viernes, 31 de julio de 2009

Verdemente inquebrantable


La carretera es angosta, y por momentos serpentea, lo que obliga al automovilista a hacerla de equilibrista en un vacío montañoso que provoca vértigo en más de alguno. A duras penas logran verse algunas luces, desperdigas en la distancia, de lo que en otros tiempos se conoció como el Llano Grande: hoy es un pequeño charco luminoso que logra asomarse por encima de la cadena montañosa. Como una toma en picada aparece otro poblado: una mancha deslavada que conforme el ascenso se va empequeñeciendo sin remedio. Y la carretera sigue, cerro arriba, curvas arriba, cielo arriba, buscando el horizonte añorado. Y yo, mientras tanto, al volante, sigo con una sed desconcertante.
Las ventanillas abajo dan entrada a un aire que aguijonea, que deja una inquietud punzante en la piel: de pronto el ambiente es inquietante como esos animales molestos que se empecinan en rondar el mismo sitio por horas. Echo mano del suéter y en tanto me reacomodo en esa tibia comodidad, de pronto, despierto en medio de un verdor espumoso. No hay contrastes, todo está como trazado a propósito: por donde se vea nada más hay verde, sólo verde, únicamente verde.
Desperté, insisto, en medio de un verdor espumoso. Sólo eso. No había nada más. No pude distinguir otra tonalidad: más acá los respiros espaciados y miradas que iban a ambos extremos, y al fondo resaltaba un verde uniforme, que se extendía como si de un mar que crecía cada vez más se tratase. No, no había otro color alrededor: las pocas palabras dichas incluso revoloteaban verdosas. Hubo un momento en que en los costados de la carretera brotaban intermitencias, luces que en un segundo se encendían y al instante se fundían en aquel verde inmisericorde, húmedo, plano como el valle dejado abajo.
En el interior de ese verde abultado, mientras afuera la noche mutaba de un oscuro pesimismo a un matiz verdemente inquebrantable, hubo tiempo para deletrear los signos más cercanos y los rostros más a la mano, para aspirar con toda la fuerza del mundo y llevar garganta abajo una caliente taza de canela, para inscribir en las hileras de árboles incansables rastros que al fin acababan verdes, para dejar flotando en el aire la consigna de retornar a ese territorio que verdea por donde quiera que se le mire, aun cuando los ojos permanezcan cerrados.

“La nube se suicida: / lluvia / La lluvia / a sí misma se borra / y cuando hace un espejo / ya no puede mirarse / Quema el sol los espejos / Del agua muerta asciende / el alma vaporosa: / nube / Y algo ha cambiado? / Hay una flor azul que antes no estaba / Falta la sed de un pájaro”
Ulalume González de León, “Cambios” en Descripciones

miércoles, 29 de julio de 2009

Fragmentos


El paisaje cercano que rodea el edificio donde vivo es de un tremendo desaliño, como todo lo que suena a periferia. En él se puede encontrar un conglomerado de construcciones que funcionan más como anclajes de la cotidianidad que como incentivos para la desmesura: su simplicidad no radica en sus fachadas desgastadas, cúpulas horrorosas, calles bien cuadriculadas, o ese ejército de tinacos que van del claro al negro sin mediar otra tonalidad. Y en ese paisaje, no obstante, supongo que se esconde un misterio: escudriñarlo por un largo tiempo no supe el develamiento de que lo que allí se oculta. Y ni el paso del tiempo otorga el indulto.
Todo paisaje es un atributo de la geografía, un rincón del mundo que siempre está quieto: su estatismo, sin embargo, no implica que aguarde que sobrevenga algún acontecimiento que lo altere de algún modo; la espera no le preocupa ni le ocupa. El paisaje nunca cambia. Lo que de pronto sufre una transformación tiene que ver más con la mirada de quien lo contempla que con una mutación que surja de su interior: son tan minúsculas sus variaciones que no se les considera como tales.
El paisaje, dicen, es un pedazo de una amplia fotografía que a ningunos ojos es dable poder abarcar: en los paisajes, sin quererlo, guardamos cosas, sentimientos, urgencias, pesares; y en ese sentido “el mismo paisaje” (un fragmento, quiero decir) no dice lo mismo para todos: “el paisaje que mira José es mucho más rico que el que vemos nosotros: está más lleno de nombres y ausencias”, escribió Antonio Muñoz Molina.
Si como dice este escritor, “(un paisaje) es el paraíso detenido en el tiempo”, el paisaje más querido, el mayormente recordado, al que más veces recurrimos es el que se relaciona directamente con el modo en que miramos el mundo, con el tipo de vida que llevamos: todo paisaje, urbano, deslumbrante, borroso, lejano, construido, esperado, imprevisto, e incluso el nunca visto tiene la potestad de ser más largo que la propia vida: en su infinitud inicia y termina el mundo.

