martes, 30 de septiembre de 2008

"Yo mismo me acuerdo de mi olvido"


Si los olvidos mantienen una lucha permanente con la memoria, y si en ese combate –histórico a estas alturas-, al final, el balance indica que el olvido, al paso de los años, se va convirtiendo en un contrincante despiadado: los días restantes no serán más que un puñado de posibilidades a las cuales echar mano para salir del atolladero que supone la acumulación de olvidos, que no de recuerdos.
Conforme transcurre el tiempo el olvido, largos y meditados juegos ajedrecísticos de por medio con el agotado cuerpo, va tomando posiciones desde donde mantiene a raya a la memoria, que, ya casi sin fuerzas, va cediendo lo poco que le queda: unas cuantas posiciones que sobreviven y que dan idea de una geografía de vida un tanto desperdigada, cuyo armado supondría la recuperación de pequeñas y grandes cosas que se han ido dejando en el camino, en ese camino donde el olvido señorea, donde la memoria hace agua desde mucho tiempo atrás.
He de confesar, no sin cierto pesimismo y congoja, que el olvido se ha apoderado ya de casi todos mis archivos clasificados, por lo que recordar no es ya un hábito que pueda desarrollarse como la más corriente de las cosas. Acuso, si acaso podría llamársele de ese modo, un olvido agudo, prematuro y decadente, que sin embargo se fortalece a cada trecho de memoria destruido: sobre la espalda únicamente queda un cúmulo de recuerdos que se aglutinan entre sí dando forma a una mole que, como puede, resiste a piedra y lodo toda clase de embates de esa “máquina trituradora” que se abalanza sobre la memoria.
La falta de memoria constituye uno de mis más profundos hoyos, en el que, como si de imitar un cangrejo se tratara, me sumerjo cada vez más a cada intento de escape.

“Y nada queda en ti, corazón asediado: / apenas si un color, si un brillo mortecino, / si el sagrado mensaje que dejara la tierra entre tus muros, / se pierden, a lo lejos, / bajo un mismo compás idéntico y glorioso como la eternidad”
Olga Orozco, “Cabalgata del tiempo”

(El título del post es una frase tomada de San Agustín: “¿Qué tengo que decir cuando me consta, con certeza, que yo mismo me acuerdo de mi olvido?”. Confesiones, capítulo XVI.)
Imagen: blogs.publico.es (la viñeta se titula precisamente “El olvido”, del autor español Pepe Medina)

viernes, 26 de septiembre de 2008

De aficiones


El domingo por la noche presencié por televisión el último juego en Yankee Stadium. Perdóneseme mi afición a los Yankees: pero viéndolos jugar es comprensible la aversión legendaria con los Medias Rojas. Mi afición al béisbol, sin embargo, no es tan añeja como esas batallas de rancio pitcheo y deslumbrante bateo: ya fuera en la casa de los Yankees o frente al Monstruo Verde.
El Yankee Stadium será echado abajo: en mayo próximo se inaugurará la nueva casa del equipo de uniforme de pijama a rayas, “esa casa que construyó el legendario Babe Ruth con su grandeza”, y quien fuera el primero en conectar un jonrón en ese inmueble.
El domingo, cuando Mariano Rivera, el cerrador panameño de los “Bombarderos del Bronx”, saltó al terreno de juego para liquidar la parte alta de la novena entrada: miles de flashes brotaron por todas las gradas, parecía un juego luminoso encendido a propósito para congelar el instante.
Después, ya con los 27 outs reglamentarios y la victoria en la pizarra, el equipo se despidió dando una especie de vuelta olímpica. La Historia, ahora, se encargará de consignar “la historia” que se escribió en Yankee Stadium, “donde la bruma se vuelve una neblina sepia,… en ese templo –catedral ya sumergida en el corazón- inventado en medio de todos los árboles,… en esa casa que se volvió el hogar de miles de sueños: el Bambino corría las bases en cámara lenta, a pesar de la rapidez de las viejas películas, destocándose la gorra en reverencia a la ciudad de Nueva York y al mundo entero”.

“¿Estuve aquí en la noche? / ¿Acaso vi las primeras estrellas, / las que ahora seca el sol sobre la arena? / ¿Vi llegar los leños pulidos como huesos, / los gritos de antiguos ahogados refugiándose en las grutas, / las madres muertas de los marineros / mirando los confines entre sus largos cabellos nocturnos? / He aquí un día de los siglos.”
Vicente Gerbasi, “Soledad marina” en Los espacios cálidos (1952)

