viernes, 18 de diciembre de 2009

Raíces


Tiene poco más de sesenta años. Es frágil. Su cuerpo es endeble. Camina siempre con la mirada aguzada, como si pretendiera que todo lo que acontece a su alrededor no se le escapase. Aprendí de ella un poco de eso. Hay que estar despiertos, con los ojos en dos lados distintos a un mismo tiempo. Ella lo sabe hacer bien. Hay en ella un impulso a la reflexión cotidiana, a la hechura que no está peleada nunca con la premura: tiene la cualidad de adelantarse a los acontecimientos, los prevé, los imagina, los visualiza un segundo antes de su aparición. En ese sentido, mas no el único, es visionaria.
Su manera de moverse en el mundo siempre ha sido con cautela, con temor casi podría decirse. Esa diligencia es una característica que no la abandona, siempre lleva una especie de prisa que tal vez sea primigenia, aprendida, heredada. No obstante su cuerpo menudo la fortaleza de sus adentros brota a la menor provocación en el ambiente: me viene a la cabeza aquel día en que se interpuso entre el envión de un golpe y yo: lo detuvo, lo recibió, lo amalgamó, lo desapareció antes de que llegara a mí. Es, por donde se le vea, una heroína, una mujer irrepetible, a ratos insondable en sus querencias más acendradas.
Años atrás llevó una pañoleta en la cabeza. Todos los días. Fuera a donde fuera, hiciera lo que hiciera. Su figura era distinguible en todo momento, a su paso por cualquier sitio. Aquel objeto sobre su cabeza se volvió más que costumbre una señal de su presencia. Recuerdo, sobre todo, una blanca con cuadros azules: el contraste con el tono de su piel la hacía parecer hermosa. De hecho, sigue siendo hermosa. Ya no luce una pañoleta, más bien lleva el pelo cortísimo, y una planicie de canas asoma en el norte de su cuerpo.
Definir a una mujer que ha estado en todos los años que se llevan de existencia es una tarea de suyo complicada, pues su presencia va más allá, al antes de venir al mundo: no temo que en esa tarea se me escapen detalles –eso sucederá por más cuidado que se ponga– sino que las letras no alcancen la estatura que ella ostenta. Hay deudas que surgen un día cualquiera y que, con el transcurso del tiempo, se van incrementando a pesar de abonar un poco cada vez que se pueda: la certeza de saldar dicho adeudo no llegará nunca, pues quedar a mano es una posibilidad del todo remota. Mi madre, además, sabe que sus ojos no verán ese día.

“(….) El corazón es una secreta soledad. / Sólo el amor descansa entre dos manos, / y baja en la simiente con un rumor oscuro, / como torrente negro, como aerolito azul, / con temblor de luciérnagas volando en un espejo, / o con gritos de bestias que se rompen las venas / en las calientes noches de insomnes soledades. / Mas la simiente trae a la visible e invisible muerte. / ¡Llamad, llamad, llamad vuestro rostro perdido / a orillas de la gran sombra”
Vicente Gerbasi, “Mi padre el inmigrante” –II–

