lunes, 6 de septiembre de 2010

Personajes de pesadilla (2)


Decían que el maestro Corona era duro, implacable. Su esposa, de nombre Evelia, también maestra, y que acusaba un problema agudo de poliomelitis –llevó siempre bastón–, era todo lo contrario; esto lo decían muchos, incluida mi hermana que fue alumna de ambos. Ninguno me dio clases en los seis años de primaria como para comprobar ambos decires. Sin embargo, en dos años –cuarto y segundo grados– mi grupo quedó a un lado del de Corona: hasta el aula nuestra llegaban gritos y exabruptos del profesor. Y también algunos lloriqueos de los alumnos: más de alguno afirmaba que daba reglazos en las manos, y zampaba sopes a diestra y siniestra.
El maestro Corona era de estatura considerable, y tenía un cuerpo recio, abundante: aunque se le veía lleno no era gordo, ni su masa corporal flaqueaba en los extremos. Era, como se dice por lo común, un tipo robusto. Yo me proponía siempre no topármelo en los pasillos, ni en ningún otro lugar; pero más de alguna vez nuestros caminos se cruzaron y al verlo a los ojos yo huía espantado, como si de aquella mirada emergiera un infierno a punto de desatarse. La maestra Evelia era del todo distinta: lo que no implica necesariamente que no se llevaran bien. Quizá Corona cambiaba de armadura hacia el mediodía, al abandonar la escuela todos los días.
Corona era disciplinado, y como tal exigía a sus alumnos tal hábito. Alguna ocasión escuché que no permitía que se le interrumpiera, salvo si se trataba de extrema necesidad. Permisos para salir al baño ni pensarlo, estaban prohibidos: había que acudir a los retretes durante el recreo. Corrían rumores de que más de uno de sus alumnos había sucumbido ante la urgencia de desahogar sus desechos: si así sucedía, se les castigaba con tres días no de ausentarse de clases, sino de cumplir con doble tarea y ser el primero en llegar al salón, so pena de una extensión del castigo. Cosa que, por ningún motivo, podía conmutarse.
Traigo esto a colación a propósito de que hace pocos días me topé con Corona. Obviamente no me reconoció –no sé si este verbo sea el más idóneo, pues en plata rigurosa debo decir que nunca me conoció–. Lo vi todavía recio de cuerpo, pero su mirada ya no es aquella que ardía a todas horas. Y su modo de caminar ha menguado. Iba con Evelia y su eterno bastón: él, con todo, la ayudaba al momento de subir o bajar aceras. Desconozco si Corona sigue dando clases: decían que así como era duro también se le podía considerar un buen maestro. No pongo en duda tal cosa, pero al verlo de nuevo he imaginado, una vez más, cómo sería su gesto hirviente al momento de propinar los reglazos en las manos.

“Vengo de un reino extraño, / vengo de una isla iluminada, / vengo de los ojos de una mujer. / Desciendo por el día pesadamente. / Música perdida me acompaña. // Una pupila cargadora de frutas /se adentra en lo que ve. / Mi fortaleza, / mi última línea, / mi frontera con el vacío / ha caído hoy.”
Rafael Cadenas, “Coney Island –1” en Una isla (1958)

Imagen: www.threechurches.wikidot.com

martes, 31 de agosto de 2010

La calle


11:00 pm. La calle aparece desolada, densa en sus esquinas, enigmática en sus rincones faltos de luz. Es a veces un reducto aislado, una acera de mosaico multicolor que sin embargo adolece de brillantez: su mudez la confunde ante cualquier mirada, la obliga a pasar desapercibida casi. Quizá se deba a que a esta hora nadie tiene por costumbre salir a hacer compras, a pasear al perro con una bolsa en la mano, a sentarse en una acera y mirar cómo el cielo va cambiando de tonalidad y presenciar la desaparición fugaz de las nubes. La calle atesora sombras, y las cuelga en esas casas que convierte en tendederos.
11:45 pm. La calle, que más allá de la esquina norte se eleva y enseguida pierde la línea recta que lleva, no se ha tirado a descansar todavía; no obstante su evidente cansancio y abandono aparente. A estas alturas del día permanece alerta, como si se tratara de un espía al que se le ha encomendado una misión complicada, aunque, por otro lado, nada riesgosa. Desde su trono de cemento y piedras atisba cualquier paso raudo o lenta travesía, toda intromisión venida de cualquiera de sus cuatro puntos cardinales. Lleva rato ya, sin embargo, que se prepara para dormitar recargada en el lado más oscuro, con los brazos cruzados sobre la cabeza: nadie ha caminado por su cuerpo plomo en los últimos 45 minutos.
12:20 am. La frontera ya es difusa. El cielo relampaguea constante más allá de las últimas casas. De allí vienen las únicas luces que iluminan un poco ese túnel que es la calle. Parece que en un lugar no tan lejano se abriga una tormenta. Y de allá, también, se desprenden los débiles ruidos que rompen el perímetro de soledad que ciñe esta parte de la ciudad. Hay momentos en que uno quisiera sumergirse de lleno en los pensamientos; éste es, quizá, un instante idóneo para tal cosa: los ojos escudriñan y no hallan más que rastros negros. Uno de ellos ha de llevarme, seguro, al otro lado de esta noche.
1:10 am. La calle lleva el vestido más oscuro. O tal vez se muestre desnuda, tal como es. Únicamente es oscuridad, una oscuridad de ésas que resulta imposible beberse, o difuminar a manotazos. El balcón desde el que la contemplo aparece iluminado apenas en uno de sus flancos más delicados, y de allí en más se extiende un mapa que carece de mínimas señales. Con suma facilidad podría alguien extraviarse en este pasaje que, sin embargo, no es reducido ni asfixiante, aunque sí confuso, con puertas cerradas o abiertas, que no conducen a ningún lado. La calle aparece, sigue desolada.

“Ay de la oscura calle en que anduvimos / dándole largas a nuestro corazón. / (…) Ay de la oscura calle / en donde la esperanza / se nos va de los ojos / para que nuestro corazón / contrito / acoja su realidad, / cálidamente iluminado.”
Alejandro Aura, “Oscura calle” en La calle de los coloquios (1969)

viernes, 27 de agosto de 2010

El hilo nuestro de cada día


Para seguir el hilo de la vida… El abuelo abría su libro predilecto cuando ya la tarde había madurado, sentado en su vieja silla de mecate. En esas horas verdes, silencioso, concentrado, frente a la Biblia, abierta entre sus manos, sobre sus rodillas, el abuelo se vestía de frac: era un imaginador. De esa lectura, que se volvió centenaria y que degustaba cotidianamente como algo irrepetible, el abuelo iba trazando los pasos que habría de dar al día siguiente, las palabras que soltaría cuando agarrara sendero. De ese camino volvía tarde, agotado, pero con un brillo inextinguible en sus ojos. No había ni hubo sosiego –ni con la muerte–, que yo recuerde, para ese imaginador.
Para seguir el hilo de la vida… Amanece. Hay muertos regados en distintos escenarios. La especialidad de la casa es la brutalidad. La amenaza es constante, diaria, que hacen llegar mediante la siembra de cuerpos descabezados, torturados, masacrados, disueltos en ácido, estrangulados, balaceados, vejados, golpeados, hechos añicos, polvo; arrancados de su territorio, secuestrados. Cuando se cree, sin embargo, que ya todo el horror posible ha sido escenificado, aparece una nueva manera de deshacerse del estorbo, del soplón, del que hace frente, del valiente, del que está en el otro bando, y entonces sucumbe cada uno de nosotros ante tal avasallamiento de la cotidianidad más parca. Vivimos en un país que cada día se parece más a la casa de los espantos.
Para seguir el hilo de la vida… (En cualquier otra ciudad.) Afuera la noche, grisácea, merodeaba, ronroneaba. Era tanta la quietud que el golpeteo de la llovizna en el viejo cristal de la ventana de ese hotel desgarbado parecía formar parte de otra dimensión. Alrededor no había nada, sólo miradas agolpadas, una cortina corrida, palabras leves que se perdían entre las volutas delicadas de humo del cigarrillo. Algunos reflejos, mortecinos, de autos lejanos sobre una avenida que serpenteaba, se esparcían cerca y lejos, como diminutas lucecitas desperdigadas en una noche de diáspora. Abría y cerraba los ojos, aspiraba y exhalaba, iba y volvía y bebía café y reconcentraba la atención en la voz que salía de algún estéreo cercano. Era una voz aterciopelada, líquida casi. Una voz de mucho tiempo conocida.
Para seguir el hilo de la vida… Es viernes. Las horas últimas de la tarde vienen y pasan frías. “Las luces del puerto” apenas son visibles entre tanta neblina, entre tanto alboroto en esa avenida con amplio camellón. La espera es larga. Toda espera es larga. Tan larga como una lluvia que se estira de un día a otro. Y ese paréntesis se vuelve entonces un desacierto, un despropósito mayúsculo cuando la espera no lo es más, y entonces hay que marcharse con el agobio sobre los hombros, seguros de no volver la mirada atrás ni una sola vez; ni siquiera para mirar si nuestra sombra viene pegada a los talones.
(Lo que aparece en cursiva pertenece a “La novela de la vida” de Antonio Muñoz Molina, texto publicado el sábado 31 de julio de este año en Babelia.)

“Yo conocí que te quería / en que me daba por estar contigo / a todas horas, / y conocí que te quería / en que me daba por perderte / y te perdía. / Mía de tus pechos a mi lengua. / Yo conocí que te quería / en que me daba la noche / y no se me acababa el día.”
Alejandro Aura, “Zapato pato o la solada” en Cinco veces la flor (1967)

Imagen: poetasargaricos.blogspot.com

martes, 17 de agosto de 2010

Umay


Umay. Los excesos, dicen, nunca son del todo buenos. La medicina la receta el refrán: “de lo bueno, poco”; incluso, algunos se recargan en ese eslogan publicitario de “nada con exceso, todo con medida.” Umay le rehúye a los excesos de una cultura de la que, por más que quiera, no puede escapar: a ese mundo pertenece. Lo piensa. Lo intenta. Y a punto de lograrlo, ella misma –la sangre y la querencia– vuelve sobre sus pasos. “Cuando es lo único que conoces, cuando es lo único que te enseñaron, no verás nunca más allá.” Como si de la condena del eterno retorno se tratara.
Umay y Cem. Harta del maltrato y una vida desabrida Umay decide reemprender el vuelo que ella misma interrumpió años atrás. Se eleva y se confunde, en su partida, con la bandada de aves que atraviesan esa ciudad que no es más que un amasijo gris. Pero no lo hace sola, Cem va de su mano. Se despide, curiosamente, de lo mismo que la traerá de regreso: el miedo y el ahondamiento de una soledad cuyo precio está a punto de pagar. Se trata de un costo tan alto que ni siquiera imaginó lo que le deparaba ese jodido temor a abrir los ojos. Umay está ante su propia desesperación, como si buscara recluirse en un escondrijo. Del que, más adelante, va a querer asomar la cabeza y partir, eso sí, en un acto bien calibrado, doloroso.
Umay y la oportunidad. Si hay ocasiones propicias para dar algunos pasos sin mirar atrás, la que tuvo Umay fue incuestionable: pero ella, antes de darlo, se acordó de sus raíces y bajó a la tierra, se adentró en ella para después, ahora sí, emigrar: en ese pequeño retroceso encontró un destino incierto, inesperado, trágico, demente: sus dos hermanos, uno por el frente y el otro por la espalda la acorralan en la acera: uno, pistola en mano y el otro, blandiendo una navaja. Umay saldrá bien librada, no así Cem, su pequeño hijo: el único corazón que le late.
Umay y la partida de Cem. La dura orfandad. El abismo con sus fauces abiertas. La calle como símbolo de una ciudad grisácea que ha perdido todo sentido. La soledad de llevar un niño en brazos, en vilo, como si cargara un muñeco de trapo, que no respira, que no mueve un solo músculo, cuya última palabra, mirando a Umay a los ojos, entrecortada, lastimosa, con un auxilio evidente y destemplado, fue: “¿Mamá?” Umay camina, ya no mira atrás, pero adelante, curiosamente, ya no hay nada –nada que le importe, por lo menos.
(Umay –actriz Sibel Kekilli– es el personaje principal de La extraña –2010–, de la cineasta alemana Feo Adalag.)

