La carretera es angosta, y por momentos serpentea, lo que obliga al automovilista a hacerla de equilibrista en un vacío montañoso que provoca vértigo en más de alguno. A duras penas logran verse algunas luces, desperdigas en la distancia, de lo que en otros tiempos se conoció como el Llano Grande: hoy es un pequeño charco luminoso que logra asomarse por encima de la cadena montañosa. Como una toma en picada aparece otro poblado: una mancha deslavada que conforme el ascenso se va empequeñeciendo sin remedio. Y la carretera sigue, cerro arriba, curvas arriba, cielo arriba, buscando el horizonte añorado. Y yo, mientras tanto, al volante, sigo con una sed desconcertante.
Las ventanillas abajo dan entrada a un aire que aguijonea, que deja una inquietud punzante en la piel: de pronto el ambiente es inquietante como esos animales molestos que se empecinan en rondar el mismo sitio por horas. Echo mano del suéter y en tanto me reacomodo en esa tibia comodidad, de pronto, despierto en medio de un verdor espumoso. No hay contrastes, todo está como trazado a propósito: por donde se vea nada más hay verde, sólo verde, únicamente verde.
Desperté, insisto, en medio de un verdor espumoso. Sólo eso. No había nada más. No pude distinguir otra tonalidad: más acá los respiros espaciados y miradas que iban a ambos extremos, y al fondo resaltaba un verde uniforme, que se extendía como si de un mar que crecía cada vez más se tratase. No, no había otro color alrededor: las pocas palabras dichas incluso revoloteaban verdosas. Hubo un momento en que en los costados de la carretera brotaban intermitencias, luces que en un segundo se encendían y al instante se fundían en aquel verde inmisericorde, húmedo, plano como el valle dejado abajo.
En el interior de ese verde abultado, mientras afuera la noche mutaba de un oscuro pesimismo a un matiz verdemente inquebrantable, hubo tiempo para deletrear los signos más cercanos y los rostros más a la mano, para aspirar con toda la fuerza del mundo y llevar garganta abajo una caliente taza de canela, para inscribir en las hileras de árboles incansables rastros que al fin acababan verdes, para dejar flotando en el aire la consigna de retornar a ese territorio que verdea por donde quiera que se le mire, aun cuando los ojos permanezcan cerrados.
“La nube se suicida: / lluvia / La lluvia / a sí misma se borra / y cuando hace un espejo / ya no puede mirarse / Quema el sol los espejos / Del agua muerta asciende / el alma vaporosa: / nube / Y algo ha cambiado? / Hay una flor azul que antes no estaba / Falta la sed de un pájaro”
Las ventanillas abajo dan entrada a un aire que aguijonea, que deja una inquietud punzante en la piel: de pronto el ambiente es inquietante como esos animales molestos que se empecinan en rondar el mismo sitio por horas. Echo mano del suéter y en tanto me reacomodo en esa tibia comodidad, de pronto, despierto en medio de un verdor espumoso. No hay contrastes, todo está como trazado a propósito: por donde se vea nada más hay verde, sólo verde, únicamente verde.
Desperté, insisto, en medio de un verdor espumoso. Sólo eso. No había nada más. No pude distinguir otra tonalidad: más acá los respiros espaciados y miradas que iban a ambos extremos, y al fondo resaltaba un verde uniforme, que se extendía como si de un mar que crecía cada vez más se tratase. No, no había otro color alrededor: las pocas palabras dichas incluso revoloteaban verdosas. Hubo un momento en que en los costados de la carretera brotaban intermitencias, luces que en un segundo se encendían y al instante se fundían en aquel verde inmisericorde, húmedo, plano como el valle dejado abajo.
En el interior de ese verde abultado, mientras afuera la noche mutaba de un oscuro pesimismo a un matiz verdemente inquebrantable, hubo tiempo para deletrear los signos más cercanos y los rostros más a la mano, para aspirar con toda la fuerza del mundo y llevar garganta abajo una caliente taza de canela, para inscribir en las hileras de árboles incansables rastros que al fin acababan verdes, para dejar flotando en el aire la consigna de retornar a ese territorio que verdea por donde quiera que se le mire, aun cuando los ojos permanezcan cerrados.
“La nube se suicida: / lluvia / La lluvia / a sí misma se borra / y cuando hace un espejo / ya no puede mirarse / Quema el sol los espejos / Del agua muerta asciende / el alma vaporosa: / nube / Y algo ha cambiado? / Hay una flor azul que antes no estaba / Falta la sed de un pájaro”
Ulalume González de León, “Cambios” en Descripciones
Imagen: http://www.iata.csic.es/