(Lo entrecomillado pertenece al texto "Catedral sumergida" de Jorge F. Hernández, Público, septiembre 25 de 2008.
Perdóneseme, de nuevo, mi afición a los Bombarderos. Lo único malo de todo esto es que se ha truncado mi sueño de asistir a un juego de los Yankees en ese mítico estadio, que en unas horas no será más que escombros.
Ahí se los dejo: de las cosas paradójicas con las que nos encontramos todos los días, me percaté de ésta hace unas dos semanas: en esta ciudad tan extraña de por sí, hacen esquina estas dos calles: Penitenciaría y Libertad.)
Imagen: http://www.circuitclouts.com/

miércoles, 24 de septiembre de 2008

Como queremos recordarlas


“Las cosas no son como las vivimos, sino como las leemos”, escribe Ignacio Solares a modo de variación sobre una afirmación de Valle-Inclán: “las cosas no son como las vivimos, sino como las recordamos”.
Norma Andrade, la protagonista de La vida que se va (novela de Vicente Leñero), le da un giro de trescientos sesenta grados a eso: ella reconstruye su vida, ya siendo anciana, en muchas vidas, va deshilando sus recuerdos de formas tan diversas que llegan a tocarse, a interponerse, a contradecirse, pero eso no le importa en lo más mínimo. Norma vivió tantas vidas como la imaginación le alcanza para configurarlas; y parece decir: “las cosas no son como las recordamos, sino como queremos recordarlas”.
Los recuerdos en ella son, en el fondo, detonantes de otras tantas historias que, de algún modo, dejan innumerables estelas en un mar en el que está, al mismo tiempo, caminando sobre la playa, en un bote mar adentro, volando por encima de aquel océano, o sumergida en el fondo de esa planicie líquida. Norma es, a la vez, otras Normas, tantas como ella así lo dispone. Y no se trata de una anciana que diga disparate tras disparate; sí se trata, como dice Solares, “de una loca”, pero la de ella es una locura que se dispara en numerosas direcciones, y de la que no podrá curarse porque, según su parecer, se vale de la certeza para hablar de su pasado.
Y la vida verdadera, la que vivió, sin embargo, no puede reconstruirla ya: se han entrecruzado tantas sensaciones y dejado tantas pistas en el camino, que le es imposible traer al presente cómo es que llegó a la edad que tiene, incluso cómo es que, ante la imposibilidad de reconstruirse honestamente, sí puede levantar otras tantas existencias que le resultan demasiado familiares, en las que la fantasía y los anhelos de haberlas podido ver llevan la delantera.
“Las cosas no son como las recordamos, sino como las queremos recordar”. No habría otra manera de poder definir a Norma Andrade: ella no es sino todo ese cúmulo de historias que han salido de su boca y que, sin embargo, de todas ellas ninguna le es propia. Y si no es así, que cada quien entre a su laberinto para que pueda dilucidarlo.

“Vendrá la muerte y tendrá tus ojos- / esta muerte que nos acompaña / de la mañana a la noche, insomne / sorda, como un viejo remordimiento / o un vicio absurdo. Tus ojos / serán una vana palabra, / un grito callado, un silencio.”
Cesare Pavese, “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”

(“Los laberintos –literarios– de la fe”, Ignacio Solares sobre la obra de Vicente Leñero en la Revista de la Universidad de México, agosto de 2008.
Quiero escribirte un verso… como una espada, como un vuelo de palomas, inquietas en el pecho; un verso como junio, como esta madrugada….)

Imagen: www.urbinavolant.com

lunes, 22 de septiembre de 2008

Cataclismo acuoso


La (siempre bienvenida) lluvia que se dejó caer sobre la ciudad el viernes pasado tuvo tintes intimidatorios: amplias zonas inundadas, infinidad de autos varados, que corrían flotando; árboles y postes caídos, cables eléctricos y telefónicos arrancados de un tirón, alcantarillas volteadas, avenidas atestadas de agua y vehículos, esquinas que, rebasadas por el líquido, perdieron toda dimensión espacial.
El cielo, negro por cualquier lado que se le viera, más allá de media tarde se abrió de par en par y dio paso a un aluvión con apariencia de cataclismo: hace unos días un amigo, tras algunas lluvias que han inundado varias zonas de la ciudad volviéndola intratable, intransitable, inhóspita; más de una vez ha dicho con un gesto de lamento: “antes me daba gusto que lloviera, ahora, cada vez que el cielo se nubla, siento temor”. Las principales características de las oleadas torrenciales de agua que prácticamente nos han levantado en vilo en esta temporada, han sido su vigor y prolongado efecto.
En el citado viernes, el paisaje iba de un lado a otro, como un trapo dejado a la intemperie en una noche tempestuosa: los vientos que vinieron acompañando a la lluvia, de furiosa raíz y ruidosa presencia, embestían cuanto objeto encontraban a su paso: hicieron parecer a los árboles tan sólo jirones verdosos, blandengues, moldeables a toda mano. Y la ciudad, por largos momentos, se desdibujó: su apariencia por todos conocida se descascaró más de una vez, y sus finas líneas arquitectónicas e íntimas se perdieron como en un borrón sempiterno y despiadado.
A la mañana siguiente, la del sábado, se volvió necesario reconocer, en un primer intento de reapropiación de las querencias y cotidianidades elementales, la nueva geografía de nuestra urbe: su renovado rostro quizás no lo encontramos tan distinto, pero sí fue imperioso adentrarse de a poco en sus revestidas calles y de pronto desnuda superficie.