(Muñoz Molina en “El viaje en la arena”, crónica publicada apenas el sábado pasado en Babelia.)

“Casi me alegra la insolencia con que te instalas en mi corazón / y desvías la brújula del pensamiento / hacia los parajes que frecuentabas / tú / que eras secreta como una almendra / Ahora te atravieso como a una plaza sin sombras / Te adivino como a una moneda que ofrece cara y cruz al mismo tiempo / Te leo como a un libro que pudiera abrirse en todas sus páginas a la vez / Y creo que corriges / ay / tan a posteriori / nuestros malos recuerdos”
Ulalume González de León, “Muerta” en Descripciones

martes, 28 de julio de 2009

Fantasmitas


A más de algún conocido, pariente o amigo le ha acontecido algo extraño, algo que carece de una explicación más o menos coherente, que más allá de tener como eje transversal lo razonable pende de un hilo tan delgado que raya en lo inverosímil, que en cuanto lo cuentan se les tacha de mentirosos, lunáticos, inventores: se les acusa, en el fondo, de no querer pertenecer a todo este conglomerado de seres terrenales con los que convivimos y con los que nos confundimos.
Se sabe de fantasmas, apariciones, voces, presencias, imágenes, arrastre de cadenas, pláticas de vivos con muertos que no pertenecen a este mundo práctico y sólido que vemos a diario: quien ha sido testigo de tamaña desproporción mental, visual o auditiva no siempre la tiene fácil para convencer a sus semejantes del hecho: su tarea es de proporciones titánicas, desmedidas en fondo y forma. Quizás el solo hecho de divulgar ese fenómeno le valga para pasar por un ser extraño, por un sujeto al que por siempre se le conocerá como a alguien al que le falta un tornillo.
Más allá de la pertinencia –o despropósito– de discutir aquí acerca de la veracidad o falsedad de todas estas cosas, quiero poner el acento en la cualidad determinista que adquieren: de boca de un vecino si llega a los oídos, por ejemplo, de un futuro inquilino que en la casa o departamento que está por rentar o adquirir se escuchan ruidos extraños o se aparece de vez en cuando una anciana que ahí murió, éste optará por seguir buscando a dónde mudarse, descartando radicalmente tal oportunidad. La consigna de esa información cumple dos cometidos: enterar a las personas de qué es lo que va a rentar o comprar y, de paso, hacer mella en su decisión que, valga decirlo, las más de las veces acaba por no concretarse.
Esos edificios en que “se aparece…”, “se escucha…”, “se ve…” se distinguen de entre los demás, se les endilga una condición que no podrán desprenderse ya, a menos que los echen abajo o adquieran una fisonomía cien por ciento distinta a aquella que tenían cuando en su interior sucedían cosas extrañas: acontece incluso con las personas, si un buen día se les encuentra diferentes a aquella imagen que los acompañó por muchos años se abre, por principio, un paréntesis de sorpresa y, después, se rebobinan, a una velocidad inaudita, toda esa gama de recuerdos que luchan por ganar un pequeño espacio en la nueva impresión: batalla perdida, dirían algunos, pues la nueva fachada desplaza en un respiro a la antigua.

