lunes, 29 de junio de 2009

La pecera


De pronto me siento dentro de una pecera. O imagino eso porque nunca he estado en el interior de una, con peces revoloteando (si es que un pez puede revolotear), y todas esas plantas bajo mis pies. La sensación se debe al ventanal que compone el frente del café en el que me encuentro: de un lado y de otro aparece gente que mira hacia el interior del local con la inquietud que muestra aquel que ve algo por primera vez. El extrañamiento crece a medida que los rostros desfilan sin cesar.
El panorama desde el interior deja ver distintos espectáculos que acontecen más allá del cristal: un anciano que lleva un lento andar se detiene cada dos o tres pasos y se toca en la zona de las costillas, un tipo, desde una banca, mira con insistencia a cuanta mujer desfila delante de sus ojos, las sigue con un interés inusitado hasta que se pierden; un hombre, calvo y regordete, habla continuamente por teléfono, a juzgar por la gesticulación tal pareciera que discute con quien lo escucha del otro lado del aparato; y así se suceden postales que se van sin remedio al olvido inmediato.
Adentro, contrario a lo que pudiera pensarse, hay demasiado ruido. Por más que intento alejarme de ello (no físicamente por supuesto), consigo sólo acrecentarlo con mi indisposición. En rápido vuelo por todo el local descubro la razón de tanto barullo que, a ratos, alcanza un límite ensordecedor: la presencia de algunos niños que han hecho de los pasillos una pista de tartán: el maratón está en plena efervescencia; el asunto es que las normas comunes dicen (no escritas, es obvio) que los cafés no son lugares para los pequeños. Para eso existen los parques, las unidades deportivas, el zoológico, las ferias que se instalan en las parroquias.
Vuelvo, agobiado por tal alboroto, la vista hacia el exterior: el desfile de personas parece interminable; a veces no se tiene en cuenta el número de individuos que rondan por las plazas comerciales: si se pudiera echar un vistazo a los vericuetos y profundidades de un hormiguero, aventuro que no sería distinto al ir y venir, desaforado casi, de las plazas en la ciudad. La diferencia, grande por cierto, tendría que ver con que las hormigas marchan bajo un orden casi marcial.

“Hoy mi deber era cantarle a la patria, / alzar la bandera, sumarme a la plaza; / hoy era un momento más bien optimista, / un renacimiento, un sol de conquista. / Pero tú me faltas hace tantos días, / que quiero y no puedo tener alegrías; / pienso en tu cabello que estalla en mi almohada, / y estoy que no puedo dar otra batalla”
Silvio Rodríguez, “Hoy mi deber era” en Unicornio

Imagen: fotosgrises.blogspot.com

viernes, 26 de junio de 2009

"Resudor copioso"


Las lluvias vinieron ya para quedarse, al menos por un tiempo. La ciudad, de un día para otro prácticamente, presenta un rostro distinto, renovado, ha guardado en algún rincón su gesto deslucido. Las venas de las calles se apuran a destaponarse, pues las nuevas cosas que trae el agua necesitan ser llevadas por todos los resquicios de una metrópoli que ya se había acostumbrado a su respirar polvoriento.
Quien piense que los tiempos de lluvia complican la vida cotidiana se debe a que, a veces, los días lluviosos, por su incesante martilleo prolongado, llegan a irritar a más de alguno: el alivio para tales aflicciones tiene que ver con aquello que sostenía Rulfo en Pedro Páramo: “puede tronar el cielo, puede venir la lluvia, puede llegar la primavera”. La lluvia es la antesala de otro tiempo que no puede considerarse ligado al anterior; es decir, tras las lluvias sobrevendrá un tiempo de quietud: las siguientes horas, largas y delicadas, traerán un sabor a lluvia ida, a una lluvia desaparecida sin remedio.
Y como cada año, vuelve el mismo rito, la misma sensación, el mismo proceder ante el despedazamiento del cielo: todo mundo corre en todas direcciones buscando no ser tentado por el agua. Hay que decir que la mayoría no con buena suerte: las gotas cada vez vienen más aguzadas, más afiladas para bordear toda clase de instrumentos y obstáculos de los que ingeniosamente los transeúntes echan mano para evitar ese contacto milenario. Al final, el mito de la mujer vestida de rojo bañada por un chubasco hace presa de todo aquel que va por la calle cuando las nubes desatan el nudo que las contenía.
¿Qué puede escribirse acerca de la lluvia que no haya quedado ya dicho, en otros tiempos, en otras hojas, bajo distintas circunstancias? Quizás que no obstante el paso de los años el agua sigue siendo una buena noticia, quizás que con su presencia se abre la hora de los inventos delicados, quizá que guardarse del agua es semejante a viajar dormido y perderse toda clase de horizontes, quizá que toda lluvia acontece cuando en el mundo se sincronizan todas las palabras que no se pronunciaron y se pensaba que morirían en el olvido más humillante. La lluvia, insisto, es una feria popular que reúne al cielo con la tierra: la distancia que hasta entonces los separaba baja su telón, guarda sus pertenencias y se marcha a otro lugar.

