viernes, 30 de mayo de 2008

Un retorno esperado



La Rendidora Sabelotodo volvió. No físicamente, pues no la saludo desde hace ya mucho tiempo; pero ella volvió: hace días pude verla correteando entre los arbolillos de una plaza pública; tras contemplarla un buen rato me di cuenta de que corría tras de sí misma. Y pude verla porque la Chica Azul la mencionó.
Por motivos de trabajo no pude asistir a aquel desfile de la primavera en que participó; desfile al que ella quería asistir de reina y no de flor verdosa y con los pies cafesosos y el pelo amarillo: según contaron aquella tarde-noche al regreso del desfile, la Rendidora se llevó los aplausos y los ojos de sorpresa de los asistentes que la miraron pasar desde la acera. Fue, y no por nominación oficial o cantidad de boletos vendidos, la Reina de aquella pasarela de escuincles abotargados.
Sin embargo, en su debut luchístico pude alentarla desde las gradas: su máscara, capa y botas plateadas (no es un remedo de El Santo, aunque bien pudiera parecerlo) hicieron resplandecer el pasillo que la condujo al cuadrilátero: al final, acabadas las tres caídas, el réferi le levantó la mano a la Rendidora en señal de su victoria; ella, mientras tanto, entretuvo su mirada entre el público que la ovacionaba de pie y quedó un instante congelada por aquella euforia.
Recuerdo, por otro lado, con suma emoción una de sus fiestas de cumpleaños: la Rendidora es especialista en apagar velitas (con calados resoplidos apaga cuanta vela ve encendida, aún cuando no se trata de un cumpleaños suyo); poco después, levantando el índice derecho pide que no la empujen al momento de que muerda el pastel (casi estaría de más decir que ella siempre hunde la cabeza del mordelón en turno): su rostro, embadurnado de betún y chocolate, no pierde nunca el trazo sinuoso de su risa chiquitita.
Hace algunos días me enteré que a la Rendidora le ha dado por hacer la primera comunión; se trata de una cuestión –como casi todas las que atañen a esta niña- que ha puesto de cabeza a sus padres: ellos no practican ninguna religión y tal parece que han accedido al deseo de la pequeña. En fin, no imagino a la Rendidora recitando de memoria los postulados del catecismo; me cuesta creer que en “la doctrina” guardará un buen comportamiento, pues su condición de niña-torbellino la anima a siempre levantar polvo por donde quiera que va.

“Alguna vez escribiré con piedras, / midiendo cada una de mis frases / por su peso, volumen, movimiento. / Estoy cansado de palabras”
Eugenio Montejo, “Escritura”

(Hace dos días volví a ver Sueños de fuga: cada vez me sigue pareciendo un excelente filme: cuando Freeman –nombre del actor- camina sobre la pradera tal pareciera que el cielo se partirá en dos y se precipitará con estruendo sobre nuestras cabezas.
Los días también tienen una condición inapelable: cuando llega la noche ya no hay modo de volver atrás; sin embargo, cuando amanece sí es posible, sin que medie el tiempo, adelantar los hechos e instalarse sin más en la noche venidera.)