“Hace apenas un pensamiento estabas vivo / Decíamos, / él dice / él quiere / nos pregunta / Qué pronto nos pusimos a llorar / y a hablar de ti en pretérito imperfecto / No hubieras preferido menos duelo y más asombro? / Pero nadie quiso brindarte la oportunidad de la duda: / ahora sé lo que quiere decir el “muerto muerto” / Lloramos para perderte con todo y fantasma / por miedo a convertirnos en tu última casa”
Ulalume González de León, “Recién muerto” en Descripciones

Imagen: alhventana.blogspot.com

lunes, 27 de julio de 2009

De chismes y otros gritos (2)


Llevar y traer informaciones, desbaratar de un plumazo lo que con tiempo y esfuerzo fue construido, sacar a la luz lo destinado a los rincones y oscuridades, develar lo fantástico, lo misterioso, lo inverosímil, lo novedoso; comunicar siempre comunicar es la tarea primera del chismoso, ese es el caudal que llena sus alforjas que lleva siempre pegadas al cuerpo, cuyo contenido nunca es visto ni mostrado a terceros, mucho menos si éstos pueden echar abajo las primicias de las que vive.
Es una especie de ser que muta en cuanto se hace de un nuevo chisme y se ve impelido, urgido a comunicarlo a los destinatarios más prominentes, incluso a quienes nada tienen que ver con el asunto: en esa distinción radica quizá una de las armas cuyo doble filo no puede compararse con otra. Los interesados agradecerán con múltiples halagos, e incluso se ha dado el caso que se da a cambio algún objeto material por la información proporcionada; los menos beneficiados con ello, al contrario, se preguntarán por qué les fue compartido aquello que podría calificarse como irrisorio, sin importancia, desestimando ese oficio de vuelacercas y pregonero citadino.
El chismoso es, a veces, un ave rapaz. En otras semeja un cachorro que anda en busca de algún buen sujeto que lo adopte y lo lleve a casa. Incluso, puede llegar a ser un individuo al que se le tache de maligno, pero se excusa diciendo que únicamente está interesado en que aquella información llegue a buen puerto y haga el impacto deseado, y no se pierda en los tantos vericuetos que se abren en las relaciones entre las personas: vecinos, compañeros de trabajo, amigos, conocidos, socios, parientes, jefes-subalternos….
Existe, sin embargo, una variante “menos maligna”, el chismoso ocasional: aquel que se ve obligado por el contexto y las circunstancias a transmitir lo visto, lo oído, lo comprobado, lo necesario para desentrampar alguna situación determinada. Se trata de alguien que no hurga aquí y allá, en todas las conversaciones, en los escondrijos menos pensados en busca de aquel prodigio hablado: los dichos y declaraciones vienen a su encuentro con tanta desenvoltura que no hace más que encauzarlos hacia el lugar que considera más adecuado.

“Apenas muerto el muerto / se pone a crecer / Llena el cuarto / la casa / el tiempo / No cabe en nosotros / ni en todas las palabras con que intentamos olvidarlo / Un muerto es / interminable”
Ulalume González de León, “Muerto 3” en Descripciones

