jueves, 27 de agosto de 2009

De urbes


No conozco muchas ciudades. La Ciudad de México, por ejemplo. Ni París. Tampoco he ido a Nueva York, Amsterdam o Bogotá. Sin embargo, puedo decir que he estado ahí. De algún modo las he recorrido, husmeado sus recovecos. O por lo menos se trata de una pretensión no del todo irrealizable. Elda siempre dice que no es necesario viajar para conocer lugares, y eso coincide con lo que afirmaba mi maestro de Geografía en la preparatoria: como mejor se conoce los sitios es a través de un mapa, no se requiere recorrerlos con los pies, viajar, moverse de un lado a otro. Eso es un asunto de cansancio e itinerarios que nunca se cumplen al pie de la letra.
Toda ciudad, transparente para los ojos citadinos, envuelve misterios a las miradas ajenas, signos que carecen de un develamiento si no media un estímulo emocional; los cuadros o escenas que se encuentran al paso en cada calle, en cambio, desentrañan rasgos identitarios que se erigen como nortes cuando se intenta comprender su dinámica y a sus habitantes: en los sucesos urbanos es donde mejor se puede conocer, con señales y detalles, aquello que delinea el universo todo de una ciudad que se visita con asiduidad no obstante vivir en su interior.
Una ciudad termina siendo un lugar al que nos habituamos, un sitio al que a menudo dejamos por un rato pero, pasado un tiempo o cumplido el cometido, retornamos con la querencia renovada: en esa mecánica de vueltas y partidas trocamos lo que hemos sido por un sueño que lleva signado en la frente la ilusión de lo venidero. Si en la ciudad cercana, propia, inteligible, familiar no hay lugar para una simbiosis inalterable, imbatible entre cada habitante y ella, no hay otro nexo que pueda religarlos al mundo. La pérdida, de ser así, es descomunal, irreparable casi.
Toda ciudad, ciega, torpe al avanzar, despliega sus tentáculos y atenaza lo que la rodea. Es un imán que con renovado vigor atrae hacia sí a quienes diariamente la ponen patas para arriba, no hay escapatoria. La ciudad, dicen, está hecha para recorrerse, para aspirar sus olores, para escudriñar sus rincones, para morirse en ella: esas largas estadías mirando una calle, detenido en el centro del tráfico del mundo, enclavado en una noche de ésas que se tragan todo, preso de ese viento que deambula en la alta noche constituyen los mejores asideros para no permanecer en ella muriendo estérilmente.

“Pañuelo del adiós, / camisa de la boda, / en el río, entre peces / jugando con las olas. / Como un recién nacido / bautizado, esta ropa / ostenta su blancura / total y milagrosa. / Mujeres de la espuma / y el ademán que limpia, / halladme un río hermoso / para lavar mis días”
Rosario Castellanos, “Lavanderas del Grijalva” en El rescate del mundo

martes, 25 de agosto de 2009

Irse pa'Los


En aquel tiempo el barrio era el símbolo más cercano a la pertenencia: sus esquinas, su extensión, sus lugares emblemáticos, sus residentes, su trazado laberíntico constituían los referentes que lo clarificaban, que lo elevaban por encima del resto de calles de la colonia. Apenas se llegaba a sus márgenes se sabía que nadie ajeno iría más allá, que ningún miembro de otros barrios rebasaría la línea imaginaria permitida: se trataba de una regla no escrita que, sin embargo, podría decirse que es de edad milenaria.
Qué lejos ha quedado el barrio, aquellos años de sobresaltos y tardes larguísimas, aquellos rostros que lo poblaron y lo dotaron de una fisonomía tan familiar como imperecedera: si se mira bien, el barrio, hoy propiedad del pasado, es una fotografía que se lleva en el bolsillo para mirarse en el aire de vez en cuando: los rostros que allí aparecen se asoman borrosos, con gestos casi difuminados, y cuyo nombre y edad sólo puede adivinar aquel que sabe cómo determinar identidad de alguien querido pero no visto en un cuarto de siglo.
Si comenzara a escribir aquí los nombres o apodos de quienes dieron forma a ese barrio quizá no acabaría, y de creer hacerlo es seguro que muchos no aparecerían por un sentido traidor común de la memoria: en particular ahora recuerdo a todo ese ejército de compas que decían con orgullo “me voy a ir pa’ Los”, o a la vuelta del tiempo, “acabo de llegar de Los”: esos hombres eran vistos como una especie de héroes cuya fama alcanzaba niveles de paroxismo o de franco olvido según el tiempo: el recién llegado opacaba al que le había precedido y éste era borrado por el que lo secundaba.
Héroes, mesías, sabios, justicieros, conocedores de lo venidero, magos de las palabras, inventores de términos, envejecidos, disparadores, enloquecidos, irreconocibles, prestidigitadores, imbatibles, vulnerables sólo por sus iguales; llegaban con ojos de mundo, con un caudal de objetos novedosos, con un catálogo de lugares (que les parecían y pintaban) asombrosos, cuya boca hablaba de manera atropellada dos lenguajes distintos, prácticamente yendo a caballo entre la identidad y el desarraigo.