“Sueño con serpientes, con serpientes de mar, / con cierto mar, ay, de serpientes sueño yo. / Largas, transparentes, y en sus barrigas llevan, / lo que pueden arrebatarle al amor. / Oh, la mato y aparece una mayor; / oh, con mucho más infierno en digestión”
Silvio Rodríguez, “Sueño con serpientes” en Días y flores

(El título del post, “Resudor copioso”, es una frase del poema “Árboles” de Eduardo Hurtado)
Imagen: www.experienciapersonal.es

martes, 23 de junio de 2009

Ventana en blanco


La página blanco es semejante a una planicie que se avista desde una cima cercana. Los primeros pasos dados en aquella sabana blancuzca carecen de dirección, a menos que en cada pisada se deje una incisión reconocible aun pasado el tiempo. Es fácil perderse, aunque es más sencillo hallarse: puede parecer una contradicción porque no se trata de ir a la deriva, sino de seguir una ruta previamente estipulada mirando siempre al frente, no cejar en la marcha, detenerse cuando el cansancio lo indique, reanudar el camino apenas se tengan fuerzas suficientes y no temer ante ningún embate que amenace con sembrarnos allí, donde no haya señal ninguna.
Una ventana que se abre distraídamente, eso es la página en blanco: una posibilidad (remota, sí) en toda su dimensión, en todo ese esplendor que a ratos resulta tan difícil de aprisionar. Más aún, que nunca es sencillo aprehender. Una ventana en blanco que se niega a cerrarse sobre sí, hacía sí: un mar de veras ampuloso, lechoso, que descarta de inmediato toda intromisión y desbandada cuando se le ha poblado, no sin batallar ni insistir hasta el hastío.
Es un sueño recurrente que no tiene vuelta de hoja, y en dado caso el poder darle vuelta se deberá a su doble condición de atmósfera reluciente: llega un momento, deslumbrante, en que la planicie va poblándose de minúsculos rastros que tienen vida y sin embargo permanecen quietos, no se atreven a deslizarse ni un poco por considerar que un movimiento en falso provocará que aquella ventana se cierre de un golpe para siempre. La página en blanco en un instante es la geografía de un pueblo que aunque fragmentado presume una barrera hecha de piedra y lodo, que impide su invasión.
La página en blanco apareció desde los primeros tiempos, y ha logrado sobrevivir a pesar de la vorágine que ha envuelto al mundo desde entonces: en su condición primigenia, universal, histórica pueden encontrarse las claves que detonan el significado de su presencia, ya anquilosada, entre nosotros: en ella tiene lugar la única maravilla que se puede crear sin arrebatos ni aspavientos: la escritura, la lectura, las otras vidas, el encuentro con el mundo.

“La vida de un pájaro en vuelo, / la vida de un amanecer, / la vida de un crío, / de un bosque y de un río, / la vida me ha hecho saber. / La vida del sordo y del ciego, / la vida que no sabe hablar, / la del triste loco, / la que sabe a poco, / la vida me ha hecho soñar. / La vida voraz que se enreda, / la vida que sale a jugar, / la vida consciente que queda, / la vida que late en el mar”
Silvio Rodríguez, “La vida” en Rodríguez