Imagen: http://www.cll.on.ca/

martes, 27 de mayo de 2008

Horas de calor



Las calles arden. Los cofres de los autos hierven su color y parecen difuminarse bajo los semáforos. Las aceras no son más que extensas líneas que carecen de sombra. El aire, cuando corre, va de un lado a otro con pesadez, como una bola caliente que rueda y a su paso todo incinera: quienes se guarecen bajo una marquesina, al amparo de un árbol no esquelético, debajo del toldo de alguna tienda o fonda económica, o en momentáneos tapetes que el cielo extiende al alargar alguna nube, al poco tiempo de nuevo han de cocinarse bajo el chisporroteo de un sol despiadado, “un sol que todo lo quema, que todo lo toca, lo calcina”.
El calor, este calor que ha hecho de Guanatos una masa ardiente, aguijonea, incomoda, ataca por todos los flancos: no son los pocos los que dicen preferir el frío al calor, aunque más de alguno considera la época de calor como la que más les acomoda, sobre todo por aquello de no enfundarse bajo una chamarra, suéter, bufanda y enguantarse no sólo las manos sino el cuerpo entero, pues al mediodía todos esos artefactos se convierten en un estorbo.
Sin embargo, y no obstante esta inconveniencia, yo prefiero el frío, pues el calor me parece casi siempre un animal molesto que se me trepa y por más que manoteo no puedo desprenderlo. Me parece, además, un clima casi despiadado, que maniata y altera el ánimo y la disposición de las personas. Es cierto que, en contraparte, hay días en que la temperatura desciende a tal grado que por la mañana uno no quiere dejar las cobijas literalmente, pero basta beber, por ejemplo, un chocolate espumoso y humeante y mirar por la ventana la ciudad quieta, envuelta en una bruma fina, para animarse a trasponer el umbral de la puerta que da a la calle.

(Hoy expuse en clase “Los gallinazos sin plumas” de Julio Ramón Ribeyro: un autor casi desconocido; al final, los oyentes se mostraron emocionados por leer más y conocer la obra de este cuentista peruano.
Ahí se los dejo: el chicle es un producto que México le dio al mundo. No, por favor, “goma de mascar”, eso déjenselo a don Venancio el del tendajón; sino chicle, un vocablo que procede del náhuatl: el chicle se extraía del árbol del chicozapote, o árbol del chicle.)
Imagen: www.akink.com

lunes, 26 de mayo de 2008

De perro



Un hombre, ya viejo, que usa botas holandesas, chamarra de lana y con cuello alto, que mira cómo se van los días de la misma manera en que ve pasar autos y camiones por la carretera que tiene frente a sí, que hace reír a visitantes casuales al mover rítmicamente las orejas, que tiene un termo a la mano para beber mate mientras el día transcurre, que vive a orillas de la carretera con su hijo y su nuera, que por mucho tiempo atendió un pequeño restaurante que ahora atiende el hijo con el que vive, que tiempo atrás “reprobó” un examen de la vista… este hombre, ya viejo, un buen día decide, sin que su hijo y su nuera se enteren pues se oponen a tal acto, ir en busca de su perro, extraviado tiempo atrás. “No”, dice el viejo, “no se perdió, se fue”… y de eso hace ya más de tres años… La aventura supone recorrer más de 300 kilómetros, llegar al otro lado: en aquel lado le han dicho al viejo que vieron a su perro, a Malacara…

“… los árboles se abrazan como bosques de esqueletos en la lluvia. Un sueño naufragó”
Robbie Draco Rosa, “Penélope”

(El post de hoy tiene su propia, tiene raíz y un desenlace que contaré pronto.
Bebesito sigue extraviado en la bruma de los días.Ahí se los dejo: en una tienda naturista, en medio de remedios alternativos y productos vegetarianos, Gonzalo Soltero encontró un frasco con la siguiente leyenda: “Jarabe de ajolotes Serrano, producto alimenticio”. Y advierte Soltero: “Después de la primera cucharada podría sobrevenir una transmutación como la del ‘Axolotl’ de Julio Cortázar: quedar prisionero en el bote de plástico mientras un almizcle de batracio se adueña del propio cuerpo…”)

jueves, 22 de mayo de 2008

Schlomo está en todas partes


Cuando Schlomo, al final de la película El tren de la vida, declara, tras la alambrada que delimita un campo de concentración alemán, que todo lo relatado hasta ese momento, pudo tal vez suceder sólo en su imaginación, nos encontramos de pronto, detenidos y atentos, ante el filo de una encrucijada, más allá de la cual el director se frota las manos ante la cara perpleja del espectador; la disyuntiva se compone de una sucesión de hechos reales –dentro del espectro cinematográfico- que nada tienen de fantástica inventiva y la imaginación de un loco que vislumbró un futuro que en nada correspondía con el que los días le iban presentando. ¿Para dónde hacerse?

