viernes, 29 de enero de 2010

Silvia


El nombre de Silvia nunca aparece en la narración. Puede, por esto, tratarse de un fantasma. Pero no, ella lleva la voz, el hilo del relato. Mas su nombre, Silvia, nunca aparece, nunca es pronunciado; como si la consigna en los demás fuera ésa, dictada de antemano, prefigurada con visión futurista. Aun cuando los otros personajes le hablan, la increpan, la amonestan, le muestran cariño, la llaman, su nombre, Silvia, no figura en toda la novela. Silvia no, no está. Pero sí está.
El del protagonista masculino sí aparece; innúmeras figuraciones. Muchas veces se lee, se deletrea, se rememora. Incluso en algunos capítulos brota tres o cuatro veces, casi con un hartazgo predestinado. El nombre de él siempre en boca de ella, siempre traído a colación por ella, siempre a propósito de algo vivido o dicho en presencia de ella. Su nombre la colma, lo hace quererlo. El nombre de él cuál es, importa ahora nombrarlo: José Carlos. Lo único cierto es que allí adquiere sentido: la brújula de la narración guía hacia ese nombre, apunta hacia ese norte, no se extravía un ápice si se dirige hacia el nombre de él.
Al final ella se queda. Él se marcha. El nombre de él se va consigo. El de ella se rezaga, se oculta aún más. El encuentro por los dos deseado no tiene lugar: él y su nombre desaparecen, se pierden entre el rumor de los autos que atraviesan una carretera en la costa italiana, insomne. El encuentro por los dos deseado no acontece: ella y su nombre (nunca mencionado, nunca subrayado, nunca visto, nunca acariciado) también perecen, de diferente forma, en circunstancias nada semejantes, en un país distinto. El nombre de él se aletarga. El de ella se enrosca todavía más.
Los nombres son importantes. Llevan su carga de emotividad. Aportan veracidad, confianza, arraigo incluso. “Conoces el nombre que te dieron, no conoces el nombre que tienes” (Libro de las Evidencias) reza el epígrafe de Todos los nombres, novela del portugués José Saramago. Pero en esta novela, aparecida en los últimos años de la década de los setenta en México, el nombre no es lo más importante en cuanto a ella se refiere, no así en lo que tiene que ver con él. Ella, Silvia, es nada más que voz. Él, José Carlos, en cambio, lleva mano en todos los renglones, en todos los capítulos, en la totalidad del relato.
(La novela es La mañana debe seguir gris, de Silvia Molina, que aborda la relación amorosa entre ésta y el poeta tabasqueño José Carlos Becerra en Londres.)

“Voy a nombrar las cosas, los sonoros / altos que ven el festejar del viento, / los portales profundos, las mamparas / cerradas a la sombra y al silencio. // (….) Y la pobreza del lugar, y el polvo / en que testaron las huellas de mi padre, / sitios de piedra decidida y limpia, / despojados de sombras, siempre iguales. // (….) Y nombraré las cosas, tan despacio / que cuando pierda el paraíso de mi calle / y mis olvidos me la vuelvan sueño, / pueda llamarla de pronto con el alba”
Eliseo Diego, “Voy a nombrar las cosas”