jueves, 10 de diciembre de 2009

Palabrotas


Cuando era niño lanzar una “mala palabra” –si era escuchada por los vigilantes del buen decir– conllevaba una pena. Al pronunciarla se infringían algunas reglas, unas clarísimas y otras no escritas: el peor castigo provenía de aquella lapidaria frase “te vas a ir al infierno”; de este modo se entraba en una especie de sonambulismo citadino. Incluso había niños que rompían a gritos y agrandaban de tal manera sus ojos cuando escuchaban alguna mala palabra que el autor se sentía un extraño espécimen de dos pies en el lugar incorrecto. Así, decir “palabrotas” era semejante a llenarse la boca de piedras calientes. Algo ardía por dentro, y dicha quemazón se extendía inexorable.
Las “malas palabras”, decían con insistencia parientes, maestros, familiares, los mayores en sí; no acababan allí, sino que inducían a cosas peores: el niño que empezaba diciendo groserías con seguridad acabaría convirtiéndose en un delincuente, vago, malviviente; en fin, en un tipo de la calle, de aspecto y futuro deplorable. Decirlas, no sin antes llenarse de aire los pulmones, implicaba un arrobamiento desconocido aunque efímero: quien osaba decir malas palabras se investía de una autoridad que delimitaba un territorio escindido que pasaba a ser propio. No eran recomendables pero todos las atesorábamos y soltábamos en algún momento determinado. Las dotábamos de poder, de un veneno que aniquilaba al más recio.
El que se desdecía de las “palabrotas” (mal entendidas porque no son más que palabras de muchas sílabas: in-con-men-su-ra-bi-li-dad, por ejemplo) sin embargo era visto como una especie de cristiano arrepentido: tal actitud granjeaba numerosos derechos, entre los que figuraban ser apreciado como una persona normal, apto para encaminarse al cielo, merecedor de una golosina, permisos para salir a la calle o ver el televisor –quien tuviera–, entre otras enmiendas placenteras. Tras la fórmula mágica de inmediato sobrevenía una transformación que iba de pequeño demonio a niño ejemplar.
A menudo, según las ganancias, eso se convertía en un acto reflejo, en una estrategia que funcionaba como relojito para aparecer brillante aun cuando por dentro no hubiera luz ninguna. La cosa de la regeneración –de pequeño grosero a bien portado– adquiría tintes desastrosos cuando se daba una lección al grupo –escolar, de amigos, familiar– poniendo como ejemplo a seguir al recién converso. La carga sobre sus hombros, no obstante, era tremenda y en ocasiones lapidaria de su confianza. A más de eso, en ese justo instante era ya el enemigo número uno de la totalidad del grupo.

(A propósito de la risible amonestación que hace unos días le hiciera la Secretaría de Gobernación a los moneros Jis y Trino por decir una mala palabra en un programa radial)

“(….) Atrás queda la luz bañando las montañas, / los parques de los niños y los blancos altares. / Pero también la noche con ciudades dolientes, / la noche cotidiana, la que no es noche aún / sino descanso breve que tiembla en las luciérnagas / o pasa por las almas con golpes de agonía. / La noche que desciende de nuevo hacia la luz, / despertando las flores en valles taciturnos, / refrescando el regazo del agua en las montañas, / lanzando los caballos hacia azules riberas, / mientras la eternidad, entre luces de oro, / avanza silenciosa por prados siderales”
Vicente Gerbasi, “Mi padre el inmigrante” –I–

miércoles, 9 de diciembre de 2009

¿Fuiste a la Fil?


