miércoles, 28 de abril de 2010

¿Cuál libro elijo?


En Fahrenheit 451 se plantea la existencia de una sociedad que, para su supervivencia, debe destruir todo libro del que se tenga conocimiento. Para tal efecto se han conformado equipos de bomberos que, en lugar de sofocar incendios, los provocan en los lugares donde se tiene la evidencia de que hay libros. Hacia el final del texto, un bombero que deserta de las filas del orden –protagonista al fin de la novela–, encuentra, en su huida, a un grupo de personas que sobrevive en las afueras de la ciudad. Cada una de ellas ha memorizado un libro, ya destruido, con la intención de que no se pierda.
Ray Bradbury, autor esa novela que ya se le considera un clásico de la literatura del siglo XX, en vísperas de la celebración del Día Mundial del Libro, y a propósito de la versión gráfica que se ha hecho de ese texto y que saldrá próximamente a la venta, lanzó el siguiente buscapiés: “Me gustaría que todo aquel o aquella que lea (esto) se tome un tiempo para escoger el libro que más le gustaría memorizar y proteger de cualquier censor o ”. Menuda cuestión la que propone este autor estadounidense. Y más en esta especie de apocalipsis que se han encargado de montar al anunciar la inminente muerte del libro ante el arrollador avance tecnológico. Cosa que, por otra parte, dudo que algún día suceda.
En un primer momento –y para efectos de este post– no podría escribir con certeza cuál libro elegiría para memorizar con el fin de que no se perdiera. He leído unos cuantos, de los cuales sobresalen algunos –quizá tantos dentro de esos pocos– que me cuesta decidir el título con el que me quedaría. Hay textos que han dejado una huella profunda e imborrable, ya sea por su contenido, por el momento en que cayeron en mis manos, por lo que de ellos saqué; aquí se incluyen aquellos que me conectaron con personas que han permanecido, de ese modo, vivas en mis adentros por mucho tiempo.
Un libro puede llegar a ser una parte viva, una extensión de nosotros mismos –de así desearlo. El debate sobre la permanencia o decadencia del libro queda zanjada si se le considera no un objeto utilitario, sino un agregado de aquél que lo hace suyo mediante la lectura, y más aún, a través de la reflexión o aprendizaje que esa lectura dejó. No es que –hablo por mí obviamente– se tome todo libro con la intención expedita de absorber, como esponja, lo que hay en él; eso es, podría decirse, la ganancia que deja el placer mismo de la lectura. Podría resolverse –diría alguien– optando por el libro favorito, pero éste puede convertirse en un libro de menor apego con el paso del tiempo y la llegada de otros títulos; sin embargo, siempre se recordará con emoción esa lectura. La cuestión permanece: ¿cuál libro elegiría?

“Y antes aún, / tanto como si no hubiese sido este día, / como si no hubiese sido yo, sino hace muchos años, / vi el amanecer, a solas, / surgiendo como si lo retuviera la vida, / como si su sangre fuera sólo recordar el mundo, / el susurro melodioso y oprimente de la ciudad. / Pero estoy aquí, / (….) bajo la lámpara encendida, a las dos de la madrugada, / oyendo la lluvia caer a ciegas desde el fondo de la noche.”
Carlos Montemayor, “Poemas de abril, 6” en Abril y otros poemas (1979)

Imagen: desconvecida.blogspot.com

lunes, 26 de abril de 2010

Otro domingo sin sol (5)