Imagen: sabe-a-pollo.blogspot.com

martes, 26 de enero de 2010

Dejados para después


Comenzar la lectura de un libro resulta cosa sencilla: basta con que el título atraiga, que esté escrito por un autor predilecto, por sana curiosidad o que constituya parte de la formación académica o profesional, entre otros motivos; pero ese inicio de aventura no depara precisamente que se revise hasta la última página del texto. Es decir, el libro comenzado no todas las veces es leído en su totalidad. Hace algunos años no me era posible interrumpir alguna lectura, iba hasta la última página así fuera necesario atragantarme de párrafos infames o invertir un tiempo que en un principio estaba destinado a otros quehaceres. Hoy, por fortuna, ya no es así.
El escritor colombiano Santiago Gamboa enumera (en la edición del suplemento “Babelia” del sábado pasado) algunos motivos por los que ha visto interrumpida la lectura de una obra; a saber: porque le robaron el libro, o porque considera ya haberlo acabado aun cuando hacían falta cien páginas; también debido a que por su densidad “se resisten a ser leídos”, o porque son sencillamente malos, entre otras razones; además cita a un colega que se quedó dormido en un balcón y el libro cayó a un primer piso sobre una estufa: no terminó de leerlo porque acabó hecho cenizas.
Más de una vez he pospuesto, por ejemplo, A sangre fría de Truman Capote, aunque ahora que lo pienso quizá me pasa lo que Gamboa dice: que siento haberlo terminado no obstante las pocas páginas que me hacen falta. Dos veces he dejado a un lado La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes: la primera recién salido de la preparatoria y la segunda algunos años después. Otra obra no terminada es Tantadel de René Avilés Fabila, que acometí casi hasta la mitad y no pude seguir. Así me pasa a menudo, que no puedo seguir: aquí subrayo Muerte en Venecia de Mann (que acabé en tres tirones), El siglo de las luces de Carpentier (entre siete u ocho empujones) y Dos horas de sol de José Agustín (que, de plano, no he retomado).
Esto de los libros comenzados y no terminados se convierte, pasados algunos días, en asignaturas que no presentan fecha de caducidad: ahí están, cerca, rondando. Y es que dejar un libro inacabado no supone que allí concluya la intención: esa lectura puede ser retomada en el momento menos pensado, o por el contrario, en el instante más meticulosamente ideado. El entendimiento de esta cuestión pasa por tener presente que leer un libro no se ciñe únicamente a abrir el texto y pasar los ojos por sus renglones: esa acción mecánica tendría que devenir reflexión, aventura, mudez solapada, convulsiones internas, fantasía, agotamiento agradable, placer llano, vida pura pues.

“(….) He visto al pez de indestructible púrpura, / en la mañana arde como criatura perpetua de la llama, / olvida los trabajos mugrientos de su sangre, / yace perfecto y la madera sagrada lo levanta. // Pero quién vio jamás / el ruedo misterioso de tu falda / mientras cortas las rosas en la tarde / ni el roce y la tristeza de la lluvia / como un ajeno llanto por mi cara. // Porque quién vio jamás las cosas que yo amo.”
Eliseo Diego, “Nostalgia de por la tarde”

lunes, 25 de enero de 2010

¿Saber cosas ayuda?


Guardar cosas. Guardar datos. Guardar declaraciones. Saber cosas. Leer para saber. Oír para saber. ¿Saber ayuda? Conocer tal o cual situación a veces es motivo de ventaja, o de desventaja según se le vea o el fin que se persiga. Me refiero a esa acumulación de saberes de los que, sin embargo, llega un crucial momento en qué se desconoce para qué sirven. Hay quien dice que la mayoría de las cosas que sabe no le han servido para nada en la vida. Que, de un modo práctico, no hay por dónde volverlas una herramienta útil o un objeto capaz de incrustarse en la solución de algún atolladero.
Saber, por ejemplo, que en las tres carabelas –la Niña, la Pinta y la Santa María– encabezadas por el almirante Colón vinieron a América un total de 104 personas no ayuda, por decir algo, a entender a cabalidad el sentido de invasión histórico que todavía guardan algunos. En lo profundo, el saber algo está supeditado a la circunstancia y necesidades particulares: al habitante de la Patagonia no le sirve, por ejemplo, que la Zona Metropolitana de Guadalajara esté conformada ahora por cinco y no cuatro municipios como hasta hace poco. Una cuestión administrativa que, de pensarse un poco, no le atañe a nadie más que a los habitantes de esta h. metrópoli. Y no es una cuestión de forma, sino de fondo.
Llega a tenerse, incluso, la certeza de que el conocimiento no redunda en una mejoría de la vida. La crisis del saber sobreviene, sobre todo, cuando en algún punto coyuntural no sé sabe qué hacer y entonces se lanzan por la borda los fardos de los saberes acumulados que resultan inservibles en ese preciso momento. Nada más desalentador. Cuando eso acontece se volatiliza la memoria y desaparecen todos esos lastres que se impregnan, como garrapatas, a las paredes del cerebro. Sí, hay algo de titánico y de ilusorio en la tarea.
Estoy convencido de que no conozco mucho. Más bien conozco poco. Muy poco. Sé poquísimas cosas de las muchas que existen y las que transforman los días. Conozco algo de unos escasos libros que he leído y las calles sobre las que voy y vuelvo como ruta cotidiana. Conozco los pormenores de unos cuantos asuntos y la manera de pensar de dos o tres personas. Conozco los nombres de mis seres cercanos y algunas de sus preferencias o aficiones. Y todo eso, estoy convencido, es más bien poco, o casi nada, “que no es lo mismo pero es igual”.