¿Fuiste a la Fil? Esto me ha preguntado mucha gente ahora que terminó lo que hoy llaman “la Fiesta de los Libros”. Término que pondría yo en tela de juicio por muchos motivos. Y algunos, antes de que yo contestara, han agregado ¿qué compraste? La primera respuesta que doy es “sí, si fui”, y la segunda, “no, ninguno”. Y esto último tiene que ver con la duda que tengo respecto a esa leyenda que sueltan por los aires apenas se acerca el evento: “la Fiesta de los Libros”.
Es bien sabido que en nuestro país el índice de lectura es raquítico, si hablamos de una media nacional. Hace tiempo un programa federal proponía una panacea (y la llamo así porque eso resultó): “hacia un país de lectores”. Lo delicado de la cuestión –“donde la puerca torció el rabo” diría más de alguno– es que la estrategia para poblar al territorio nacional de gente lectora adolecía de mecanismos para incentivar la lectura y de herramientas para medir los resultados que se fueran obteniendo. Una feria del libro, entre otras cosas, debería apuntar hacia allá sus baterías: a dotar a la gente de libros para que se iniciase en la lectura. Cosa que en la pasada Fil no se vio por ningún lado.
Una auténtica “Fiesta de los Libros” más allá de la exhibición de miles de títulos, presentaciones acartonadas de libros, pasarela de editoriales conocidas y de prestigio, importación de autores y charlas con un aforo multitudinario, presentación en sociedad de “escritores” (mal nacidos), tipo Yordi Rosado y toda una pléyade de infaustos profesionales de la pluma que aglutinan corrillos desenfrenados; tendría que armar su estrategia en torno a la mayor venta posible de libros, pues, al final, el libro –dotándolo de decisión– quisiera ser hojeado, comprado, abierto y leído. Sin embargo los precios de los volúmenes en la feria resultó por demás ofensivo.
La “Fiesta de los Libros” devino “festín de amasadineros”. El negocio, oneroso, exultante, despótico, ofensivo, se privilegió por encima de cualquier otra actividad. La Fil, de manera lamentable, se ha erigido como un elefante blanco: si un visitante al recinto ferial tras echar un vistazo a las novedades y demás volúmenes acaba saliendo de allí sin comprar por lo menos un título, entonces la cosa cojea, no de un pie, sino de muchos. Y esto va más allá de la crisis económica que todavía no acaba de irse. Una “Fiesta de los Libros” sería tal cuando los títulos estuvieran al alcance de cualquier bolsillo. Un país de lectores pasa por ese tamiz.

“Venimos de la noche y hacia la noche vamos. / Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores, / donde vive el almendro, el niño y el leopardo. / Atrás quedan los días, con lagos, nieves, renos, / con volcanes adustos, con selvas hechizadas / donde moran las sombras azules del espanto. / Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses, / solos en la tristeza de lejanas estrellas. / Atrás quedan las glorias como antorchas que apagan / ráfagas seculares. / Atrás quedan las puertas quejándose en el viento. / Atrás queda la angustia con espejos celestes. / Atrás el tiempo queda como drama en el hombre: engendrador de vida, engendrador de muerte….”
Vicente Gerbasi, “Mi padre el inmigrante” –I–

martes, 8 de diciembre de 2009

Del tiempo


El tiempo es una molestia. Sujetarse a él no depende de voluntad o sumisión, sino de una mera disposición a la cordura. Cuando Cortázar decía que llevar un reloj en la muñeca equivalía a llevar encima un pequeño infierno personal se refería a esa noción de que el tiempo es una carga pesada de la que muchos no pueden desprenderse. Y quizá, más que no pueden, no quieren. O lo que es lo mismo: el tiempo estampa un sello personal en aquel que se convierte en su fiel súbdito, un emblema que pasa por un ajuste doctrinario a la cotidianidad y sus enmarques. Ahí justo donde acampa la cordura.
El tiempo, aún con todas sus trampas e ingratitudes, es un aliado. En la guerra (entendida como esas batallas que es preciso dar) y al momento de planear se convierte en una herramienta de enorme valía. Es el brazo poderoso que sostiene el empuje de lo efímero, que lo lleva con bien a su morada, intermedia o final. Aún con todo, el tiempo no obra siempre en nuestro favor: en esa línea mínima es donde se encuentra el maravillarse ante su transcurrir o sucumbir a esos encantos que lo vuelven imperecedero. No es que uno viva pendiente del tiempo, es que es preciso atarse un tobillo a su vaivén para no quedar fuera de sus alcances y territorios. El tiempo acapara, y en ese acaparamiento, sea cual sea la decisión de cada quien, queda uno dentro de sus márgenes.
Mas no es así en las vicisitudes, donde el tiempo súbitamente se transforma en un ente demoledor, encimoso, capaz de desbarrancar hasta el más seguro de sí mismo. Se sabe de muchos que han caído fulminados ante sus embates. Más aún, es infinita la lista de aquellos que han extraviado parte de sí en sus inmensos vericuetos, en su guillotina de la irreversibilidad. Esa certeza, por sí sola, detenta un poder al que por más que se quiera no es posible sustraerse: su no vuelta atrás trae aparejado un aniquilamiento que da alcance a todo sin miramiento alguno.
Si alguien, por cualesquiera razón, se cree fuera del tiempo, de sus límites ensortijados e invencibles, se debe a que su existencia ha transcurrido lejos de un centro que dicta cada acción y la dirección que sigue. O porque, en el fondo, desconoce que no logró sobrevivir a su propio tiempo interno. Existir bajo esa sombra provoca que el individuo desarrolle otras habilidades: el tiempo hace que se convierta de un momento a otro en escapista, en presidiario, en asesino, en marginado, en un manipulador del tiempo a tal grado que nada, ni el más mínimo retraso, le pone un velo para que no contemple la eternidad, ese sitio del cual el tiempo es su más fiero perseguidor.