El consejo de ancianos del pueblo judío –o shtel- convoca a una urgente reunión tras el aviso de que las huestes alemanas ya se encuentran cerca: todos opinan, las voces van y vienen, se entrecruzan, hay disputas, se pasean de un lado a otro presas del nerviosismo, pero ninguna propuesta convence a los demás, no atinan a ponerse de acuerdo. Y de pronto llega la solución: así como el loco del pueblo trajo el aviso de la cercanía de los nazis alemanes, el mismo sujeto le da al clavo: recoger todo y un buen día autodeportarse. Más allá del análisis de los pros y los contras de lo dicho por Schlomo, ¿hasta dónde es viable la idea de un loco?

A partir de un contexto más que singular: Schlomo decidió ser el loco del pueblo porque ya tenían rabino, herrero, panadero, maestro, etcétera. Su destino estaba dado por la imposibilidad de ser otro, sin embargo sus destrezas y cualidades rebasaban tal condición que, en otras circunstancias, serían motivo de desprecio y alejamiento de los demás: Schlomo, sí, era el loco del pueblo, pero fue también él quien los condujo a la aventura de la libertad, no el rabino ni el cura ni el más dotado física o intelectualmente. O por lo menos a saberse no encerrados por un tiempo.

En alguna situación, cualquier día todos pasamos por locos, y en el fondo sabemos que no lo somos: el asunto es que nos permitimos, como se dice comúnmente, salirnos por la tangente.

“Digamos que no tiene comienzo el mar. / Empieza donde lo hallas por vez primera / y te sale al encuentro por todas partes”
José Emilio Pacheco, “Mar eterno”

(Por segunda ocasión me sucedió que me he visto obligado a abandonar la sala de cine a mitad de la película por un pequeño detalle: los dos filmes fueron rodados en su mayoría con cámaras al hombro, lo que provoca un movimiento ininterrumpido en la pantalla: siento que estoy trepado en un juego mecánico de ésos que dan vueltas infernales y parece que no van a detenerse.
Ahí se los dejo: “Asesinos con menos de 10 años”, así tituló ayer El País una noticia en su versión electrónica, en la que se relata que en Argentina dos hermanos de 7 y 9 años de edad habían asesinado a su hermanita de 2 años, estrangulándola con un cable de teléfono. ¿Inocencia interrumpida?)
Imagen: www.galeon.com

martes, 20 de mayo de 2008

Carpas


Alguna vez, cuando niño, fui al circo: gracias a aquellas promociones que conjuntamente realizaban los dueños del sidral aga y el Atayde hermanos. Borrosamente recuerdo que el debut bajo una carpa altísima se dio en una tarde de cielo oscuro: mientras duró la función, afuera, más allá de aquel mundo diminuto y pletórico, se vació un torrencial caudal de agua sobre la ciudad que, más tarde, en las noticias de las ocho –que mi padre nunca dejaba de escuchar en la radio-, nos enteramos que arrastró a más de alguno hacia la catastrófe.
Los circos –me refiero a esos que en cualquier colonia periférica o en lugares céntricos cualquier día plantan su carpa-, dicen ahora, ya no son lo que eran antes –de muchas cosas alegan lo anterior; incluso hay quien se ha aventurado a decir que nada es como antes-. El espectáculo circense se ha visto reducido a actos donde los trapecistas y domadores de fieras ya no corren riesgos de perder la vida; los actos de magia, por su parte, se han visto opacados por el descubrimiento de mecanismos que de tan rústicos conducen a la burla y no a la estupefacción; y esa horda de hombres pintarrajeados y vestidos con colores chillantes que corren por la pista, persiguiéndose y golpeándose el trasero unos a otros, no pueden más que provocar tristeza; al final de su atolondrada carrera, incluso se atreven a exigir una gratificación: con un aplauso general y la risa descuidada de los más pequeños se dan por bien servidos.
El circo, visto de esa manera, hace tiempo que dejó de atraerme como un espectáculo de la vida: hoy no pasa de ser una mera mezcolanza extraña de actos y presentaciones que tiran más hacia la lástima que a la imaginación, y cuyos desenlaces tienen que ver con una pobre demostración de habilidades y actos falsos, endiosados por los presentadores pero vapuleados por el alma del público.
Más de una vez pensé, por otro lado, en la vida que llevan quienes forman parte del circo: seres desterrados, trotamundos, tercos viajeros, desarraigados a fuerzas, exiliados de todas las tierras y ciudadanos de un manojo de ciudades. Los imaginé como seres provistos de muchos ojos para guardar cientos de imágenes y muchas palabras para saber qué decir en cada lugar en que montaban la carpa y salían a anunciar sus atracciones por las calles.