“Qué bien la hacemos / juntos / tú y yo, agua, / agua, / tú y yo. / ¿Te imaginas, agua, / que resbaláramos juntos / por la piel de un durazno / y ya?”
Alejandro Aura, “Agua”

(Ahí se los dejo: lo ocurrido en Morelia, además de un gesto solidario de pesadumbre para con quienes sufrieron alguna pérdida irreparable, requiere una actitud generalizada de contribuir –en la medida de nuestras posibilidades– mano con mano, hombro con hombro, corazón con corazón, para la reconstrucción de este país que, pedazo a pedazo, amenaza seriamente con venirse abajo.)
Imagen: reportajesmeteocehegin.blogspot.com

domingo, 21 de septiembre de 2008

Letra a letra


A veces las palabras se esconden. Se vuelven escurridizas, inatrapables al lápiz. Se niegan a hilarse para construir renglones que quieran decir algo, que den cuenta de algún estado de ánimo o que señalen la hora en que sobrevino un milagro que para otros ojos pasó desapercibido. Y entonces hay que salir en su busca, provistos de una red de ésas con las que se suelen atrapar mariposas: correr tras de ellas, apenas se les descubre merodeando con despreocupación o quizás fisgoneando detrás de cualquier objeto, puede considerarse una actitud temeraria y capturarlas, una acción que merecería, por lo menos, unos cuantos aplausos de todo espectador casual o interesado, dedicados con absoluta seriedad.
Atrapar palabras al vuelo, aluciérnagadas, es como abrir los puños una y otra vez y sostener por largos instantes en la palma las miles de gotas luminosas que trae todo aguacero. Luego, al regreso, ya con la red atestada de especímenes, ha de ser un itinerario festivo, sembrado de risas y gestos eufóricos.
Las palabras ya escritas, al fin, no pueden, por más que lo intentan, trasponer los límites del renglón (a menos que en la lectura alguien les dé otra posibilidad) y éste, a su vez, se engarza con otros iguales que, al mismo tiempo, le dan forma a una masa de miles de cabezas cuyo estatismo puede conducir a la pasmosidad, a lo deslumbrante, a la impasibilidad, a lo apoteósico.

"Cuando (el pájaro) retorna a su silencio / de leñador sin bosque / y guarda el hacha, el hacha errante de sus plumas / y su canto. / Ya no le queda ahora más faena / sino afrontar la noche / de negra tinta solitaria, / hasta que de la sombra vuelva el día / y su ávido milagro."
Eugenio Montejo, "De aire en aire" en Fábula del escriba (2006)

(En estos días, todo el viento del mundo sopla en tu dirección.... Te doy una canción....
El miércoles pasado Bebesito cumplió dos años: su desconcierto al ver la bolsa de regalo después fue compensado al verlo correr, ilusionado.
Ahí se los dejo: las calles se han vuelto, sin querer parecer paranoico, tierra de nadie, un territorio inhóspito: encobijados, encapuchados, entambados, decapitados; granadas que explotan en actos públicos. Villoro escribía ayer en su columna: "No sabemos quién es el enemigo. No sabemos quién es la policía. Sabemos que estamos en la mira.")

Imagen: lascosasdelualua.blogspot.com

jueves, 18 de septiembre de 2008

De las de cocodrilo


El llanto, a veces lo olvidamos, nos ha acompañado desde siempre. “Todos nacemos llorando” es una frase a la que muchos recurren y que, sin embargo, no hemos reflexionado lo suficiente. Antonio Aguilar (+), interpretando una canción del poeta de Guanajuato, José Alfredo Jiménez, va más allá y dice que la vida, así como empieza, “así, llorando se acaba”: hay aquí una lección que a estas alturas no hemos aquilatado todavía. Y no aludo, precisamente, a un carácter trágico.
Llorar, como si escapar de un cerco se tratara, las más de las veces alivia, reencauza las emociones y proporciona una especie de estado de sitio a quien echa mano de las lágrimas en un momento determinado: no es lo mismo llorar, dolerse, y quedarse allí atrapado; hay que, como dice Girondo, “salvarnos, a nado, de nuestro propio llanto”. Es decir, hay que salvarnos de nosotros mismos.
El llanto, como se sabe, no goza de un buen prestigio: ha habido momentos en que ha llegado a considerársele no un estado propio del ser humano en circunstancias particulares (adversas o favorables: el mexicano llora porque está alegre, porque está triste, porque no encuentra otra manera de dar salida a todo ese volcán que carga en sus adentros), sino en una etiqueta que evidenciaba más una denostación que una virtud heroica.
Llorar ha estado ligado a nosotros, como ya se dijo, desde los primeros tiempos: visto de este modo, llorar puede entrar en la categoría de los gestos imprescindibles, de las artimañas mejor desarrolladas, de las habilidades que requieren escasa preparación y que proporciona un sinnúmero de gratificaciones cuando se ejerce con maestría, desenfado y profundidad.