“Hay diferentes maneras de estar muerto, / aun estando vivo en medio de los planetas, / con nuestra cara semejante a la tierra / fotografiada desde Géminis 13, / viendo nuestros propios ojos / rodeados de huesos, / un poco más arriba de los dientes; / ensimismados en los ojos de los pescados / que nos miran en las pescaderías iluminadas. / Hay muchas maneras de estar muerto / y siempre nos es dado tomar nuestro cráneo / y ponerlo a reposar al borde de la tumba / o llevarlo al gran salón de baile, / como tal vez lo hizo Hamlet, / mientras Ofelia ponía un velo de luna nevada, / ay, de luna nevada entre los abedules”
Vicente Gerbasi, “Hay muchas maneras de estar muerto”

Imagen: desestressate.blogspot.com

viernes, 4 de diciembre de 2009

Lo que está allí


Todo el tiempo está sucediendo algo. Alrededor. Aquí. En un sitio que la vista no abarca. En un lugar remoto, a la vuelta de la esquina, en las azoteas, tras las ventanas cerradas, más allá de los cerros y los mares. Lo que acontece a veces no nos es dable descifrar, o aquilatar, o saborear. Inmersos en un vaivén que acaba por envolvernos con sobrado desparpajo a menudo no consideramos todo ello. La cuestión es que de algún modo pensamos que esos fenómenos o sucesos nos son ajenos no obstante que en el fondo nada lo sea.
Mehdi (niño protagonista del filme Mil meses), llevando una silla sobre su cabeza, gana un espacio en el cerro al pie del cual se encuentra el pequeño poblado donde vive. Desde esa especie de techo alto presencia, junto con todos los habitantes del pueblo, el momento en que la ciudad, a lo lejos, se ilumina apenas anochece. Un espectáculo al que acuden todos los días con renovado entusiasmo: se trata de un suceso cotidiano que para la comunidad nada tiene de común, y sí mucho de espectacular.
Clarisse McClellan le señala a Montag (personajes de Fahrenheit 451) que por la mañana las flores guardan un rocío nocturno. Atareado siempre en ir al trabajo o de éste a su casa el hombre no había percibido jamás tal cosa, ni otras tantas. Y es tal su asombro, no manifiesto al principio, que pasado un tiempo añora aquellas conversaciones con la joven vecina. Ella de algún modo siempre sencillo le hacía ver numerosas cosas y fenómenos que tenían lugar al alcance de la mano, al alcance de los ojos propiamente dicho. Montag se creía desvinculado de todo ello; Clarisse supo, llevándolo de la mano como a un niño que apenas da sus primeros pasos, cómo hacerle ver lo que allí estaba. No lo hizo descubrir, lo hizo ver.
Cuando se tiene noción de lo que está cerca pasado un largo tiempo de que se ha establecido esa cercanía, sobreviene una especie de golpe en la cabeza: tras el destanteo queda aprehender aquello con la intención de que sirva de guía en esos senderos en que lo imperceptible a menudo reina. Nada más cercano, por ejemplo, como la nube que toma figura de árbol: hay allí la certeza de que un sitio puede aparentar lo que por dentro no es. Basta echar un vistazo agudo a fin de desmenuzar y volver claro aquello que se presenta nebuloso e informe.