“Hago como que no me acuerdo / para no estar triste. / Pero la mano me sigue siendo piedra y flor / y sigo siendo alegre y tonto / con un gallo de viento en la cabeza. / (…) Te iluminaste, / poeta, nardo, carcacha, / te iluminaste con las palabras puestas en el lugar en donde nacen las palabras; / te pusiste a inventarlas y acertaste / y así se fue desparramando el mundo por la tierra. / No tiene más anécdota esta historia, / es una pura manera de cantar. / Jueves y viernes, / para siempre, / se habrán de encargar de tu memoria.”
Alejandro Aura, “Ronda por tres caminos para un amigo viejo” en Cinco veces, la flor (1967)

Imagen: www.homocinefilus.com

lunes, 16 de agosto de 2010

De homenajes y arengas


A veces los homenajes resultan una interminable pasarela de voces que se explayan en nombrar cosas innombrables y del aludido si acaso, si no es complicada su pronunciación, mencionan su nombre. Como si se tratara de llevar, a esa asamblea a la que se asiste con la toda la rigurosidad posible en el vestir, todo menos los atributos del que está siendo objeto aquella reunión. Es tanta la palabrería y el adorno que se lanzan al aire para apantallar a los asistentes que a menudo aquello es más un carnaval desenfrenado de presunciones y vanaglorias que un acto sensato y justiciero.
Los homenajes poseen la rara distinción de lo equívoco: como si de un héroe vuelto de una larga guerra que al fin se gana se tratara –valiéndome de un ejemplo bélico–, en la relación de los hechos una o dos veces se mencionan las batallas indispensables y al protagonista se le relega a un margen, las más de las veces inferior, de aquella hoja en que está contenida la reseña a la que se le da lectura. Lo último no tiene que ser, precisamente, lo menor, parecen decir los oradores. Sin embargo, lo primero que se nombra ha de ir por delante porque de esa manera se lleva el rumbo planeado desde antaño. Nada habrá de salirse de lo estipulado; se miran convencidos.
Cuando al homenajeado le toca el turno de dirigir algunas palabras a los asistentes y a quienes brindan aquella distinción pública, entonces se asiste a una especie de reivindicación de la realidad: nada hay más certero que aquello que es dictado desde las entrañas del protagonista de cualesquiera acto digno de recordarse. En aquel tropel de palabras que van saliendo de la boca del orador, a ratos trompicadas a ratos disfrazadas de una serena lejanía, pueden deletrearse los motivos más profundos de su convicción y modo de conducir su vida. Motivos, al fin, por los que se escenifica aquello. Lo demás, parece sentenciar el tribuno, es arenga.
Si lo que va diciendo, por otra parte, incomoda a algunos de los homenajeadores, en el momento en que culmine su disertación habrá descendido no sólo del pedestal al que se trepó para dirigirse a la asamblea reunida, sino de ese alto escalón en el que fue situado por sus méritos y particular manera de concebir la historia y la realidad. Y el homenaje, ese acto tan cuidadosamente planeado y llevado con una pulcritud meritoria, habrá adquirido entonces la estatura idónea: ésa de donde será imposible bajarlo por más intentos que se hagan de acallar las voces y los rumores.

“Cuéntales desde dónde el sol se te quedó estancado; / cuéntales de cómo se murió, lleno de luz, tu abuelo, / de cómo te parió tu abuela desde entonces, / de cómo te quedaste sin nombre todo el rato. / (…) De qué manera nos llovió la muerte desde entonces. / De qué manera la esclavitud tuvo sus hijos. / De qué manera la soledad se aposentó en mi trono. / Ay mar, ay mar, / qué manera de estar una nación / muriéndose a pedazos, / qué manera de no volver a ser / nunca uno mismo / con su aire y con su casa.”
Alejandro Aura, “Nada sucede aquí” en Cinco veces, la flor (1967)

Imagen: "El diccionario de los homenajes" de José Luis Cuevas, encontrada en www.reneavilesfabila.com.mx

viernes, 13 de agosto de 2010

La luna, riéndose


La luna en el balcón, riéndose de mí. Un hombre en una ciudad latinoamericana solicita una visa para viajar a Estados Unidos. Tiene un hijo en aquellas tierras, a quien tiene pensado visitar. En la Embajada, tras cumplir con los requisitos estipulados y pago previo de la forma, y después de que el cónsul le ha dejado entrever que posiblemente su trámite tenga éxito, sale del edificio y celebra con algunos amigos. “¿Festejando antes de tener el documento en la mano? Eso no es buena señal”, le dice uno de ellos. Días después, acude por su visa; se la niegan. Ahí comienza la verdadera odisea, no antes. El cielo se le viene encima a pedazos.
La luna en el balcón, riéndose de mí. Seis o siete pintores viven y trabajan en una casona. Se trata de estudiantes de pintura, que sus tardes las transcurren entre el estudio compartido y la caguama que va de mano en mano. El churro también humea en aquellos cuartos descascarados, malolientes, sucios, cuya única decoración la pueblan dos o tres muebles desvencijados. Hay en ellos ese gesto del “buen salvaje” que se anima a vociferar y descalificar todo aquello que no pase por el matraz de sus gustos. La pintura es así, personal, inequívoca. Un carnaval de miradas.
La luna en el balcón, riéndose de mí. Remigio fue aleccionado, durante meses, para que le diera muerte al cacique de aquellas tierras olvidadas de la justicia y de las que “la mano de Dios está re lejos.” La secta que lo reclutó le fue envenenando la mirada con la intención de que el rostro de Sotero, el cacique, se le apareciera siempre como un criminal al que nadie se atrevería a señalar con el dedo por sus tropelías, mucho menos a aprehender. Él, por ende, encarnaba el brazo justiciero. Remigio se abrió paso entre la multitud, durante las fiestas del pueblo, y le sorrajó unos cuantos balazos. Sotero murió al instante. El pueblo, extrañamente, en lugar de ver bien a Remigio, estuvo a punto de lincharlo. El dictador goza oscuramente de una aprobación generalizada. Y Remigio no pasó a la historia.
La luna en el balcón, riéndose de mí. El día fue uno de ésos que uno desearía no haber vivido. Desastre. Pesar. Ocurridas las cosas se desearía volver el rostro y descubrir un reloj que se haya detenido, un reloj de pared cuyas manecillas, atoradas, hubieran dejado de señalar el tiempo que avanza, que inexorablemente se desboca a cumplirse hora tras hora, como si en ello le fuera la vida. Cuando se contempla el horizonte, ya oscurecido, entonces se cae en la cuenta de que la luna, oculta a ratos, asomándose a intervalos, en el fondo de su blancura, se ríe, se ríe de quien la mira.
(“La luna en el balcón, riéndose de mí.” Frase de la canción “Riéndose de mí” contenida en el disco Radar de Jorge Drexler.
El hombre de la visa es el personaje principal del filme American visa, del realizador boliviano Juan Carlos Valdivia.
Los pintores que viven y trabajan en una casona pernoctan en una ciudad mexicana.
Remigio y Sotero encarnan el cuento “El cielo de Sotero” de Alejandro Rossi, contenido en el libro Fábula de las regiones.)

“Yo tenía un hermano mayor; / era siempre cinco años más amable y más sereno; / quería un escritorio y un caballo / y una manera nueva de contar los sueños / y una mina de azúcar, de seguro. / Le gustaba leer y razonaba; / a veces era tierno con las cosas / pero yo nunca vi que fuera un niño. / (…) Yo tenía un hermano mayor / de pie sobre la luz; / me daban miedo las calles en la noche / y el corredor oscuro de la casa, / me daba miedo estar a solas con mi abuela, / pero tenía un hermano mayor / sobre la luz cantando.”
Alejandro Aura, “Mi hermano mayor” en Cinco veces, la flor (1967)

Imagen: foros.riverplate.com

lunes, 9 de agosto de 2010

Bumerán


Hace algunos días nos reunimos en casa de unos amigos para festejar el cumpleaños de uno de los anfitriones. Entrada la noche, mientras las conversaciones iban y venían, entrecruzadas, y el cielo se destrampaba en una tromba de la que, afortunadamente, llegué ileso a mi casa; en tanto, decía, que los tragos se iban consumiendo salió a colación el tema de los mensajes “vergonzantes” en facebook. En particular, la mayoría descargó sus baterías sobre un tipo que no estaba presente y sí lo estaba al mismo tiempo: se trataba del novio de una de las chicas que hacían rueda, y que no encontraba lugar donde esconder la cara. Se le veía avergonzada, ya se sabe, la quemazón resultante de la pena ajena.
“He descubierto que la mejor manera de hacer cardio es escuchando a los Auténticos Decadentes.” Esa fue la frase que desató el escrutinio no sólo en la red, sino en aquella reunión de la que yo, extrañamente a esas alturas, estaba formando parte. El cuate se refería a ese tipo de ejercicio que se practica en un gimnasio, y al cual asistía, por primera vez, desde tres o cuatro semanas atrás, según se dijo allí mismo. Antes de seguir, debo aclarar que no conocía al tipo en cuestión; sin embargo, en la rueda también estaba una ex novia del sujeto que, con un gesto muy orondo, parecía decirle a la novia en turno: “te dije que así era, no te finjas ahora sorprendida.”
Un comentario en facebook, por lo que pude ver de cerca, se multiplica a raudales, como el número infinitesimal, en cuestión de segundos: basta que alguien prenda la mecha para que cunda un pánico que abarca kilómetros a la redonda. La red posee el raro atributo de la ubicuidad (como la tenía Monsi): está aquí y allá al mismo tiempo, no importa la distancia que se abra entre un punto y otro. Y el peso, en cualquier sitio, es el mismo; más aún, entre más usuarios de facebook agreguen algunas palabras a lo escrito por alguien más entonces lo dicho por el primero adquiere la estatura de un postulado con tintes canónicos, demenciales.
Lo que el tipo había escrito había llegado a oídos de los que no formábamos parte de su red (debo decir que no soy usuario de facebook y que no tengo intención de serlo), y entonces sus palabras habían desatado un alud que, de enterarse él mismo, casi estoy seguro le provocarían un bochorno, y buscaría alejarse lo más pronto posible de aquellos comensales que se alineaban en una especie de pasarela acusatoria y juzgante. Concluyo que en facebook los usuarios deben cuidarse de lo que dicen, porque eso mismo, como en las cuestiones jurídicas y en casos concretos, puede volverse en su contra: esa red social es un bumerán (así se escribe, según la RAE) que no tarda, más que segundos, en retribuir lo que le han entregado, sólo que magnificado a alturas insospechadas. Para bien o para mal, da lo mismo.