Imagen: koketaporsiempre.spaces.live.com

sábado, 20 de junio de 2009

Espejeando


Se cuenta en La Habana una loca historia que dice que en un bar perdido en las zonas viejas de esa ciudad, al fondo de un oscuro callejón, existe un bar en cuya pared al final del establecimiento cuelga un espejo: todo aquél que ahí se mira al instante pierde la memoria. Hay quienes han viajado expresamente a la isla en busca de ese portento: unos, buscan aliviarse de su pasado; otros lo hacen con un ánimo de retar al destino.
Otra versión apunta a que quien se refleja en aquel cristal descubre, así sin más, su propósito en la vida; es decir, se trata de una especie de brújula que alivia los tormentos de aquellos que desconocen toda clase de señales que les indiquen hacia dónde dirigir sus pasos. Se ha sabido de algunos que, viajando con esa finalidad, se les ha revelado un futuro que se abre con toda clase de imágenes y certezas.
Un espejo no presta oídos a nada que no sea emitir un reflejo: hay en su fondo, que no en su superficie, un punto en el que, de tocarse, se estaría imposibilitado para el retorno: buscarse en un espejo es abismarse, asomarse a los resquicios que pasan desapercibidos. Si alguna vez se ha hablado del sitio del eterno retorno, ése no es ni por asomo el interior de un espejo.
El que se ve en el espejo no es el que está de pie, frente a éste, mirándolo con curiosidad: el que habita el objeto es otro, no totalmente diferente, aunque sí responde a otros estímulos y necesidades. Tomar la decisión de mirarse en un espejo es similar a abandonarse, a dejarse ir, a saber, en el fondo, que a la vuelta de esos ojos abiertos ya no podrá ser el mismo: algo se queda allí, y ese algo no es remotamente posible recuperarlo.

“Yo te quiero libre, / como te viví, / libre de otras penas / y libre de mí. / La libertad tiene alma clara / y sólo canta cuando va batiendo alas, / vuela y canta, libertad. / La libertad / nació sin dueño, / y yo quién soy para colmarle cada sueño, y yo quién soy para colmarle cada sueño”
Silvio Rodríguez, “Yo te quiero libre” en Tríptico, v. 2

Imagen: fotosgrises.blogspot.com

miércoles, 17 de junio de 2009

Oficinesca


La vida en una oficina no carece de descalabros, satisfacciones, sinsabores, buenos ratos, horas largas (entiéndase aburridas) y pequeñas bondades. El horario establecido da para eso, y aún para mucho más. Y si de tropiezos hablamos, éstos no se dan únicamente en el sentido laboral, pues el filón de la convivencia (obligada) tiene mucha veta para explotar: más de alguno se queja, con amargura, que sus compañeros de trabajo no son lo que habían esperado, más aún, no son ni mínimamente tan sólo eso: compañeros a secas. Hay otros pocos que, para su fortuna, miran desde el extremo opuesto.
En ese endeble abanico que suponen las horas oficinescas caben toda clase de sucesos y desacomodos: el tiempo que se invierte en una junta que a la postre resulta fastidiosa y poco (o nada) productiva es semejante a esa sensación apremiante de tener que volver a empezar, una y muchas veces más, la torre de naipes de la baraja cada vez que se viene abajo por un ligero movimiento en falso o porque un tercero, con toda alevosía, sopló sobre aquella ligera construcción. Las circunstancias y el sujeto son ajenos, no así la encomienda, que nunca dejará de ser individual.
El termómetro que regula la convivencia en horas de trabajo casi siempre –la excepción hace la regla– está dictada por el humor de los empleados: por más que se intente permanecer ajeno al barullo o al silencio general, según la ocasión, la inercia arrastra con tal ímpetu que no se tiene noción del momento exacto en que se intervino en la plática o se permaneció sumido en la burbuja de los pendientes y ocupaciones ordinarias. Y es que lo incompatible no tiene aquí cabida, pues se le destierra, incluso, desde la letra de los manuales de inducción y desde ese doctrinario objeto que es el reglamento interior de trabajo. Dos lastres que se cargan desde tiempos inmemoriales (diría perfectamente Saramago).
El mapa propio no muestra una ruta distinta cada vez: la geografía que se delinea entre escritorios, copiadoras, cubículo cafetero, computadoras, pasillos, baños, patio interior, y otras áreas comunes y por demás conocidas, es perfectamente recorrible aún cuando se deje de transitar por allí por un prolongado tiempo: la familiaridad con lo que compone ese universo llega a ser tal que cualquier modificación, por minúscula que sea, podrá ser percibida por todos los empleados, aún por aquél que, a contracorriente, maneja una agenda alterna a la común.