“De las bocas destruidas / quiere subir hasta mi boca un canto, / un olor de resinas quemadas, algún gesto / de misteriosa roca trabajada. / Pero soy el olvido, la traición, / el caracol que no guardó del mar / ni el eco de la más pequeña ola. / Y no miro los templos sumergidos; / sólo miro los árboles que encima de las ruinas / mueven su vasta sombra, muerden con dientes ácidos / el viento cuando pasa”
Rosario Castellanos, “Silencio cerca de una antigua piedra” en El rescate del mundo

jueves, 20 de agosto de 2009

La Enfermedad


La noticia, en un principio, corrió como reguero de pólvora. No se daba crédito a tal despropósito. Cuando se creía que lo peor había pasado ya, comenzó a circular una versión que pronto pasó de hiriente rumor a clamor general. Y aunque nadie había aparecido para afirmar tal cosa, ninguna señal había de que alguien pudiera desmentirla con argumento en mano. Ante ello, el estado general de la gente era de alarma, tensión, incluso podría hablarse de un ambiente de coléricas actitudes.
No obstante que en días pasados aquello era ya tema de conversación en un sinfín de lugares, en las últimas horas la veracidad del suceso había adquirido dimensiones inimaginables, al punto que mereció su difusión en un programa especial televisivo en cadena nacional, en horario nocturno, y de inmediato reproducido en América y Europa a través de los grandes consorcios noticiosos. Se trataba de esas cosas que, de algún modo, llegan para quedarse.
El primer testigo presencial fue llevado ante las cámaras de numerosos canales y puesto a declarar frente a multitud de micrófonos de estaciones radiales. Sus primeras impresiones fueron reproducidas en cabezas de tabloides y discutidas en mesas de diálogo de políticos y gente común y en aulas universitarias. Lo que vio causó tal estupefacción en la demás gente que, incluso, él mismo, no se creía del todo las palabras que salían de su boca. Tremenda paradoja: lo que decía lo desmentían sus gestos.
Su vida, según dijo, transcurría del modo más común hasta que esa mañana, justo cuando salía de su casa rumbo a la oficina, la encontró: ella se disponía a tocar su puerta. Como era de esperarse no la reconoció, estaba seguro de que se trataba de una desconocida: aunque había escuchado por todas partes sus características físicas de pronto no las asoció con aquella figura que tenía frente a sí. No sabía que ese destanteo primigenio marcaría para siempre sus días venideros: se volvió tan famoso por toparse con esa enfermedad que se creía era un mito, y fue tan asediado que tras los primeras apariciones públicas no volvió a poner un pie fuera de su casa.

“Amanece en las jícaras / y el aire que las toca se esparce como ebrio. / Tendrías que cantar para decir el nombre / de estas frutas, mejores que tus pechos. / Con reposo de hamaca / tu cintura camina / y llevas a sentarse entre las otras / una ignorante dignidad de isla. / Me quedaré a tu lado, / amiga, / hablando con la tierra / todo el día”
Rosario Castellanos, “A la mujer que vende frutas en la plaza” en El rescate del mundo