“Hoy, / el compañero sol / amaneció deslumbrante. // Esos que tienen el cerebro enorme / pero están corazonados en pequeño: / esos, / dictadores, / autodioses, / agiotistas del verbo, / embriaguecidos de sapiencia; / esos, / coleccionistas de miedos / envilecidos de respetabilidad; / esos, depositarios del odio, / se han condenado solos / a no ver nunca / el sol / como yo lo estoy mirando.”
Alejandro Aura, “V” en Tambor interno (1963-1965)

Imagen: breakthroughthemovie.com

miércoles, 4 de agosto de 2010

Desasosegador


El desasosiego. La primera vez que leí esta palabra aparecía ligada a la poesía de Pessoa. Muchos se llenaban la boca de palabras para decir que Pessoa era un poeta del desasosiego. Que sus poemas contribuían a desasosegar el alma. La definición escueta (como las hay por cientos) que provee la RAE de desasosiego es “falta de sosiego.” Y este último es “quietud, tranquilidad, serenidad”, si atendemos también a la Real Academia. Pessoa, entonces, era un poeta experto en dar al alma un estado de paz: sus letras dotan al alma de un sereno transcurrir.
Saramago, paisano de Pessoa, era un escritor, como el poeta, experto en el desasosiego, han dicho muchos a últimas fechas y se han apresurado a argumentar tales declaraciones. Las novelas del nacido en Azinhaga conducen al alma a un prado extenso en el que campea a sus anchas, vive en un desenvolvimiento por demás natural. Saramago era un ferviente admirador de Pessoa; sin embargo, no podría afirmarse que el novelista imitara al poeta a tal punto, con tan marcada fe, como para trabajar también por la erradicación del desasosiego en las almas de los lectores.
Tabucchi, en Réquiem, una novelita homenaje a Pessoa, en la que el escenario central es la capital portuguesa de Lisboa y cuyo texto fue escrito en portugués (y no en italiano, el idioma natural del novelista nacido en Piamonte), apuesta a que el desasosiego en Portugal es tan común como dar el buenos días a cuanto transeúnte uno se tope en la acera. El encuentro, al final de la novela, entre el protagonista (que, asumo yo, es Tabucchi mismo) y Pessoa, a medianoche, sella la ferviente admiración que el escritor italiano le reza no sólo al poeta, sino a ese desasosiego que destila Réquiem.
El desasosiego en tierras lusas, parece decir Tabucchi en su texto, es una forma de hacer y ver arte, una costumbre que no se olvida ni deja de practicar, una parte de esa cultura que el pueblo se encarga de mitificar, un postulado que los portugueses llevan al extremo en su cotidianidad más demencial (caótica, absurda, incomprensible.) No por nada dice la canción, “el velo semitransparente del desasosiego, se vino a instalar un día entre el mundo y mis ojos; yo estaba empeñado en no ver lo que vi pero a veces, la vida es más compleja de lo que parece.”

“Fuimos / niños náufragos / de algo. / Adolescentes / náufragos. / Pero ahora las banderas / las izamos nosotros / y movemos / nosotros / los timones. // Absurdo es dejar / que el tiempo pasado / nos detenga. / Tenemos la vida toda abierta. // Se comprende / que pueda ser oscura, / pero en las oficinas, / los conventos, las crujías; / oscura en los libros / o en los consejos, / pero no en la calle. // Porque en la calle se sufre / de hambre, / de frío, / de policías, / pero a la luz, / abiertamente, / mano a mano con todos.”
Alejandro Aura, “I” en Tambor interno (1963-1965)

Imagen: ciclic.wordpress.com

sábado, 31 de julio de 2010

Acuosidades (3)


El rumor afuera crecía. Primero, sólo pequeños arañazos a las paredes. Tan inútiles que si se ponía atención en otra cosa podían pasar desapercibidos. Después, sin embargo, la cosa aumentó en vigor y estruendo. Se trataba de una tormenta de ésas que pasados los años ocupan un lugar privilegiado en la memoria. Su insistencia en las ventanas y en el techo llegó a convertirse en un rumor que taladraba los oídos, en una especie de sonsonete que parecía no iba a apagarse nunca. Si por la ventana se había percibido una lluvia menuda, amigable, ahora la tormenta no poseía ninguna gana de hacer amistad con nadie, antes bien cargaba con todo lo que podía.
Recordaba chubascos furibundos de un tiempo que hubiera apostado ya había sido borrado. Pero estaban allí, latentes, expectantes, a la caza del momento oportuno para cruzar como saeta el cielo brillante. Las lluvias obedecen también, como la vida y las personas, a un tiempo cíclico: se anuncian, llegan, se van y retornan. Como en el tiempo rulfiano: un buen día puede tronar el cielo, puede venir la lluvia, puede llegar la primavera. En esas continuas presencias las lluvias van sedimentando su posterior evocación: en el intento de olvidarlas radica, paradójicamente, el conjuro que las prolonga en la memoria y en el tiempo. No se ha inventado todavía la palabra que las capture y las deshaga en un dos por tres.
Contemplar un aguacero, guardándose de sus efectos, hoy ya se considera un viejo oficio; no el más antiguo ni el de más prestigio, pero sí uno que una vez practicado no es posible abandonar. Y no se trata de un intento de hacer poesía, sino de aprehender lo que ese destilado aluvión puede dejar en el corazón del hombre: el agua de lluvia no se guarda en cofrecitos, ni en cajitas musicales o en arcones cuyo destino es el rincón más empolvado y menos frecuentado de la casa en donde se vive. El mejor recipiente para el agua de lluvia es el rostro vuelto al cielo, con la boca abierta.
Un buen día amanece lloviendo. Y ello, aún en estos tiempos, se considera el preludio de una jornada memorable. Fuera de la lata –para algunos– que obliga a cargar con paraguas y atiborrarse de chamarras o impermeables una mañana lluviosa es propicia para la lectura conversada, para estrechar vínculos con personajes literarios ligados a ciudades cuyo clima más común es de lluvia permanente no es comparable con nada. La insistencia en tales atributos no pasará inadvertida. Y, acostumbrados los comensales a esa atmósfera, cada uno irá enumerando una querencia que, de algún modo u otro, aparecerá ligada a una lluvia siempre tenida en cuenta, aunque de sus efectos no quede rastro ninguno.

“Si muero pronto, / sin poder publicar ningún libro, / sin ver la cara que tienen mis versos en letras de molde, / ruego, si se afligen a causa de esto, / que no se aflijan, / si ocurre, era lo justo. // Aunque nadie imprima mis versos, / si fueron bellos, tendrán hermosura, / y si son bellos serán publicados: / las raíces viven soterradas, / pero las flores al aire libre y a la vista. / Así tiene que ser y nadie ha de impedirlo. / Si muero pronto, oigan esto: / no fui sino un niño que jugaba. / Fui idólatra como el sol y el agua, / una religión que sólo los hombres ignoran. / Fui feliz porque no pedía nada / ni nada busqué. / Y no encontré nada / salvo que la palabra explicación no explica nada.”
Fernando Pessoa, “Si muero pronto” (Alberto Caeiro, heterónimo)

Imagen: gbvalle.blogspot.com

viernes, 30 de julio de 2010

Acuosidades (2)


Apenas una ráfaga de aire se suelta acompañando a la lluvia y ya los paraguas acaban en el suelo, destripados, vencidos por aquel ímpetu; no importa que el paraguas sea un “monstruo rarísimo que lleva en alto una especie de enorme murciélago negro cogido por una pata”. De este modo lo define Fernando Savater en su novela El gran laberinto y, por si fuera poco, agrega: “Puede ser peligroso”. Ahora son, más bien, inofensivos, frágiles a tal punto que salen volando de las manos, con el mango quebrado, la capa doblada en sí misma, maniatados por aquella poderosa mezcla de agua y viento. No es extraño ver por las aceras a alguna señora que corre tras el paraguas que se le ha escapado.
Y es que el paraguas es utilísimo, si se mira bien. Tiene la potestad de crear un campo magnético entre la lluvia y el individuo: algo así como esas esferas que algunos superhéroes anteponen a los poderes malignos. Por ello, si se acude a una reunión social o de trabajo en una mañana o tarde lluviosa, es posible, asumiendo una actitud descuidada, cambiar el viejo paraguas maltratado por uno de brillantes colores y todavía en buen estado: lo común es que en el ingreso al lugar de la cita se coloquen los paraguas en el suelo con la intención de que destilen el agua que traen encima y, por mera cortesía, no ingresar al sitio salpicando gotas a diestra y siniestra. Eso es bastante mal visto, de muy mal gusto y peor talante.
Si se es el primero, o de los primeros, en salir, la oportunidad del cambio es mayor: ante sus ojos se dispondrá un abanico de paraguas de todos los colores y telas, tamaños y condiciones. Levantar entonces el que haya resultado más atrayente no implica más que actuar con propiedad y soltura; y abrirlo, con estilo, en cuanto se ponga un pie en la calle. Y por la acera correr y saltar y en el aire chocar los dos pies con el paraguas apuntando al cielo. Si, por el contrario, se es uno de los últimos en abandonar el lugar de reunión, se corre el riesgo de que si su paraguas era de los buenos, ya no lo encuentre, y en su lugar halle uno desteñido y en muy mal estado. O si, para su fortuna, el que tenía estaba casi para la basura, entonces no habrá tal pérdida: con el que encuentre se dará por muy bien servido.
Un paraguas, retomando a Savater, sí puede resultar peligroso, pero nada más en un caso específico: imagine que su paraguas, por un momento, al llevarlo abierto al caminar bajo la lluvia, se transforma en el monstruo rarísimo que lleva en alto una especie de murciélago negro enorme, entonces, su primera reacción será soltarlo y arrojarlo lo más lejos posible: en ese instante el paraguas, antes de alcanzar el suelo, aleteará entre el viento y el agua y se alejará sin ninguna consideración a usted, que busca donde guarecerse de la tormenta. El peligro, entonces, se habrá consumado.