“En el valle que rodean montañas de la infancia / encontramos escritos en la piedra, / serpientes cinceladas, astros, / en un verano de negras termiteras. / En el silencio del tiempo vuelan los gavilanes, / cantan cigarras de tristeza / como en una apartada tarde de domingo. / Con el verano se desnudan los árboles, / se seca la tierra con sus calabazas. / Pero volverán las lluvias / y de nuevo nacerán las hojas / y los pequeños grillos de las praderas / bajo el soplo de una misteriosa nostalgia del mundo. // Y así para siempre….”
Vicente Gerbasi, “Escritos en la piedra”

Imagen: facdearq.blogspot.com

jueves, 3 de diciembre de 2009

Mucho de mí


A propósito de libros, lecturas, celebración del papel, pasarela de autores y fomento a la lectura, tan en boca de todos en estos días por la Fil, he recordado mis primeros días en estas lides lectoras. La cercanía con los libros sin duda es un asunto particular. A ellos se llega por muchos y variados caminos, y depende, a veces, de motivaciones íntimas o de cumplir con un mandato u obligación. Al final cada libro guarda algo para cada lector, y eso apreciable se va volviendo cada día más refulgente, abarcando terrenos impensables y estableciendo conexiones con lo visto ya y con lo venidero. Un libro, por ende, es intransferible.
En aquellos primeros días de los que hablo adquiría libros atraído únicamente por los títulos, sin conocer siquiera nada del autor o de la obra en sí. Allá por 1997, por ejemplo, en una pequeña librería del centro, hoy desaparecida y de la que no recuerdo ni el nombre, compré un libro delgado, cuyo título me deslumbró desde el primer momento: El sol que estás mirando, una novelita del escritor Jesús Gardea, hoy ya fallecido. En el mismo tenor, un par de años después me hice de La amigdalitis de Tarzán del peruanísimo Bryce-Echenique, que ya pasó por el filtro de la relectura; ambos residen en ese espacio que llamamos los “libros imprescindibles”.
Cuando se entra al sistema solar (por no llamarlo mundo, universo, entre otros adjetivos desgastados) de los libros, ávido y sediento, al principio más vale tantear el terreno; luego, el paso irá con más seguridad. Ya encaminados de un lado y otro vienen las recomendaciones, que no son del todo confiables: pasan por un tamiz del cual los residuos son tan finos y minúsculos que no es fácil apreciar. Y es que sucede que la lectura del mismo libro no deja cosas semejantes a quienes lo leen. Sin embargo hay aciertos, fortunas y deslumbres en ese sentido. La cuestión, entonces, es tirarse a ese vacío primigenio que supone comenzar un libro sea por elección propia o recomendado, y no con una actitud de esperar hallar algo sino con la más mesurada condición de búsqueda sin saber bien a bien qué.
Los últimos quince años de mi existencia he estado ligado a los libros de una u otra forma: en muchas lecturas se resumen mis perspectivas a corto y largo plazo, mi escasa formación, mis sueños develados y los todavía por construir, mis largas y añejas querencias, mis ocultos hallazgos, mi sed por descubrir por aquilatar por comprender por compartir, mis frustradas vocaciones, mis aciertos tan soñados, mis alucines pendientes, mis diatribas contra el mundo y su estado deplorable, mi eterna ligazón al cine y la música, algunos de mis mejores y siempre amados momentos con la Chica Azul. Mis libros conocen mucho de mí.