Del domingo de aquellas cascaritas e idas a misa temprano hace algunos años al de las largas lecturas y escrituras y los tianguis de ahora media un tiempo cuya mejor cualidad es que se trata de días inconclusos: nunca acaban de llegar, nunca acaban de irse. Nada en ellos tiene fin, nada en ellos es fácilmente identificable, es más, nada en ellos carece de significado. Y en esa carga significativa, aunque también inconclusa, pende su posteridad en el calendario personal: el domingo está hecho para sumergirse en él con una disposición semejante a la que se necesitaría asumir para colgarse de un tronco con la soga al cuello.
Al domingo se le considera, entre otras cosas, como el día idóneo para llevar a cabo lo que, por múltiples motivos, no puede hacerse durante la semana: es el hueco en el sendero apretado. Y en esa indistinción propia del primer día de la semana –que no el séptimo– radica un residuo de emoción que todavía se le puede apreciar: de esa alegría infantil depende la perspectiva de los restantes seis días que pueblan las proximidades. En el domingo todo brota sin que se le presione, y muestra una puerta aun cuando se busque una ventana. Allí está su mejor parte.
La cualidad del domingo es primigenia, lúcidamente hermosa: es el receptáculo más distinguido para vaciarle proyectos y los anhelos más rigurosos. Lo que se posterga, incluso, de manera indefinida va a caer en esa red que supone la mañana o tarde dominicales. La mañana de este domingo de ayer, por ejemplo, fue una mañana de ardores grises, que llegó demacrada en su cenit. Sé cómo sacarle la vuelta a ello; y aún más, he aprendido a distinguir a aquellos para los que el domingo “les resulta difícil y hasta tortuoso” porque no saben cómo transitarlo, cómo sobrevivirlo. A menudo los compadezco.
“Trabar en domingo en lo que a uno le gusta es acaso el camino más eficaz para evitarse el peso de esas tardes huecas y solitarias donde meterse un tiro parecería un acto de autoayuda”, escribe Xavier Velasco. En esas horas intermedias de un calor acuciante, de una sed que se antoja abismal y de un panorama por demás abrillantado –que alucina–, hacerse a la sombra es obligado: treparse en el camello que mejor a uno le parezca es el único posible para atravesar ese desierto que se abre del mediodía hacia las cinco de la tarde. Porque de allí en adelante –o hacia atrás, da lo mismo– el domingo aparece como un regazo apetecible.

“Cantemos esta fiesta que danza desde los nervios / y nos deja abrir la sangre, abrirla, / que arrase con la voz de sangre que nos baña, / hasta que se desnude la vida de innumerables casas y mesas / y podamos ver cuántos quedamos, / cuántos aún no han sido masacrados, / a cuántos nos falta morir para que esta fiesta acabe.”
Carlos Montemayor, “Poemas de abril, 4” en Abril y otros poemas (1979)

Imagen: lopoliticamenteincorrecto.files.wordpress.com

miércoles, 21 de abril de 2010

Certeza antigua


Hay en el modo de acercarnos a las cosas nuevas un temor infundado: eso que atajamos no nos es del todo desconocido, sabemos algo ya por el pasado que llevamos a cuestas. No todo, sin embargo, es reconocible y cercano como, por ejemplo, aprender a andar en bicicleta: que basta subirse en ella para recordar cómo pedalear; hay cuestiones que requieren un esfuerzo un poco mayor. A veces basta rebuscar un poco y aquello que creemos nuevo no será más que la reminiscencia de algo ya visto, conocido y entonces de algún modo se le revisita, nada más.
El cúmulo de las horas vividas dejan su marca indeleble en el cuerpo: en ellas es posible distinguir el delirio de un pasado, de un pasado que se las arregla para estar volviendo siempre, como si llevara al frente esa consigna que canta Calamaro, “nos volveremos a ver”. A nadie le es dado renegar de forma categórica de aquello de donde viene, ni de lo que trajo o vio allá. Dice esa frase popular “nadie puede negar la cruz de su parroquia”: es decir, ninguno sabría cómo deshacerse de esos rasgos que lo presentan ante el mundo de tal o cual modo, antes bien por ellos se le reconocerá al instante y en adelante.
“En los últimos tiempos me ha ocurrido a menudo ser consciente de que tengo un pasado”, escribe Sergio Pitol en El arte de la fuga. Y esa certeza, más que echársele encima para impedirle visualizar lo que se viene acercando, lo posibilita para esperanzarse en el futuro: la isla Barataria para Sancho fue la recompensa a aquel trajinar insensato e inacabable al que don Quijote lo arrastró por mucho tiempo, donde la desazón y los infortunios fueron el pan de cada día. El fiel escudero, sin embargo, agradece a su amo aquel pasado, porque eso lo hizo saborear de un modo más grato el que estuviera ahora a cargo de la ínsula de la que se sabe merecedor.
De la criba que se haga del pasado, de todo eso que significa el pasado, va a depender en sumo grado la visión futurista: si aquella legión de niños que se lanzó en busca de Jerusalén, guiada tan sólo por la certeza de una aparición, hubiera sabido desde un principio el fracaso a que era conducida, quizá no se habría lanzado a tan disparatada aventura. La certeza es uno de esos preciados frutos que el pasado proporciona. “(Ser consciente de tener un pasado) me hace concebir el futuro como una zona infinita, desconocida y promisoria” agrega Pitol como un corolario a ese descubrimiento azaroso.

