viernes, 27 de agosto de 2010

El hilo nuestro de cada día


Para seguir el hilo de la vida… El abuelo abría su libro predilecto cuando ya la tarde había madurado, sentado en su vieja silla de mecate. En esas horas verdes, silencioso, concentrado, frente a la Biblia, abierta entre sus manos, sobre sus rodillas, el abuelo se vestía de frac: era un imaginador. De esa lectura, que se volvió centenaria y que degustaba cotidianamente como algo irrepetible, el abuelo iba trazando los pasos que habría de dar al día siguiente, las palabras que soltaría cuando agarrara sendero. De ese camino volvía tarde, agotado, pero con un brillo inextinguible en sus ojos. No había ni hubo sosiego –ni con la muerte–, que yo recuerde, para ese imaginador.
Para seguir el hilo de la vida… Amanece. Hay muertos regados en distintos escenarios. La especialidad de la casa es la brutalidad. La amenaza es constante, diaria, que hacen llegar mediante la siembra de cuerpos descabezados, torturados, masacrados, disueltos en ácido, estrangulados, balaceados, vejados, golpeados, hechos añicos, polvo; arrancados de su territorio, secuestrados. Cuando se cree, sin embargo, que ya todo el horror posible ha sido escenificado, aparece una nueva manera de deshacerse del estorbo, del soplón, del que hace frente, del valiente, del que está en el otro bando, y entonces sucumbe cada uno de nosotros ante tal avasallamiento de la cotidianidad más parca. Vivimos en un país que cada día se parece más a la casa de los espantos.
Para seguir el hilo de la vida… (En cualquier otra ciudad.) Afuera la noche, grisácea, merodeaba, ronroneaba. Era tanta la quietud que el golpeteo de la llovizna en el viejo cristal de la ventana de ese hotel desgarbado parecía formar parte de otra dimensión. Alrededor no había nada, sólo miradas agolpadas, una cortina corrida, palabras leves que se perdían entre las volutas delicadas de humo del cigarrillo. Algunos reflejos, mortecinos, de autos lejanos sobre una avenida que serpenteaba, se esparcían cerca y lejos, como diminutas lucecitas desperdigadas en una noche de diáspora. Abría y cerraba los ojos, aspiraba y exhalaba, iba y volvía y bebía café y reconcentraba la atención en la voz que salía de algún estéreo cercano. Era una voz aterciopelada, líquida casi. Una voz de mucho tiempo conocida.
Para seguir el hilo de la vida… Es viernes. Las horas últimas de la tarde vienen y pasan frías. “Las luces del puerto” apenas son visibles entre tanta neblina, entre tanto alboroto en esa avenida con amplio camellón. La espera es larga. Toda espera es larga. Tan larga como una lluvia que se estira de un día a otro. Y ese paréntesis se vuelve entonces un desacierto, un despropósito mayúsculo cuando la espera no lo es más, y entonces hay que marcharse con el agobio sobre los hombros, seguros de no volver la mirada atrás ni una sola vez; ni siquiera para mirar si nuestra sombra viene pegada a los talones.
(Lo que aparece en cursiva pertenece a “La novela de la vida” de Antonio Muñoz Molina, texto publicado el sábado 31 de julio de este año en Babelia.)

“Yo conocí que te quería / en que me daba por estar contigo / a todas horas, / y conocí que te quería / en que me daba por perderte / y te perdía. / Mía de tus pechos a mi lengua. / Yo conocí que te quería / en que me daba la noche / y no se me acababa el día.”
Alejandro Aura, “Zapato pato o la solada” en Cinco veces la flor (1967)

Imagen: poetasargaricos.blogspot.com

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