“A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos”
Julio Ramón Ribeyro, “Los gallinazos sin plumas”

(La tarde de ayer fue una de esas tardes pletóricas: la Chica Azul bebía café al frente de un escenario cuya pared última era una llovizna.
Ahí se los dejo: según el director galés Peter Grenaway, “el cine no lo inventaron los Lumiére, fueron los pintores”. Los maestros de la luz, los pintores barrocos: Velázquez, Rubens, Caravaggio y Rembrandt, fueron los que dieron vida al cine. “Rembrandt sería hoy un cineasta” ha dicho el director de El libro de cabecera.)

Imagen: Georges Seurat, “El circo” en www.culturageneral.net

lunes, 19 de mayo de 2008

Lo soñado



Se trata de un abrupto desamparo. Cosa semejante a la desolación, a esa insana desazón de no saber estar donde se está o de no estar donde se quiere estar. Es un golpe brutal, instantáneo, enceguecedor, que provoca una especie de conmoción en cadena. Cuando abro los ojos y me percato de que había estado soñando, de que aquello no fue más que sólo un sueño, un inatrapable e irrepetible sueño: la sensación se empequeñece y da cabida a un abrupto desamparo.
Continuamente, tras una noche de sueños el día transcurre pendiente de la tarea de hilar imágenes, de conectar palabras, de armar la trama de lo soñado: las más de las veces no resulta fácil, y al final de la labor se tiene una película inconexa, plagada de vacíos, una lista con más interrogantes que certezas.
Soñar equivale a involucrarse con sensaciones nunca antes experimentadas, incluso nunca imaginadas, que pueden conducir a estados informes de conciencia: alguna vez soñé que había muerto; recuerdo que me acerqué a mi madre que lloraba y le pregunté que quién había muerto: “tú”, me dijo, y yo mismo me acerqué al ataúd a ver mi cuerpo inerte.
Los sueños vienen y se van, y en esa fugaz estadía aparecen con distintas caretas: están los sueños benignos (en que nos la pasamos bien, y de los que lamentamos despertar), los sueños indolentes (ésos en que el dolor ajeno o propio nos es indiferente), los sueños alocados (miles de imágenes, rostros y situaciones totalmente ajenas a nuestro universo particular) y los sueños malignos (ésos que por donde se les vea no son más que pesadillas). A propósito de estos últimos, ¿quién no ha soñado que lo persiguen y en su frenética carrera está a punto de caer a un pozo, abismo, precipicio y en ese momento se despierta con una pierna en pleno estirón? Al cobrar conciencia, una sonrisa se abre paso en un rictus de pánico.

“Mató a su hermanita la noche de Reyes para que todos los juguetes fuesen para ella”
Max Aub, Crímenes ejemplares