“Un poema no es más / que una conversación en la penumbra / del horno viejo, cuando ya / todos se han ido, y cruje / afuera el hondo bosque; un poema // no es más que unas palabras / que uno ha querido, y cambian / de sitio con el tiempo, y ya / no más que una mancha, / una esperanza indecible; // un poema no es más / que la felicidad, que una conversación / en la penumbra, que todo / cuanto se ha ido, y ya / es silencio.”
Eliseo Diego, “No es más”

Imagen: saberesparaelbuenvivir.files.wordpress.com

viernes, 22 de enero de 2010

A la tarde


Las seis de la tarde. En el balcón. Un cielo deslucido, como trabajado a mano. A lo lejos se enroscaban nubes, parecían pelear entre ellas. Esto de mirar el cielo resulta una distracción alucinante: porque a veces se le percibe cercano y brotan risas, y en otras tantas ocasiones su alejamiento es tal que sobreviene la tristeza. No conozco a nadie en su sano juicio, sin embargo, que pondría su estabilidad emocional en manos tales. Y es que el cielo tiene la cualidad de aparecer enrojecido, ennegrecido, azuloso, pétreo, impenetrable, plácido, sonriente, grisáceo, difuminado, luminoso, desierto, o deslucido.
Las seis de la tarde pasadas. Abajo, aceras y calles desoladas, simulando arenales inmensos. Las sombras de algunos transeúntes, que no levantan la cabeza a su paso, se difuminan con rapidez. Llevan prisa, se pierden en esquinas y recodos. Hay quien cruzó la calle sin mirar a los extremos, y quien, como si esa consigna le fuera adjudicada, no bajó jamás de la banqueta. La dirección de cada uno no se entrecruzó con la de otro: cada cual como si fueran movidos por una mano ajena, invisible, desde las alturas. Los transeúntes a veces caminan cómicamente.
Las seis y casi treinta minutos. De puntos que fue imposible ubicar llegaban voces que anunciaban clases de catecismo para niños –“este año iniciamos con catequesis para adultos” –, elotes tiernos a 15 pesos la docena, medicinas naturales con efectos fantásticos y llevados allí “como una oferta, como una promoción”, “aguaaaa” embotellada. A ratos sólo silencio: una hondura de ésas que conducen casi irremediablemente a la reflexión, a la postergación de las obligaciones –visto como deleite, y a la alegre reanudación de una vieja lectura interrumpida.
Las seis a punto de llegar a puerto. No queda ya nada que respirarle a la tarde. Su resplandor hace rato que ha ido diluyéndose. Un rumor llegado de pronto reza que se halla agazapado en algún rincón, más allá de lo que aparece como horizonte. Lo que es seguro es que se marchó con sus cosas a otra parte. Y entonces un telón abruptamente oscuro, delicado, casi húmedo se deja caer desde lo alto. La distancia, antes blanda, se ha vuelto impenetrable. No hay para dónde mirar. La oscuridad es de suyo pesada, embarga.