Imagen: vagosgarabatos.blogspot.com

jueves, 23 de julio de 2009

De azares y conjeturas


Un tipo en el camión venía hablando con otro acerca de hacer una apuesta: no obstante los argumentos de uno y otro por un largo rato no lograron ponerse de acuerdo sobre lo que se llevaría el ganador. Lo que uno proponía al segundo le parecía descabellado; y lo que éste decía al primero le resultaba impagable. Al final, tres o cuatro cuadras antas de bajarse, acordaron que el perdedor pagaría el sábado entrante un cartón en la carne asada en casa del Chelo (así lo llamaron).
Las apuestas corresponden a estados de ánimo cruzados; es decir, una apuesta involucra cuando menos a dos individuos, y el ánimo de ambos ha de estar sintonizado para trabar un pacto que habrá de dirimirse por los vientos del azar. Sin embargo, hay quien afirma que “es bueno” en las apuestas, en los voladitos, en la rayuela callejera, en el juego de naipes, en el dominó, en todo aquello que involucre cierta dosis de imposibilidad humana: esa cualidad de salir casi siempre vencedor tiene que ver con un misterio tan extraño como legendario.
Cuando la apuesta es sellada se disparan, en ambos sentidos, las conjeturas sobre el posible resultado, se sopesan los probables desenlaces atendiendo las circunstancias, se analizan las debilidades, pero sobre todo las fortalezas del adversario: en ese repaso milimétrico y concienzudo se pueden obtener datos que de tan precisos llegan a atemorizar: el convencimiento de que el oponente es más diestro en cierta arte hace mella en la confianza más empecinada.
La emoción contenida en espera del resultado puede seguir distintos senderos: las expresiones van desde el temor hasta el terror, recorriendo una paleta de sinsabores, tristezas y euforias; pero esa emoción es semejante a un estallido: si al final el saldo favorece se entra en una especie de anonadamiento del que no se saldrá sino poco a poco aunque todo retumbe alrededor, pero si, en contraparte, el resultado es adverso unos ruidos extraños acompañarán cada paso del perdedor hasta que la revancha quede signada.

“De la intemperie de la noche entro a este cuarto / De la intemperie de este cuarto entro a este sueño / De la intemperie de este sueño entro a tu cuerpo: / túnel de noche por la noche / de sueño por el sueño / adentro que no tiene más adentro / lugar último”
Ulalume González de León, “Lugar” en Descripciones

Imagen: se trata de una pintura de Carlos Varela, titulada "Juego de azar", encontrada en: http://www.carlosvarela.com.ar/

miércoles, 22 de julio de 2009

Luna lunera


La luna, desde que recuerdo, ha estado allí, colgada de la nada, como un horizonte que por más intentos de acercamiento sigue distante y, al mismo tiempo, tan cercana como el primer día. Pretender alcanzarla con tan sólo estirar el brazo se convirtió, con el paso del tiempo, en un fracaso menor: al principio, su lejanía implicaba la no realización de un sueño; ahora no pasa de ser una certeza sensible aunque tremenda e implacable.
Sabines escribió que “la luna se podía tomar a cucharadas, o como una cápsula cada dos horas”. No obstante la distancia descomunal entre la luna y nosotros, la familiaridad que se circunscribe en nuestra cotidianidad con respecto a ese satélite natural ha llegado a un estado parecido al paroxismo: la exaltación en el afecto por su blancura y redondez ha marcado una relación tan inexistente como extrema.
Hay quien afirma que la luna es buena para la escucha de tragedias, soledades, desatinos y cuanta desmesura se le pueda ocurrir a alguien. El secreto mejor guardado, dice más de uno, es aquel que se le cuenta a la luna. La distancia mayor y, por consiguiente, la menos probable en salvar es la que se abre de aquí a la luna: en esa dimensión puede tener cabida toda clase de acontecimientos o, por el contrario, no suceder gran cosa. Allí hay guardadas asimismo tantas cosas olvidadas de la infancia, tantas calles, tantas vidas, tantos dolores.
“Anda en la luna”, por otro lado, es una frase que se le atribuye a quien muestra una actitud ausente, desinteresada e informe ante toda manifestación que de algún modo le atañe. Andar en la luna, sin embargo, podría considerarse también una delicada manera de salirse del mundo sin poner siquiera un pie fuera de él. Andar en la luna es, con todo, andar con uno mismo: la vuelta a la tierra tiene lugar, entonces, cuando se deja de estar en esa anchura que hay entre nosotros y la luna lunera.
(A propósito del aniversario celebrado en esta semana acerca del acontecimiento lunar de hace 40 años.)