(En estas últimas dos semanas me he sentido particularmente agotado, incluso desganado; no me harían nada mal unos días de descanso.
Los rojiblancos dieron una pobre exhibición y los echaron fuera del torneo: ni modo, muchachos babosos.
Ahí se los dejo: el Zenit, un equipo de media tabla en el futbol ruso, que en días pasados se adjudicó la Copa de la UEFA –la segunda en importancia a nivel de clubes en Europa después de la Champions- al derrotar al equipo escocés Glasgow Rangers, no admite jugadores de color en su plantilla.)
Imagen: www.galeriavalanti.com

jueves, 15 de mayo de 2008

Un botón de muestra


Confieso, antes que otra cosa, que no soy fan de las películas de terror. Es más, incluso alguna vez declaré que ese género gozaba de una popularidad que no merecía. He juzgado esas escenas en que la pantalla se llena de regueros de sangre, de sujetos sin cabeza que asesinan sin compasión, de seres monstruosos por su físico o por sus acciones, de entes que más parecen un amasijo de desechos que creaciones hechas para infundir temor; como un cúmulo de personajes y acciones de mal gusto, desencajadas y bochornosas. He llegado al punto de mofarme de esos alaridos en sonsonete que descargan las actrices cuando el enemigo las persigue, se les aparece de pronto tras una puerta, en el reflejo de un espejo o lo avistan tras la ventana. Dinero malgastado he conluido, al fin, cuando se acude al cine a ver esas películas.
Todo esto viene a cuento porque anoche, al estar cambiando de canal en el televisor, di con un filme cuyo primer gancho fue que aparecía una mujer cuyo rostro reconocía, aunque no lograba ubicarla por completo. La clásica “la he visto en algún lado, pero no recuerdo dónde”.
Las primeras escenas que vi prometían una película de suspenso, de esas historias que no puedes dejar a la mitad, de ésas en que te estás preguntando todo el tiempo “¿qué va a pasar ahora?”, “¿a qué, todo esto?”. Y tras agarrarle el hilo a la trama, el espectador toma partida del bando del perseguido o el inocente que no sabe (el espectador sí, o cuando menos lo sospecha) que en aquella lúgubre casa, en aquel solitario parque, en aquel abandonado edificio, en aquellas oscuras calles, lo espera el espanto.
La película transcurría, y sin embargo no atinaba a ubicar a la actriz que, tras unos momentos, comprendí que llevaba el papel protagónico.
Contra natura, el filme me engarzó totalmente; no obstante que la sangre a borbotones sí salpicó más de una vez la pantalla, el filme tenía fuerza en el argumento, y la atmósfera y la música de algún modo sobrecogían; no pude dejar de verla hasta que acabó. El antagónico principal me hizo recordar al vampiro que es contratado para que personifique a Nosferatu en un filme del año 2000 donde actúan John Malkovich y Williem Dafoe, cuyo título recuerdo vagamente. Parecía una respetable calca de aquél.
Casi al final supe que la actriz era Franka Potente, la alemana que protagonizó hace algunos años el premiado filme Corra Lola, corre (Run Lola, run).
Por cierto, esta película que vi anoche se titulaba Creep (Tumba), sólo que aquí la rebautizaron como Laberinto de terror; supongo que porque la historia transcurre toda en las estaciones de los trenes subterráneos de Londres en el transcurso de una sola noche.

(Hace muchos días que no veo a Bebesito. Y ni siquiera se ve cercano el día en que pueda verlo.
Ahí se los dejo: el próximo martes se transmite el capítulo final de la segunda temporada de Prison break: la historia principal detonó otras tantas, secuelas cuyo fin contribuirá a delinear hacia dónde acabará la serie.)
Imagen: www.greencine.com/central/guide/vampires