“Tú le preguntas: ¿por qué tienes / esos ojos redondos? / Y él responde, / ciego, para mirarte / mejor, llorando. / Y en seguida // tú vuelves: las orejas, / ¿por qué tan grandes? / Y él, / para escucharte, oh música / del mundo, sólo / para escucharte. / Y luego // lo demás es la sombra-indescifrable”
Eliseo Diego, “La niña en el bosque”

Imagen: http://www.artezamora.com.ar/

viernes, 15 de enero de 2010

Huellas


a don Celes


El abuelo murió cuando comenzaba a convertir cada conversación con mi abuela en un altercado memorable. Y no se trataba de alzar la voz –no era necesario– o de importunar con algún comentario quijotesco o fuera de lugar, sino de encontrarle un punto de ebullición a lo que cada uno de ellos afirmaba sustentado en la experiencia o en algo que ambos habían contemplado o vivido con anterioridad. “Acuérdate, Celestino, te dijeron clarito que no había modo de que te devolvieran el dinero por ese boleto. Yo escuché a la muchacha cuando te lo dijo”. A esas alturas de la plática el abuelo, como una reacción mecánica o estudiada con pulcritud, descalificaba todo aquello que lo contradijese, como poniéndole inocentes trampas a la abuela.
El abuelo no fue el mismo siempre. La sabiduría acumulada –o el habla popular, como cada quien quiera llamarle– dice que la gente no es la misma pasados los años. Que nadie, incluso, puede aspirar a tamaña desproporción. En el carrusel de los días algunos olvidan bajarse y allí se vuelven viejos, y otros tantos se lanzan, incluso de bruces, para salir de ese círculo en que a veces se convierte la existencia. En el último tramo el abuelo no era ni la sombra de lo que había sido años antes: se había convertido en una persona más proclive a olvidar, a extraviar en algún sitio todo, incluso aquello que comportaba alguna importancia.
El abuelo poco a poco fue distanciándose del mundo en el que se encontraba. Pensaba que él nada tenía que ver con todo esto. Bajo aquel sol verde de asbesto con la mirada fija en la lectura, la cotidianidad –inmemorial en mi cabeza– adquiría un matiz de impresionismo: en esas minúsculas distracciones residía el inicio y fin de la vida, el centro y límites de todo lo que creía y ambicionaba. Acompañarlo en aquel espacio traía, invariablemente, un aluvión de sensaciones, una de las cuales, llegada la noche, reportaba un ensanchamiento del corazón: éramos pocos los que nos sentábamos a mirarlo leer, a conversar un poco, a acercarle el botellón y el vaso para que bebiera un poco de agua, a aprender siempre.
Por la semejanza de algunos actos –un tanto “irracionales” o “desmedidos”– que llevan a cabo los ancianos se les emparenta con los que hacen los niños en su primera edad: “los viejos son como los niños, vuelven a ser niños” dice más de alguno. El abuelo, sin embargo, no retrocedió ni un milímetro, no emprendió jamás ese “viaje a la semilla”. Si algo puedo recordar con una delicada nitidez es que él, no obstante el decaimiento físico y la mengua paulatina de sus facultades motoras e intelectuales, no rebuscó en lo que había detrás, no volvió la vista en ningún momento: el día de su muerte había un inoportuno cielo gris, en uno de cuyos huecos asomaba una estrella, diminuta pero tenaz.

“Un pájaro en lo alto, / en lo más fino / del árbol alto, / un tomeguín / nervioso, breve, tan liviano / como un soplo de luz, / está cantando / su propia levedad, / la maravilla / de su increíble ser / su pura vida / minúscula, perfecta, iluminada”
Eliseo Diego, “En lo alto”