“Hay sumideros que se tragan al tiempo / Momentos sin imágenes que el ojo vive sin parpadear / y de los que nada queda ni en las retinas ni en la memoria / Y habrá que probar después que allí estaba mi ventana al mundo / la vehemente bugambilia / el muro con su crónica en clave de humedades / la historia más difícil más amada / el dolor y todas las cataplasmas / los libros terminados perdidos para siempre….”
Ulalume González de León, “Fascinación de la ausencia de tiempo” en Comentarios

martes, 21 de julio de 2009

Tienes cara de....


No es posible atravesar los días sin ser visto (a menos que alguien haya descubierto ya la fórmula de la invisibilidad). Estar al alcance de ojos extraños supone, a veces, andar por un camino tortuoso: no falta quien, echando mano de quien sabe qué malditos oficios, te endilga alguna profesión que nada tiene que ver con tu existencia diaria. En esa exposición a los pareceres ajenos si se sucumbe ante la fatídica declaración se pueden sufrir mutaciones diversas y sucesivas de tan particular fuerza que se acaba siendo aquello que no se es. Hay que andarse con cuidado.
Cuando menos se piensa, incluso cuando más empeño se pone en cierta actividad, alguien suelta la frase lapidaria: “tú tienes cara de que… eres matemático”. ¡Carajo! Y entonces las evidencias apuntan a que el susodicho lleva los números en los ojos, colgando de los brazos, signados en la frente, como un escudo entre pecho y espalda, y además va dejando en el suelo una serie de cuatro en cuatro –como las que dejaban de tarea en la primaria– impresa con sus huellas. ¿En qué se basan esos endilgadores de talento para determinar quién es bueno en qué cosa?
Y los oficios y profesiones que esgrimen los sabelotodos van desde lo irrisorio, lo ridículo, lo impositivo, hasta lo estrambótico, desalentando incluso a aquel que ya había comprobado, por ejemplo, que su desempeño en el deporte era óptimo pero que, para ellos, para su ojo experto, podrían ser buenos chóferes de taxis del aeropuerto: la desgracia tiene distintos rostros, y uno de los más crudos es la desaparición ipso facto de una certeza largamente trabajada.
Si los rasgos del rostro, producto de una herencia a la que no se puede renunciar, y los gestos repartidos ante toda clase de situaciones determinan a qué se puede dedicar uno el resto de la vida, habría entones que institucionalizar una nueva manera de test vocacional, cuyos parámetros estarían dictados por un vistazo multidisciplinario pero del todo ajeno a nosotros. Si “la realidad de la máscara es el rostro”, como decía Xavier Villaurrutia, saquemos de los armarios todas las máscaras que hemos guardado a lo largo de los años y ajustémoslas a nuestra nueva manera de conducirnos por el mundo, quizá allí haya algo escondido que nos reditúe satisfacciones a largo plazo.

(El pasado viernes murió en la Ciudad de México la poeta y cuentista Ulalume González de León, nacida en Montevideo pero nacionalizada mexicana cuando tenía 17 años. Interrumpo la serie dedicada a Carmen Villoro para incluir textos poéticos de Ulalume, como un pequeñísimo homenaje por sus letras.)

“Inventando que vivo / en palabras me pierdo / Dónde empieza la vida? / Dónde acaba mi cuento? / Se abren todas las puertas: / busco la que se niega / Cada cinco minutos / gano y pierdo una apuesta”
Ulalume González de León, “Inventando que vivo” en Juegos