“Hoy viene a ser como la cuarta vez que espero, / desde que sé que no vendrás más nunca. / He vuelvo a ser aquel cantar del aguacero, / que hizo casi legal su abrazo en tu cintura. / Y tú apareces en mi ventana, / suave y pequeña, con alas blancas. / Yo ni respiro para que duermas / y no te vayas. / Qué maneras más curiosas, / de recordar tiene uno, / qué maneras más curiosas: / hoy recuerdo mariposas / que ayer sólo fueron humo. / Mariposas, mariposas / que emergieron de lo oscuro, / bailarinas, silenciosas”
Silvio Rodríguez, “Mariposas” en Mariposas

Imagen: www.bytgs.com

martes, 16 de junio de 2009

Pancracio


a la Rendidora Sabelotodo, antes Mascarita Sagrada

A propósito de haber visto la película Nacho Libre (sin aludir concretamente a ésta), quisiera anotar (o denunciar) que la lucha libre hoy es más que un enfrentamiento entre dos (o más rivales, según la modalidad que se adopte) sobre un cuadrilátero, un lamentable espectáculo en el que se arrastra el prestigio ganado por muchos años. El arte del pancracio, como lo llaman los viejos locutores, no es, ni por mucho, un deporte ya, sino un remedo falso de aquél, de poses de cartón e ínfulas dantescas. Un circo de acrobacias que nada debe a las más aplaudidas exhibiciones de un payaso callejero.
He presenciado en vivo solamente dos funciones de lucha libre: de ese par de memorables encuentros saqué en claro una cosa: la lucha, bien cuidada y expuesta, supera la escenificación de un pleito en el que hoy la imagen que proyecta el luchador es lo más importante, donde lo de más valía radica en lo que tiene lugar fuera del encordado y no sobre esa superficie en la que un luchador debiera esperar la tercera caída de cara a los reflectores.
La apantallante musculatura, la vestimenta estrafalaria, las poses de levantador de pesas abombado, los dimes y diretes entre luchadores bajo micrófono abierto para toda la arena, (dice un chompa que) las agarradables edecanes que acompañan al luchador hasta el ring, la máscara más colorida y esperpéntica, las mayas y botines atestados de brillantina mal pegada; todo ello es hoy la mitad, si no es que más, del espectáculo de una función de lucha libre. Devaluación infame, simplemente.
El espíritu de la lucha libre que tanto enaltecieran el Huracán Ramírez, Mil Máscaras, el Solitario, el Matemático, el Dr. Wagner, Septiembre Negro, Blue Demon, y el mismo Santo, se halla extraviado, con un tanque de oxígeno a la espalda, respirando con dificultad, arrastrando los pies en su andar, con la mirada botada y perdida sin remedio, desorientado a tal punto…. acosado por esos empresarios que han hecho de ese deporte un emporio deplorable. Gritar desde las butacas, alentando al luchador favorito o demeritando a los contrarios, es hoy lo único que puede salvar de la total perdición al viejo arte del pancracio. Porque, más allá, sobre el cuadrilátero, ya no acontece nada que pueda dar para pensar en un ejercicio propio de la vida.

“Supo la gran aventura, / supo la estación más triste, / supo el dolor que se viste / de redención la cintura; / supo la traición más dura, / luego el silencio, el rumor, / luego el murmullo, el clamor, / y al fin supo el aullido, / y del último estallido / mi abuelo supo el amor. / Así lo sé porque quiero / echarme en su misma fosa, / sin oración y sin losa, / hueso con hueso viajero; / lo sé como el aguacero / sabe que acaba en la orilla….”
Silvio Rodríguez, “Yo soy de donde hay un río” (o “Décimas a mi abuelo”) en Silvio autobiográfico