“Si, después que yo muera, se quisiera escribir mi biografía, / nada sería más simple. / Exactamente poseo dos fechas: –la de mi nacimiento y / la de mi muerte. // Entre una y otra todos los días me / pertenecen. / Soy fácil de describir. / He vivido como un loco. / He amado las cosas sin ningún sentimentalismo. / Nunca tuve un deseo que no pudiera colmar, pues nunca anduve ciego. / Incluso escuchar para mí fue nada más un complemento del ver. / Comprendí que las cosas son reales y totalmente diferentes una de otra: / lo comprendí con los ojos, jamás con el pensamiento. / Comprenderlo con el pensamiento hubiera sido encontrarlas / todas iguales.”
Fernando Pessoa, “Si, después, que yo muera”

Imagen: girlfromlebanon.blogspot.com

miércoles, 28 de julio de 2010

¿Y dónde está...?


Pretenden abaratar la escritura. Hoy cualquiera escribe un libro y lo publica (o se lo escriben, él o ella dicta nada más.) No escribo esto con la intención de soslayar cualquier libro que ve la luz y es puesto ante los ojos de los lectores en los aparadores de tiendas y tendidos callejeros. Pero de un tiempo para acá ha tomado auge una especie de moda, si es que este calificativo le queda a la medida: se trata de esa actividad de gente con cierto reconocimiento en la esfera pública que redacta un libro para decir “su verdad” respecto a un pasaje oscuro en el que se ha visto envuelto en el pasado reciente.
“La verdad” que se encargan de difundir mediante la publicación de una obra casi siempre tiene el cometido de echar por tierra la divulgación de una información anterior, de la que quedan mal parados. No voy a citar aquí en su totalidad la aburrida lista de títulos y autores, porque sería atentar contra el espíritu mismo de este blog. Únicamente me ceñiré a citar los dos casos más recientes: el anuncio de que Bobby Larios dará a conocer próximamente, mediante un libro, “la verdad” de su romance y rompimiento con Niurka Marcos (ambos de la farándula televisiva) y la publicación en días pasados de ¿Dónde está Paulette?, libro de Amanda de la Rosa, amiga cercana de la mamá de la niña.
Me pregunto ¿por qué se recurre a la escritura de un libro para desmentir o deslegitimar lo que ya dejó de ser un secreto a veces y se ha convertido en la versión oficial? ¿Realmente un libro tiene tal potestad reversora ante la opinión pública, o es que la venta de estos ejemplares reporta sendas ganancias para autores y editoriales? No sería descabellado inclinarse por lo segundo. Sin embargo, hay algo más de fondo: esta pléyade de autores escribe y publica porque sus ejemplares se venden (diría el poeta: yo no lo sé de cierto, sólo lo supongo.) No voy a denostar a los lectores, sólo me pregunto si todo esto no suena a un acto chabacano y sensiblero, de charlatanería y poca sustancia. La lectura, vista así, no es un ejercicio lúdico sino un acto sacrificial de neuronas y tiempo mal empleado.
En un ensayo, del que no recuerdo el nombre, Gabriel Zaid escribe que el gran problema de México en lo tocante a los índices de lectura es, no tanto que haya pocos lectores, sino que cada vez hay mayor número de escritores. La aspiración actual es escribir más que leer. Zaid no hacía referencia a lo planteado arriba, sin embargo su perspectiva no está lejos de delinear la realidad que nos circunda. Por cierto, que alguien (por caridad) le avise a Amanda de la Rosa que la niña está muerta y sepultada hace ya tiempo.

“En las calles de la feria / de la feria desierta / sólo la luna llena / blanquea y clarea / las noches de la feria / en la noche entreabierta. / Sólo la luna alba / blanquea y clarea / la tierra calva / de abandono y alba / alegría ajena. // Ebria blanquea / como por la arena / en las calles de feria, / en la feria desierta / en la noche ya llena / de sombra entreabierta. / La luna boquea / en las calles de feria / desierta e incierta.”
Fernando Pessoa, “Pierrot borracho”

imagen: santillan3.blogspot.com

viernes, 23 de julio de 2010

¿Cuál libro elijo? (2)


La propuesta de Bradbury ha encontrado buen cobijo en diferentes lugares. Muchos son los que se han puesto a deliberar cuál libro memorizarían con la intención de salvarlo de la desaparición forzosa y la ignominia. Y es que, de entrada, la tarea se antoja titánica: ya no digamos el asunto de memorizar desde la primera hasta la última página un texto, sino la elección de aquel volumen que pase por el tamiz de ser merecedor de la inmortalidad, pues para allá ha de ser conducido si se le elige para preservarlo.
Al momento de emprender la selección de títulos de los posibles candidatos se dejan venir los problemas, se abalanzan con un impulso desmedido: los que ganan la delantera son ésos que se enfilaron como nuestras primeras lecturas, y por los que rezamos una especie de fervor ligado a las querencias más acendradas, ellos nos dieron el empujón al mundo abisal de las lecturas; haciéndoles sombra se perfilan aquellos que calaron hondo, pero que de algún modo inimaginable se han ido relegando un poco con el paso del tiempo: ya se sabe, las circunstancias juegan un papel relevante. Y por último, los libros cuya menor importancia merecen consignarse, mas no ponerlos por delante. Se entiende su estatura pues.
La cosa del discernimiento de la obra a memorizar me trajo serios problemas. Eso fue un primer gran escollo. La cuestión se agravó sin embargo cuando comencé a caer en la cuenta de que elegir un libro dejaría, forzosamente, a otros en el camino: no se considera la posibilidad en primera instancia, sino cuando se opta por uno de entre muchos. Relegar títulos se convirtió entonces en un juego doloroso y frenético. A todo ello habría que agregar que sopesar más de una obra –la selección natural de papel–, para qué negarlo, puede devenir trifulca en mi memoria. Fácilmente podría caer en un olvido enseguida de haber señalado al indicado. Los riesgos son muchos y no poseo antídoto para la mayoría.
Y no olvidemos, para colmo, que existe otro apartado, el que lo componen aquellos libros que quisimos leer en un momento dado y por circunstancias misteriosas, ajenas o del todo conocidas no acometimos; o aquellos que constituyen un grano minúsculo de la piedra angular de alguna literatura nacional (las molestas recomendaciones infalibles que nunca faltan). Ya no se diga esa otra lista de los que “hace un mes, hace un año, hace una vida nos prometimos leer” (Luigi Amara, “El salón de la infamia” en El peatón inmóvil) y no hemos cumplido ni con nosotros mismos, mucho menos con las obras. Menudo buscapiés el de Bradbury.

“No quiero rosas, con tal que haya rosas. / Las quiero sólo cuando no las pueda haber. / ¿Qué voy a hacer con las cosas / que cualquier mano puede coger? // No quiero la noche sino cuando la aurora / la hizo diluirse en oro y azul. / Lo que mi alma ignora / eso es lo que quiero poseer. // ¿Para qué?... Si lo supiese, no haría / versos para decir no lo sé. / Tengo el alma pobre y fría… Ah… ¿Con qué limosna la calentaré?...”
Fernando Pessoa, “No quiero rosas”

Imagen: miramiramama.blogspot.com

jueves, 15 de julio de 2010

Siempre vuelve


Don Céspedes recargado sobre el muro, en una esquina del local, con una jarra de vino frente a él, sobre la mesa. Más allá la Manuela, en el centro, con su vestido de española, bailando para Pancho Vega. La Japonesita más cerca, por el lado de la victrola, mirando cómo su papá se deshace en movimientos para aquel tipo, que estaba borrachísimo y momentos antes había paseado la mano por su muslo. Don Céspedes, mirando pero, al mismo tiempo, no mirando: más bien escuchaba, a lo lejos, los ladridos de los perros sueltos en las viñas.
Octavio y la Lucy salen de uno de los cuartos al salón, urgidos por los gritos y se disponen a presenciar también el baile desquiciado de la Manuela. Ésta pide que toquen en la victrola El relicario, pero la Cloty pone otra canción, en realidad la que le da la gana. Sin embargo, la Manuela, muy en su papel, gira como trompo en el centro del local, sabiéndose vista, admirada, envidiada, incluso deseada por aquel hombre, aquel chofer de camión que un año antes había jurado montarse a la Japonesita y a su papá, la Manuela, el viejo maricón.
La victrola de pronto se calla. “Se descompuso ese chuncho” dice, agorera, la Japonesita. Don Céspedes, mientras tanto, poco a poco acaba con la jarra de vino; no escucha si la victrola sigue o no, él se concentra en los ladridos de los perros negros de don Alejo. Pancho Vega intenta componer la victrola. La Manuela quiere seguir bailando, quiere atraer la mirada de Pancho hacia sí. Octavio, el cuñado de Pancho –éste está casado con su hermana–, le dice que mejor se larguen a otro lado, que eso está aburrido, que mejor la sigan en Talca en el local de la Pecho de Palo. La Cloty dice que mejor va a dormirse.
La Manuela se apunta para seguir la fiesta en otro lado. La Japonesita intenta detener a su papá. Lo reconviene. La Manuela se queja con Pancho que la Japonesita nunca la deja salir a ninguna parte, que la obligaron a quedarse en ese lugar contándole que la Japonesita es su hija. Pancho y Octavio salen con la Manuela, uno a cada lado de ella; la llevan tomada de la cintura. Afuera, la Manuela besa a Pancho. Octavio se percata y le reclama a su cuñado. Lo niega. Golpean ambos a la Manuela, que acaba en el fango. Su vestido de española hecho jirones. Adentro, en el local, don Céspedes paga y se despide de la Japonesita, que le dice que su papá, como tantas otras veces que se va así, con hombres, siempre vuelve.
(Los personajes pertenecen a la novela El lugar sin límites, de José Donoso)

“Llueve en silencio, que esta lluvia es muda / y no hace ruido sino con sosiego. / El cielo duerme. Cuando el alma es viuda, / de algo que ignora, el sentimiento es ciego. / Llueve. De mí (de éste que soy) reniego… // Tan dulce es esta lluvia de escuchar / (no parece de nubes) que parece / que no es lluvia, mas sólo un susurrar / que a sí mismo se olvida cuando crece. / Llueve. Nada apetece…”
Fernando Pessoa, “Llueve en silencio”