“El acto simple de la araña que teje una estrella / en la penumbra, / el paso elástico del gato hacia la mariposa, / la mano que resbala por la espalda tibia del caballo, / el olor sideral de la flor del café, / el sabor azul de la vainilla, / me detienen en el fondo del día. // (….) Reconozco aquí mi edad hecha de sonidos silvestres, / de lumbre de orquídea, / de cálido espacio forestal, / donde el pájaro carpintero hace sonar el tiempo. / Aquí el atardecer inventa una roja pedrería, / una constelación de luciérnagas, / una caída de hojas lúcidas hacia los sentidos, / hacia el fondo del día, / donde se encantan mis huesos agrestes”
Vicente Gerbasi, “En el fondo forestal del día”

Imagen: www.suburbiosutopicos.com

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Objeto futurista


El libro, por su contenido, es un objeto destinado a trascender esa condición raquítica, limitada. Es un imán; una cosa seductora al contemplarla, una piel al tocarla, un firmamento al leerla, un relámpago al guardarla. Cobra luz en cuanto se le abre, apenas se le hojea; páginas adentro detona la desmesura y un exquisito aroma deja escapar entre letras y renglones. El libro no es un equívoco como lo han proclamado algunos, ni un resumen de datos que conduzca al aburrimiento; es, antes que otra cosa, un invento que, a su vez, da a luz una serie de inventos que deslumbran desde el primer contacto. La inventiva se desata en cuanto se pasan los ojos por las primeras letras. Ahí comienza la locura.
Los libros, al igual que los demás objetos, se hacen viejos, se saturan de polvo, y en esa intermitencia, que serpentea del lomo al reverso, tienen la facultad de acumularse y multiplicarse en los libreros, encima del escritorio, en el ventanal, en el revistero del baño, en la mesa-buró, en los sillones y en cuanto lugar hacen suyo. Los libros pueden permanecer siempre a la espera, cerrados, mudos, intocables en el tiempo. O, caso contrario, recorrer esa misma trayectoria pero con las páginas abiertas, dejando salir el chorro inaudito que contienen. Ahí radica su belleza, su significación, su máxima potencia, el interés por atesorarlos.
Leer un libro no se compara con ninguna otra cosa; a este respecto, bien puede alegarse que, por ejemplo, meterse en el mar no se compara con nada; sin embargo, hay una línea, si se quiere ínfima, que separa ambas cosas: un libro puede llevarnos al mar en cualquier rato. Ahora, volver a un libro leído es tomar real conciencia de que somos inquilinos de una circularidad que no nos abandona, aunque el paisaje no sea el mismo: las páginas se encuentran frescas, humeantes, cálidas, irreconocibles. Releer no significa volver a pasar los ojos por lo ya visto, es una misma aventura que trae algo distinto cada vez. Lo nuevo que subyace a lo viejo conocido.
Ray Bradbury, lo decía hoy por la mañana Alfredo Sánchez en “Señales de humo”, es un subversivo: el novelista recomienda leer, pasar los días en las bibliotecas, alejarse de las aulas universitarias, vivir sumergido entre libros por horas y horas sin necesidad de asomarse al mundo. De este modo, recluido nueve días en una biblioteca, Bradbury escribió la primera versión de la novela Fahrenheit 451, en una máquina de escribir que funcionaba con monedas, como una rockola moderna. Ahí, en ese mundo polvoso, de pasillos inextricables, con una luz sempiterna, el autor estadounidense se sumergió en su universo futurista que, sin embargo, hoy no pasa desapercibido a nadie. El libro, por tanto, es una reliquia, es un invento moderno y, al mismo tiempo, un objeto futurista.