“Llorar a lágrima viva. / Llorar a chorros. / Llorar la digestión. / Llorar el sueño… / Llorarlo todo, pero llorarlo bien… / Llorar improvisando, de memoria. / ¡Llorar todo el insomnio y todo el día!”.
Oliverio Girondo, “Llorar a lágrima viva”

(El cine mexicano, sobre todo el de la época de oro, y las telenovelas nacionales, constituyen álbumes, provistos de miles de paginas, de cómo se puede llorar en situaciones incluso descabelladas: el llanto suele ser una salida (¿fácil?, ¿balsámica?) al momento de plantear la resolución de un conflicto.)
Imagen: http://www.zonalibre.org/

lunes, 15 de septiembre de 2008

Grisáceas


Hoy el día ha transcurrido enmascarado. El cielo, como ladrón escurridizo, no se ha dejado ver un solo instante. Su rostro, grisáceo enmascarado, provisto de coraza: con enormes pegostes de nubosidad, a ratos dejó caer una lluvia menuda, pertinaz, de ésas que persiguen toda huella, que, empecinadas, se las arreglan para de algún modo recordar esos otros días en que la lluvia, por los cuatro lados del mundo, constituía el principio y el fin de toda emoción....

"Y en mi corazón te regocijas / como si estuvieras, y en mi lengua / habla tu olor florido y calla. / Serpiente de ojos dulces, boca / muerta, el corazón que me poblaste / como de retoños en la noche."
Rubén Bonifaz Nuño, "El ala del tigre" -8-

Imagen: hayotrascosas.blogspot.com

viernes, 12 de septiembre de 2008

Siempre cala


Hace días, en este mismo espacio, decía que “un acto violento, no obstante si se le mira de cerca o de lejos, siempre cala”: deja algo, es obvio, en el afectado, pero también en quien lo ejecuta, en quien lo presencia, en quien lo provoca.
Ayer mismo la Chica Azul llegó a casa con el cuerpo temblando: minutos antes había visto, justo delante suyo, cuando una camioneta embestía prácticamente a un hombre que cruzaba la calle y lo había levantado por los aires. La fuerza del impacto había hecho parecer que lo que surcaba el aire no era un cuerpo, sino un objeto endeble, fácilmente levadizo y sin peso.
El hombre cayó unos metros adelante: ningún automovolista, aun cuando la luz ya había cambiado al verde, se movió por largos instantes: quizá todos, como le pasó a la Chica Azul, no daban crédito a lo que sus ojos habían capturado cuadro por cuadro. Esa mudez y ensimismamiento es semejante a la que se experimenta tras terminar de ver Bailando en la oscuridad, de Lars Von Trier: se saborea una quietud que tiene que ver más con la desolación que con la parsimonia.
Un atropellamiento, por donde se le vea, es un acto violento: lo hondo que llega a recalar en los adentros en quien ve aquel suceso, nada tiene que ver con el conocimiento o no del sujeto en cuestión. Es decir, el acto violento cala porque el ser humano lleva muy dentro de sí el sentido de la defensa de los suyos, aun cuando el que lleve a cabo el ataque pertenezca al mismo bando.
La intención del acto violento, por otro lado, le añade o le resta a esa sensación de vorágine y rabia que hace presa de quien es testigo de la violencia: no es lo mismo, por ejemplo, ver cómo un sujeto (o varios) se ensaña (n) con otro y lo muele (n) a patadas y puñetazos, a aquella situación en que un tipo acaba en el suelo por un caballazo producto de un descuido, garrafal sí, pero descuido al fin. La intención, aquí, cuenta, y mucho: arremeter contra lo que sea lleva implícita una fuerza, y va a depender del motivo, justificado o no, la fuerza que se le imprima. Y no estamos hablando precisamente de que haya golpes menores o de arranques producto de la desmesura; se trata, más bien, de que un acto violento, por sí solo, puede encarnar, incluso, un modo de ser, de comportarse, de pensar.
Pasadas unas horas la Chica Azul aún no había digerido lo visto. Sabemos que en esta ciudad, como en tantas otras, ese tipo de actos suceden a menudo, diariamente. Ahora sí que, y sin tratar de demeritar la crudeza y lo lamentable del asunto, habría que adoptar aquello de “ojos que no ven, corazón que no siente”.

“Adolezco de fútiles cariños / unos con otros ayuntados. / Bebo no sin ternura mi taza de café. Conservo / retratos azarosos y animales domésticos. / Me absorben los rumores de la calle, / los muros blancos al amanecer, / la lluvia, los jardines públicos.”
Jaime García Terrés, “Idilio”

Imagen: cuestióndeego.blogspot.com

jueves, 11 de septiembre de 2008

Contagio


En “Contagios de lector a lector” Zaid dice que “el vicio de leer se adquiere por admiración”. Considerando tal cosa, me pregunto entonces ¿dónde es que me admiré a tal grado para convertirme en lector?
Esta pregunta, sin embargo, no puede tener una respuesta ceñida a la estipulación de fechas o, en mi caso, a cuadros que me remitan a los primeros años de escuela. A casi todos las primeras letras –escritas, sobre todo, pero también leídas– nos remiten a la estadía en la primaria: el libro de Español “Lecturas” constituyó un primer acercamiento con esa constelación que es siempre la literatura.
“Admira ver a una persona absorta en el trance de leer: desconectada de la realidad”, agrega Zaid. Ahí está el germen de esa admiración que, poco a poco, se transformó en un vicio totalmente disfrutable: el abuelo (creo que ya lo he dicho, pero lo recordaré de nuevo) leía todas las tardes la Biblia: en aquella silla de mecate, en el patio de las macetas, se alejaba del mundo, se perdía en las laberínticas historias bíblicas, de las que, pasado un tiempo, emergía renovado, siempre sonriente, aguzada la mirada: iba del mundo a la Biblia y de las letras a la vida. En ese trance de acoplamiento había algo en él que lo volvía un ser alado.
Mis raíces de apego a la lectura me llevan hasta allá: innumerables tardes sorprendidas por la noche las pasé escuchándolo leer, viéndolo perderse en su voz, sorprendiéndolo en el momento en que literalmente emprendía un vuelo que de algún modo lo llevaba a la incertidumbre: se perdía a tal punto en la lectura (su inmersión era total) que incluso a él mismo le costaba encontrarse.
Esa imagen, alterada ahora por el recuerdo y la querencia lejana si se quiere, me empujó, dócilmente, al abismo de la lectura: hay que abismarse para encontrar la ruta, para aprisionar el “deseo de viajar silenciosamente por ese mundo aventurado y distinto, (quizá no otra cosa que un) deseo de pertenecer”.