lunes, 20 de julio de 2009

Por lo propio


¿Qué es el nacionalismo, cuánto vale? ¿Quién es más nacionalista, el que defiende de “ataques extranjeros” a su patria o el que la construye desde abajo? Me pregunto todo ello porque en mi bandeja de correo aparecen continuamente envíos (todos de conocidos) que promueven la defensa de tal o cual producto mexicano frente al de otro lugar, la votación de un sitio nacional para que pueda ingresar en las nuevas maravillas del mundo, la elección por medio del voto de la bandera más bonita del mundo, el desprestigio que se hace del “identitario nacional” por parte de compañías trasnacionales con el objeto de incrementar ventas o abrir nuevos mercados (ejemplos, Coca Cola, Memín Pingüín; que, debo aclararlo, no son del todo desechables), todo ello con un afán de resaltar lo nuestro ante lo venido de tierras extranjeras. Y sin embargo, a pesar de lo dicho, me cuento entre los que contemplan comprar lo hecho aquí.
Volviendo a las preguntas iniciales, ¿es ese reduccionismo ramplante el nacionalismo que impera? ¿Por qué tanto vigor se empeña, por ejemplo, cuando se trata de repeler las oleadas invasoras de discursos y declaraciones y, al mismo tiempo, tamaña dejadez ante el acostumbramiento del devenir de una vida tan mexicana como sajona? El punto de encuentro de dos culturas quedó diluido hace mucho tiempo: si se quiere permanecer al margen del trotar globalizante en que ha caído el mundo cerremos las fronteras terrestres, aéreas, marítimas y de toda índole, y arreglémonoslas como podamos. Y no me postulo en favor de una globalización descarnada, galopante, sólo pongo el acento en que es complicado (mas no imposible) hoy sustraerse ante el embate diario de tanto intento extranjerizante; y en el peligro de caer en la tentación de una defensa a rajatabla de todo ese conglomerado que consideramos “lo nuestro”, cuando lo cierto es que de “nuestro” ya no tiene ni una pizca.
No pido una aceptación gustosa y total de lo que nos acontece por mediación de intereses ajenos al territorio nacional, pero, lo aventuro, nuestro territorio, incluso, ya no tiene un estatus propio. Me viene a la mente ahora, por ejemplo, la argucia que divulgan algunos respecto a que cuando se trate de ir al súper a hacer compras lo hagamos en Soriana, una tienda de capital mexicano. Es loable la intención, no así lo que hay detrás: más de dos veces he ido a tal comercio y en todas esas ocasiones el servicio ha sido malo, cuando no pésimo y lamentable. ¿A dónde ir, entonces, a lugares que por un rasgo de identificación nos ligan a ellos aunque salgamos siempre decepcionados, o a otros donde acontece todo lo contrario, aunque, debo decirlo, a veces raya en una simplicidad bonachona y detestable?
Cárdenas, sin querer sonar reduccionistas, no fue más que un tipo que quiso apropiarse de un producto (la nacionalización del petróleo) que más que nacional era moneda de cambio por un progreso que de algún modo tendría que llegar. Ahora sí que el “Tata” Cárdenas estuvo en el momento y lugar exactos: nada más, y esa oportunidad le guardó un lugar en la historia. Con esto quiero decir que el nombrado nacionalista en realidad vende lo propio para poder acceder a lo ajeno. Así de sencillo, así de simple. ¿A qué apela, entonces, aquel que quiere hacer de un motivo propio-nacional un frente común? ¿De dónde brota ahora tanto nacionalista que defiende a ultranza tales postulados y, sin embargo, no contribuye a la construcción de un mejor país, comenzando por eliminar tales manifestaciones (posiciones cerradas, cadenas de correos, declaraciones insulsas) que únicamente perfilan un estado colectivo esquizofrénico y miope? Que quede asentado, sin embargo, que no aplaudo la “invasión” que se hace de los motivos nacionales, lo que denosto es el repentino interés por la reivindicación de todo aquello que nos es cercano, familiar casi, cuando de esto venimos sufriendo desde antes de que los españoles pisaran estas tierras. Después de contribuir al saqueo ahora se alarman al darse cuenta lo poco que queda.