miércoles, 12 de agosto de 2009

Pertenencias


Una ciudad es tan inescrutable como puede ser transparente a un mismo tiempo. Oscura. Blanca. Abrupta. Delicada. En esa capacidad dual se inscribe Guadalajara, esta ciudad de la que a veces renegamos y siempre echamos de menos. En su aire contaminado, aunque azul si se mira bien, flotan todos esos días en que reconocerla ha constituido un asidero ante tanto azoro, esperanza frente a tanto dolor imprevisto, bálsamo ante tanta euforia que salta en un momento inesperado. Y sin embargo es huidiza, asequible, cercana, emocionalmente remota.
Guanatos, a simple vista, puede parecer un amasijo de calles y edificios, un lugar cuyo crecimiento en los últimos años se ha vuelto incontrolable, disparado en las cuatro direcciones que lleva el viento. El reconocimiento de este sitio pasa por los lugares conocidos, por los lugares que día tras día se descubren, o se redescubren, por todas esas señales que la hacen distinguible y diferente de otras urbes. En sus rincones y sitios más visibles se halla contenida una identificación que corre por la sangre, que se lleva y se trae, que se guarda y se saca al sol con el menor pretexto: querencias, recuerdos, razones, dolores, añoranzas, silencios, palabras.
Más allá de ese escenario urbanístico que recorremos a diario y que presenta alteraciones superficiales mas no cambia sustancialmente, esta ciudad desempolva todos sus mecanismos de abrigo y nos da cabida pese a la avalancha que amenaza con deformarla para siempre: no importa cuántas veces salgamos y volvamos a ella, no importa cuánto discutamos acerca de su afeamiento o composturas necesarias, su sed por nosotros, o viceversa, no caduca ni pide requisitos de lealtad, va implícita en el carné de identidad: todo ello viene incluido al haber nacido aquí.
En Guadalajara, y perdonéseme si peco de localista y folclórico, inicia y termina el mundo: aquí vivo, aquí trabajo, aquí leo, aquí respiro, aquí nací, aquí sobrevivo, aquí camino, aquí conozco, aquí sé, aquí invento, aquí crecí, aquí descubro, aquí razono, aquí mis querencias, aquí mis (reducidos) amigos, aquí escribo, aquí oigo, aquí veo, aquí ayudo, aquí sufro, aquí muero poco a poco, aquí me elevo, aquí transformo, aquí sigo, aquí siento, aquí traslado, aquí guardo, aquí.... es aquí.

“Yo no voy a morir de enfermedad / ni de vejez, de angustia o de cansancio. / Voy a morir de amor, voy a entregarme / al más hondo regazo. / Yo no tendré vergüenza de estas manos vacías / ni de esta celda hermética que se llama Rosario. / En los labios del viento he de llamarme / árbol de muchos pájaros”
Rosario Castellanos, “Dos poemas –2” en De la vigilia estéril

martes, 11 de agosto de 2009

Los rescoldos


Nunca me interesó ni va a venir a interesarme ahora. Reconozco que sus seguidores, que se cuentan por millones, le fueron fieles no obstante las mil y un tragedias que envolvían su vida, provocadas por él mismo algunas y otras no: se trató, al fin, de un tipo que pernoctaba de cerca con el escándalo, que hacía de la publicidad y sus artimañas un modo certero para conectarse con todos aquellos rostros anónimos que tarareaban sus canciones e imitaban sus pasos de baile alrededor del mundo. Él vivía, en realidad, en numerosos lugares a un mismo tiempo, y murió físicamente en igual número de sitios el mismo día.
A estas alturas ya raya en el hartazgo tanto programa televisivo o ediciones de revista dedicadas a reseñar sus años de cantante exitoso, el caudal de millones de discos vendidos, la espiral escandalosa de sus relaciones familiares o sentimentales, su terca determinación de blanquear su piel –“una rara enfermedad” dijeron sus médicos– a como diera lugar y costara lo que costara, y todo aquello que, incluso, se salía del escenario musical para instalarse en el imaginario colectivo con una sarta de actos deschavetados y estrambóticos: “para 1987, las cirugías plásticas ya habían convertido su rostro en una parodia de Liz Taylor”, apuntó Antonio Ortuño en 2004. Su rostro, que tan de adefesio, resultaba familiar, cómico, esperpéntico, espeluznante casi.
Jackson, perteneciente a una familia que lleva la farándula y sus reflectores hasta el tuétano, ni muerto ha dejado de producir dinero ni sacudir las almas de los millones de fanáticos que vivían obsesionados con imitarlo, con llevarlo tatuado para siempre, con entonar sus canciones más allá de los entarimados de las giras y las ondas radiofónicas. Jackson vivió de los medios, y éstos, paradójicamente, lo enterraron hace mucho, cuando el cantante ¿negro, blanco? apareció de pronto ligado a abusos de menores y otros delitos que alguien llamó, autorizado por Jackson, escuetamente como “deslices del espectáculo”.
Nunca me interesó mayormente su vida, ni su carrera, ni nada de lo que tenía que ver con su estrella musical o “sus affaires, reales o inventados”. Ni antes ni ahora, ni nunca. Cuando paso revista a los canales del televisor y me percato que en algún sitio se dan noticias o programas especiales que tienen que ver todavía con el llamado rey del pop, salto de canal, me voy al otro extremo o, de plano, si los fantasmas se multiplican, acabó por apagar el aparato. Nunca me interesó nada al respecto ni va a venir a interesarme ahora; aunque este texto, por paradójico que esto sea, venga a contribuir a echarle leña al mito que aún arde.