“Si en todas partes estás, / en el agua y en la tierra, / en el aire que me encierra / y en el incendio voraz; / y si a todas partes vas / conmigo en el pensamiento, /en el soplo de mi aliento / y en mi sangre confundida/ ¿no serás, Muerte, en mi vida, / agua, fuego, polvo y viento?”
Xavier Villaurrutia, “Décima muerte”

(“Contagios de lector a lector”, en Letras Libres, septiembre de 2008.
El texto de Zaid parte de lo arriba expuesto pero, además, propone prácticas medidas para que los maestros lean y enseñen a leer.
El vicio de la lectura, las lecturas compartidas, son temas distintos que luego trataré.)

Imagen: teatrinviajero.blogia.com

lunes, 8 de septiembre de 2008

Distracciones


El hombre del camión iba distraído. La mujer que iba a su lado, de vez en vez, lo veía de reojo: sus ojos se movían veloces. A esa hora de la mañana, mediando las once, los minibuses van, en su mayoría, vacíos: conté ocho pasajeros. La hora difícil para abordarlos, por lo común, iba de las ocho a las nueve. Después de eso, la modorra de los chóferes rueda inmisericorde por las calles, desperdigando su laxitud contagiosa.
El hombre, que miraba por el cristal hacia las aceras que el camión iba recorriendo en paralelo, parecía no haber dormido la noche anterior: los párpados le pesaban, sus movimientos parecían sacados de una escena en cámara lenta; todo él era un bulto que giraba el cuello con una pesadez tirante. Me recordó la eterna estadía de las vacas al pastar en los horizontes: en un primer plano esa llana quietud y al final, del otro lado del cristal, el barniz de una tarde parda.
Al hombre ese ensimismamiento no le daba para más: a lo mucho, le alcanzaba para mirar continuamente su reloj, tras de lo cual su rostro parecía una mancha limpia: no había línea alguna que diera entender si llevaba prisa, si tenía margen de espera o si no le importaba en lo más mínimo la hora. En efecto, podría decirse que se trataba de un acto reflejo.
A punto de arrancar de cada parada, la mujer que iba a su lado lo recorría casi con impudicia: más de una vez la descubrí con la vista fija en el hombre: por momentos creí, al principio, que trataba de reconocerlo de algún lado, pero, después, era evidente que había algo en él que la sorprendía.
El hombre, para sorpresa de ella, le regresó una mirada que, por volver a su estado vegetal, se podría interpretar como de una radical indiferencia. La mujer, sorprendida en un primer momento y dolida, después, torció la boca y pronunció algunas palabras. Un segundo después el hombre, de nuevo, se había puesto su máscara cortante, pétrea.
La situación, vista así, daba lugar a múltiples conjeturas que, sin otro pasatiempo a la mano, formulé considerando un sinfín de variables que, por otro lado, opté por desechar casi al instante de concebirlas por no armar un laberinto del que después, olvidadizo como soy, no sabría cómo salir: el hombre cargaba una inescrutable tristeza, la mujer, que de sobra está señalar que desconocía todo de la vida del tipo, pretendía entablar una conversación de lo más casual a la más mínima muestra de acercamiento; el hombre no había podido dormir durante toda la noche por preocupaciones económicas, lamentables y desquiciantes, la mujer, conocedora de esa flaqueza, le hablaría en un intento de consuelo que, por otro lado, estaba imposibilitada para dar; el hombre iba a su casa a descansar tras una fatídica noche de juerga que acabó en trifulca y de la que todos los involucrados, menos él, habían sido remitidos al ministerio público más cercano, la mujer, de oficio abogada, en alguna ocasión lo había defendido para salir de un apuro, y ahora pretendía cobrarle aquellos servicios que, ella lo detestaba, no llamaba nunca honorarios, sino servicios profesionales de confianza; el hombre, amnésico, había olvidado que la conocía desde la infancia, y la mujer quería refrescarle sus recuerdos y preguntarle sobre su madre….
Más adelante, el hombre se puso en pie y timbró para solicitar la parada; bajó. La mujer lo miró a través de la ventanilla: su rostro, antes inquisitivo y ahora triste, se apagó de ahí en adelante hasta que descendió; enseguida la perdí de vista.