“(….) Trato de recordar y meto las manos al fondo de la niebla, / al fondo de la ropa que gastó mi cuerpo, / al fondo de las cosas y los juguetes rotos y los juguetes que no estuvieron conmigo, / al fondo de los días y sus vestigios, / y sólo siento una risa fugaz, su paso efímero, / su aroma cercano, sin egoísmo, rondándome / como la mujer próxima que aún no conozco, como la muerte / o el amor.”
Carlos Montemayor, “Poemas de abril, 2” en Abril y otros poemas (1979)

Imagen: "Cuando el pasado nos alcanza", pintura de Adriana Papayanopulos, encontrada en www.pintoresmexicanos.com

viernes, 16 de abril de 2010

El tambor de los años


Se dice que las imágenes nos dan la tesitura de alguien, o de algo –fidelidad, reflejo–. Se trata de postales bien reconocidas que nos hablan de lo que representan. Si una fotografía muestra a una persona, hoy ya adulta, cuando niño, entonces hablamos de una imagen cuya representación ya ha sido rebasada: no se podría reconocer a ese pequeño en el adulto en que se ha convertido, sin embargo el niño subyace bajo aquella armazón que los años han ido dotando de otra fisonomía exterior, e interior también. De lo que no podría hablarse es de qué modo ha sucedido tal cosa.
Algo contrario sería difícil que ocurriera. Es decir, algo parecido a la develación-revelación-creación que se extrae de “El viaje a la semilla” de Carpentier: allí, un hombre, viejo, vuelve a niño, quién sabe accionado por qué resortes o mecanismos. Esa involución aparece teñida de rasgos que evocan una fabulación a la que resulta complicado sustraerse: ¿quién, por lo menos alguna vez, no ha deseado ya no detener el tiempo, sino echarlo a andar atrás? ¿Se trata de un mero afán alucinatorio o de una querencia por muchos siglos cultivada? El tiempo –oh, noticia– no concede esas minucias.
Otra variación, por otra parte, podría darse si alguien, en determinado momento y atajado por circunstancias especiales, decidiera ya no ir más allá: detener su crecimiento, quedarse tal como está a cierta edad. Oskar, en El tambor de hojalata –novela del alemán Günter Grass–, a quien se le distingue por llevar colgado al cuello, cruzado el lazo que lo sostiene, un tambor que toca a horas y deshoras, y que constituye su única manifestación ante el mundo que le es cercano: a ese mundo se niega a pertenecer al decidir ya no crecer más. En su negativa a elevarse cada vez más del suelo radica su no pertenencia al mundo de su cotidianidad más acérrima. Él sigue siendo en un lugar que para él no es.
Si un tambor de hojalata, o mejor dicho, si el tambor de hojalata de Oskar significa ante los demás la presencia de quien lo porta; escucharlo, a lo lejos, en un crescendo ininterrumpido, anuncia ya dicha presencia, que está próxima, casi visible. Esta especie de viaje a los orígenes, un viaje a la semilla con variaciones muy marcadas: desnuda el estatismo de alguien que se niega a seguir hacia delante –o hacia arriba, que viene siendo lo mismo para el caso–, y lo vuelve un ejemplo particular: vista la imagen de Oskar será la misma, pasados los años no variará un ápice –salvo los rasgos infaltables de la vejez–, su imagen, siendo niño o viejo, parecerá una calca, un reflejo exacto, una representación de algún modo imperturbable.

