martes, 21 de octubre de 2008

Motivos


Cuando Juan Pablo Castell habla de la manera en que asesinó a María Iribarne, la mujer que amaba y la única persona que llegó a comprenderlo, queda un resabio de incertidumbre. Se trató de un asesinato pasional, no hay duda, de ésos que se inscriben en las historias trágicas más renombradas. Sin embargo, quedan colgando muchas preguntas que el casi monólogo de Castell no resuelve. Aunque, más allá de esas inquietudes, se antepone un estado de ensimismamiento, incluso de dolor.
Este es el móvil de la novela El túnel, de Ernesto Sábato. Hay en este universo oscuro un dato que, por lo menos a mí, me pasó casi desapercibido: el esposo de María Iribarne es ciego. Lo digo en el sentido de que sí atribuí una especie de recriminación a María por engañar a su marido, y más todavía por su condición invidente. Pero, más al fondo, no reflexioné en todos los filones que de esa condición se desprenden.
En su novela Sobre héroes y tumbas –que forma parte de la trilogía sabatiana, junto con Abaddón el Exterminador, El túnel y ésta– hay un capítulo titulado “Informe sobre ciegos”, donde habla del hecho conocido en todo Buenos Aires: el asesinato de María Iribarne a manos del pintor Juan Pablo Castell, pero entrando por la puerta opuesta; es decir, lo aborda desde Allende, el esposo ciego de María. Ahí desvela muchos de los enigmas que sobrevienen al mirar bien las circunstancias que rodearon el acontecimiento.
Juan Pablo Castell, desde el confinamiento, da cuenta de su acción: mató a María Iribarne porque, simple y sencillamente, la amaba, pero ella, sin que él pudiera asimilarlo del todo, no lo comprendía; eso es lo que él arguye.

“Gracias te doy, corazón mío, / por no quejarte, por ir y venir / sin premios, sin halagos, / por (tu) diligencia innata. / Tienes setenta merecimientos por minuto. / Cada una de tus sístoles / es como empujar una barca / hacia altamar / en un viaje alrededor del mundo”
Wislawa Szymborska, “A mi corazón el domingo” en Mil alegrías-Un encanto (1967)

(La Chica Azul sigue rondándome los días, en tanto aquella voz sigue colmándose de aves marinas….
Desde este espacio le doy la bienvenida a E., que ha vuelto a residir a esta ciudad tras haber vivido un tiempo en Ciudad Guzmán.
Según supe hoy, Bebesito es feliz con su regalo de cumpleaños: una playera de las Chivas Rayadas. Eso, de algún modo raro, lo vuelve más cercano.)

Imagen: http://www.ojodigital.com/

sábado, 18 de octubre de 2008

Interrogación muda


En un día de esta semana que recién terminó, debido a algunos trámites que tenía que realizar, me acerqué a un policía en la Plaza Tapatía para preguntarle: “¿sabe dónde queda la Contraloría del Estado?”. “Sí”, me respondió y enseguida guardó silencio.
En ese momento, casi sin quererlo, sonreí: lo que yo quería era que me indicara dónde quedaba ese edificio. Pero mi pregunta no lo explicitaba. El policía, después reflexioné, se había limitado a responder lo que se le había cuestionado. Así que, tras un momento de duda, volví a preguntar: “¿me puede decir por favor dónde queda?”. El uniformado, acto seguido, me dio las señas exactas.
A menudo no reflexionamos en esas pequeñeces y vamos por el mundo de preguntones esgrimiendo tan pocas palabras que, para qué negarlo, la mayoría de las veces son entendibles, porque hay muchas cuestiones que están sobreentendidas o porque los referentes son tan obvios que en el trato cotidiano casi, diríase, se vuelven mecánicos. Y de esto hay un sinnúmero de ejemplos.
No obstante esta práctica bastante extendida y tan poco tomada en cuenta, el lenguaje no pierde su riqueza con estas expresiones, antes bien hace crecer su ya de por sí magnífico abanico. Y miren que, me lo han dicho, tengo una actitud un tanto inflexible ante las torceduras que se le aplican al lenguaje y a las que, en ocasiones, siempre de manera inconsciente, yo también recurro.