“Las lunas que sumaban los que miran / las estrellas hace tiempo, se dejaron de contar. / Después vino el olvido y en su seno / tu nombre aéreo y terreno se dejó de pronunciar”
Fernando Delgadillo, “Primera estrella de la tarde” en el disco homónimo

(Ahí se los dejo: en Sinaloa actualmente se estudia la posibilidad de legislar sobre bajar el dobladillo a las faldas escolares, como una forma para evitar agresiones de género; la brillante recomendación la hizo el Consejo Nacional para la Evaluación de la Educación Media Superior. México, ya lo han dicho algunos, es un país del todo surrealista.)

Imagen: www.elboomeram.com

sábado, 6 de septiembre de 2008

Nocturnos grillos


Desde hace algunas semanas tengo mascotas en casa: dos grillos enormes que viven y cantan en mis paredes. Éstos, un buen día no muy lejano decidieron aumentar la familia: en cuanto enciendo la luz se alebrestan, se alejan dando tumbos algunos grillos pequeñísimos, negruzcos, saltones; se van como una línea brillante que se alarga en un subibaja risueño.

Los grillos, quizás ahí radica mi apego a esos animales, son, de algún modo, mi infancia: en el patio nocturno, bajo el sol verde de asbesto en que se sentaba el abuelo, sus voces de ritmo de estrella se paseaban con el aire, volaban de los oscuros sitios de las macetas a las paredes sin enjarrar, se encaramaban más que al tejabán o al saliente por donde el agua de lluvia bajaba, al oscuro anochecer marítimo que, avanzadas las horas, se descolgaba sobre nuestras cabezas: entonces, empapado de noche, había que irse a dormir.

Los grillos no gozan de una amplia aceptación en general: su canto, envinado de polvo de ladrillo y provisto de una hoja delgadísima con que raspa los sueños, las más de las veces deja un reguero de sobresaltos....  
  
"No canta el grillo. Ritma la música de una estrella"
José Gorostiza, "Pausas II" en Otras poesías

("Suben los sapos / a escuchar a los grillos / que cortan astros.
Cortan los grillos / con tijeras de sombra / nocturnos lirios...."
Fragmentos de poema encontrados, junto con la imagen, en: antrix-versoninho.blogspot.com)

viernes, 5 de septiembre de 2008

El hombre es el lobo del hombre


En los últimos dos meses, al cambiar de canal en el televisor, me he dado cuenta que en varios canales han proyectado Irreversible (2003), una película del argentino Gaspar Noé, que vi hace tiempo en compañía de la Chica Azul: confieso que lo hicimos en tres partes: sus nudos argumentales nos obligaron –al respiro– a detener el disco y a reproducirlo en otro momento.
“El deseo de venganza es un impulso natural”, se lee en el cartel alusivo para la promoción de ese filme francés, que cuenta la historia de atrás hacia adelante: el carrusel de la linealidad narrativa va girando a la inversa, a través de numerosos movimientos de cámara y ocularizaciones internas, desplegando un tipo de violencia sucia, degradante, inquietante, que deja secuelas, porque un acto violento siempre cala, a pesar de que sólo –no importa si de lejos o de cerca– se le mire.
“El hombre es el lobo del hombre”, señalaba Hobbes; es decir, el peligro del hombre reside en él mismo: qué paradoja o que malviaje como lo apuntarían algunos: tiene que mantener a salvo su espalda precisamente de quien tendría que cuidársela. Alucinado y apocalíptico si se quiere, pero sería difícil negar tal cosa a estas alturas.
Sabines, por su parte, escribió en un poema que “el pez grande siempre se traga al chico, que la lagartija grande se traga a la pequeña, que el hombre se traga al hombre”. En esto tampoco hay mucho que defender: la ley del más fuerte a menudo se impone sin juegos pirotécnicos y con todo lo que ello implica. El avasallamiento del otro a través de una actitud violenta se ha convertido en el proceder –mecánico, robotizado– más común que pueda verse, e incluso goza de una legitimación aborrecible.
En Irreversible el postulado de Hobbes y los versos del poema de Sabines (arriba citados) son llevados al encuadre –no afirmo que el director eso haya buscado. En la película hay una imitación de esa pretensión de avasallamiento, y la violencia quizá sea la manifestación primera de esa escalada de desfase iracundo que, en el fondo, –así lo veo yo– se pronuncia como un instinto natural.

“Este es un canto para ti. / Entero como el aire que pasa y acaricia las flores del durazno. / Feliz como una noche total. / Dulce como los niños que se enamoran de su maestra / y no saben decir dónde les duele / y lloran”
Efraín Bartolomé, “Canto en voz baja” en Música solar (1984)

(Ahí se los dejo: en lo que va del año se han quitado la vida 62 soldados estadounidenses y se investigan otros posibles 31 casos. El Ejército reconoce que las misiones continuas y repetidas, como la ocupación de Iraq, pueden estar influyendo en la multiplicación de cuadros depresivos y ansiedad entre los militares.)