“Cómo darte las gracias / por la luz palpitante de aquel faro, / por el sonido suave de los remos / en esta noche grande. / Es más ancho mi pecho. / Hoy le caben los puertos, / hoy que encallas / tibiamente / junto a mí”Carmen Villoro, “Ulises cotidiano”

miércoles, 15 de julio de 2009

No lo resuelve


No ha partido aún, no se ha quedado siempre tampoco. En ese intersticio respira aún el último resabio de esperanza que sobrevive a toda tempestad angustiosa. Imagina que la vida puede ser extrañamente un círculo de aciertos y errores que estamos condenados a repetir cada cierto tiempo, cada cierta distancia, en cada nueva aventura de los días.
Va y viene. Sale y entra. Lee e interrumpe enseguida la lectura. Le da un trago a la cerveza. Intenta encender un cigarrillo. Desiste. Se asoma por la ventana. Cambia el disco en estéreo. Sube el volumen. Prepara la cafetera. La conecta. Revisa algunos cartones de películas a la mano. No lo convence ninguna. Abre una revista. Hojea distraídamente. La cierra. Piensa en bañarse. Lo descarta. Toma el periódico. Inicia un crucigrama. No lo resuelve. Vuelve a la lectura. Le da otro trago a la botella. Toma de nuevo el cigarro y el encendedor. Los arroja. El círculo se agranda y ensancha, y sus alcances son inciertos pues todo sucede sin su consentimiento; más aún, sin conciencia de nada casi.
En él hay letargo. Cansancio. Agobio. Desgana. Insufribles segundos. Poca inventiva. Nulos ánimos. Escasas risas. Mínimas palabras. Silencio. Algo, un poco, atisbos de silencio. El aire está intocable. Temor nocturno. Frío. Dolores (físicos, sobre todo). Miradas desde muchos ángulos, de distintas alturas. Abigarrados aconteceres. Actos por puro reflejo. Insomnios letales. Insomnios de todos colores. Insomnios veleidosos. Insomnios que zarpan temprano y atracan en cuanto anochece. Y a la vuelta a la página está ya a la vista, en espera, incansable, a punto.
El paisaje no ha variado en absoluto en los últimos tiempos; a lo mucho, se suceden algunas escenas no vistas antes que, sin embargo, no tienen el vigor suficiente para desbaratar un horizonte y construir otro al instante y aún más, sobre las viejas ruinas. El espejo de los días no acaba por empañarse, pero no pasa mucho tiempo antes que mude de gesto: hay allí, en su reflejo, otro que no es él y que lo suplanta, con descaro; o quizás sí lo es, sólo que por más que se empeña no logra reconocerse.

“Pasa el tren / silbando entre la noche. / ¿Es el tren que atraviesa las ciudades, / o es el tren interno / que rompe su sirena en mi memoria? / Lamento de metal, / bala de tiempo, / animal luminoso entre los llanos, / su rabia bamboleante / tiene algo que ver con mi silencio”
Carmen Villoro, “En sepia” –VI– en Que no se vaya el viento

Imagen: fotosgrises.blogspot.com

martes, 14 de julio de 2009

Otro domingo (ahora sí) sin sol


Es imposible. No puede tratarse de otro día: es domingo. Todas las señales indican que se trata de un domingo como cualquier otro que ha venido y se ha ido sin más alteración que un número distinto en el calendario o en la casilla del mes en turno. Amaneció, ese día, sin embargo, con un telón gris pendiendo del cielo bajo: al poco rato se desató una de esas lloviznas que se ven a menudo y que, por más ímpetu y persistencia que muestren, no pueden llamárseles tormentas. Tienen, a lo mucho, cierta condición ineluctable, una humedad que se unta con desparpajo.
El domingo no puede instalarse en otro día, pues se trata de una vieja condición que no podrá ya desprenderse. En sus horas de invención acontecen toda una sarta de actos que inequívocamente no podrían ser reconocidos si vinieran en el fatídico sábado o en el jueves aguafiestas: de ello depende su permanencia en el imaginario semanal, de su inquebrantable decisión de escindir todo aquello que amenaza con la invasión de sus oquedades bien llamadas “dominicales”.
Y es que el domingo no es otra cosa que un paréntesis, un letargo que vientre adentro no guarda un espacio, ni uno siquiera para que la intuición se instale: de ese mandato al sonambulismo no media ni un metro, ni una palabra, ni una puerta, ni una ventana abierta, ni un tendedero, ni un mediodía abrasador, ni un pretexto para no dejar la cama en todo el día, en todo el domingo, en un domingo que no se parece a otro porque así lo evidencian las páginas ominosas del calendario.
En un día domingo no hay tiempo para los juegos pirotécnicos: en su pardo atardecer, cuando mucho, surcan los aires una retahíla de cometas extraviados que han viajado miles de kilómetros para venir a morir en el horizonte que se divisa en el marco de la ventana que da a la calle: hay allí una consigna y una decisión de no irse de boca, trastabilleo de por medio, al saberse condenado a la tristeza en un día para siempre.