Imagen: www.mexside.com

lunes, 15 de junio de 2009

Desde ahí, el mundo


El eje. De color azul, el tacón del zapato era el eje sobre el cual giraban todas aquellas voces que a ratos parecían sólo bocas alborotadas. De todas las conversaciones que brotaban aquí y allá, sin embargo, prevalecía un tono sosegado, que mezclado con los otros no semejaba otra cosa que un zumbido de congojas, de murmullo sostenido.
A veces con parsimonia, otras con elegancia, con desventura, incluso con desparpajo iban esos pies por el piso de ladrillo: las secas junturas azuleaban cada tanto, resentían fugazmente aquel paso casi flotante. Si no hubiera sido por la dureza del suelo, bien podría yo haber creído que se trataba de un mar que enceguecía, de una especie de planicie azulosa a la que no se lo podía tocar el fondo.
En el reflejo que recorría las paredes, aún húmedas por una lluvia que recién se había marchado, se proyectaba un rastro azul que se mezclaba con el verde lamoso añejo que los cubría. El tacón enterró su punta entre los ladrillos, giró ligeramente: de aquella rápida volantina se dispersaron en todas direcciones unas minúsculas colas de cometa que rebotaron en el suelo y se perdieron de vista apenas se elevaron un poco.
Y, no obstante que por mucho rato se perdieran de vista, los zapatos seguían allí. Al cabo de esas ausencias dosificadas, reaparecían, asomaban de nuevo sus destellos. Ahora siendo el odumodneurtse –estruendo mudo– de Vallejo. Los zapatos de tacón de aquella mujer –¿o niña?, ¿o anciana?– fueron el primer rayo de la mañana. El único, quizás.

“Si me levanto temprano, / fresco y curado, / claro y feliz, / y te digo: ‘voy al bosque / para aliviarme de ti’, / sabe que dentro tengo un tesoro / que me llega a la raíz. / Si luego vuelvo cargado / con muchas flores / (mucho color) / y te las pongo en la risa, / en la ternura, en la voz, / es que he mojado en flor mi camisa, / para teñir su sudor”
Silvio Rodríguez, “Días y flores” en Días y flores

Imagen: pintura de Joaquim Falco, encontrada en www.artesdominicanas.org

jueves, 11 de junio de 2009

Voy, salgo, abro, hablo


Voy y vengo. En los pasos, más que en otra cosa, se da una circularidad irremediable. Voy y vengo; y en el regreso, inconscientemente, busco rehacer los círculos de mis andanzas. En un momento dado, al detenerme, contemplo el escenario: los pasos, más que cualquier otra cosa, se inclinan con devoción a la circularidad, al siempre inacabado rodeo de los caminos.
Salgo y entro. Las acciones todas, incluso las que podrían calificarse de vanas, en su realización conllevan entrar o salir: si se sale, se trata de una acción que carece de valía inmediata, o de algo que, de entre todo, es preferible dejar de lado; si se entra, en cambio, lo hecho obedece a una ley no escrita y, por ende, no divulgada con demasía: el impulso de la mano (creadora, obediente, costumbrista, mecánica) es igualmente proporcional al empuje que brota de los adentros.
Abro y cierro. Cualquier intento en estos dos rubros viene, sin dudarlo un momento, del anhelo de descubrir otros horizontes. Lo que se encuentra tras abrir o cerrar, cerrar o abrir, varía, y se alinea en función de lo buscado; es decir, si se abre, aquello que se quiere alcanza una dimensión que no es posible ceñir. Pero si se cierra, lo allí dejado, tras el retorno, no será ya lo mismo, y su confinamiento definitivo será el paso a seguir.
Hablo y callo. Palabras habladas, palabras calladas. ¿Es posible callar las palabras si en su pronunciamiento ya les es imposible conservar su mudez? Hablar y callar son indisolubles, irreconciliables, invencibles, interminables. Cuando una y otra alternan lugares en algún mismo momento, sobreviene entonces un caos mínimo que podría salirse de control si, con ningún tipo de escrúpulo, un mismo individuo calla mientras habla, o habla sin cansancio desde su silencio.

“Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan / para que no las puedas convertir en cristal. / Ojalá que la lluvia deje de ser milagro que baja por tu cuerpo. / Ojalá que la luna pueda salir sin ti. / Ojalá que la tierra no te bese los pasos. / Ojalá se te acabe la mirada constante, / la palabra precisa, la sonrisa perfecta. / Ojalá pase algo que te borre de pronto: / una luz cegadora, un disparo de nieve. / Ojalá por lo menos que me lleve la muerte, / para no verte tanto, para no verte siempre / en todos los segundos, en todas las visiones: / ojalá que no pueda tocarte ni en canciones”
Silvio Rodríguez, “Ojalá” en Cuando digo futuro

Imagen: fotosgrises.blogspot.com

martes, 9 de junio de 2009

Escenarios


Las nenas, con todos los olvidos y el desapego repentino, siguen verdemente radiantes, estirando el cuello apenas llego a casa. Una larga mirada les devuelve el aire perdido en el mapa de los días en desatino. Les retribuyo su esperanza con un poco de agua; antes, descubro que lo que las mantiene aquí es su perfecto acomodo con la vida sedentaria y oscura que llevo: no hay mayor certeza en toda esta barahúnda que su compañía.
El espacio se reconfigura con sus señales, con su sola presencia sorda, muda, estática, y sin embargo tan en movimiento, que ando tropezándome con ellas cuando voy del cuarto al patio, del estudio al baño, de la sala a la cocina, de cualquiera de estos sitios a la puerta de la calle. Salen al paso, hacen valla, dicen hasta pronto y vuelven al lugar que tienen como horizonte promisorio, como destino irrenunciable.
Tras darle la vuelta a la llave en la puerta de entrada del lado de la calle, ellas quedan allí, intramuros, solitarias: en ese vasto escenario imagino que su refriega cotidiana es agotadora, de actos y palabras atinadas, de escenificaciones que pugnan por trascender esas viejas paredes que no mudan de telón ni encienden los reflectores; aún con todo, ha de ser deslumbrante su proceder misterioso para los ojos invasores que han ido a caer ahí.
Y ahora, la pregunta obligada entonces es: ¿las nenas aceptarán el ir y venir desaforado, el trazado fiero de gestos y ademanes de Canijo –de próxima aparición? La cuestión no es menor si se considera, por un momento, que no hay antecedentes convincentes acerca de la convivencia de un perro con cualquier clase de plantas, que no ha habido jamás un acercamiento entre estos dos gremios que viven a la sombra de las petulancias y arrogancias humanas.

“Cómo gasto papeles recordándote, / cómo me haces hablar en el silencio, / cómo no te me quitas de las ganas / aunque nadie me vea nunca contigo. / Y cómo pasa el tiempo, que de pronto son años / sin pasar tú por mí, detenida. / Te doy una canción si abro una puerta / y de las sombras sales tú. / Te doy una canción de madrugada, / cuando más quiero tu luz”
Silvio Rodríguez, “Te doy una canción” en Te doy una canción

Imagen: www.cocinavegetariana.net

lunes, 8 de junio de 2009

Confusiones


La vida es otra muerte, la vida antecede a la muerte, la vida prepara para la muerte, la vida en nada se parece a la muerte, la vida puede ser también una especie de muerte, la vida tiene su camino y su no retorno (la muerte), la vida es el espejo, alterado o fidedigno, de la muerte; la vida se encomienda, todos los días, a la muerte; la vida es rondada continuamente por la muerte, la vida es otra muerte, la vida acaba, al fin de tantas trasiegas, en la muerte. No hay muerte que por la vida no venga.
La muerte es una forma de vida, la muerte es el desenlace de la vida, la muerte es como la vida, la muerte (paraíso) no se parece en nada a la vida (valle de lágrimas), la muerte es volver a la vida, la muerte es un paso (¿obligado?, ¿automático?) hacia la vida, la muerte es la otra vida, la muerte acecha todo el tiempo a la vida, la muerte engendra vida para después quitarla, la muerte permanece a costa de la vida. No hay vida que no acabe del mismo modo: en la muerte.
“En medio de la muerte estamos en la vida”. O viceversa: “En medio de la vida estamos en la muerte”. Y no es que a estas alturas esté descubriendo el hilo negro: se trata de una sentencia bíblica que para muchos entra en esa categoría de lo inobjetable, donde hoy no hay tantos especímenes.
Fuera de pretender fomentar aquí una discusión de tintes filosóficos, teológicos, apocalípticos, doctrinarios, no quiero nada más que dejar en claro que todo esto resulta confuso: si la muerte, o la vida, o ambas, no son más que dos estadios en los que nos situamos alguna vez, ¿cómo entonces diferenciar una de otra?, ¿cómo emprender ese retorno a la creencia de que se estaba en la vida para después entrar en la muerte?