Imagen: turismo.infoclima.com

lunes, 12 de julio de 2010

Cuatro recomendancias


1. Recomiendo morirse de risa cuando la chusca situación o el chiste ocasional estén a la altura de tal cosa. Lo que podría considerarse un gesto acertado en esas ocasiones es guardarse de una manifestación por demás desgañitada; la mesura, no obstante la risa estalle adentro, es el compromiso idóneo; se dice. Si, por el contrario, no es posible reprimir una carcajada, entonces, hay que dar rienda suelta a la risa estentórea y tomarse el estómago con una mano en señal de que en un momento dado la emoción podría desbordarse sin fin. La risa es río revuelto.
2. Recomiendo abstenerse de echar en los bolsillos aquel llavero o pluma que lleva rato abandonado en la mesa de centro o sillón que está a nuestro lado. Si hay objetos que pueden evidenciar ciertas manías cultivadas por horas son ésos que creemos, en un momento de devaneo, insignificantes, minúsculos: llaveros, plumas, encendedores, papeles viejos. Guardarse uno de ésos mientras se echa un ojo al centro de la acción y otro al objeto más cercano, podría devenir posterior detención y encarcelamiento; cuando no una identificación por siempre lamentable de nuestra persona. Más que la ocasión, el objeto hace al ladrón.
3. Recomiendo no externar comentario alguno tras mirar una película cuya lectura haya resultado un tanto complicada. El cine no admite equívocos al respecto. Y los espectadores, menos. Si, para nuestra poca o mucha fortuna, nos vemos enrolados en situación semejante, Tiluy recomendaba que lo mejor era guardar un silencio que incluso se prolongara más de 24 horas. Las imágenes, entonces, pasado ese tiempo, irían revelando un rostro que al principio pasó desapercibido. Y ahí sí, como verdugo de la antigüedad, con capucha en la cabeza, asestar el tajo mortal.
4. Recomiendo caminar por la calle no con la cabeza gacha, sino con los ojos prestos a ir en todas direcciones. El destanteo primero entre los transeúntes ante esta habilidad nos granjeará unas milésimas de segundo que habría que aprovechar en sacar ventaja al momento de aprovechar alguna oferta, para mirar primero un letrero de protesta urbana, para adelantarnos en el salto de los charcos, para poner una distancia considerable al policía que viene detrás nuestro para achacarnos un robo cometido sin violencia, aunque sí a plena luz del día. Escúchese, si no, la fábula-canción de “Los tres hermanos” de Silvio.

“(….) Y yo casi me olvido de sentir sólo pensando en ella. / No sé bien lo que quiero, incluso de ella, y no / pienso más que en ella. / Tengo una gran distracción animada. / Cuando deseo encontrarla / casi prefiero no encontrarla, / para no tener que dejarla luego. / No sé bien lo que quiero, ni quiero saber lo que / quiero. Quiero tan sólo / pensar en ella. / Nada le pido a nadie, ni a ella, sino pensar.”
Fernando Pessoa, “He pasado toda la noche sin dormir, viendo…”

Imagen: cafenpolvo.files.wordpress.com

miércoles, 7 de julio de 2010

Las tuercas memoriosas (2)


A menudo me asalta la duda de si realmente hice lo que momentos antes, según yo, había hecho. Entonces vuelvo atrás para verificar tal cosa: se trata de una especie de juego de comprobaciones paranoicas. Las más de las veces resulta que sí hice lo que, un segundo después, ya dudaba de haber hecho. Es tan grande el abismo de la duda que, quizá por eso mismo, es a la vez imperceptible. Más que un enredo de palabras se trata de un enredo de la memoria, que, tan flamígera y débil, vacila más de lo que debiera. Y achacarle tal condición resulta a la postre infructuoso.
Tras esas desgastantes cavilaciones me pregunto cómo será mi vida cuando los años hagan mella en los activos internos que todavía conservo. La suma, y luego la resta, da un resultado que me amilana, que me derrumba de un solo empellón en un rincón del que, a veces, tardo días en asomar la cabeza, ya no se diga salir de allí. Que la memoria haga agua y se vaya, como toda embarcación que se precie de serlo, a pique en aguas turbulentas, constituye uno de mis más arraigados temores: la cuestión es que pasados los años me voy dando cuenta que en esto no hay marcha atrás; ni antídoto que regocije.
Circula en algunos lugares la tesis de que lo más difícil, y preciado de la vida a un mismo tiempo, es desarrollar la sana habilidad de olvidar: tal adiestramiento tiene por cometido despojar a la mente de cuanta cosa se vaya anidando en nimios recovecos y después produzcan un caos en todos los senderos que se abren y ramifican en la memoria. Un intercambio de toma y daca que se compone de ir recogiendo –y desapareciendo– toda señal inequívoca que conduzca al centro de cada cosa: olvidar, entonces, no es un mérito de la memoria, sino de poner en juego los remedios para no sucumbir ante eso que, filoso, corta toda premura por vivir (mirando hacia delante.)
Escribir cada cosa que se vive, cada situación que se encarna, cada palabra que se pronuncia, cada recuerdo traído desde lejos, cada centímetro de esa distancia que suponen los años, cada ansia por mirar siempre horizontes nuevos, cada sensación que fue despojada de significado, cada espera inútil bajo una luz amarillenta y macilenta, y borronear –hasta desconocer las formas y el mensaje– cada imagen que va definiendo el derrotero por donde se camina; no constituyen éstas, acciones de un avance en la lucha contra la desmemoria, sino, por el contrario, un disponerse a recordar siempre, siempre….

“Sentado junto a la ventana, / a través de los cristales, empañados por la nieve, / veo su adorable imagen, la de ella, mientras / pasa… pasa… pasa de largo… // Sobre mí, la aflicción ha arrojado su velo: / una criatura menos en este mundo / y un ángel más en el cielo. // Sentado junto a la ventana, / a través de los cristales, empañados por la nieve, / pienso que veo su imagen, la de ella, / que no pasa ahora… que no pasa de largo…”
Fernando Pessoa, “Cuando ella pasa”

Imagen: www.trazodetinta.com

lunes, 5 de julio de 2010

El último reducto


Cuando entendemos a cabalidad que un personaje como Sancho Panza le sea fiel a don Quijote entonces comenzamos a caer en la cuenta de una solidaridad que traspasa cualquier límite y minimiza todo tropezón o inconveniente. Y se trata, en este caso, de una solidaridad que más parece una querencia amistosa que otra manifestación del tipo que sea. Sancho, el perseverante escudero, bonachón, siempre huidizo a la reflexión inducida por su amo y presto a la risa fácil, constituye el más claro ejemplo de eso lugar común que aboga por “estar en las buenas y en las malas”. Y vaya que sabe este hombre de malos momentos.
Con ese tipo de personajes –como con Juan Pablo Castel en El túnel, o Ricardo en Beber un cáliz, o el protagonista de Una cuestión personal de Kenzaburo Oé– no queda otra más que ser solidarios: en el sentido de alegrarse cuando, por ejemplo, asume el mando de la isla Barataria, un lugar que de tan irreal le acomoda perfecto al escudero. El premio a la medida para tanta insistencia. De cómo dirige los destinos de la isla se puede colegir que el escudero se rige por el más básico sentido de la justicia: trata de dar a cada cual lo que le corresponde.
El escudero del ideático Quijote va por la vida como esos actores de carpas callejeras: extendiendo la mano, sí, para recibir alguna moneda como reconocimiento de su esfuerzo, pero también para que alguien se apiade de su alma atormentada por tanta diatriba y despropósitos de su amo, preocupado más por salvar escollos y enmendar entuertos que por disfrutar de las disertaciones filosóficas y de vida que el dueño de Rocinante a cada tanto destila. Sancho Panza sabe, más que nadie, que don Quijote no es un soñador, es un héroe cultivado.
La solidaridad aquí mismo es hoy una actitud devaluada: el solidario, por la malinterpretación de las intenciones y el entrecruzamiento de las señales, muchas veces pasa por delincuente, por hippie trasnochado, por rebelde que se deleita en ir contracorriente del establishment. La solidaridad es, sin embargo, el último reducto en el que se arrincona el descreído de un progresismo a ultranza que reniega de las bondades humanas. Y Sancho Panza, con todos sus atributos y disyuntivas internas, encarna al adversario idóneo para topar de frente con el establishment. Y es que la solidaridad se traduce en un gesto casi siempre imperceptible, pero cuyos arrestos dejan una huella honda.

“Como si cada beso / fuera de despedida, / Cloé mía, besémonos, amando. / Tal vez ya nos toque / en el hombro la mano que llama / a la barca que no viene sino vacía; / y que en el mismo haz / ata lo que fuimos mutuamente / y a la ajena suma universal de la vida.”
Fernando Pessoa, “Como si cada beso….”

Imagen: www.cervantesvirtual.com

viernes, 2 de julio de 2010

Acuosidades


Manejar por las calles de una ciudad en la que recién ha caído una tormenta depara horizontes de poco sabor, un tanto ilusorios o de plano sorprendentes. La lluvia tiene la cualidad primigenia de transformar de tajo lo que toca. Apenas el agua se deja sentir y ya las superficies alcanzadas mudan de tono, de sensación, de dimensiones, incluso de forma. Tras ese telón grueso que supone una tormenta –tal como lo mandan los cánones acuosos– se esconde y muta un sinnúmero de presencias y rostros: más allá se abre el reino de lo no visible, que aunque tangible no presenta orillas ni salientes para aprenhenderlo. Se escurre al fin.
La avenida que comúnmente es una línea recta en la que los automóviles surcan las esquinas como si volaran, aparece entonces como un viacrucis con sus catorce estaciones: en cada una hay que detenerse, mirar para todos lados esperando que el agua no traiga costales consigo que abollen el toldo o el cofre y entonces reemprender la marcha. En ese continuo detenerse y avanzar hay contenida una mueca que denota molestia o el silencioso afán de seguir la letra de la canción que toca el radio. Más de alguno se santigua y ora como si de veras el tránsito no fuera otra cosa que un peregrinar religioso.
Las postales más comunes que se encuentran en tales situaciones son encharcamientos atroces que esconden hoyos profundos, semáforos descompuestos, árboles hechos girones venidos al suelo, cables del tendido eléctrico que de improviso montan un cerco en las aceras, multitud de choques por fallo de frenos, imprudencia insomne o fatal maniobra del conductor. La falla en los semáforos es lo que más contribuye a que el tráfico se ralentice: más de alguna luz se olvida de alumbrar al maratón de automóviles que de una forma u otra buscan salir del atolladero, sin importar si con ello se vuelven abanderados autorizados de la descortesía y la ofensa arbitraria y mal encaminada. Sálvese quien pueda.
Si la tormenta en cuestión, sin embargo, viene a despeñarse sobre la ciudad en horas nocturnas, la cosa entonces adquiere una estatura de cataclismo incontrolable: a quien por esos momentos circule por las calles lo embarga una sensación de orfandad comparable a aquélla que nos atiza en el sopor de la soledad. Salir de ese desquiciamiento acuoso no tiene que ver con ir en la misma dirección hacia donde corre el agua como con la noción que se tenga del espacio y el conocimiento del terreno que se va recorriendo. El mapa mental bien trazado en la memoria constituye el tobogán más seguro y eficaz.