“En mi casa, colmena donde la única abeja / volando es el silencio, / la soledad ocupa los sillones / y revuelve las sábanas del lecho / y abre el libro en la página / donde está escrito el nombre de mi duelo. / La soledad me pide, para saciarse, lágrimas / y me espera en el fondo de todos los espejos / y cierra con cuidado las ventanas / para que no entre el cielo”
Rosario Castellanos, “Dos poemas –2” en De la vigilia estéril

Imagen: cine.universiablogs.net

lunes, 10 de agosto de 2009

"Díganle que no a esa pelota"


Por lo que ha escrito Sergio Ramírez acerca del béisbol, se puede decir que se trata de un deporte que es preciso mirar con ojos de descubridor: hay que creer que en ese juego se halla escondido un misterio. ¿Y qué mayor misterio que aguardar más de 15 entradas para que por fin surque el cielo un batazo de cuatro esquinas y rompa un 0-0 que parecía destinado a la eternidad? El beis, como todo deporte, tiene sus dosis de espera y nerviosismo, cuyas salidas las más de las veces apuntan a un momento catártico que dispara toda la emoción por largo tiempo contenida.
En el béisbol cada entrada tiene una medición bien calculada: tres outs componen la frontera para ir de la parte alta a la baja: en ese rol inverso pueden desfilar por el montículo tantos pitchers como el mánager del equipo a la defensiva pueda necesitar. El librito indica que ante bateador derecho lance un pitcher izquierdo, y ante un toletero zurdo un serpentinero derecho. Nunca un derecho contra un derecho, o un zurdo contra un zurdo. Esta lógica responde a una estrategia que se resume en un postulado único: al bateador le resulta más complicado atajar la bola lanzada por el lado por el que se para a batear: esto recuerda aquello de la atracción de los polos, cuya cercanía responde a la estimulación de un contrario.
Por todo ello y muchos motivos más me resulta difícil describir la sensación que me embargó la noche del viernes pasado: y es que, por principio de cuentas, el beis es un deporte cuya apreciación no siempre es compartida; ya no digamos entendible para la mayoría. Los Yankees de Nueva York se enfrentaron a las Medias Rojas de Boston (el duelo por antonomasia) en su nuevo parque: los duelos entre estos equipos son un concierto de batazos, de muchas carreras en la pizarra, de hits, dobles, triples, vuelacercas, toques de pelota y robos de base. El del viernes, sin embargo, fue la excepción. Tuvieron que pasar quince entradas (seis más de las normales) y más de cinco horas de juego para que alguien pisara la almohadilla timbrando una carrera.
A muchos les parece una exageración que un partido de pelota tenga una duración aproximada de tres horas. Y si se prolonga un tanto más, pues de plano se considera un desequilibrado a quien tenga el aguante suficiente para seguirlo. El duelo de pitcheo que se esperaba según los pronósticos, se prolongó más de lo debido. 0-0 mostraba el score a la mitad de la entrada quince. Y así, en el cierre de ese décimo quinto episodio (al filo de las seis horas de refriega) llegó el esperado grito del narrador: “….díganle que no a esa pelota”. Un home run definió el partido. Los Bombarderos del Bronx dejaron tendidos en el terreno a las Medias Rojas. Un 2-0 se dibujó en la pizarra final. Sí, fue catártico.

