentes-jóvenes integran una especie de sociedad secreta cuya intención primigenia es acallar la violencia con una violencia pacífica: todos portan un arma –a la que bautizan antes– con la condición inquebrantable de no usarla nunca.
El culto a las armas en general es rancio, de raíces hundidas en suelos yermos, inentendible para quienes más bien las rechazamos. Hay quien dice tener una en casa “por si acaso”, “uno nunca sabe cuándo se va a necesitar”. Sin embargo, este escudo de palabrería en el fondo encierra una seducción a la que no pueden sustraerse. Se dice, asimismo, que no se tiene (o se saca) un arma si no se va a usar. Esto quiere decir que, por ejemplo, el hombre del metro capitalino se vio empujado a disparar porque el arma le palpitaba frenéticamente entre la ropa. Es simple, horroroso: había que sacarla…. y disparar.
Alguna vez, por una cuestión que no tiene caso aquí describir, empuñé una. No se trataba de una pistola propiamente, sino de un objeto que entra en la categoría de las armas blancas. Caminaba por una calle oscurecida con un par de amigos: uno de ellos sacó de su bolsillo una manopla, cuyo brillo me maravilló. Se la arrebaté y la calcé en la mano izquierda. Nos acercábamos a una esquina: justo en el momento en que levantaba el brazo para contemplar la manopla bajo la luna pardauna patrulla doblaba la calle….un arma paraliza, quema, destantea, atemoriza.
Que alguien, desequilibrado mental o no, suelte balazos en una estación del metro de cualquier urbe del mundo –llámese Ciudad de México, Osaka o Seattle– convierte la cotidianidad en un escenario esperpéntico. Si algunos, tal como sucedió con el sujeto del viernes pasado, se le echan encima para tratar de controlarlo, el tipo dispara sin ton ni son, atemorizado, por un lado, por la quemazón que le invade la mano y, por el otro, por la reacción ante aquellos que, a su vez, con un miedo atroz encima, intentan desarmarlo y someterlo. Disparar se convierte, entonces, en una acción lógica aunque no menos despiadada.

“Ni tu silencio duro cristal de dura roca, / ni el frío de la mano que me tiendes, / ni tus palabras secas, sin tiempo ni color, / ni mi nombre, ni siquiera mi nombre / que dictas como cifra desnuda de sentido; / ni la herida profunda, ni la sangre / que mana de sus labios, palpitante, / ni la distancia cada vez más fría / sábana nieve de hospital invierno / tendida entre los dos como la duda; / nada, nada podrá ser más amargo / que el mar que llevo dentro, solo y ciego….”
Xavier Villaurrutia, “Nocturno mar” en Nostalgia de la muerte

lunes, 21 de septiembre de 2009

El narco


El narcotráfico es un mundo desconocido, secreto, plagado de claves cuyo desciframiento tiene que ver con la muerte o una larga vida, la diferencia es ínfima. Se trata de un mundo cercano el del narco, tanto que se le puede casi oler y, sin embargo, distante, al que no es posible verle el rostro; y si acaso se le llega a vislumbrar éste muta de un momento a otro, se convierte en una masa informe, en un fantasma, en una sensación huidiza, inatrapable. Lo sabemos rondándonos la vida, pisándonos los talones, comprándonos los días, cercándonos la esperanza; lo tenemos al frente, a un lado, detrás, a la vuelta de la mirada que de pronto lo topamos, como se toca pared en un momento dado.
De mano en mano va, de boca en boca es traído al presente, de esquina a esquina vuelto realidad; su sola mención basta para aguzar los ojos, para achicar el corazón, para temer más un día que el anterior. El narcotráfico, ese mundillo tan misterioso como iluminado, ese gajo de los quehaceres mundanos tan vulgares como tantos otros oficios guarda sorpresas y momentos que rayan en lo no creíble, en la desesperanza incluso: el asunto más desventajoso para los que nos mantenemos al margenes su doble filo, su máscara, sus intenciones veladas, su energía vuelta violencia.
La ola de su contaminación alcanza todo rincón, empapa al más guarecido, desnutre sin miramientos; su maquinaria, poderosa, intrincada, avasalladora, hasta hoy inmune a operativos policiacos y militares e intentos de desarme por todas las vías, desenvaina a cada paso una novedosa forma de ganar adeptos o eliminar a aquellos que se obstinan en creer que, como todo gigante, tiene un punto débil, una línea que lo atraviesa y que es posible borrar con el pañuelo adecuado.
El narco es una sociedad secreta, dispersa geográficamente, a la que se ingresa por medio de un código que es transmitido de boca en boca, de muerte en muerte. El narco, sin menoscabo de su milimétrica organización y su cuidada fachada, insomne, pulcra, es un monstruo de mil cabezas que, sin atender a ninguna ley o tradición mitológica, se reproduce tan pronto se le cercena, se multiplica al instante que se le resta alguna parte de su aparato, dislocado, disparatado, durísimo, descomunal.