“El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que de veras siente. // Y quienes leen lo que escribe, / sienten, en el dolor leído, / no los dos que el poeta vive, / sino aquél que no han tenido. // Y así va por su camino, / distrayendo a la razón, / ese tren sin real destino / que se llama corazón.”
Fernando Pessoa, “Autopsicografía”

Imagen: www.bbc.co.uk/mundo/lg/cultura_sociedad/2010

miércoles, 30 de junio de 2010

Otra partida


La muerte aparece de pronto en el camino. A media calle, detenida, con un cigarro en la boca asume su pose seductora. No siempre avisa de su llegada. Congrega miradas, atesora palabras de misericordia y dolencia. Hace, como si cualquier cosa, una parada en una esquina indistinta, y desde allí fija la atención en quien pronto la acompañará de aquel lado del telón: porque monta un escenario para actuar y sin saberlo, los más aplaudimos ante su espectáculo, sin considerar si somos víctimas o simples espectadores ávidos de un nuevo desenlace. La muerte es así, escurridiza, latente, invencible, agobiante. Cuando abre sus alas, la envergadura es de tal talante que sucumbir a sus pies sería el acto más lógico, el esperado, el único, el insalvable.
El Negro desde hacía tiempo que buscaba un hueco disponible en su regazo: le dolía la vida, le dolía el cuerpo, le dolía respirar, le dolía vivir-morir a un mismo tiempo. Ella lo había merodeado, cercado por largos doce meses: la vio venir, la supo, la esperó con temor, con un miedo que no se le borró del rostro aun cuando ya había dejado de respirar. Le dolía malamente por lo que dejaba, por lo que ya no podría hacer, por lo que siempre pensó qué haría después, por esa orilla irreal donde desfilan proyectos, sueños, ilusiones, esperanzas; fe en algo que no tiene forma y, sin embargo, de algún modo se palpan sus orillas, se adivina su centro, se da sin mucha complicación con su volumen, para aprehenderla.
La muerte tiene una potestad inaudita, milenaria: nadie escapará de sus palabras envolventes, nadie lo hace hoy, nadie lo hizo nunca. Recuerdo que de niño, antes de dormir –sin una pizca de ínfula o arrogancia– muchas noches pensé en qué sería de la vida si yo moría, y en qué sería de mí de ahí en adelante. La angustia me acompañaba de un lado a otro de la noche. Por muchos años me pregunté lo mismo; hasta que comprendí que la vida nada tiene que ver con la muerte: ambas son dos cosas totalmente distintas aunque una, en una mengua extrema, devenga la otra. Es como el gusano cuando deja de serlo y entonces aletea una mariposa. La metamorfosis es imperceptible, delicada.
Aquella tarde medio nublada en que bajaron el ataúd de El Negro unos metros en la tierra profunda, supe, sin saber cómo, que a sus treinta años había vivido la vida toda que le estaba deparada, y que de ahí en más, de haber logrado sobrevivir, él no habría sabido cómo sobrellevar los días de más que se le presentaran. El Negro sostuvo muchas peleas en esas tres décadas, pero perdió, agotado, exhausto, enflaquecido hasta la desgracia, desolado, la batalla que lo hubiera encumbrado: la que lo enfrentó con la muerte que, como toda una señora que se respete, un día, a media calle, lo esperó, lo retó, lo sacudió, lo abrazó para ya no soltarlo.

“¿Tú me dejas aquí o partes conmigo? / ¿Estoy dentro de ti o es que me llamas? / ¿Vives única en mí o encuentro el mundo en ti, / contigo? // El orden de las cosas en que te amo, / ¿dónde empieza o acaba? / Ahora está el silencio aposentado / en la rosa del aire / y un árbol cerca trina entre los pájaros / para sombrar tu sueño, ¿o es mi sueño? // ¿Es esta una prisión o acaso el vasto cielo / empieza aquí donde tus pies / tocan juntos la tierra, o es la luna?”
Isaac Felipe Azofeifa, “Poema VI”

Imagen: arteysalidad.blogspot.com

martes, 29 de junio de 2010

Palabras extemporáneas


Cientos de textos se han escrito a partir (o a propósito) del deceso de José de Sousa Saramago, nacido en la década de los años veinte del siglo pasado en una aldea portuguesa de nombre Azinhaga. Así que lo que aquí escriba quizá únicamente repita lo que ya ha sido signado por personajes de la literatura o el periodismo ligados al nobel portugués y, por ende, con más credenciales para referirse a él. Sin embargo, como bien lo recordó Jorge Moch en un artículo publicado el domingo en la Jornada Semanal, a Saramago le gustaba conocer a sus lectores, qué pensaban de sus textos. Y yo, soy uno de ésos. Y como tal, voy a escribir ahora sobre ese José que se preguntaba a menudo “¿Y ahora qué, José?”.
El primer texto que leí de él, lo decía en días pasados en este mismo espacio, fue la novela Todos los nombres, que adquirí allá por el año 99: me hice de ese volumen sin saber siquiera que se trataba de un escritor que un año antes se había embolsado el Nobel de Literatura: el título del texto fue determinante para comprarlo. Esa novela ya alumbra, tal como cita Guillermo Samperio en el periódico citado arriba, los derroteros de la narrativa saramaguiana: “el estilo literario de Saramago es muy peculiar, apegado más a formas musicales que literarias, con una ortografía y una sintaxis fuera de la norma.”
La segunda obra que leí fue El equipaje del viajero, en una edición sencilla, escueta que publicó la Universidad de Guadalajara, y que encontré en una librería de viejo en el centro de la ciudad. Saramago ahí opta, mediante el ejercicio del artículo periodístico, por reseñar cosas comunes, cotidianas, con un fino alumbramiento de lo lírico y una prosa que se apega a las normas comunes y se aleja de su inventiva escriturística. En El equipaje… se desvela un escritor que se maravilla aún de la mañana que le acarrea un sinnúmero de decepciones e incomodidades: en ello no radica la vida, sino en lo profundo que esas vicisitudes le van dejando, parece decir.
Vino enseguida Ensayo sobre la ceguera, y poco después El evangelio según Jesucristo, y más tarde Cuadernos de Lanzarote, y El hombre duplicado y a últimas fechas Viaje a Portugal y El cuento de la isla desconocida. Samperio se refiere a Saramago como “un lusitano indomable”, Antonio Valle lo llama “el gran lagarto verde” de la Lisboa de su adolescencia y juventud. Yo, por mi parte, prefiero llamarlo don Josefo Saramago, con cariño y todo el respeto que me merece: en su obra se le puede encontrar tal como era, un hombre sencillo, presto al socorro de las causas que creía justas, y fiel a la poesía de ese compatriota suyo al que amó en demasía y al cual le escribió una novela: Ricardo Reiss (o mejor, Fernando Pessoa).

“Qué manojo de rosas olvidadas. / Qué tibia y mansa luz / tu cuerpo como un árbol, / como un árbol gritando, / con tanto poro abierto, con tanta sangre / en olas dulces elevándose. / Oh, sagrado torrente del naufragio. / Cómo amaría perderme / y encontrarte.”
Isaac Felipe Azofeifa, “Itinerario simple de tu ausencia –ch”

miércoles, 23 de junio de 2010

Derecho de réplica


Ayer leía en un blog un post sobre un sujeto que hacía tiempo había escrito sobre algunas ciudades mexicanas: al respecto de sus habitantes, costumbres y vicios. No en un muy buen talante, es cierto; más aún, en algunos puntos llegaba a denunciar lo inhóspito que resultaría vivir ahí y lo nocivo que podría resultar la existencia tras algún tiempo pasado en alguna de esas urbes. Los comentarios que desató dicho texto fueron de un extremo a otro; hubo quien envidió el grado de odio y mala leche que el autor despertaba en los lectores, incluso deseó eso para sí. Cosa que no comprendí del todo.
Ese texto me hizo recordar que hace unos cuatro años escribí algo sobre Durango, sin jamás haber puesto un pie allí. (Todavía no he ido.) La diferencia de éste y aquél estriba en que en aquellas palabras mías yo no denostaba en ningún modo a la ciudad de Durango, mucho menos a sus habitantes; sin embargo, los duros comentarios de duranguenses en el blog donde lo colgué, e incluso algunos correos dirigidos a mi cuenta personal, no se hicieron esperar –producto de malentendidos–. De tapatío fracasado y creído no me bajaron, y concluían, sabelotodos y orgullosos, que en el fondo lo que yo deseaba era vivir en esa ciudad. Afirmaban que de algún modo –desconozco cómo– los envidiaba.
Las impresiones que escribí en aquella ocasión, así se los hice ver a quienes me criticaron, las basé en una canción del cantautor tamaulipeco Jaime López, quien tiene una canción que se llama precisamente “Nadie va a Durango”. Me limité únicamente a tratar de retratar cómo sería la vida en Durango, cómo eran quienes allí vivían –no conocía hasta ese entonces a alguien nacido allí–, y que hasta ese momento yo no había conocido a nadie que hubiera ido a pasar sus vacaciones a ese lugar –no mentí–; y remataba con una pregunta, emulando la canción: ¿por qué nadie va a Durango? Ahora que lo pienso, quizá esta última cuestión desató las reacciones.
A menudo la tierra –pueblo, ciudad, puerto– donde se nace, o donde se vive por muchos años, llega a convertirse en un regazo que defendemos contra cualquier denostación o descalificación, sin importar quien la diga o si ésta tiene alguna pizca de veracidad. Se superpone una especie de velo en los ojos de citadinos cuando alguien levanta la voz para señalar algún defecto que, minúsculo, por esa defensa a ultranza, adquiere entonces un volumen incontrolable. Si existe una manera de defender la ciudad que se quiere ha de hacerse sin aspavientos, sin alegatos, y a través de una convivencia equilibrada con la urbe en la que a diario nos movemos.

