Nunca me interesó ni va a venir a interesarme ahora. Reconozco que sus seguidores, que se cuentan por millones, le fueron fieles no obstante las mil y un tragedias que envolvían su vida, provocadas por él mismo algunas y otras no: se trató, al fin, de un tipo que pernoctaba de cerca con el escándalo, que hacía de la publicidad y sus artimañas un modo certero para conectarse con todos aquellos rostros anónimos que tarareaban sus canciones e imitaban sus pasos de baile alrededor del mundo. Él vivía, en realidad, en numerosos lugares a un mismo tiempo, y murió físicamente en igual número de sitios el mismo día.
A estas alturas ya raya en el hartazgo tanto programa televisivo o ediciones de revista dedicadas a reseñar sus años de cantante exitoso, el caudal de millones de discos vendidos, la espiral escandalosa de sus relaciones familiares o sentimentales, su terca determinación de blanquear su piel –“una rara enfermedad” dijeron sus médicos– a como diera lugar y costara lo que costara, y todo aquello que, incluso, se salía del escenario musical para instalarse en el imaginario colectivo con una sarta de actos deschavetados y estrambóticos: “para 1987, las cirugías plásticas ya habían convertido su rostro en una parodia de Liz Taylor”, apuntó Antonio Ortuño en 2004. Su rostro, que tan de adefesio, resultaba familiar, cómico, esperpéntico, espeluznante casi.
Jackson, perteneciente a una familia que lleva la farándula y sus reflectores hasta el tuétano, ni muerto ha dejado de producir dinero ni sacudir las almas de los millones de fanáticos que vivían obsesionados con imitarlo, con llevarlo tatuado para siempre, con entonar sus canciones más allá de los entarimados de las giras y las ondas radiofónicas. Jackson vivió de los medios, y éstos, paradójicamente, lo enterraron hace mucho, cuando el cantante ¿negro, blanco? apareció de pronto ligado a abusos de menores y otros delitos que alguien llamó, autorizado por Jackson, escuetamente como “deslices del espectáculo”.
Nunca me interesó mayormente su vida, ni su carrera, ni nada de lo que tenía que ver con su estrella musical o “sus affaires, reales o inventados”. Ni antes ni ahora, ni nunca. Cuando paso revista a los canales del televisor y me percato que en algún sitio se dan noticias o programas especiales que tienen que ver todavía con el llamado rey del pop, salto de canal, me voy al otro extremo o, de plano, si los fantasmas se multiplican, acabó por apagar el aparato. Nunca me interesó nada al respecto ni va a venir a interesarme ahora; aunque este texto, por paradójico que esto sea, venga a contribuir a echarle leña al mito que aún arde.
“En mi casa, colmena donde la única abeja / volando es el silencio, / la soledad ocupa los sillones / y revuelve las sábanas del lecho / y abre el libro en la página / donde está escrito el nombre de mi duelo. / La soledad me pide, para saciarse, lágrimas / y me espera en el fondo de todos los espejos / y cierra con cuidado las ventanas / para que no entre el cielo”
Rosario Castellanos, “Dos poemas –2” en De la vigilia estéril
A estas alturas ya raya en el hartazgo tanto programa televisivo o ediciones de revista dedicadas a reseñar sus años de cantante exitoso, el caudal de millones de discos vendidos, la espiral escandalosa de sus relaciones familiares o sentimentales, su terca determinación de blanquear su piel –“una rara enfermedad” dijeron sus médicos– a como diera lugar y costara lo que costara, y todo aquello que, incluso, se salía del escenario musical para instalarse en el imaginario colectivo con una sarta de actos deschavetados y estrambóticos: “para 1987, las cirugías plásticas ya habían convertido su rostro en una parodia de Liz Taylor”, apuntó Antonio Ortuño en 2004. Su rostro, que tan de adefesio, resultaba familiar, cómico, esperpéntico, espeluznante casi.
Jackson, perteneciente a una familia que lleva la farándula y sus reflectores hasta el tuétano, ni muerto ha dejado de producir dinero ni sacudir las almas de los millones de fanáticos que vivían obsesionados con imitarlo, con llevarlo tatuado para siempre, con entonar sus canciones más allá de los entarimados de las giras y las ondas radiofónicas. Jackson vivió de los medios, y éstos, paradójicamente, lo enterraron hace mucho, cuando el cantante ¿negro, blanco? apareció de pronto ligado a abusos de menores y otros delitos que alguien llamó, autorizado por Jackson, escuetamente como “deslices del espectáculo”.
Nunca me interesó mayormente su vida, ni su carrera, ni nada de lo que tenía que ver con su estrella musical o “sus affaires, reales o inventados”. Ni antes ni ahora, ni nunca. Cuando paso revista a los canales del televisor y me percato que en algún sitio se dan noticias o programas especiales que tienen que ver todavía con el llamado rey del pop, salto de canal, me voy al otro extremo o, de plano, si los fantasmas se multiplican, acabó por apagar el aparato. Nunca me interesó nada al respecto ni va a venir a interesarme ahora; aunque este texto, por paradójico que esto sea, venga a contribuir a echarle leña al mito que aún arde.
“En mi casa, colmena donde la única abeja / volando es el silencio, / la soledad ocupa los sillones / y revuelve las sábanas del lecho / y abre el libro en la página / donde está escrito el nombre de mi duelo. / La soledad me pide, para saciarse, lágrimas / y me espera en el fondo de todos los espejos / y cierra con cuidado las ventanas / para que no entre el cielo”
Rosario Castellanos, “Dos poemas –2” en De la vigilia estéril
Imagen: cine.universiablogs.net
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