Imagen: http://www.elfwood.com/

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Quinteto maldito


En Las vocales malditas está contenido un ejercicio titánico: el autor, como fácilmente podría pensarse, no inventó palabras, mucho menos dio origen a alguna nueva letra: de todo ese amasijo de líneas curveadas, rectas, horizontales, alargadas, verticales, en circunferencia que componen las múltiples unidades del abecedario dio a luz otra cosa; algo que, en un primer momento, parecería risible y que, sin embargo, tras el embeleso, conduce a la satisfacción simple y pura, a un estado incluso de bien saboreado desconcierto. Bien dicen algunos que la literatura no es más que una satisfacción prolongada, un éxtasis en potencia al que sólo se le da rienda suelta en momentos exactos.
Se sabe que las vocales tan sólo son cinco, pero la cuestión escriturística y literaria del volumen no se limita a esta cantidad mínima, sino a la desmesura misma del propósito: y no estamos hablando –para disipar cualquier velo de confusión– de esas cinco vocales por todos conocidas hasta la saciedad, sino de otras vocales, cuya condición, que por otro lado es una novedad, es que son malditas. Malditas vocales.
Las vocales malditas es un libro de cinco cuentos: cada uno de ellos corresponde a una vocal, es decir, el primer cuento titulado “Cantata a Satanás” sólo utiliza palabras con la letra a; el segundo, “El hereje rebelde”, evidencia la misma pretensión, pero ahora con la letra e. Y siguiendo el mismo modelo de armado están construidos los restantes tres cuentos: visto así, y bajo una visión limitada, la puesta en página de esa locura llamada Las vocales malditas daría la impresión de ser un ejercicio meramente diluciditario y chocante, pero no, en el fondo se trata de la filtración de un misterio, de una idea que rompe en mil y un vericuetos no del todo transitables y carentes de un sendero delineado.
Este libro no pudo ser producto más que de un escritor desequilibrado, loco; y nada mejor como este pretexto para engarzar aquí aquello que reza así: “de músicos, poetas y locos todos tenemos un poco”. Las vocales malditas, vocales herejes por donde se les vea, llevan por una travesía alucinante de la que se saben de antemano las escalas y quizás su recurso reiterativo (se empieza con la a y ha de acabarse en la u), pero no se sabe nunca –incluso después de leer los cinco relatos- el punto de ebullición de donde se desprende el final de cada cuento.

De los atisbos de locura nadie estamos exentos, ¿a qué podríamos atenernos entonces si la mayoría ha adquirido una locura siniestra por incurable?
A estas alturas, negar la locura en cada uno no sólo sería inútil sino, incluso, pernicioso: aún cuando no se recuerde un rostro por más esfuerzos que se hagan, todos conocen a todos, las locuras de todos les son propias a cada uno: porque la locura –bendita locura- bien puede ser una careta que nos ajustamos al rostro apenas trasponemos la puerta, apenas asomamos un ojo a la vecindad insalvable –y a veces procurable- a la que nos ha condenado el mundo.

“Me voy a convertir en todo / me voy a transformar en mono. / Me voy a convertir en todo / me voy a transformar en lobo / para aullarte la noche entera”
Caifanes, “Nunca me voy a transformar en ti”, en Caifanes

(Óscar de la Borbolla. Las vocales malditas. Nueva Imagen, México, 2003.
Arriba van las aves. Su silencioso vuelo va salpicando el agua de sombras vacilantes….)

Imagen: www.latiendadelafamilia.com

martes, 2 de septiembre de 2008

Insomniedades


El insomnio, de suyo tan permisivo, acaba por volverse líquido: lo peor es ese sudor pegajoso que prolonga inmisericorde las noches; ese líquido, casi siempre, se impregna a las paredes y las asciende, con toda sorna se extiende por el techo hasta cubrirlo y, lechoso, desde allí, despliega los miles de ojos con que ha de pasar el tiempo guiñándome hasta el cansancio, hasta la hora última dispuesta al descanso.
Si existe una manera de atravesar las noches en vela sin sufrir desvaríos ni acusar algún rasguño, el insomnio no es lo más recomendable: cuando se ha instalado, con el aire de quien asienta sus reales en un trono que pregona merecer, abre sus manos y sus dedos no son más que objetos filosos que rasgan todo: la certidumbre, la quietud, la ensoñación de ojos abiertos y cerrados, la esperanza en conciliar el sueño en el siguiente segundo; no existe todavía alguien, por lo menos que yo conozca, que haya emergido sano y salvo de sus redes: el insomnio, al hacer sus cuentas, preconiza los nombres de los damnificados con sus encantos.
El insomnio más de una vez, hace ya muchos días, fue mi aliado, y en esa camaradería llegué a concebirlo como una página blanca que pedía a gritos que, por medio de incisiones precisas y delicadas, le imprimiera letras que, al leerlas, fuera dable comprender su pasado y avizorar el derrotero de los días venideros, especialmente en lo tocante a las horas de la noche.
Las noches en vela, por más que se busque con linterna o con el auxilio de otro par de ojos, no tienen más de un horizonte, no poseen más de una encomienda: desdoblar sin prisas el lado ése donde la noche deja de serlo y da paso a otras luces; a las noches en vela, en descargo suyo, sí se les puede configurar de tal modo que acuñen más de un punto de llegada: la mañana entonces se abre con el color de la naranja, el alba se deja seducir y conducir a los terrenos menos complicados.
La ruta comienza aquí: el insomnio, laberíntico trazado de oscuridades y oquedades, sin otra pretensión que no tenga que ver con la ausencia de luminosidades y puertos propicios para el desembarque del agobio y el sueño nunca concretado, se prolonga aún cuando se logre dormir: allí, en ese territorio inhóspito y colmado de desorientaciones, el insomnio, provisto de tentáculos que comúnmente se conocen como insomniedades, halla tierra fértil para su permanencia por muchas horas, muchos días, muchas cavilaciones.