“Una lluvia tenue, fría, / apoya su neblina sobre la ciudad. / Amanece en las mismas calles, las mismas casas. / (….) Y en alguna calle, en alguna puerta o ventana, / al sentir esta lluvia que no se cansa, / deseando no haber soñado, / despertamos; / deseando que nada hubiésemos olvidado, / miramos en el lecho, / como el cuerpo entre las cobijas revueltas, / que nuestra pregunta envejece.”
Carlos Montemayor, “Poemas de abril, 1” en Abril y otros poemas (1979)

Imagen: moisexi.spaces.live.com

lunes, 12 de abril de 2010

El que nada debe....


Vivir en perpetua deuda se ha convertido en un estado inherente a nuestra condición. Al que nada debe le cuesta simpatizar con los otros, es más, no tiene carta de ciudadanía en un sitio donde lo que se ha de cobrar mañana ya se debe en su totalidad. Deber es asimismo una forma de socializar, de articular la afinidad y la cercanía entre amigos y conocidos: el grado de querencia puede estar determinado, a veces, por la cantidad que se adeuda o, quizás, por los compromisos adquiridos cuyo finiquito haya sido pactado en el futuro. Y es que esa fabulación es atrayente en sumo grado: pagar después indica un tiempo impreciso.

“Ve, ahora traigo este modelo….”, “Hummmm, ahorita todavía tengo ropa sin estrenar….”, “Pero mira, se te ve muy bonito….”, “Sí, ¿verdad? Bueno, ¿ahora me lo dejas a cuatro quincenas?”. Cuando el modo de compra se ajusta a una rendición de cuentas que permite ir separando montoncitos de monedas para salirle al paso –quedar bien– con una larga lista de acreedores, lo no necesario y lo menos urgente se convierten, como por arte de magia –labia pura, diría el otro–, en los objetos preciados, que se adquieren, a veces, a un costo desproporcionado.

Es bien sabido que las oficinas gubernamentales –o de burócratas, en general– se erigen como una especie de paraíso para quienes ofrecen toda clase de objetos a plazos: en esos sitios todos deben, o cuando menos todos anhelan deber. No deberle a nadie, si se da el caso, fluye en ellos como una sensación incómoda, se transfigura en una picazón por todo el cuerpo que no cesa con nada, ni siquiera con la aplicación de menjurges, artilugios, antídotos y cremas milagrosas –adquiridos, también, a plazos–. Deber y burócrata componen un binomio que goza de un prestigio bien ganado: un burócrata es, in situ, un deudor en potencia, cuando no ya bien consagrado en estas lides.

Deber no podría significar gran cosa si no dotara de un cariz distinto al deudor: se le señala, se le compadece, se le ovaciona, se le engrandece, se le cita como autoridad, se le busca para examinar su proceder y, después, llegado el momento, imitarlo. Allegarse deudas se reconoce como una cualidad que únicamente algunos pocos han desarrollado con maestría: hay, para el caso, deudores menores, medios y profesionales. Mientras mayor número de deudas se tenga el reconocimiento público será de igual proporción. No obstante, hay diferencia entre quien paga, aunque poco a poco, y aquel que hace de sus días un continuo acto de escapismo.


“Éste es el viento. / (….) Cada uno amó a la mujer / que desde siempre se destinó para él / y cada uno la ha perdido. / (….) Soy lo que no he vivido / y lo que no he de vivir. / Pero soy lo que en cada momento vivo. / (….) Soy el que sale de la casa / y permanece dentro. / El que está, el que es.”

Carlos Montemayor, “6” en Las armas del viento (1977)


Imagen: gurusblog.com

viernes, 9 de abril de 2010

Se vale lo que sea


Hay películas que están hechas para que el espectador salga de la sala del cine conmovido hasta las entrañas. Se trata de un cine cuyo drama va hasta el punto más álgido de la emoción y después, para aligerar el sentimiento desbordado, se deja ir en picada con una situación del todo chistosa; los llamados gags. Cuando así sucede dicen que el director se ensaña diabólicamente: nadie en su sano juicio podría hacer una película para que la gente llore, acabe lamentándose, se entristezca o de plano se sumerja en un estado depresivo del que difícilmente podrá salir en los días siguientes.