“Soledad, mi enemiga. Se levanta / como una espada a herirme, como soga / a ceñir mi garganta. / Yo no soy la que toma / en su inocencia el agua; / no soy la que amanece con las nubes / ni la hiedra subiendo por las bardas. / Estoy sola: rodeada de paredes / y puertas clausuradas; / sola para partir el pan sobre la mesa, / sola en la hora de encender las lámparas, / sola para decir la oración de la noche / y para recibir la visita del diablo”
Rosario Castellanos, “Dos poemas –2” en De la vigilia estéril

Imagen: www.niles-hs.k12.il.us

viernes, 7 de agosto de 2009

Mari, Mari....


Mientras me daba un baño, hoy por la mañana, sentí un golpe seco, en la cabeza, por dentro; difícil de explicar. A partir de allí lo que comúnmente se hace como una programación mecánica o partes de un ritual o hábitos citadinos (como se le quiera llamar) se convirtió en un legajo de acciones inconexas, carentes del mínimo significado. El golpe retumbó, y volvió, y se fue y regresó. Había algo, no podía definirlo, pero había algo que no andaba bien. Lo intuí, lo pensé, lo presentí, lo vislumbré.
En cuanto entré a la oficina marqué por teléfono a casa de mi madre, urgido por ese golpe seco que se empecinaba en continuar horadando mi cabeza. Apenas me contestó ella supe que había dado en el clavo: me dijo que por la madrugada le habían hablado del rancho diciéndole que mi tía Rafaela acababa de morir. Es curioso cómo la muerte se las ingenia para montar un cerco de señales y “avisar”, fuera de toda formalidad y conductos bien establecidos, a todos aquellos a los que les atañe algún fallecimiento. Qué maneras tan extrañas tiene de sobrevolar y de bajar a tierra a dar a cada cual lo que le corresponde.
La mujer a la que por mucho tiempo confundí con mi abuela por su tremendo parecido (al fin, eran hermanas) había partido de este lugar: se durmió y ya no despegó los ojos más, sin sentir cómo la muerte iba invadiendo cada centímetro de su piel, cada palabra, cada sentir, cada nuevo respiro, dificultoso y espaciado. En su sueño, quizás, pudo prever algo y entonces se dispuso a partir así, sin despedida alguna, sin palabras dolorosas de por medio, sin esa condición errante que adquiere un moribundo cuando las miradas que lo rodean le dicen que no hay vuelta atrás, que no hay remedio para evitar ese paso que se aproxima.
Mi tía, con el paso de los años, fue perdiendo la memoria. Los rostros que comprendían el universo de sus seres queridos fueron quedando en el camino, dejados aquí, allá, como si tratara de desprenderse de pesados fardos. En ese paulatino olvido de las querencias hubo alguien que permaneció inamovible en la retina de sus ojos: mi madre. Incluso sus hijos se convirtieron para ella en seres ajenos, invasores de su intimidad. A mi madre, en cambio, en las visitas esporádicas que le hacía, en cuanto la veía le gritaba: “Mari, Mari….”.

“Si muriera esta noche / sería sólo como abrir la mano, / como cuando los niños la abren ante su madre / para mostrarla limpia, limpia de tan vacía. / Nada me llevo. Tuve sólo un hueco / que no se colmó nunca. Tuve arena / resbalando en mis dedos. / Tuve un gesto / crispado y tenso. Todo lo he perdido. // Todo se queda aquí: he venido a saber / que no era mío nada: ni el trigo, ni la estrella, / ni su voz, ni su cuerpo, ni mi cuerpo. / Que mi cuerpo era un árbol y el dueño de los árboles / no es su sombra, es el viento”
Rosario Castellanos, “Dos poemas” en De la vigilia estéril