miércoles, 14 de mayo de 2008

Jardín de senderos


Antes de entrar al supermercado ya se ha hecho una elección previa: ir a ese establecimiento –y no a otro– a adquirir lo necesario para sobrellevar las más fútiles condiciones de la vida. Cada tanto de tiempo se vuelve necesario elegir entre las opciones a la mano; a veces se atraviesa la imposibilidad y no se elige, se acepta nada más.
Y allí dentro del súper todo es elección, se pone en marcha un proceso contrario al “de tin, marín, de do, pingüe”: a menudo me enfrasco entre llevar un producto u otro (s), azuzado por el precio, por las bondades que se anuncian en la etiqueta, por el tamaño en proporción directa con otro de igual o menor precio, o porque se trata de una marca de mermelada ya probada, y es que la inercia nos lleva a decir para los adentros “más vale malo por conocido que bueno por conocer”; a menudo, también, lo elegido no satisface las expectativas o en contadas ocasiones las rebasa, pero el asunto, en suma, tiene que ver con un juego cuyas cartas no dan para divagaciones: una decisión.
Las elecciones, nimias o trascendentes, siempre nos cercan, a toda hora, no dan tregua; si todo fuera como aquel jardín de senderos bifurcados o laberintos cuyos pasillos en su totalidad acaban en muros, tendríamos que inventar otro modo de transitar por la cotidianidad: avanzar, retroceder, girar, detenerse, husmear, tantear, avistar, imaginar, adivinar, todas son acciones que delimitan el marco de acción en el que nos movemos, el número de dedos con el que contamos para abarcar lo que creemos nos es necesario.
A cada paso dado el horizonte cambia, a cada palabra dicha el renglón crece, a cada vuelta de página el número restante disminuye o, si se quiere, el número que se acumula aumenta.

“La imaginación es un pizarrón vacío para que la memoria exhiba sus imágenes”
Mario Levrero, El discurso vacío

(Al post subido en días anteriores titulado “Uno es” por fin le agregué el texto que se había extraviado, por si los que pasan por aquí quieren echarle un vistazo.
Ahí se los dejo: en Ámsterdam, capital de Holanda, actualmente se discute en el Congreso una ley que permita sostener relaciones sexuales en los parques públicos. Se lo comenté a un chompa y esto fue lo que dijo: Y eso ¿en qué beneficia a la persona? Otro, le objetó: en sus finanzas, ya no va a tener que gastar en moteles. ¿….?)
Imagen: www.arteamundo.com

jueves, 8 de mayo de 2008

In extremis



En Guanatos todos los días miles de personas practican un deporte extremo: viajar en camión. Subirse a una unidad de transporte público supone ya una maniobra arriesgada: más de alguno ha ido a morder el polvo al trepar los escalones porque el chofer ha hundido el acelerador urgido por ganar pasaje, por jugar carreras con otra unidad de la misma ruta, por las deplorables condiciones del camión, por ir embebido con las rolas de la Ke Buena, o por alcanzar a la mujer que camina por la acera contoneándose en un ritmo mariposero y silbarle o lanzarle un piropo.
Transitar en automóvil también tiene sus asegunes: el tráfico vehicular es cada vez mayor, los automovolistas son cada vez más groseros y frenéticos frente al volante, los cajones de estacionamiento resultan insuficientes –esto se agudiza si consideramos que los espacios públicos ya no lo son más, pues ahora tienen dueños: los apartalugares, viene-viene o miembros de la cofradía de la santa cubeta–; un conocido cambió su auto por una moto y siempre que viaja lleva en la espalda esta leyenda “un auto menos”.
Una opción descabellada por todo lo anterior, es limitarse a ser peatón, pero Guanatos es una ciudad pensada para automóviles no para peatones. El peatón, frente a los automotores, no existe, es un ciudadano-gasparín: no se le cede el paso, se le arrincona en las aceras –que cada vez son usadas más como estacionamiento–, se le persigue; es, en suma, una presa puesta al mejor postor de toda la gama de bólidos que surcan nuestras calles.
Quizá podría recurrirse entonces a la bicicleta, pero este vehículo, en condiciones semejantes a la motocicleta, no comporta seguridad, y lo que es más, puede ser fácilmente blanco de una embestida de automóvil.
El asunto de la movilidad en la ciudad puede resolverse, de a poco, con la instrumentación de líneas del metro o tren ligero, en su defecto. Se trata de un sistema de transporte rápido, seguro, no contaminante, barato, y capaz de articular una urbe que se desparrama sin ton ni son.