“Un resplandor desnudo, / una luz calcinante / se interpuso en mi ruta, / me fascinó de muerte, / pero logré evadirme / de su letal influjo, / para seguir volando, / desesperadamente”
Oliverio Girondo, “Vuelo sin orillas”

Imagen: laninaysumundo.wordpress.com

viernes, 17 de octubre de 2008

Pregunta de medianoche


Un solo de saxofón se inmiscuye, primero a pasos quedos y después con un sofisticado estrépito, en la quietud, y la penumbra, a fuerza de permanecer muda, se vuelve un desamparo….

La música tiene algo de salvaje: me es dable dejarme ir en picada en los abismos que va abriendo. Hay quien dice que lleva la música por dentro: lamentablemente (sólo para mí) yo no, yo la llevo por fuera (o ella me lleva, no lo sé), como si a cada paso fuera resbalando y quisiera regarse en todo lugar, con miras a pernoctar, terca e ingobernable, en ese vaivén desperdigado.
La música tiene algo de desconcierto: cuando los sonidos se las ingenian para sembrarnos en el medio de una habitación y nada más importa, ni los objetos que nos vigilan, ni las ventanas que traen a la gente y la calle hacia dentro, ni las paredes que parece que ciñeran el universo, ni el meteórico silencio que vive refundido en las entrañas; cuanto todo se me abalanza, titubeo.
La música tiene algo de invención: el mismo rostro con el que venimos al mundo y con el que nos iremos de esta tierra de un momento a otro cambia, se reinventa, desaparece y al volver no trae ya ningún rasgo conocido desde el principio, desde antes del principio.
La música tiene algo de frenesí: se lleva ya un andar desbordado, un mirar revolucionado, un actuar bajo otros parámetros, un hablar con palabras no por todos conocidas, un cantar sin otra aspiración que saberse vivo, un tatarear siendo presa de un oleaje iracundo e inestable.
¿Por qué diablos no fui músico?

“Y hay una sangre sola / moviendo un corazón desorbitado / como aturdido pájaro / que torpe se golpea en muros pertinaces, / que no conoce el cielo, / que no sabe siquiera que hay un ámbito / donde acaso sus alas ensayarían el vuelo”
Rosario Castellanos, “Destino” en De la vigilia estéril

Imagen: acrobatas.blogia.com

sábado, 11 de octubre de 2008

La que vino de Tierra Santa


Otra de las nenas, murió. Hace dos días dejó su postura erguida, quedó ahí, doblada; y es que desde hace tiempo se le veía cabizbaja, apagada. No obstante algunos intentos de resucitación, acabó por doblarse y quedar al ras de la tierra. Me percaté de su muerte mientras escuchaba algún disco y me disponía a continuar la lectura del libro en turno. Murió. Ya sólo quedan dos de las antiguas, y una más que hace poco se integró al paisaje casero. Deana y Víctor, cuando se enteren, serán presas de la congoja: esa nena había cruzado el mar para llegar aquí. Lástima. Su partida trajo resabios de tristeza. Pero ya no se veía por dónde pudiera recuperarse de ese largo desaliento en que había caído. La Chica Azul, seguramente, también lo lamentará, aunque ella de una manera distinta: sus querencias tienen un raro olor a corazón abierto.

"Ay, mira qué felicidad, yo tengo; ay, mira qué felicidad, yo soy el tonto que va tras el aire y se pone contento de poder respirar"
Frank Delgado, "Mi alma se perdió en la carretera"

(Hoy, madrugada de sábado, es el primer día de los últimos trece en que no iré a trabajar: han sido días cansados.)