“Llevo toda una vida esperando una respuesta / todo tiene un tiempo y esto lo tendrá también… Siempre me dijeron lo del cielo y el infierno, / pero yo no creo que exista algo peor…”
Enanitos Verdes, “Estoy dispuesto” en Big Bang

(Mi corazonada no tardó mucho en concretarse: Cirilo regresó ayer. Bebesito lo descubrió en la calle y comenzó a dar gritos de emoción.)

Imagen: www.espacioblog.com

lunes, 1 de septiembre de 2008

Días de perros


“Como todos sabemos, aún hay gente que abandona por el mundo a sus animales”. De entrada esto es innegable y, al mismo tiempo, es de lamentarse: los cuadros de estos abandonos se repiten y multiplican cada día más. “Esto conduce a otro tema, que a mí me arroja a la furia y al histerismo”. Hay quien, en este apartado, aún a estas alturas se pregunta por qué se protege a los animales cuando hay tanto ser humano necesitado. El asunto es una cuestión de perspectivas que, por otro lado, aquí no trataré. Lo entrecomillado lo escribe Anamari Gomís en “Vidas de perros”.
De inmediato, tras leer eso pensé en la Chica Azul, también ella se enfurece con esas actitudes: uno de sus sueños (no del todo irrealizable) es regentear y atender una granja de animales, sobre todo perros; y para muestra de esa afinidad que, de algún modo, le da para vivir, ahí está Cirilo y cuanto perro encuentra a su paso, llevado por su dueño o no, a los que prodiga, por lo menos, una mirada, cuando no una caricia y unas cuantas palabras.
A ella le mueve los adentros ver por la ciudad y pueblos a perros abandonados: Anamari, lo dice en el texto, puso en acción a cuerpos policiales y camiones de bomberos para rescatar a un perro callejero de un carril de alta velocidad en el Periférico capitalino; la Chica Azul, cada que escapa Cirilo, sale a la calle en su búsqueda, sin importar la hora ni las calles o avenidas que haya que recorrer de ida y vuelta, en un sentido y en otro; en una ocasión alguien de su familia dejó la puerta abierta a propósito para que se saliera un perro pequeño, al que ya no volvieron a ver. Eso, a pesar de haber pasado algunos años, le sigue bullendo en las entrañas. Le da rabia tan sólo recordarlo.
En muchas ocasiones, yendo en el auto su labor de copiloto (compañía llana) se ha ceñido, además de alertar sobre las luces en los semáforos, el encendido a tiempo de las direccionales, el respeto a las zonas peatonales al detenerse en cualquier crucero, a señalar, a veces con gritos o llamados de auxilio, que un perro cruza la calle o la carretera, y entonces hay que frenar si no viene auto detrás o tratar de esquivarlo cuando incluso la velocidad es un tanto alta; en todas esas veces su preocupación se ha visto premiada, pues hasta el momento —afortunado que soy— no he atropellado a ninguno.
Pero su sentido humanitario no se limita a los perros; hay en su universo de querencias un sinfín de motivos por los cuales se informa, lee, protesta, divulga, comunica, alerta, señala, defiende: de todo lo que le importa tiene un bagaje provisto de lecturas y otras acciones. No, no se le puede concebir de otra manera. No se le puede conocer de otro modo. No se le puede querer sin considerar esto.

Por cierto, Cirilo ha desaparecido de nueva cuenta: su vieja pretensión de convertirse en un perro vagabundo se ha ramificado: lo malo de la cuestión es que no creemos que pueda sobrevivir en la calle. No obstante, contra lo que se piensa en torno a ello, casi puedo asegurar que aparecerá. La Chica Azul, en este tenor, es capaz de viajar 300 kilómetros para ir en su busca, tal como lo hiciera el anciano protagonista de Historias mínimas, un filme de Carlos Sorín.

“Qué maneras más curiosas, / de recordar tiene uno; / qué maneras más curiosas, / hoy recuerdo mariposas, / que ayer sólo fueron humo / mariposas, mariposas, / que emergieron de lo oscuro, / bailarinas, silenciosas….”
Silvio Rodríguez, “Mariposas”

(El insomnio ha regresado, y sus arrestos dan para amenazas y malos ratos.
Ahí se los dejo: en Finlandia no es obligatorio el servicio militar; pero lo que sí quieren hacer obligatorio —ya se hizo la propuesta pertinente—, es que todos, absolutamente todos los finlandeses, mujeres y hombres por igual de todas las condiciones y posibilidades, tienen que llevar un año de estudios filosóficos —educación básica diríase—, cuyo fin es reflexionar sobre la situación social.)
Imagen: www.curiousanimals.net