“El puerto que sueño es sombrío y es pálido / y a este lado el paisaje está lleno de sol… / Pero en mi espíritu el sol de este día es un puerto sombrío / y las naves que zarpan del puerto son esos árboles al sol”
Fernando Pessoa, “Lluvia oblicua”

(“Un metro para Guadalajara” anda por la ciudad recabando firmas para llevar adelante un proyecto de transporte que nos urge.
“Hasta donde llega la corrupción y la compra de árbitros”: esta frase la dijo un amigo al enterarse del resultado de ayer de los azulcremas en Brasil. Buen resultado, por otro lado.
Ahí se los dejo: Cien mil muertos pudo haber dejado el ciclón que azotó Birmania en días pasados. Dicen algunos, al respecto, que uno de los jinetes del Apocalipsis se adelantó un poquito.)
Imagen: www.es.geocities.com

miércoles, 7 de mayo de 2008

Memoria común


Si revisar el pasado significa, como dice Pitol, entre otras tristezas, contemplar un mundo que es, y al mismo tiempo ha dejado de ser, el mismo; entonces también hablamos de un ejercicio cíclico, como la vida: volver los ojos y colgarlos en un punto fijo, traer a cuento un hecho amarillento de tan lejano, enumerar los objetos y señales ya inexistentes en las aceras del barrio donde crecimos, no son más que estampas prendidas con alfileres en los cuadernos que atesoramos y preservamos del inexorable paso del tiempo.
Caer presa de ese monstruo de ensoñación, parafraseando a Pitol, provoca el extravío del pasado, de su forma concreta: los años son botones de un ramo inasible, arrugas de un rostro que, ajado y polvoriento, pasa los días tratando de reconocerse frente a un espejo que, resplandeciente en algún rincón, devuelve sólo las certezas que se fueron guardando sin pretensión de recordarlas.
La memoria es como el escarabajo que poseía el protagonista de Cronos, aquella primera película de Guillermo del Toro: si se le aprisiona sus patas acaban por atravesar la piel, donde abre un surco para que la sangre escurra y el dolor sea la única música que se escucha.
Encontrar, por casualidad o causalidad, un rostro conocido, “podía desvanecerme el entorno inmediato y retrotraerme a los infiernos o edenes del pasado”, agrega el escritor veracruzano. La mecánica está señalada: si en un momento se decidió prescindir de los días, de alguna manera ellos se las ingenian para plantarse ante nosotros: la memoria, como la vida, es extrañamente cíclica.

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía, había de recordar aquella tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo….”
Gabriel García Márquez, Cien años de soledad

(Las notas sobre Pitol fueron tomadas de “La herida del tiempo” en El arte de la fuga.
Ahí se los dejo: hoy he leído en una nota publicada en El Financiero que la Chica Azul me hizo llegar, que además de componer la música para Tiempo de gitanos, Sueños de Arizona y Underground de Kusturica, Bregovic compuso la de El tren de la vida, de Radu Mihaileanu.)

Imagen: www.siicsalud.com/imagenes/icicatricesb.gif

martes, 6 de mayo de 2008

La carretera


Mi madre, hace muchos años, en un programa que se transmitía en la legendaria estación de Radio Gallito, solía escuchar una canción con un solista indígena, creo que de la comunidad cora, y cuyo nombre no puedo recordar ahora, en la que se hablaba de una mujer que había muerto tras haber sido atropellada tratando de cruzar la carretera. Se llamaba “La muerta”: el argumento de la canción era que se le aparecía sólo a traileros, a quienes les pedía un aventón, y tras algunos kilómetros pedía bajar.

La carretera bien puede ser un misterio: forzando los ojos es posible en algunas ocasiones vislumbrar hasta dónde llega, pero las más de las veces depara una especie de aventura, una extensa película donde convergen múltiples escenarios.
Si la vista se detiene, ¿qué hay más allá? Es necesario recorrerla para ir al encuentro de paisajes que lo mismo producen tristeza que un estado eufórico de animosidad.
Hay un riesgo siempre latente de temor, porque la carretera es como un juego prolongado de placeres y riesgos: bien se sabe que si uno sale a carretera, entre muchas posibilidades, quizás ya no regrese más, quizás se trate del último recorrido de ida, o tal vez tenga lugar un eterno retorno donde igual se suceden curvas, rectas, pendientes, descensos brumosos, y al final no haya un metro más allá de donde se pisa el freno: el abismo tiene rostro y cuerpo, y se le habita cuando menos se piensa.