martes, 12 de enero de 2010

Quince minutos


Al radio reloj despertador, desde la primera vez que lo puse a la hora, lo fijé con un adelanto de quince minutos. Demasiado tiempo cuando se trata de levantarse temprano. Poco si, en una de ésas, uno se queda dormido “sólo cinco minutos más”. En ese intervalo que va desde que suena el aparato (estación de noticias a esa hora infame de la madrugada) hasta el levanto se abre un abismo entre cuyos límites acontecen un sinnúmero de cosas: otro sueñito, mirar con inusitada insistencia el techo de la habitación en busca de perdidas figuras, pensar y repensar los pendientes del día que comienza, una lectura rápida al libro de cabecera, entre otros menesteres que se busca sean despabilantes.
Al estirar el brazo para apagar aquella voz intromisoria no se tiene cabal conciencia de lo que se hace: sucede que, acto seguido, uno puede retornar a la duermevela interrumpida o de plano acaba levantándose con una dosis de enfado corriendo rauda por la sangre. De ser lo segundo (levantarse a tiempo), los pasos tambaleantes van en dirección al baño, previo encendido de la cafetera en un recodo de la cocina. Y de esto modo, con la certeza voluntariosa de que el mundo no puede esperar, hay que largar la modorra y salir a la mañana, a extraviarse en sus múltiples senderos que, no obstante, lleva mano en la partida.
De volver a acurrucarse, en contraparte, adelantar el reloj entonces no resulta al fin más que un engaño. Un engaño menor, efímero si se quiere. Mas a todo ello subyace la alocada pretensión de “ganarle tiempo al tiempo”: como si tal cosa pudiera suceder. Más aún, como si ello estuviera en nuestras limitadas manos. En esa acción de adelantar, sin embargo, hay una pretensión de cumplir consigo mismo y con terceros respecto a un horario fijado de antemano: el mundo está regido por acuerdos, tácitos o vehementes, cuyo mar expansivo es dirigido desde un mecanismo de manecillas y segunderos. Sí, se trata de un algo inconmensurable, e inexplicable al mismo tiempo.
La cuestión de fondo es que nunca me funciona (lo del adelanto de la hora). Me explico: a sabiendas de que el reloj suena (o timbra o se enciende o deja escurrir una voz diáfana) “mucho” antes de la hora que tengo de límite para el levanto, luego entonces me sumerjo de nuevo en la enervante quietud y calidez del cobertor en turno. Hay allí una nube agazapada, a la que desenvuelvo a manotazos y rehago con un cuidado digno de escultor de miniaturas. Y al fin acabo por pararme cuando ya el límite del tiempo se anuncia como una condena inevitable. Procuro no llegar con demora a ningún sitio, pero la mañana de algún modo siempre me parece recortada, a propósito recortada, siempre recortada.

“Todo es al fin no más un cuento mágico. / Quién sabe cómo, todo cuento acaba. / Yo di su vida a los muñecos tuyos / como un brujo hechizado. / Me embrujaste / con sólo ser tan niña a vida pura. / Como a través de un vidrio estoy mirándote. / Turbio vidrio mi asombro de saberte / tal cual eres, mi niña desdichada. / Me hechizaste, y en cambio te hice daño. / Mas yo sólo te amé porque tú eras”
Eliseo Diego, “Cuadernillo de bella –5–”

Imagen: dharmackara.spaces.live.com

lunes, 11 de enero de 2010

Salir del sueño


a la Chica Azul

La luz, arrastrándose, entra de a poco en la habitación. Es de mañana afuera, adentro todavía quedan resabios de oscuridad. Las últimas zancadas para salir del sueño a menudo producen desgaste y agobio. Es como si se tratase de arañar el techo de un cuarto alto, que aparece cada vez más lejano, con el consecuente cansancio que supone querer alcanzarlo una y otra vez. La modorra tiene la cualidad de mantenernos alejados del mundo aún cuando lo pisemos y respiremos en torno suyo: en ese estado catatónico nada tiene una forma fija y ningún pensamiento puede saberse libre, completo, con vida propia.
Cuando uno se dispone a dormir es que el día ha rendido lo suficiente. Se deja la armadura y las armas a un costado de la cama. Y comienza entonces el tránsito hacia la inconsciencia, en cuyo trayecto pueden acontecer penosas demoras, acudir multitud de pensamientos y sobrevenir un sinfín de peripecias, todas atribuibles a una imaginación que no ha dado lo esperado. Dormir, dicen, es un deleite. Hay quien cabalga mientras duerme, o también quien se tira bajo un árbol y deja pasar el tiempo mientras el mundo revoluciona o se despedaza. Dormir es uno de esos placeres que pocas se valora. No se le da un estatus más alto que el de una actividad fisiológica necesaria. Pero tengo claro que es más que eso.
El último islote del que se echa mano en la terca intención de no querer abandonar el dormir es la cama. Abandonarla resulta una odisea cuyo camino aparece salpicado de monstruos invencibles y veredas fantásticas, aunque también de pretextos y válidas razones. Si ese barco estático, blando, que carece de babor y estribor no se ha hundido en tantas noches de duermevela e insomnio, en toda pretensión de negarse a que la noche concluya acaba por convertirse en un aliado insobornable, el más querido y protegido de todos. La cama desde siempre ha tenido un alto cometido: abrigar a su inquilino aún a pesar de que desate la más poderosa de las tormentas o sea conjurado el más destructor de los designios.
Dormir, como una actividad del todo terrenal, es decir, profundamente humana, supone un abandono que, lo dicen algunos, quizá mereciera otra aventura. No debería tratarse de un mero descanso. Mi abuelo decía que cuando dormía no lo hacía para descansar, que ya lo haría cuando estuviera la tumba: en su letargo continuaba hacia delante el mecanismo de la inventiva. Cuando se duerme, por otra parte, uno no elige el sueño que lo acompañe en la travesía, sin embargo esa multitud de sueños que han poblado todo colchón tienen cabida, acomodo, un rincón en ese vasto océano inamovible que se sostiene sobre cuatro patas y sobrevuela todas las ciudades del mundo. De ello se deduce que dormir, para que sea tal, ha de hacerse en una cama. No hay mejor lugar para ello.