Imagen: fotosgrises.blogspot.com

jueves, 6 de agosto de 2009

Entre vecinos te veas


La señora del departamento de abajo (en el edificio donde vivo) es de ese tipo de personas que hacen más llevadera la estancia en cualquier lugar donde se viva: tendrá poco más de cincuenta años, sólo vive con su madre, tiene un perro de nombre Boogie y lleva a la puerta de mi departamento toda clase de avisos y sobres de correo: cuenta de luz, agua, cable, avisos bancarios, y todas esas cosas que pertenecen al renglón casero.
Anoto lo de hacer más llevadera la estancia, sin embargo, porque la mujer, más allá de esas amabilidades que a veces agobian, no se anda con medias tintas con respecto a la recolección de basura de los departamentos, con la invasión de chiquillos y adolescentes de calles aledañas que van al edificio a divertirse lejos de la vista de sus padres, y que acaban corridos por esta señora al menor grito y persecución en las escaleras. Es como si fuera el vigilante de un fuerte que no se tienta el corazón para impedir toda clase de invasión y tropelías.
La mujer, de la que desconozco su nombre, e incluso siempre se dirige a mí como “vecino, supo que…”, religiosamente saca a pasear a Boogie a las 8:30 am, cuando salgo para la oficina: oronda, despabilada, llevando a su mascota pegada a sus faldas con una correa corta, se aleja en dirección de un parque que se halla a dos cuadras del edificio. Según supe, allí se sienta mientras el perro husmea entre los árboles, las bancas y los juegos infantiles; pasado un rato, Boogie regresa a su lado, se deja poner la correa con toda sumisión y emprende el regreso. Un rito medido, cuadriculado, bien ejecutado, llevado con parsimonia.
Hubo una ocasión en que vi a la mujer pelear verbalmente con el vecino de enfrente: el sujeto alegaba que él no había tirado dos bolsas de basura en el sitio donde los inquilinos del edificio dejamos nuestros desechos caseros (que por cierto el carretón no se llevó), pero, decía la mujer con aspavientos, de su acto violatorio de toda norma vecinal de buena convivencia había dos testigos: el vecino del departamento “I” y el buen Boogie, que, según la mujer, solamente le ladra a personas de “mala vibra”. La cuestión, delicada o ingeniosa, como quiera verse, es que en el departamento “I” que yo sepa no vive nadie y Boogie le ladra a todo mundo.

“Alguien me hincó sobre este suelo duro. / Alguien dijo: bebamos de su sangre / y hagamos un festín sobre sus huesos. / Y yo me doblegué como un arbusto / cuando lo acosa y lo tritura el viento, / sin gemir el lamento de Job, sin desgarrarme / gritando el nombre oculto de Dios, esa blasfemia / que todos escondemos / en el rincón más lóbrego del pecho”
Rosario Castellanos, “Destino” en De la vigilia estéril

Imagen: se trata de una pintura titulada "Señora con perro" de Sebastian Garreton encontrada en salasdelecturanuevoleon.blogspot.com