“…cuando la vida o lo que así llamamos inútilmente / y que no llega sino con un nombre innombrable / se desnuda para saltar al lecho / y ahogarse en el alcohol y quemarse en la nieve / cuando la vi cuando la vid cuando la vida / quiere entregarse cobardemente y a oscuras / sin decirnos siquiera el precio de su nombre
Xavier Villaurrutia, “Nocturno eterno” en Nostalgia de la muerte

Imagen: redliterariadelsureste.blogspot.com

jueves, 17 de septiembre de 2009

Inquilino


Recién me había convencido de que no podía estar en otro lugar mejor. En los primeros días no dejaba de preguntarme cómo es que había ido a parar al patio. En realidad, el proceder de un pájaro no es una cuestión de la que se sepa mucho. Incluso, encontrar información al respecto resulta una tarea con aires titánicos. Un pájaro entre miles había venido a montar su nido en el bóiler de mi departamento. En la parte superior: justo debajo del techo. Su presencia había pasado de ser inquietante a saberlo como una sensación cálida, cercana.
A menudo, cuando asomaba al patio por alguna cuestión trivial, estaba allí: señorial en su nido, mirándome de reojo, con una actitud inquisitiva, casi podría decirse que de temor. Un pájaro que no se tiene en una jaula no puede considerarse una mascota propiamente, sin embargo, la presencia de éste, dueño ya de mi reducido patio, no dejaba de producirme un extraño sentido de pertenencia. Únicamente nos pertenece, se dice, aquello que está ligado a nosotros por medio de la querencia. Y había empezado a considerarlo.
Volar es un misterio. Una imposibilidad humana. Una remota certeza. Mi inquilino sabía hacerlo, y con tal desparpajo que me dejaba atónito cuando desde la ventana de uno de los cuartos lo miraba perderse en aquel mundo de tinacos y nubes bajas. Sin titubeo alguno se asomaba al precipicio y emprendía un peregrinaje que culminaba, las más de las veces, con un regreso trayendo algo en el pico: una pequeña rama, un pedazo de hoja, incluso restos de comida. Volar es, también, un medio para aprehender la vida y alimentarse de ella.
El mejor lugar del mundo para ese pájaro, de un modo extraño, había sido mi departamento. Lo eligió siguiendo quién sabe qué corazonada. El asunto es que en un día de esta semana salí al patio y no lo vi en su nido. Pensé que en un rato más volvería. Pasado algún tiempo regresé. No estaba. En el momento de dejar el patio con un movimiento brusco del pie tiré un trapeador: en el suelo estaba el pájaro. Llevaba ya días muerto. Su cabeza había desaparecido: una columna de hormigas cuyo rastro se perdía en la ventana del patio del departamento contiguo la llevaba en minúsculos pedazos. El nido sigue ahí, encima del bóiler, a medio hacer.

“¿Y quién entre las sombras de una calle desierta, / en el muro, lívido espejo de soledad, / no se ha visto pasar o venir a su encuentro / y no ha sentido miedo, angustia, duda mortal? / El miedo de no ser sino un cuerpo vacío / que alguien, yo mismo o cualquier otro, puede ocupar, / y la angustia de verse fuera de sí, viviendo, / y la duda de ser o no ser realidad”
Xavier Villaurrutia, “Nocturno miedo” en Nostalgia de la muerte

Imagen: wnfeliz.wordpress.com