“Esta noche de luna y tú lejana. // Necesito a mis lado tus preguntas. / Y encontrarte en el aire vuelta brasa, / vuelta una llama dulce, / vuelta silencio y regazo, / vuelta noche y reposo, como cuando / guiábamos la luna nuestra hasta la casa.”
Isaac Felipe Azofeifa, “Itinerario simple de tu ausencia –c”

Imagen: estudiandoespanolentirana.blogspot.com

lunes, 21 de junio de 2010

El viejo José


Don José vive a un lado del registro civil. Donde lleva toda una vida trabajando. Vive solo. En un cuarto pequeño, cuyo mobiliario da la idea de un hombre que sobrevive apenas con un sueldo nada rimbombante. Sale de su cuarto y prácticamente entra a la conservaduría del registro civil; sale de ahí, por la tarde, y entra a su cuarto, que es más un reducto que un espacio para vivir. Se presenta temprano, ante su jefe primero, que a su vez saluda a su jefe segundo, y así hasta llegar al director de la conservaduría que, invariablemente, cruza alguna palabra con don José.
Esta vida sin altibajos ni grandes acontecimientos un día de pronto se ve alterada por una idea que no deja en paz a don José: conocer a una mujer de la que no se tiene el registro completo en la conservaduría, y de la cual don José conserva una fotografía que cayó a sus manos por mera casualidad. El ritmo de trabajo del viejo, sus antiguos hábitos de trabajador honorable y cumplidor, su rutina desprovista de cualquier inconveniente, su tranquilidad nada desdeñable; todo desaparece de un plumazo como si don José tratara de no dejar rastro alguno de su vida pasada, y quisiera, de algún modo, volver sobre sus pasos, aferrado al hilo de Ariadna.
En Todos los nombres José Saramago retrata a este viejo de hábitos sempiternos, que a la vuelta de los años recupera un poco las fuerzas para meterse a investigador, sin que medie ninguna proeza o incentivo monetario: no lo mueve un interés particular con la mujer de la fotografía –no lo liga nada a ella–, sin embargo quiere saber qué ha sido de ella en los últimos años. En esa inquietud por conocer esos pormenores don José se recarga, avejentado y enfermo, para tener con qué afrontar el sol de la mañana siguiente. Y así, descuidando actividades y alegando enfermedades, sale con ánimo renovado a emprender su búsqueda.
Don José colecciona en un álbum fotografías y los datos más generales de un sinnúmero de personajes ligados a la farándula: de su legajo la mujer ésa es la única que no pertenece a ese mundo y, quizá, por eso mismo, se empeña en encontrarla. Los nombres de todos ellos se confunden, por lo menos en la cabeza de don José, que, conducido por su búsqueda a un cementerio, el sepulturero le cuenta que allí ningún muerto está en su tumba verdadera; es decir, él mismo se encargó de cambiar los nombres de todos, por lo que los dolientes van y lloran y rezan ante una lápida que no es de quien creen que es. Los nombres de don José, en la conservaduría, por lo menos, siguen intactos, en su sitio, y le alumbran su entrada y salida de aquel mundo de telarañas y oscuridades.
(Vaya este post para don José Saramago, que murió el viernes pasado; para Carlos Monsiváis, que falleció al día siguiente; y para Miguel Juárez “El Negro”, que murió hoy por la mañana tras una dura batalla con un cáncer que al final lo venció.)

“Hoy no has venido al parque. // Podría ponerme a recoger del suelo / la luz desorientada y sin objeto / que ha caído en tu banco. // Para qué voy a hablar / si no está tu silencio. / Para qué he de mirar sin tu mirada. // Y este reloj del corazón que espera / golpeando / y doliendo.”
Isaac Felipe Azofeifa, “Itinerario simple de tu ausencia –b”

Imagen: www.confiar.coop

jueves, 17 de junio de 2010

Tras lo no conocido


Un hombre está empecinado en encontrar la isla desconocida. No tiene nada para lograrlo. Carece de un barco. Y cuando lo tiene, le hace falta la tripulación. No tiene brújula, ni mapa alguno; es más, no sabe cómo se dirige una embarcación. Sin embargo, a pesar de un sinnúmero de detractores y verdades de perogrullo que no puede desechar con facilidad –sin barco, sin tripulación, sin brújula, sin conocimiento del mar–, él quiere encontrar la isla desconocida, porque las islas conocidas ya no necesitan encontrarse.
El barco, para este hombre con visos de descubridor de islas desconocidas, constituye su punto de partida: a partir de su posesión se da a la tarea de encontrar la tripulación. Se topa, sin embargo, con marineros que son especialistas en encontrar –visitar– islas conocidas, mas de las otras no les apetece buscar, pues nadie está seguro de que existan, salvo este hombre salido de quién sabe dónde que pregona a uno y otro viento que él va a encontrar esa isla desconocida hasta ahora, que, por tal motivo, por ser desconocida, no figura en ningún mapa.
Encontrar una isla desconocida sería equiparable a un descubrimiento de altas magnitudes, puesto que lo conocido se puede encontrar, basta un poco de ingenio y un tanto de esfuerzo. Ya Silvio lo canta: “he preferido hablar de cosas imposibles, porque de lo posible se sabe demasiado”. Lo desconocido deja de ser tal cuando se le conoce: ese juego de velos y desvelos puede parecer nimio y, sin embargo, en el fondo, es del todo confuso.
De lo que habla Saramago en “El cuento de la isla desconocida”, además de tantas otras cosas, es de esa imposibilidad de escapar de lo que somos: el hombre que le pidió un barco al rey con la intención de encontrar la isla desconocida encarna esa especie de viajero titánico que sale a la caza de sus inquietudes apenas el sol le despunta en los ojos. Saramago, en este cuento que se lee de una sentada, enarbola la parábola del encuentro y el desencuentro, una constante en estos tiempos: el hombre quiere encontrar una isla –al final no se sabe si la encuentra–, y en su cometido se halla a sí mismo.
(José Saramago, “Cuento de la isla desconocida” –2009–, Alfaguara.)

“La sombra verde baja de los almendros y se instala / en el sillón de mi pereza. Como y bebo sin prisa, / duermo mucho y despierto despacio, entre gritos / de niños sin escuela y pájaros salvajes. / Y si quiero hacer algún esfuerzo, me abandono / en la hora más suave, al mar, o dibujo / algún sueño en la arena, / o escribo versos como éstos, casi un poema.”
Isaac Felipe Azofeifa, “Reposo a la sombra del almendro”

Imagen: sientemag.com

domingo, 13 de junio de 2010

Las abuelas pateabalones


Un buen día despertó, y como el dinosaurio monterrosiano, el futbol seguía estando ahí, reanudándose cada vez, afianzando su destino. De pronto quiso tener un sueño profundo para que, al cabo de muchas horas, al abrir los ojos, ya no estuviera; pero no contaba con que quienes lo practican no necesitan más que un poco de esfuerzo y una pelota que bota de forma interminable. El resultado: seguía culebreando frente a sus ojos, reinventándose, jugándose cada vez con más ahínco; alejando a todos de sus quehaceres más corrientes.
Cuando Galeano habla que él era el más pata de palo que pudo verse en los campitos de su país no hace más que retratar a todos aquellos –aquí me incluyo– que alguna vez, en el duro llano, en la calle empedrada, en el recodo de dos calles, en la acera, a un lado de las líneas del ferrocarril, en la azotea, en el pasillo de una vecindad o edificio de departamentos, frente a una pared en solitario, en un jardín coronado de flores, han jugado este deporte por diversión, competencia o desenfado. El futbol, como todo, no tiene por qué gustarle a todos: y en esa posibilidad se arrincona más de un sueño, crecen más de dos esperanzas.
A los juegos oficiales del siglo xxi, a los partidos y competencias profesionales de futbol les sigue faltando el aderezo que nunca falta en la cascarita: la camaradería a prueba de bala. Sigue estando presente, sin embargo, esa pretensión sobrehumana de semejarse a los héroes alados, intocables, que atraviesan, erguida la estructura vertebral, intactos, los dominios terrenales. La disputa de todo balón cuando no hay altos intereses de por medio ha de hacerse quitándose el sombrero: en la reverencia tiene cabida cualquier drible y anida profundo el gol.
Las abuelas de los Bafana bafana que juegan al futbol en el norte de Sudáfrica son el más claro ejemplo de las palabras de Galeano: no hace falta ser un mago para esconder el balón ante los ojos y piernas de los rivales y hacerlo volar como una paloma rumbo a las redes de la portería; basta con amasar ese fervor que sobrepasa, incluso, el que alguna de ellas necesite de bastón para poder moverse y lo arroje lejos apenas entra a la cancha. Las Vakhengula vakhengula, con faldas, delantales y pañuelos en la cabeza, constituyen la esencia de esa pretensión sobrehumana que, por ejemplo, Leo Messi ejecuta tan a la perfección.

“Por decir algo digo / que un mar lentísimo se aparezca en su sueño / y que un día sin nubes cae en el horizonte / como un gran pez dorado en las redes del tiempo. / El verano es un dios terrible sentado en la montaña / mientras cunde el incendio de la luz, y en vano el agua / saca contra la llama inútiles espadas de diamante. // El viento es otro bañista delirante. / Con un millón de manos frescas atraviesa la hoguera / del cielo, / rapta de ola en ola dulces sirenas distraídas, / se moja de un oscuro adiós ausente en la vela que lejos… / y se aquieta aquí cerca, donde una lenta voz / desde hace cierto tiempo, –me parece–, / repite una canción sin tema.”
Isaac Felipe Azofeifa, “Reposo a la sombra del almendro”

Imagen: blog.provincias.es

viernes, 11 de junio de 2010

Desde el imperio del sol


No distingo con facilidad a un japonés de un chino, o a éste de un coreano, y de allí a una lista interminable de sujetos asiáticos. Sus rostros son tan semejantes que incluso a sus nombres, que de entrada suenan igual, se les puede diferenciar un poco. Supongo que, como los gallegos respecto a los mexicanos en lo tocante a los chistes que por todos lados se cuentan, los asiáticos tendrán una concepción no tan distinta de nosotros: les hemos de parecer todos iguales, y la imagen que les proyectamos, mera suposición, no es del todo grata.
De lo que quería escribir, más bien, es de lo japonés, que a últimas fechas ha inundado un tanto el panorama de mi existencia por dos flancos principales: literatura y cinematografía. No podría argüir conclusiones, que serían aventuradas totalmente, respecto a la personalidad y tendencias de los japoneses, sin embargo si he logrado percibir ciertos matices que de un modo nebuloso podrían ir trazando un perfil general; ya se sabe que de lo general a lo particular hay un mundo, cuando no dos o tres; esto sin contar que el cine y la literatura no son del todo confiables al momento de pergeñar la realidad. Llanas aproximaciones pues.
Todo comenzó, hace algunos años, con las bombas atómicas y las viejas caricaturas japonesas; pasado el tiempo al ver las películas El libro de cabecera de Peter Greenaway y Lost in traslation de Sofía Coppola; que no aborda propiamente la existencia y cotidianidad del japonés, sino las vidas de dos extranjeros que por casualidad se encuentran a un mismo tiempo en esa isla asiática: su devenir entre los nipones les desnuda un poco su propia alma, el vacío que los embarga. El hilo siguió con la lectura, el año pasado, de "La casa de las bellas durmientes" de Yasunari Kawabata (ya antes había tenido un acercamiento con la literatura japonesa, en la universidad). En el cuento de Kawabata se relata la historia de un hombre viejo que acude a una casa donde pasa la noche con jovencitas: la particularidad es que sólo duerme con ellas, que yacen desnudas en el lecho, narcotizadas; va ahí a dormir únicamente, pues está prohibido tocarlas, incluso despertarlas.
El periplo por el imperio del sol naciente continuó, el año anterior, con los filmes de Kurosawa (Yojimbo el mercenario, Barba Roja, Ikiru-Vivir, Los siete samurais, Dreams; que merecen una reseña aparte), y en estos primeros meses con las lecturas de Kenzaburo Oé, Una cuestión personal y Confesiones de una máscara, de Yukio Mishima. El mundo japonés, con su pertinaz silencio, cordura, ensimismamiento, orden, pulcritud, me ha resultado atrayente: hay en todos esos rasgos algo que deslumbra, aunque en el fondo se hallan otras manifestaciones: su acendrado mutismo y sometimiento a las reglas y orden los han conducido a ser un pueblo avanzado, que da la impresión sin embargo de ser áspero y melindroso.