Imagen: www.maikelnai.es

miércoles, 8 de octubre de 2008

Más allá de la mitad del día


Las tardes en Guanatos son así: traen un sabor delicado, imposible de discenir a la primera, escurridizo para aquellos que son ajenos. Las tardes aquí son quietas, lánguidas, blandas “como alma de caracol”. Más allá de la mitad del día aquí ya no despuntan las luces, más bien se repliegan y arremeten ya cuando el silencio lo es todo: las tardes son, al fin, el principio de la noche, y ésta no es otra cosa que el cobijo de una tarde cuyos ecos han ido de un lugar a otro dejando tras de sí un tintineo inquieto, un aroma que hace hondura. Las tardes en Guanatos son así, insistentes, tercas, desde que las recuerdo así las identifico: aquí es preciso llevar a todos lados una disposición invencible para encontrarle la gama de colores con los que las tardes vienen untadas, colores discretos, que no hablan, se desviven en tenues murmuraciones. En Guanatos, esas tardes endebles, de relámpagos deslumbrantes, a menudo vienen con lluvia: ese vestido a veces ampuloso, ceñido otras tantas, que da la sensación de que la atmósfera adquiere un matiz de vaivén –en contadas tardes más bien-, por lo que se vuelve imperioso salir a la calle a atrapar esos miles de murmullos que se van elevando y dejan la tarde, la abandonan a su suerte, a su húmedo estatismo tantas veces meloso. Las tardes en Guanatos son así, siempre lo han sido, y me recuerdan, invariablemente, esa sensación fascinante que envuelve a las planicies amarillentas donde rebosa un viento apacible, melodioso, exquisito, que renueva todo lo que toca. Las tardes aquí, qué se le va a hacer, son así, y no de otro modo.

“Escuchar. Olvidar. Dos neblinas. / La espuma del sufrimiento / cala en el encaje náufrago / de mi silbido matinal. / Aquí están los sonidos / olvidadizos, las crepitaciones / que amarillean. / Una vez más, / todo será escuchar / u olvidar”
David Huerta, “Olvidar”

martes, 7 de octubre de 2008

Un tren y una locura


La salida se había adelantado. Había que desaparecer, así sin más, de un día para otro. Había que mantener, como fuera, la esperanza, porque “la esperanza es buena. Y las cosas buenas no merecen morir”. Se organizaron para cubrir todos los flancos, con la intención de, en la medida de lo posible, no dejar nada valioso o útil, no olvidar algo que más adelante pudieran necesitar.
En ese vaivén frenético, en las idas y vueltas sobre los mismos pasos pero en distintas direcciones, todos los rostros tenían una línea de premura, de temor, de incertidumbre: alguien, en medio del trajín de los preparativos, agitando los brazos, con evidente zozobra, se detuvo, y preguntó a todos y a nadie al mismo tiempo: ¿volveremos? La respuesta no formaba parte de las tareas pendientes: nadie le respondió, nadie siquiera se tomó la molestia de mirarlo.
Al fin, pasados algunos días, tras numerosas deliberaciones –la mayoría resueltas por el loco de la comunidad– y de vislumbrar cómo llenar todos los vacíos habidos y por haber, una noche, apresurados, con una dirección cierta pero intrazable, treparon al tren que construyeron –sólo compraron la locomotora– y dejaron su pueblo en medio de un silencio que tuvieron que inventarse, pues eran un pueblo demasiado expresivo, que de todo hacía alharaca: incluso al pensar todos hablaban al mismo tiempo, dejando tras de sí –siempre daban vueltas– un zumbido molesto y desgastado.
El viaje se inició. Y acabó de la mejor manera.
¿Schlomo lo imaginó, lo soñó, lo contó tal cual pasó, lo inventó, lo recordó, lo construyó movido por esa rara esperanza que abrigan los locos?

“En la punta de la flecha ya está, invisible, el / corazón del pájaro. / En la hoja del remo ya está, invisible, el agua. / En torno del hocico del venado ya tiemblan, / invisibles, / las ondas del estanque. / En mis labios ya están, invisibles, tus labios”
William Ospina, “El amor de los hijos del águila” en El país del viento

(El filme es referido es El tren de la vida, de Radu Mihaileanu.
Entre jueves y viernes de la semana que recién terminó manejé en automóvil casi 1,200 kilómetros: entre toda esa distancia está incluido el tramo carretero que va de Manzanillo a Puerto Vallarta, toda la Costa Alegre jalisciense; algo que alguna vez pensé hacer, sólo que mi pretensión no contemplaba hacerlo de noche y por motivos de trabajo, tal como aconteció.
Y tu voz… –pese a todo – ininterrumpida–, continúa colmándose de aves marinas….)

