Por lo que ha escrito Sergio Ramírez acerca del béisbol, se puede decir que se trata de un deporte que es preciso mirar con ojos de descubridor: hay que creer que en ese juego se halla escondido un misterio. ¿Y qué mayor misterio que aguardar más de 15 entradas para que por fin surque el cielo un batazo de cuatro esquinas y rompa un 0-0 que parecía destinado a la eternidad? El beis, como todo deporte, tiene sus dosis de espera y nerviosismo, cuyas salidas las más de las veces apuntan a un momento catártico que dispara toda la emoción por largo tiempo contenida.
En el béisbol cada entrada tiene una medición bien calculada: tres outs componen la frontera para ir de la parte alta a la baja: en ese rol inverso pueden desfilar por el montículo tantos pitchers como el mánager del equipo a la defensiva pueda necesitar. El librito indica que ante bateador derecho lance un pitcher izquierdo, y ante un toletero zurdo un serpentinero derecho. Nunca un derecho contra un derecho, o un zurdo contra un zurdo. Esta lógica responde a una estrategia que se resume en un postulado único: al bateador le resulta más complicado atajar la bola lanzada por el lado por el que se para a batear: esto recuerda aquello de la atracción de los polos, cuya cercanía responde a la estimulación de un contrario.
Por todo ello y muchos motivos más me resulta difícil describir la sensación que me embargó la noche del viernes pasado: y es que, por principio de cuentas, el beis es un deporte cuya apreciación no siempre es compartida; ya no digamos entendible para la mayoría. Los Yankees de Nueva York se enfrentaron a las Medias Rojas de Boston (el duelo por antonomasia) en su nuevo parque: los duelos entre estos equipos son un concierto de batazos, de muchas carreras en la pizarra, de hits, dobles, triples, vuelacercas, toques de pelota y robos de base. El del viernes, sin embargo, fue la excepción. Tuvieron que pasar quince entradas (seis más de las normales) y más de cinco horas de juego para que alguien pisara la almohadilla timbrando una carrera.
A muchos les parece una exageración que un partido de pelota tenga una duración aproximada de tres horas. Y si se prolonga un tanto más, pues de plano se considera un desequilibrado a quien tenga el aguante suficiente para seguirlo. El duelo de pitcheo que se esperaba según los pronósticos, se prolongó más de lo debido. 0-0 mostraba el score a la mitad de la entrada quince. Y así, en el cierre de ese décimo quinto episodio (al filo de las seis horas de refriega) llegó el esperado grito del narrador: “….díganle que no a esa pelota”. Un home run definió el partido. Los Bombarderos del Bronx dejaron tendidos en el terreno a las Medias Rojas. Un 2-0 se dibujó en la pizarra final. Sí, fue catártico.
“Soledad, mi enemiga. Se levanta / como una espada a herirme, como soga / a ceñir mi garganta. / Yo no soy la que toma / en su inocencia el agua; / no soy la que amanece con las nubes / ni la hiedra subiendo por las bardas. / Estoy sola: rodeada de paredes / y puertas clausuradas; / sola para partir el pan sobre la mesa, / sola en la hora de encender las lámparas, / sola para decir la oración de la noche / y para recibir la visita del diablo”
Rosario Castellanos, “Dos poemas –2” en De la vigilia estéril
Imagen: www.niles-hs.k12.il.us
En el béisbol cada entrada tiene una medición bien calculada: tres outs componen la frontera para ir de la parte alta a la baja: en ese rol inverso pueden desfilar por el montículo tantos pitchers como el mánager del equipo a la defensiva pueda necesitar. El librito indica que ante bateador derecho lance un pitcher izquierdo, y ante un toletero zurdo un serpentinero derecho. Nunca un derecho contra un derecho, o un zurdo contra un zurdo. Esta lógica responde a una estrategia que se resume en un postulado único: al bateador le resulta más complicado atajar la bola lanzada por el lado por el que se para a batear: esto recuerda aquello de la atracción de los polos, cuya cercanía responde a la estimulación de un contrario.
Por todo ello y muchos motivos más me resulta difícil describir la sensación que me embargó la noche del viernes pasado: y es que, por principio de cuentas, el beis es un deporte cuya apreciación no siempre es compartida; ya no digamos entendible para la mayoría. Los Yankees de Nueva York se enfrentaron a las Medias Rojas de Boston (el duelo por antonomasia) en su nuevo parque: los duelos entre estos equipos son un concierto de batazos, de muchas carreras en la pizarra, de hits, dobles, triples, vuelacercas, toques de pelota y robos de base. El del viernes, sin embargo, fue la excepción. Tuvieron que pasar quince entradas (seis más de las normales) y más de cinco horas de juego para que alguien pisara la almohadilla timbrando una carrera.
A muchos les parece una exageración que un partido de pelota tenga una duración aproximada de tres horas. Y si se prolonga un tanto más, pues de plano se considera un desequilibrado a quien tenga el aguante suficiente para seguirlo. El duelo de pitcheo que se esperaba según los pronósticos, se prolongó más de lo debido. 0-0 mostraba el score a la mitad de la entrada quince. Y así, en el cierre de ese décimo quinto episodio (al filo de las seis horas de refriega) llegó el esperado grito del narrador: “….díganle que no a esa pelota”. Un home run definió el partido. Los Bombarderos del Bronx dejaron tendidos en el terreno a las Medias Rojas. Un 2-0 se dibujó en la pizarra final. Sí, fue catártico.
“Soledad, mi enemiga. Se levanta / como una espada a herirme, como soga / a ceñir mi garganta. / Yo no soy la que toma / en su inocencia el agua; / no soy la que amanece con las nubes / ni la hiedra subiendo por las bardas. / Estoy sola: rodeada de paredes / y puertas clausuradas; / sola para partir el pan sobre la mesa, / sola en la hora de encender las lámparas, / sola para decir la oración de la noche / y para recibir la visita del diablo”
Rosario Castellanos, “Dos poemas –2” en De la vigilia estéril
Imagen: www.niles-hs.k12.il.us
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