“Yo soy, / me llaman, soy, me digo / Isaac Felipe, / nacido en Santo Domingo, / una ciudad en medio del campo, / una vieja ciudad fuera del tiempo, / donde los años antes se medían por cosechas, / y ahora sólo están las campanas de las iglesias / y las golondrinas, / que desclavan la corona de Cristo / cada día, como antes. // Ahí entonces hace mucho / me nació el miedo de ser otra cosa, / que una simple criatura simple, / y me dolía el vivir, como ahora.”
Isaac Felipe Azofeifa, “Vivíamos cerca del cielo"

Imagen: sepiensa.org.mx

viernes, 4 de junio de 2010

Capuchino en entredicho


Una mujer, mientras yo leía un artículo de una revista en la computadora, conversaba –no, no conversaba; ¿peleaba?, ¿discutía?, ¿debatía?– con quienes atendían en la cafetería sobre el modo de hacer el capuchino. Los tres jóvenes detrás de la barra la miraban con un dejo de estupefacción que denotaba su sorpresa e incredulidad. Cuando puse atención a lo que decían alcancé a escuchar a la mujer: “es que yo tengo máquina en mi casa, y el capuchino no se hace de este modo, porque parece más un café con leche que un café concentrado”. Así de claro. Pensé: aquí cabe aquello de “se le alaba su honestidad, pero se le recrimina su falta de tacto”.
El artículo que leía se centraba en esa discusión –con visos de eterna a estas alturas– de si el libro perderá vigencia ante el avasallaje de las nuevas tecnologías y en algún futuro próximo se le llegará a considerar un objeto de museo, un artículo de colección. Pero por el modo de esgrimir sus argumentos, en ese justo instante toda mi atención –y tensión– se dirigió hacia la mujer, quien, no airada pero sí enérgica, les hacía ver a los dependientes que un capuchino preparado como Dios manda era un modo seguro de no perder clientela. Se ofreció, incluso, a pasar toda una tarde con ellos para transmitirles lo que de esa ciencia sabía.
El libro, según el artículo que leía, está destinado a ir a parar a almacenes empolvados, anaqueles terrosos, libreros entelarañados, rincones impenetrables, como si se tratara de echarle cerrojo a un animal que amenaza con acabar con la humanidad entera. Sí, por lo que pude colegir, se trataba de una visión más apegada a un Apocalipsis libresco que a una sesuda disertación sobre los tiempos actuales y la relación complicada entre la computadora y el libro impreso. Ante tal postura, objeté interiormente, no queda más que abrir un libro y comenzar a leer.
Volviendo a la escena en el mostrador de la cafetería, la conversación quedó zanjada cuando uno de los dependientes le dijo a la mujer, con todo el respeto del que fue capaz en ese momento, que con todo gusto la esperaban un día cualquiera de la semana, que sería bienvenida y sería atendida como se merecía. Ella ya no supo qué decir. Las palabras se le esfumaron. Por un momento pensé que el hombre que acompañaba a la mujer, quien esperaba sentado en una mesa contigua a la mía, se levantaría e iría por ella como un modo de recriminarle su impertinencia, o quizás se sumaría a la discusión como una forma de apoyar a su acompañante ante tamaño modo de preparar el café: no hizo una cosa ni otra, se limitó a mirar distraído el pasar de los autos en la avenida.

“El alba es un camino. / Por el alba se llega a la dulzura. / El aviso general de los gallos abre a la luz las puertas de la tierra. / El aire reparte una casta voz de campanas. / Un trino de pájaro rompe el cristal del cielo y riega / el silencio fresco de la madrugada. / El árbol duerme vuelto hacia sí mismo. / Tú, mi fiel compañía, dices / palabras irreales para salvar el sueño / que se aleja en el agua sutil de la noche. / Despierta tiritando en el vacío / un ángel retardado. / Un fantasma, una sombra, un soplo, nada. / Y amanece. / Vida, mi vida, al alba siempre.”
Isaac Felipe Azofeifa, “Al alba siempre”

Imagen: trotalunas.blogspot.com

martes, 1 de junio de 2010

Sobre el asfalto



Hace poco, en animada conversación con dos amigos en su casa, salieron a colación los personajes favoritos del cine. Personajes que de algún modo para cada uno se volvieron entrañables. Aparecieron en la plática numerosas películas e igual número de héroes, antihéroes, roles secundarios cuyos papeles fueron relevantes y dejaron alguna marca. M. (ella) se decantó, sobre todo, por personajes que tendían al máximo heroísmo, en tanto que D. (él) pinceló todos los atributos de los protagonistas de algunos filmes de Kurosawa, en particular Ikiru y Rashomon.
Cuando llegó mi turno el primero que vino a mi cabeza fue Mad Max, el espécimen abanderado de esa trilogía de filmes cuyo personaje principal encarnó una especie de mensajero no esperado. Mad no encuadra en la figura del héroe común, más aún, dista mucho de ese heroísmo embadurnado de causas nobles y acciones por demás aparatosas en pos de un reconocimiento general. En el fondo se trata de un hombre que pretende pasar desapercibido, y cuyo itinerario de vida carece de esa encomienda titánica de reivindicar a la humanidad ante una fuerza desproporcionada y maléfica: su mítica lucha, en primer lugar, según entiendo se centraba consigo mismo. Y de allí, lo que viniera.
Mad Max fue un personaje que ejerció una particular atracción a la que me resultó difícil sustraerme. Un viajero de la carretera que perdía su mirada en el desierto: la dejaba colgada en algún lado y luego, como si tal cosa, la quitaba de allí para colocarla en otro sitio, igual de perdido y desolado. Y ese decantamiento del personaje por la carretera constituyó el más fuerte de sus imanes: esas escenas en que aparece solitario, entre arenales, montado en su vehículo, diluyéndose en el asfalto, como si no hubiera otra cosa que el camino que se ve adelante, estoy seguro me arrastraron a su perpetua idolatría.
Y es que la carretera desde hace mucho tiempo resulta un camino que recorro siempre como si se tratara del mejor trayecto (aunque se dice que el trayecto más apreciable es el que nos trae de regreso a casa). A eso se debe con seguridad que Mad Max llegara a encumbrarse entre mis personajes cinematográficos favoritos. Había en esa personificación acentos que no era posible pasar por alto: el desenfado ante el devenir cotidiano, su desmedido interés por ir de un lado a otro, y, sobre todo, su desganada actitud al recorrer todo kilómetro que se le pusiera al frente, como si en algún sitio lo estuvieran esperando.

“Cuando venían las lluvias miraba los largos aguaceros / desde el ancho cajón de las ventanas. / Nunca huele a tierra tanto como esa tarde. / Se oye la lluvia primero en el aire venir como un gigante / que se demora, lento, se detiene y no llega, / y luego, están ahí sus pies sobre las hojas, tamborileando, / rápidos, mojando, / y lavando sus manos deprisa, tan deprisa, los árboles, / el césped, los arroyos, / los alambres, los techos, las canoas.”
Isaac Felipe Azofeifa, “Se oye venir la lluvia”

Imagen: horror-movies.ca

lunes, 17 de mayo de 2010

Insomnes matemáticas


Mi maestro de matemáticas en la preparatoria llamaba a su mujer, a la que por cierto no conocimos en persona, “La Chancla”. Nunca supimos si la nombraba así en honor a una vieja canción o por un arraigado amor al calzado. En cada problema a resolver figuraba ella: “Si la Chancla tiene cuatro sacos de azúcar con tan sólo dos quintas partes….” Su desenfado al momento de enseñar las reglas y fórmulas de aquel mundo enmarañado de números volvían su clase una materia de la que no se buscaba huir, como suele ocurrir por lo común. He de reconocer que, pese a todo, no me fue de lo mejor en las calificaciones; sin embargo, a partir de allí “Matemáticas” dejó de ser una palabra que me paralizara.
En la secundaria, por otra parte, las matemáticas fueron sinónimo de descubrimiento del universo femenino en toda su vorágine: la clase la impartía una mujer de muy buen ver, que vestía casi siempre una falta corta y que no mostraba empacho alguno en dejar ver el largo de sus piernas morenas, a veces un poco más, bajo el escritorio. Y qué decir de sus ligeros escotes cuando acudíamos al escritorio a que revisara la tarea: nunca hubo tarea que cumpliéramos con más ahínco y deseo que la que ella encargaba. Muchos años después habríamos de darnos cuenta de que ella, aunque en aquel momento no lo pareciera, hacía todo aquello con total alevosía: a más de alguno descubrió en plena contemplación y no hacía más que reír.
Las matemáticas llegan a ser un dolor de cabeza. Más aún, a veces adquieren la estatura de un gran problema, al que no pocos sucumben derrotados. Una cosa es “echar lápiz” para resolver una operación sencilla, de dos a tres reactivos cuando mucho, y otra muy distinta es encaminarse por esos vericuetos en que la raíz cuadrada y los números exponenciales son auténticos monstruos que persiguen a quien osa retarlos. Y su persecución no acaba cuando se deja de lado el problema, en ocasiones irrumpen en los sueños y entonces ya no se quiere saber nada de ellos, se les trata de relegar en lo que quede de vida.
Cuando pensaba que por fin mi relación con los números no tendría un capítulo más, acabada la preparatoria, a mi padre se le ocurrió la grandísima idea de que yo, al igual que mis dos hermanos mayores, estudiara “para contador”. Y entre clases de derecho mercantil, la teoría de los estados de pérdidas y ganancias, balances, cuentas “t” y cálculo de impuestos, asomaron de nuevo la cara las matemáticas. Vivir entre números, guardarlos, sacarlos a orear, tenderlos, destenderlos y renovarlos fue una constante por un espacio de tres años. Hasta que un buen día desterré las operaciones numéricas como no fuera para llevar puntual cuenta de mis gastos diarios.

“Amada, no destruyas mi cuerpo, / no lo rompas, no toques sus costados heridos. / No me lastimes más. / Me duele el pelo al peinarme. / Duéleme el aliento. / Duéleme el tacto de una mano en otra. / No destruyas mi cuerpo / pensando en sus miserias: / doliendo a pierna suelta / se destruye él solo, amada, / como si creciera hacia una lanza / clavada en la cabeza. / Ya me destrozo, mira, no hieras, / suelta el arma, detente, / no pienses más, no odies, / dame sólo una tregua; / deja de respirar dos líneas de mi aire, / para que se corrompa en paz esta carroña.”
Eduardo Lizalde, “(…) -5” en El tigre en la casa

Imagen: www.flickr.com/photos/malota