Hace días acudí a una sala cinematográfica, atestada por ser día de descuento, para ver una cinta que prometía no ser un culebrón endiablado, sino una película con un drama bien cimentado en guión y cuadro actoral. En ese tono el filme no desmereció ni un poco siquiera: fue punzante, desgarradora, sinuosa a ratos, e incluso podría decir que dolorosa. Pero lo que quiero resaltar aquí sobrevino ya cuando la película acababa: se escuchaba claro que dos mujeres que estaban a mi lado derecho lloraban, y dos tipos, a mi izquierda, desconozco todavía por qué, comenzaron a decirles en torno burlón –todavía no encendían las luces– “se vale llorar”, “y a moco tendido”, “chifladas”.

Lo que uno haga con la emoción o el sentimiento desatado tras ver un filme es cuestión personalísima. Si uno decide reír ante una desgracia, o llorar, o sobrecogerse a alturas insospechadas, constituye una decisión que no atañe a nadie más, mucho menos a sujetos desconocidos. El estado de ensimismamiento al que se acoge aquel que ha sido vilipendiado o atrapado por una historia difícil, desgraciada o saturada de momentos tristes, resulta la consecuencia más lógica y socorrida. Un justo reconocimiento, por otro lado, a lo bien narrado que resultó el filme.

Las dos mujeres respondieron manifestando su desagrado por aquella intromisión entre su estado emocional y los créditos que iban apareciendo en la pantalla. Se sintieron invadidas, arrebatas de esa especie de éxtasis en el que se hallaban metidas. La cuestión de la educación de los públicos en el cine es apabullante: durante el festival de cine pasado me tocó asistir a funciones tanto al cine-foro como a cinépolis: en el segundo aparecían murmullos por aquí y por allá, silbidos, pasaban por sobre mi cabeza palomitas o un vaso apachurrado, y hubo expresiones de malísimo gusto cuando en la pantalla, por ejemplo, apareció un hombre desnudo y luego, en la cama con una mujer en iguales circunstancias. Fue de veras lamentable. Sí, hay de públicos a públicos, y de cine a cine. Qué se le va a hacer.

“No importa, / no importa morir. / Ven, vida, / ambas son mis manos; / ven, muerte, / ambas mi voz y mi letra, / mi deseo y mi tacto. // (Veo en la casa las sillas, / los libreros, las mesas. / Sé que mi lugar no es mi lugar. / Soy el que sale de la casa / y permanece dentro, / que no sabe de su mundo, / que no ha aprendido a vivir, a estar.)”

Carlos Montemayor, “6” en Las armas del viento (1977)

imagen: www.laislatuerta.org.mx

miércoles, 7 de abril de 2010

Cle, la espía


El otro día, por casualidad, descubrí que a una vecina de los departamentos donde vivo le da por espiar a todos los inquilinos. Lo hace desde un recoveco de una de sus ventanas, que se abre paso hacia los pasillos y demás departamentos a través de un hueco entre las escaleras y un muro lateral: desde ahí se tiene un panorama total del complejo departamental (mi casera alguna vez me lo comentó, pues también es dueña de ese departamento). Y no se conforma con observar a todos, sino que su tarea de espía se completa al comentar aquello que vio con el vecino más a la mano: en el compartir la novedad, el dato curioso o el juicio sobre tal o cual inquilino redunda su oficio casero.
La mujer, de edad no identificable primera vista, fluctúa entre el medio siglo y dos décadas más allá; si uno se la encuentra y la saluda ella responde siempre con un tono quedo, como si rezara: su letanía es apenas audible. Las más de las veces anda sola, aunque vive con su marido, un hijo y la familia de este último. Su nombre, a propósito, no lo conozco, sólo he escuchado que se refieren a ella como “doña Cle”: tal vez se llame Clemencia, Cleotilde, o Cleopatra quizás. La señora tiene una mirada penetrante, que ahoga si se le quedan mirando directamente a los ojos.
Su labor de espía tiene lugar, invariablemente, por la tarde, pasadas las seis, cuando los restantes inquilinos retornan, uno a uno, de sus actividades cotidianas: a esa hora ella ya se encuentra apoltronada tras su ventana, con la cortina corrida con disimulo, y atenta a lo que acontece en el exterior. Supe de sus actividades porque subí a la azotea a verificar que no se escapara el gas del tanque estacionario, y desde allá arriba, con descuidado motivo, asomé hacia la calle: entonces la vi, concentrada, atareada en seguir cada uno de los movimientos de quien transitara por los pasillos, saliera de su departamento o llegara a descansar.
Esto del espionaje casero –permítaseme llamarlo de ese modo– no es una actividad nueva, se trata de uno de los oficios que figuran en esa nebulosa categoría de los más viejos del mundo. Y de allí surgen historias que, unas sorprendentes otras trágicas, posteriormente corren de departamento en departamento hasta distorsionarse de tal modo que el relato original ya ha enmendado o agregado datos y situaciones ajenos al llegar al último. He visto a doña Cle, con todo el disimulo posible, mirarme desde su ventana cuando llego a casa, cuando salgo, cuando asomo por la ventana, cuando me instalo en el balcón; me pregunto qué historias habrá urdido en torno a mí, y si algún día éstas llegarán a mis oídos.