miércoles, 5 de agosto de 2009

Plomerías


Las venas ocultas de una casa un buen día revientan y entonces se vive de cerca la catástrofe: chorros de agua salen disparados en todas direcciones, como si en su proyección llevarán impresa una encomienda cuyo cumplimiento es inevitable. De pronto, ante aquel espectáculo, no se atina a hacer algo conducente, pues toda casa habitación, que yo sepa, carece de un manual básico de instrucciones respecto a cómo proceder ante cualquier desperfecto, que cuelgue de un madero a un costado de la puerta de entrada o se guarde bajo el colchón. ¿Qué hacer? ¿Cómo resolver un atolladero de esa calaña? ¿Cómo contener aquel furioso embate que sale de las profundidades del piso o la pared?
Hay en todo ese entramado de tubos, codos, vueltas y llaves por donde corre el agua una “barrera de contención” que cuando se le busca con urgencia no se le encuentra, no se halla a la vista, pareciera que se oculta ante todo intento de descubrirla: la llave de paso. Un mecanismo que corta de tajo toda corriente acuosa que viene con ímpetu desde el tinaco o el aljibe; se trata de un invento que, perdóneseme el símil, tiene la función de impedir que una explosión llegue a tal, que quede en una sorda detonación.
Ante la suspensión momentánea de los surtidores de agua hay que contactar a un plomero, que llave en mano, con gorra y bigotes mal cortados, se enfrentará a aquel monstruo que es tan escurridizo como intocable. La contienda acabará cuando el plomero desentrañe ese laberinto de aluminio y logre taponar aquel sortilegio oscuro, cuyos planos no presentan más que un conducto que lleva a la salida. De esa pelea puede darse el caso de que el plomero no salga victorioso: entonces, hay que llamar a un albañil para que destrabe los muros y horade el piso a punta de pala y pico y, posteriormente, el plomero, lupa en el ojo, encuentre la falla de las placas tectónicas en los tubos ya casi carcomidos.
Al igual que los cerrajeros, los albañiles, los pintores y los carpinteros, los plomeros encarnan una generación nómada y dispersa, una especie ahora en extinción, una raza que de tan legendaria rezuma un aroma rancio y húmedo. A los plomeros ya no es posible distinguirlos cuando se va por la calle, cuando se les topa de frente y se piensa en un mortal más (y es que hubo un tiempo en que sí). Si llevaran una estrella, como aquella insignia ominosa que los nazis le enjaretaron a los judíos para distinguirlos de los demás, sería posible diferenciarlos, pues ni sus actos indican que se trata de alguien que sabe los secretos más añejos de las tuberías y profundidades de cualquier edificio.

“Entre la muerte y yo he erigido tu cuerpo: / que estrelle en ti sus olas funestas sin tocarme / y resbale en espuma deshecha y humillada. / Cuerpo de amor, de plenitud, de fiesta, / palabras que los vientos dispersan como pétalos, campanas delirantes al crepúsculo. / Todo lo que la tierra echa a volar en pájaros, todo lo que los lagos atesoran del cielo / más el bosque y la piedra y las colmenas”
Rosario Castellanos, “En el filo del gozo –I” en De la vigilia estéril

Imagen: habloporquetengoboca.blogspot.com

martes, 4 de agosto de 2009

Es así


En las pláticas cotidianas, en la prensa escrita, en los noticieros televisivos, en revistas de circulación nacional se encuentran numerosos ejemplos de frases hechas, lugares comunes, barbarismos, refranes, sentencias, clichés, extranjerismos, y un sinfín de especímenes que no alcanza el tiempo para conocerlos y glosarlos todos. Hoy quiero hablar de esa frase hecha (“…. es así”) que cabe, a veces con soltura y otras como si se ajustara una camisa de fuerza, en cualquier conversación y en toda situación, prevista o no.
Se trata de una frase que se dice tan comúnmente que nunca reparamos en ella. No con la profundidad y el detenimiento que mereciera, por lo menos. Hace unos días en un programa televisivo (de ésos que hoy hay por montones) de formato de panel (desde donde muchos se arrogan la astucia de resolver el mundo) se discutía el por qué de la guerra declarada contra las huestes del narcotráfico. Uno y otro daba su parecer, y argumentaban en mayor o menor medida; en medio de la discusión alguien dijo, con marcado interés de dar un cerrojazo a las exposiciones: “la vida es así”. Una frase de este calado suena enérgica, categórica, atestada de sabiduría, sentido común y un cúmulo de experiencia. Sin embargo, para muchos temas se lanza tal leyenda: “la vida es así”, “los negocios son así”, “el futbol es así”, “el amor es así”. Es tan multifuncional y flexible que se ajusta a la perfección en muchos ámbitos.
Se sorprendería más de alguno si se contaran a todos aquellos que tienen por costumbre dar por terminada una disertación, algún diálogo o consulta con un “…. es así”. Se parece mucho esta manera de proceder a ésa que utilizan los abogados, sin pretender aquí denostar su labor o atacar su dignidad; hace tiempo, una mujer abogada, a la pregunta de por qué en su gremio recurren en demasía, en un alegato ante un juez, en un litigio o en una conversación cualquiera, a esa larguísima frase de “mas pero sin embargo” (que es redundante, pedante y goza de un deterioro manifiesto). La abogada, resuelta y con un dejo de orgullo, respondió: “es la frase de más caché entre los abogados, pensamos que da categoría y es, además, elegante y contundente”. ¿Qué? ¿Cómo fue que dijo?
Los “es así” se sueltan a mitad de conversaciones como si se tratara de lanzar un buscapiés en medio de la muchedumbre apiñada viendo el espectáculo de unos juegos pirotécnicos con el fin de hacerlos correr. La cuestión es deslumbrar, destantear, y hacerle un tanto al escapista: quien pronuncia esta frase en realidad se ha fugado del lugar donde se encontraba, con la creencia de que ha salido por la puerta grande y sin conceder una mirada hacia atrás. En el fondo, un “es así” denota la manera más desgastada y deslucida de “salirse por la tangente”.

