martes, 31 de agosto de 2010

La calle


11:00 pm. La calle aparece desolada, densa en sus esquinas, enigmática en sus rincones faltos de luz. Es a veces un reducto aislado, una acera de mosaico multicolor que sin embargo adolece de brillantez: su mudez la confunde ante cualquier mirada, la obliga a pasar desapercibida casi. Quizá se deba a que a esta hora nadie tiene por costumbre salir a hacer compras, a pasear al perro con una bolsa en la mano, a sentarse en una acera y mirar cómo el cielo va cambiando de tonalidad y presenciar la desaparición fugaz de las nubes. La calle atesora sombras, y las cuelga en esas casas que convierte en tendederos.
11:45 pm. La calle, que más allá de la esquina norte se eleva y enseguida pierde la línea recta que lleva, no se ha tirado a descansar todavía; no obstante su evidente cansancio y abandono aparente. A estas alturas del día permanece alerta, como si se tratara de un espía al que se le ha encomendado una misión complicada, aunque, por otro lado, nada riesgosa. Desde su trono de cemento y piedras atisba cualquier paso raudo o lenta travesía, toda intromisión venida de cualquiera de sus cuatro puntos cardinales. Lleva rato ya, sin embargo, que se prepara para dormitar recargada en el lado más oscuro, con los brazos cruzados sobre la cabeza: nadie ha caminado por su cuerpo plomo en los últimos 45 minutos.
12:20 am. La frontera ya es difusa. El cielo relampaguea constante más allá de las últimas casas. De allí vienen las únicas luces que iluminan un poco ese túnel que es la calle. Parece que en un lugar no tan lejano se abriga una tormenta. Y de allá, también, se desprenden los débiles ruidos que rompen el perímetro de soledad que ciñe esta parte de la ciudad. Hay momentos en que uno quisiera sumergirse de lleno en los pensamientos; éste es, quizá, un instante idóneo para tal cosa: los ojos escudriñan y no hallan más que rastros negros. Uno de ellos ha de llevarme, seguro, al otro lado de esta noche.
1:10 am. La calle lleva el vestido más oscuro. O tal vez se muestre desnuda, tal como es. Únicamente es oscuridad, una oscuridad de ésas que resulta imposible beberse, o difuminar a manotazos. El balcón desde el que la contemplo aparece iluminado apenas en uno de sus flancos más delicados, y de allí en más se extiende un mapa que carece de mínimas señales. Con suma facilidad podría alguien extraviarse en este pasaje que, sin embargo, no es reducido ni asfixiante, aunque sí confuso, con puertas cerradas o abiertas, que no conducen a ningún lado. La calle aparece, sigue desolada.

“Ay de la oscura calle en que anduvimos / dándole largas a nuestro corazón. / (…) Ay de la oscura calle / en donde la esperanza / se nos va de los ojos / para que nuestro corazón / contrito / acoja su realidad, / cálidamente iluminado.”
Alejandro Aura, “Oscura calle” en La calle de los coloquios (1969)

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