“Soy el viento que conoce / el perfumado aliento de la muerte, / la respiración que se cansa con mis pasos. / Soy la voz que sobre mi voz hoy llueve. / (….) Soy mi hijo, soy mi linaje, mis abuelos. / La misma lluvia de amor que despedazó a mis abuelos. / Soy mi segundo hijo, una lluvia en silencio, / una palabra que nunca he escrito y llueve sobre mi alma. / (….) Soy el grito que nadie escucha en la tormenta. / Viento que pasa, que se exalta, / donde lo efímero y lo eterno / son una pupila y una retina, / una tormenta que cae y se ensordece a sí misma, / un hombre mismo, un instante solo.”
Carlos Montemayor, “5” en Las armas del viento (1977)
Imagen: www.tomapapost.blogspot.com

martes, 6 de abril de 2010

¿Qué son sesenta minutos?


Adelantar el reloj una hora desarregla muchas cosas, entre ellas lo que uno secretamente concibe y lleva a cabo. Incluso todo aquello que no conoce de manecillas y minuteros salvo cuando alguna urgencia brota, arrasa-todo, desde los adentros, producto del mismo destanteo temporal. El día del adelanto resulta más corto –los inmediatamente próximos también–, quizá por esa vaga sensación de que se vive en una hora ajena. La existencia transcurre en un engaño velado: todo sucede en un tiempo que no es el real, sino en el aparente: las únicas certezas provienen de que los sujetos y los hechos no cambian, ni siquiera el espacio, únicamente el viejo asunto de la temporalidad.
Y es que un acto tan simple y corriente como adelantar el reloj sesenta minutos –tan sólo sesenta minutos– deviene catástrofe en el aparato fisiológico: quitarle ese cúmulo de minutos al cuerpo y sus costumbres conduce a una desazón repentina. La mayoría sabe a qué hora su cuerpo exige tal o cual atención, pero no hay modo alguno de transmitirle a éste, ipso facto, la noción de un tiempo nuevo, adelantado, recortado; en tanto, a pesar suyo, el cuerpo se acomode a las nuevas circunstancias dará más batalla de la que suele dar. Se ha sabido de algunos que sucumben a tales despropósitos, quizá por rebeldía o tal vez por olvido, sumidos en un desconcierto del que no conocen ni la raíz ni el desenlace, mucho menos su razón.
Este asunto de los cambios de horario dos veces por año entraña una suerte de condena, de la que, valga decirlo, por estos lares nadie se salva. Que el día comience más temprano que de costumbre, o que anochezca antes de lo esperado, constituyen cuestiones que tendrían que dejarse a la naturaleza y sus desarreglos propios. Alterar de ese modo la relación tiempo-día-amanecer-atardecer-anochecer-luzsolar no está exento de bondades, es cierto, aunque éstas vienen en descomunal menor proporción que los inconvenientes que arrastra tras sí. El sol, entonces, es el protagonista de esto, que más que medida de ahorro pareciera una artimaña elevada a convención social.
De existir un reloj, por otra parte, que en lugar de consumir horas en el correr de su minutero las fuera descontando, el cambio de horario no se operaría porque no tendría sentido: regiría un tiempo que iría, como el salmón jaimelopeziano río arriba, a contracorriente. Y no por ello se consumiría más luz que la que comúnmente se utiliza. Dicho reloj, cuyo mecanismo, lejos de lo convencional, apunte en la dirección contraria de la que siempre ha llevado el tiempo, sería quizá el instrumento idóneo para detener de una vez por todas esta manía de los cambios de horario.