“Pero mirad mis brazos crispados y vacíos / como redes tiradas inútilmente al mar. / Nada debo implorar para mí en los caminos / porque mi lengua acaba exactamente allí, / en las fronteras simples de sí misma / y su grito se apaga entre los límites / de mi propio silencio. / Mirad mi rostro blanco de exangües rebeldías, / mis labios que no saben de los himnos del parto, / mis rodillas hincadas sobre el polvo”
Rosario Castellanos, “De la vigilia estéril –III” en De la vigilia estéril

lunes, 3 de agosto de 2009

Regresa la Rendidora


La Rendidora Sabelotodo regresó. En un poste de una calle cualquiera apareció de pronto, como surgido del pasado, su nombre: figuraba en el cartel del programa estelar de la arena que la vio debutar hace ya algunos años. Con el paso del tiempo había pasado de ser una retadora de más o menos aguante a convertirse en una peleadora de respeto, ciñéndose cinturones de todas las asociaciones de lucha, ganándose el apoyo de miles de fanáticos, hasta que, de pronto, desapareció del círculo luchístico nacional hasta ahora.
En el cartel se anunciaba la pelea de la Rendidora contra el Patético, una lucha nunca antes vista en los encordados: una ruda toda hecha de mañas se enfrentaría a un luchador que no era ni técnico ni rudo, sino solamente un enmascarado que aún no se había decidido por el bando en que iba a pelear. El duelo, de entrada, sonaba atrayente. Sin perder tiempo me dirigí a las taquillas a comprar una entrada: sólo quedan asientos en el solar, me dijo la vendedora. No importa, dije, déme un boleto.
La noche de martes en la arena no se podía ni caminar por los pasillos, al parecer, pensé, la Rendidora no ha perdido vigencia entre sus miles de seguidores. Sin embargo, lo constaté en cuanto inició el primer combate, la gente estaba entusiasmada por la aparición del Patético, un luchador que había sorprendido a la audiencia con sus vistosas llaves y lances fuera del cuadrilátero: volaba prácticamente, se decían entre sí los espectadores. Además de sus múltiples victorias en los últimos meses. La Rendidora, por tanto, no la tendría fácil aquella noche, incluso los pronósticos más reservados no le favorecían.
Al fin, tras más de una hora de peleas menores, sin importancia, se anunciaba en el sonido local la lucha estelar: la Rendidora Sabelotodo contra el Patético. El alarido de la multitud retumbó por toda la arena; por un instante me quedé sordo. Había quienes incluso prácticamente aullaban el nombre del Patético, y los seguidores de la Rendidora, pocos –contándome por supuesto–, muy pocos, permanecían mudos y expectantes, temerosos de lo que se avecinaba. Las luces se apagaron; los reflectores apuntaron hacia donde hacía su entrada el Patético, de movimientos desesperados, con una actitud casi iracunda; un rato después, en el lado opuesto de la arena surgió la figura de la Rendidora, que exhalaba, más que animosidad, un temor largamente acendrado….
(continuará)

“He aquí que la muerte tarda como el olvido. / Nos va invadiendo lenta, poro a poro. / Es inútil correr, precipitarse, / huir hasta inventar nuevos caminos / y también es inútil estar quietos / sin palpitar siquiera para que no nos oiga. / Cada minuto es la saeta en vano / disparada hacia ella, / eficaz al volver contra nosotros. / Inútil aturdirse y convocar a fiesta / pues cuando regresamos, inevitablemente, / alta la noche, al entreabrir la puerta, / la encontramos inmóvil esperándonos”
Rosario Castellanos, “Trayectoria del polvo –VII” en Trayectoria del polvo