“¿A dónde van las palabras que no se quedaron? / ¿A dónde van las miradas que un día partieron? / ¿Acaso flotan eternas, / como prisioneras de un ventarrón, / o se acurrucan entre las rendijas / buscando calor? / ¿Acaso ruedan sobre los cristales / cual gotas de lluvia que quieren pasar? / ¿Acaso nunca vuelven a ser algo…? / ¿Acaso se van? / ¿Y a dónde van? / ¿A dónde van?”
Silvio Rodríguez, “¿A dónde van?” en Mujeres

Imagen: pintura de Ricardo Montesinos encontrada en: bitacoravirtual.blogspot.com

jueves, 4 de junio de 2009

Imprevistos


Hasta cierto punto es comprensible el arrebato de la gente cuando algo o alguien altera su ritmo cotidiano. En ese trecho que va del horario particular al reloj que rige la convivencia entre los demás caben un sinfín de variantes que pueden ir delimitando la capacidad de tolerancia y adaptación en el entorno. Sin embargo, lo que raya en un matiz por demás ultrajante, se da cuando, so pretexto de esa alteración de las líneas trazadas por cualquier individuo, éste recala (avasalla, agandalla, arrasa, arrastra) con quienes le rodean.
Los planes o las estructuras de las actividades obedecen a esa negación de ir improvisando sobre la marcha, y para bien o para mal las cosas se suceden, digámoslo así, sobre ruedas; el asunto se sale de sus márgenes cuando un acontecimiento o un imprevisto se atraviesa en el camino trazado: las variantes que de ello se pueden desprender abren un sinnúmero de caminos que, de entrada, parecen un tanto atrayentes, pero más allá del principio no resultan lo esperado, y sobreviene, entonces, la franca molestia o el desatino.
Hay quienes, no obstante la avalancha de sucesos no contemplados, saben sacarle la vuelta a las cosas con una facilidad que los hace parecer saltimbanquis en medio de un barullo de ciudad en hora pico: el malabarismo, la improvisación, el escapismo, la inventiva, el acierto ante el peligro, son todas cartas que guarda bajo la manga y elige según la situación y los posibles escenarios venideros. No hay mejor manera de salirse de una encrucijada, en sentido figurado, que devolver el ataque a quien primero tiró la piedra: es como saberse en la línea de llegada cuando la bandera indica “salida”.
Las cosas, en definitiva, se van al traste cuando todo está empecinado en no sólo alterar el trazo de los aconteceres, sino que, al mismo tiempo, obstaculiza cualquier vía que se considere para poner en práctica los planes resolutivos: la cerrazón de todo horizonte en una jornada común no llega a considerarse siquiera como una posibilidad, ni remota ni cercana, aunque sí puede representar un factor que altere la concepción de un día previsto como otro, como el que se fue, como el que no pedimos, como el que se vive en estos momentos.

“Nuestro tema está cantado con arena, / espuma y aves del amanecer. / Nuestro tema está listo para ser / brisa de las alas migratorias. / Nuestro tema es para ver llover. / Nuestro tema está desnudo en un balcón, / fotografiando espigas de la mar. / Nuestro tema está viéndonos juntar / besos a las seis de la mañana. / Nuestro tema es para recordar”
Silvio Rodríguez, “Nuestro tema” en Tríptico V. 1

Imagen: propiedad de Daniela Edburg, encontrada en el sitio: musicwassaved.wordpress.com