Imagen: www.lasprovincias.es

miércoles, 1 de octubre de 2008

Pensando en los amigos


Llevo días pensando en los amigos que he tenido a lo largo de mi vida. Rostros casi del todo borrosos. Hoy, cataclismos y tropiezos menores de por medio, esos amigos se han reducido al mínimo; si acaso sobreviven menos de diez. La cuestión, como pudiera parecer, no es echar en cara nada a nadie o hacer un recuento minucioso de aquellos que han abandonado el barco desconociendo que avistar tierra no era la intención del embarque. Ni tampoco deseo señalar que al son de los acontecimientos alguien haya decidido partir; quizá algunos simplemente así lo quisieron, tal vez ni siquiera contemplaron la posibilidad, sólo cómodamente se dejaron arrastrar por la inercia de la cotidianidad.
Fuera de pretender, asimismo, hacer de este texto un compacto desglose de anécdotas y vivencias amistosas que han dado para un sinnúmero de sensaciones, lo que quiero es asentar cómo, a veces sin proponérselo, la amistad misma va exigiendo el que se prescindan de ciertos acercamientos y se articule una lista de querencias importantes o “necesarias”, si se quiere: los viejos amigos –en mi caso- tienden a ser una masa fantasmal, pero percatarse de ello conlleva identificarse, en las aciagas noches de insomnio o tras una parada al lado del camino, como un ser que ha adquirido un enorme listado de hábitos solitarios, sempiternos, quizá egoístas, y sin embargo altamente imprescindibles.
“Cuando un amigo se va”, es una canción de Cabral que reseña la historia de todo lo que le acontece, a partir de la partida, al que se queda: es decir, el itinerario se modifica al paso, los planes sufren variaciones que en ocasiones llegan a ser definitivas: la amistad, como puede verse, es una veta de la que bien pueden salir joyas finísimas o cantidades enormes de lodazal y desperdicio de arena, hojas secas, agua cenagosa, etcétera. El trabajo, casi siempre a oscuras y por lo común demandante, ha de ser perseverante, desinteresado, e incluso requiere algunas dosis de sacrificio. Algo que, debo confesarlo, no se me da mucho.
Los amigos, que los he tenido (y tengo) enormes y valiosos, más que una glosa de nombres ahora más cadavéricos y casi difuminados en la bruma de la distancia, constituyen una constelación que, no obstante su difícil visualización en distintas épocas, guardo celosamente bajo llave, en los adentros, en una sección a la que no es posible ingresar como si tal.

“¿Qué le digo a los perros que se iban conmigo en noches perdidas de estar sin amigos? ¿Qué le digo a la luna que creí compañera de noches y noches sin ser verdadera? ¿Qué hago ahora contigo? Las palomas que van a dormir a los parques ya no hablan conmigo. ¿Qué hago ahora contigo? Ahora que eres la luna, los perros, las noches, todos los amigos”
Silvio Rodríguez, “¿Qué hago ahora?” en Mujeres

(Ahí se los dejo: en una entrevista publicada el lunes pasado en El País, Eduardo Galeano decía sobre los prejuicios de los intelectuales y pensadores al respecto del futbol: “Para los intelectuales de izquierdas, el futbol hace que el pueblo no piense. Para los de derechas, es la prueba de que piensa con los pies”. El futbol, pese a todo –digo yo-, sin dejar de lado sus etiquetas de negocio y entretenimiento, y ya sea que se practique o se le vea, es una aglomeración de pretensiones sobrehumanas.)

Imagen: onlymaryonly.blogspot.com (la pintura se llama “amistad”, de Francisco Clemente)