“Cantemos ahora la sencillez del agua, / la rosa de la tierra (como todas las rosas), / el transitorio equilibrio de la mañana. / Otra vez la oscuridad, / la ferviente y cálida cama del hombre solo, / la hoguera nocturna de los párpados, / el silencio que se repite en el aliento: / la imperfecta bondad de reencontrarme / con lo que dejé inconcluso en la noche.”
Carlos Montemayor, “4” en Las armas del viento (1977)

Imagen: www2.esmas.com

sábado, 3 de abril de 2010

Palabrería


Las palabras son a menudo el único puente que nos pone en contacto con las cosas, pero sobre todo constituyen un vigoroso vínculo entre persona y persona. Nada se construye si no es con palabras: éstas son el engrudo, el pegoste primigenio. Las palabras brotan en un momento dado y enseguida se erige una nueva torre de Babel: en ocasiones son dichas para amalgamar visiones, para poner alto a un atropello, para pacificar posturas, para alentar, confesar, dictar, querer; en suma, para vivir. Es tan importante la palabra que la vida misma se empeña en lo que se dice.
Claudio, en La borra del café de Benedetti visita de vez en cuando a Mateo, un amigo de su barrio, ciego pero buen conversador. De hecho con nadie platica mejor que con él, ni siquiera con la palomilla con la que vive un sinfín de aventuras durante toda su infancia y adolescencia: que se precian de ser sus mejores amigos. Mateo, extrañamente, no necesita ver a Claudio cuando ya sabe que éste está ante su presencia: entonces las palabras los conectan, de algún modo los acercan, los van haciendo cada vez entrañables amigos. Pasados los años, siendo ya los dos adultos, no precisan ya de palabras para saberse ciertos uno en el otro, y de regreso.
Las palabras, o la ausencia de palabras también, definen el perfil de una relación, sea cual sea el tipo. Rosario Castellanos inicia el cuento “Las amistades efímeras” (contenido en Los convidados de agosto) del siguiente modo: “La mejor amiga de mi adolescencia era casi muda, lo que hizo posible nuestra intimidad”. En un, más que fluida conversación, monólogo ininterrumpido la protagonista da la tesitura de su relación amistosa con otra mujer: que ella hable y la otra calle es el estado perfecto para llevarse bien. Ningún tropiezo entre ellas, como puede verse, ha de fraguarse con las palabras dichas.
Más adelante agrega Castellanos: “No tenía la menor idea de lo que era ni de lo que iba a ser y me urgía organizarme y formularme, antes que con actos, por medio de las palabras”. Al fin, las palabras, antes que otra cosa, y mejor que un salvavidas, funcionan como motor de derroteros, de alcances y trayectos. En la argamasa palabrera radica, para ella, la brújula que la llevará a determinar los sueños a futuro, las decisiones próximas. Si las palabras poseen tales atributos, por qué entonces hay quien no les atribuye ninguna importancia. Será, tal vez, porque creen más en esa sentencia de que “a las palabras se las lleva el viento”; lo que desconocen es que, después, el mismo viento las devuelve.

“Es el viento que se remonta despertando más allá de nosotros, / en la paciencia inconstante de las noches. / Ahora, vuelvo a recibir tu aliento. / (….) Es el aliento que entibiará los mismos lugares / cuando abracemos la tierra que ahora nos sostiene; que a través de otras noches, de otros años, / llegará hasta nuestros siguientes cuerpos, / persistirá en nuestras siguientes vidas, / amándote con esta caricia, con esta piel que no seré yo, / besando otra vez tus ojos, tus manos, / el tibio cuerpo que no serás tú.”
Carlos Montemayor, “3” en Las armas del viento (1977)
Imagen: elespejoimposible.files.wordpress.com