En un disco que un chompa me hizo favor de grabarme de canciones de León Gieco, no sé cómo fue a parar ahí una rola de Jaime López –creo que mi chompa a estas alturas no sabe que agregó esa canción– que habla sobre una mujer de blanco que, a orillas de la carretera, pide aventón, y curiosamente como la del indígena, sólo se sube a tráilers.

“…y en tu mano se armó una catástrofe de relámpagos fríos y nubes negras…”
Julio Cortázar, Rayuela

(El post anterior por un error apareció sin texto; probablemente mañana le agregue las letras que por ahí se quedaron.
La costa jalisciense revienta de calor: no basta con meterse a ese oasis, sino que hay que buscarle todos los pies posibles a las palmeras.
Ahí se los dejo: hace poco, en la escuela se armó un diálogo-debate que satisfizo a más de alguno; el meollo fue éste: ¿quién o quiénes, y por qué, decidieron cuáles nombres debían figurar, por ejemplo, en la lista de autores del llamado boom latinoamericano? Porque, déjenme decirles, olvidaron incluir al peruanísimo Julio Ramón Ribeyro. He dicho.)
Imagen: www.ojodigital.com

viernes, 2 de mayo de 2008

Uno es


“Uno es los libros que ha leído, las pinturas que ha visto, la música escuchada u olvidada; uno es la infancia, la familia, los amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas…”, escribe Sergio Pitol en El arte de la fuga, cuando recuerda particularmente sus estadías en Europa y sus continuas vueltas a México, antes de radicar en nuestro país definitivamente a partir de 1988.
Uno, agregaría yo, también es lo que escribe, y si se tiene la fortuna, también lo que escriben sobre uno: se trata de una especie de conformación por partes, de un rompecabezas de miles de diminutas piezas. En este apartado no se tiene injerencia, y el perfil es delineado en su totalidad por aquél que nos regala algunos de sus renglones.
Silvio canta que hay que desconfiar del hombre “que no tiene hijo, ni árbol, ni libro”: todo ello se inscribe asimismo en esa configuración que nos proyecta hacia lo externo, sin considerar la recepción o el rechazo de nuestros semejantes.
Uno es lo que es a partir de lo que otros también le endilgan: lo escrito sobre alguien puede ser verdad o no, puede disparar la filia o la animadversión sobre el personaje en cuestión. Sin embargo, hay otras aristas que se pueden explorar al momento de la escritura: aquellas que nos conducen a conocer pasajes poco divulgados, situaciones del pasado relegadas a rincones de otro modo inaccesibles, misterios hasta entonces no develados, mitos que parlotean alrededor de la verdad, incluso echar abajo falsedades por tanto tiempo anidadas en la imaginería popular.
El misterio, no obstante su cualidad insalvable, es la aureola que todos llevamos sobre la cabeza: en todos hay algo que todavía no ha sido revelado, descubierto, puesto a la luz, ido de boca en boca.

“El silencio es el estado natural del universo: estuvo aquí antes de la humanidad y permanecerá después de que ésta se haya extinguido”
Luis Jorge Boone, “Tres palabras. Notas alrededor de la poesía”

(Hay algo de insano en los “puentes”: el cuerpo se acostumbra a un descanso prematuro.
El tiempo se deja venir con todas sus artimañas: no basta con hacerse a un lado, pues en su regreso puede lograr la embestida.
Ahí se los dejo: Un japonés ‘on the rocks’: según algunos expertos, el mejor whisky del mundo se elabora en el país del sol naciente. ¿Y los ingleses e irlandeses dónde quedaron?)

Imagen: www.ojodigital.net/data/501