“Aquí he llegado / para imponerme el conocimiento de la eternidad, / para ver rodar mi cabeza / tiempo abajo, / arena abajo, / alucinación abajo, / hacia el metálico redoble de los truenos / que confunden las montañas / en negros ámbitos azules. // (….) Quisiera dejar un canto / para la eternidad, / enterrado en una vasija de barro, / un canto junto a mis huesos, / un salmo / para oír a Dios / en la música de un arpa, / para verlo en fuego de nubes / sobre los pueblos siempre nuevos / edificando con la arena del desierto, / y para ver el desierto / que lleva su silencio / del día a la noche / como continuación del firmamento”
Vicente Gerbasi, “Aquí he llegado”

martes, 1 de diciembre de 2009

No he vuelto todavía


La vuelta a los días de antes conlleva desatar un nudo de dolores, de emociones por largo tiempo trenzadas. Pero no se trata únicamente de dolores y emociones, pues constituyen apenas la punta de una madeja que tiene tantas vueltas, enroscadas, como es posible imaginar: y que lleva a las siempre deslumbrantes querencias que se anidan en alguna parte de los adentros. Basta un motivo, quizá no trascendental, nimio incluso, para acometer la empresa de enhebrar recuerdos e hilar el pasado con el presente, con una renovada intención de acomodarse lo más pronto posible al futuro todavía volátil. Esa es la cuestión menuda, escabrosa, y por si ello fuera poco, laboriosa en sumo grado.
¿Qué hay allá adelante? No lo sé. ¿Qué se mantiene en el pasado? Eso sí lo sé, no con exactitud milimétrica y por ello no me es dable descifrar todo ese bulto de señales y símbolos que cercan el devenir cotidiano, que lo van alumbrando a su manera, que lo transforman a cada instante sin vuelta atrás, y que en ocasiones se presentan nebulosas, dispersas, cegadoras. De entre todo ese tumulto que amenaza alevosamente con venirse abajo sobresalen rostros y lugares, razones y fechas remotas: la ingente mayoría se roza en lo alto con lo perdido, lo hallado, lo dejado de lado, lo ganado a todo pulmón. Y no son otra cosa que los restos que dejan las batallas.
Retornar al pasado no es para nada una cuestión que tenga que ver con la tecnología, la ciencia ficción o con aparatos más que complicados. Hay una máquina del tiempo en cada uno: allí donde un mecanismo acciona la palanca que hace desfilar por los ojos las imágenes de lo ido. El asunto es detener ese peregrinaje: porque cuando se ha puesto en marcha peligra la cordura y la esperanza puesta en el horizonte. Su carga emotiva y profunda al más mínimo desliz o desbarajuste se desbarranca sin posibilidad de salvación. Acudir al pasado resulta sencillo, la vuelta no es precisamente contar hasta tres y alzar los brazos en señal de victoria.
El sábado por la noche en un bar cuyo nombre me remite al buen Calamaro y a Jaime López –por aquello del salmón, y a contracorriente–, una arista de ese pasado intocable rozó apenas el presente: el contacto fue colosal, y su intensidad con el paso del tiempo se acrecentó y convirtió el alma en un vendaval que afanosamente se elevaba por encima de todo aquello: gente, música, tumultos, murmullos, limitaciones. Liz y Gil supieron encontrar, estoy seguro que sin proponérselo, una veta que permanecía oculta en algún recoveco polvoso de mi cuerpo, imperceptible: dicha veta conducía a lugares remotos de querencias pero cuya cercanía era tan evidente que pronto la aprehendí y la revisité en lo que restó de ese día y al siguiente y luego al otro y…. De allá, no he vuelto todavía.

“(.…) La noche ha quemado el maíz, ha apagado los metales, / ha dado reposo a la adormidera, ha refrescado la sangre, / ha libertado los reflejos azules de la selva, de la hoja. / Una resonancia, una resonancia oscura es mi corazón: / eco en el abismo, / piedra que rueda con el monte, / brillo en la puerta de la cueva, fosforescencia del hueso. / (….) Como el venado tras de su compañera en la colina, / persigo a una joven diosa desnuda, bajo el sol. / Viene el olor agrio de los árboles destrozados / por la ira de la noche….”
Vicente Gerbasi, “Amanecer”

Imagen: www.solostocks.com