“Me prendo de la cama en mi naufragio. / Hago de las almohadas mi trinchera / porque detrás de la cortina / está la boca, el hoyo, / ese sepulcro. / Y sin embargo aquí no pasa nada, / es solamente que tengo seis años / y es de noche”
Carmen Villoro, “En sepia” –V– en Que no se vaya el viento

viernes, 10 de julio de 2009

De chismes y otros gritos


Dicen que el pregón en el barrio fue el antecedente más cercano del chisme, esa especie de voz pública que recorre rostros y rebasa días dejando marcas indelebles: ambos cumplen una función comunicativa que, de algún modo extraño, ensancha el acontecer en los alrededores. Y no sólo eso: ya nada es igual después del chisme. Todo muta y presenta un horizonte distinto: descifrar esos signos implica enterarse, sin ninguna pretensión, acerca de lo que el chisme ha llevado al otro lado del mundo, o quizá de la calle.
Dicen, también, que “los chismes prefiguran una gran batalla”. Y es que más allá de su cometido primero, los chismes son auténticos, grandes duelos a muerte: lo épico le guarda un reducto especial a este pasajero que igual viaja despacio, lento que a una velocidad incontrolable. Numerosas de esas peleas, lo aventuro únicamente, se habrán dirimido tras un vaivén verbal: la saliva, en esas lides, juega un papel protagónico, puesto que no de en balde se afirma que “quien tiene más saliva traga más pinole”. Quien dice más palabras es que tenía mejor preparada la estrategia.
La disputa, sin embargo, no se da sin un cometido particular; no hay chisme ni duelo a muerte que no busque la disolución de algo concreto: los vericuetos y canales que recorre el chisme para alcanzar su clímax, tras el cual no desaparecerá sino que expandirá sus redes, conducen, como antaño todos los caminos llevaban a Roma, al sitio de su origen: en esa vuelta a sus primeras voces busca legitimar lo que dejó en el otro extremo: lo dicho y comunicado no podrá ser ya deshecho, desmentido ni se verá disminuido en lo más mínimo.
De las cualidades de los chismes, a estas alturas, todos están enterados, de sus alcances, sin embargo, pocos saben, o quizá nadie, qué esferas o vidas puede llegar a romper, descuartizar, aniquilar: la vorágine que lleva en su interior sólo es comparable con aquel ímpetu que muestra quien arremete contra esos molinos de viento que pueblan la memoria de todos los que, alguna vez, han jugado a decir al oído algunas palabras que tras compartirse se convierten en una aseveración, no comprobada ni probada por nadie en ningún tiempo.

“Mis juguetes volvieron con la tarde, / culpa de un quejido en la escalera / (su madera nostálgica y podrida), / o de aquella bombilla que no prende. / Fantasmas certeros / me desnudan de tiempo. / Pequeños tranvías / recorren mis arterias en silencio. / Párpados de metal multiplicado / esconden las ventanas / de tal suerte / que bien podría la ciudad / haberse sumergido”
Carmen Villoro, “En sepia” en Que no se vaya el viento

Imagen: farceck1.wordpress.com