miércoles, 3 de junio de 2009

Kare


Kari es una mujer que no resulta fácil acomodarla en alguna definición. Quien la conoce sabrá a qué me refiero con eso de su no sencillo encasillamiento. Por donde se le vea, aún con ojos de sangre –como los míos, es mi hermana–, el encuadre de sus emociones se dispara a la menor provocación, al más ínfimo roce o inútil palabra. He tratado de entenderla en todos estos años, y debo decir que las más de las veces, los más de los días, me vence su proceder imprevisto, sus conclusiones de arrebato, sus sentencias inverosímiles.
A Kari la supe cercana una noche en que en un evento multitudinario nos le perdimos a mi papá: ella y yo, siendo todavía niños, tuvimos que recorrer algunos kilómetros para volver a casa, a ratos caminando, a ratos casi corriendo, a veces con un miedo atroz, pero nunca nos soltamos las manos: en ese gesto casi de auxilio se selló una complicidad que, muy pocas veces, a lo largo de los años, ha vuelto a disparar los laureles al cielo.
La vida de Kari tomó un cauce que nadie esperábamos, más aún, que nadie deseábamos: es cierto que está donde quiere estar, sin embargo eso no quita que hasta hoy cargue más tristeza que buenos momentos. De aquella adolescente y joven que irradiaba tantas contradicciones como aciertos, hoy ya no queda más que el resabio de una mujer que da tristeza, incluso, tan sólo mirarla; Kari sigue cerca, como lo ha estado siempre, que resulta casi imposible pretender no verla cuando cruza frente a los ojos.
“Karetina”, le decía mi abuela, y nos reíamos de ello, con la consecuente molestia de Kari. “Kare, Kare….”, le hablaba y nosotros ya estábamos celebrando aquella pronunciación: es cierto que mi abuela no lo hacía con ninguna intención de burla o de distracción, pero también es cierto que no podía desprenderse esa manera de llamar a sus nietos. A Octavio le decía “Payo”, y “Chochel” a Xóchitl. Y así podría extenderme. Kari, a diferencia de los otros dos, no aguantaba que nos burláramos, pero apreciaba en el fondo aquella distinción de mi abuela.

“Comenzamos un día / por los senderos / de siempre y todavía; / comenzamos felices / por juntar cicatrices, / como buenas señales de los años, / y, peldaño a peldaño, / levantamos paisaje / sin excusa, sin ruego / y sin ultraje. / ¿Quién se atreve a decirme / que debo arrepentirme de la esperma quemante / que me trajo? / Porque sangra de abajo / yo no vendo ni rajo / mi pasión”
Silvio Rodríguez, “Compañera” en Silvio

Imagen: fotosgrises.blogspot.com

lunes, 1 de junio de 2009

Sí, pero no....


“No es erróneo decirlo de esa manera, concluir así tu exposición; sin embargo, tampoco es del todo correcta”. Es decir, no se dice un disparate tal cual, pero no se habla asimismo de una verdad irrefutable. ¿A qué responde este tipo de ambigüedad, esta ambivalencia un tanto disparatada? Cuando el interlocutor suelta esta perogrullada tras de que uno ha expuesto su punto de vista o dado respuesta a cualesquiera demanda, en realidad se sale de un hoyo para ir a caer a otro cuya profundidad resulta temible.
La puesta en la balanza de dos posibilidades no habiendo punto que medie entre los extremos da como resultado, casi siempre, el irse de frente hacia la confusión: no tener a la mano un mínimo de certeza, aunque sí un poco de desacierto, lleva las más de las veces a un estado de atontamiento que acaba por cobrar factura: si se posee cierta verdad, o en contraparte, “no se da pie con bola”, en el fondo se trata de un asunto que se debe dejar atrás de inmediato, so pena de caer en una circularidad interminable.
El paréntesis que se abre al momento de saber que no es cierto, aunque tampoco es falso lo que se acaba de decir es de dimensiones inescrutables: del fondo del sombrero del mago aparecen palomas, pañuelos, y toda clase de objetos que sorprenden a la audiencia; pero de ese paréntesis mitad oscuro y mitad luminoso emergen únicamente signos de interrogación que no serán resueltos con la rapidez con que saltaron a la vista.
La certeza es un camino, llano y claro, que no presenta problema alguno para seguir su derrotero siempre y cuando se le visualice en su totalidad; el desacierto –o la no certeza, la falsedad, lo erróneo–, en cambio, es una pendiente de la que es imposible sustraerse cuando la inercia ya ha emprendido una veloz carrera: en el fondo de ambos senderos existe todavía, sin embargo, un resplandor de sentido común: ahí lo no correcto o lo no del todo erróneo se funden en un abrazo tan relativo que acaban confundidas y no del todo ciertas, aunque no sean erróneas.

“Compañeros poetas, / tomando en cuenta / los últimos sucesos en la poesía, / quisiera preguntar –me urge–,/ qué tipo de adjetivos se deben usar / para hacer el poema de un barco, / sin que se haga sentimental, / fuera de la vanguardia / o evidente panfleto; / si debo usar palabras / como flota cubana de pesca / y Playa Girón”
Silvio Rodríguez, “Playa Girón” en Días y flores

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