“(….) Y el dueño de tu huerto florecido, / el taciturno, te volvió la espalda, / te dejó a solas con tus juegos mágicos, / los únicos que importan, y lloraste. / ¿Cómo pude yo hacer que sollozaras? / ¡La boina al sesgo del cabello pulcro, / tú, la del rostro terso, radiante, / quién pudo imaginarte entonces lágrimas! / Y sin embargo fuimos los dos uno, / no se puede ser más, y tú has llorado”
Eliseo Diego, “Cuadernillo de bella –5–”

Imagen: lacomunidad.elpais.com

viernes, 8 de enero de 2010

Nadie pasa de este cáliz


“Pasaba frente a la puerta de vidrios. Iba y venía por el corredor: a la espalda las manos anudadas, cabizbajo, hablando entre dientes. Pasaba frente a los vidrios de la puerta.
Era una tarde cargada de vientos que rugían azotando las ramas del pirul.
Yo estaba en cama, a oscuras. Veía retorcerse en la luz parda de afuera la furia gigantesca del árbol allá en el fondo, y la silueta que desaparecía y aparecía untándose a los vidrios como durísima sombra.
(….) Él era un hombre colosal que oscurecía cuanto tocaba…. Y su voz era una losa justo arriba de la cabeza de todos los hombres.
(….) Monstruos de cola larga y lisa habitaban debajo de su cama. Sus arbitrarias e inmensas manos hubieran podido partirme fácilmente el cráneo…. Él andaba en el corredor. Yo naufragaba en el mar.
(….) –Mayo 28 de 1962– A veces, más que pena, parece que busco cuanto pueda demostrarme, más tarde, que no quise su muerte, que no la esperé; cuanto pueda asegurarme que la neurosis no me asaltará por ese lado.
(….)–Mayo 28 de 1962– ¿Quién es? ¿Cómo ha vivido? ¿Cuáles han sido sus virtudes y cuáles sus pecados? ¿Por qué ha tenido que sufrir tanto y por qué ahora sus hijos varones no se duelen de verlo hundirse día a día hacia la muerte? No conozco nada suyo, nunca pude preguntarle nada que de verdad me interesara, nunca pude verlo de frente, nunca le vi los ojos cuando me estaban mirando. Ahora llego a su pieza y me le siento delante; una vez le hablé de Jesucristo; se alivió ligeramente; las demás veces me siento y no digo palabra y él tampoco.
(….) –Junio 15 de 1962– Murió. Yo estaba lejos. Algún día podré ver el momento de su muerte y llorar y vivir la alegría de ver morir santísimo a mi padre, como murió realmente.
(….) –Julio 8 de 1962– ¿Cómo es posible que mi padre, Ricardo Garibay, inmortal, que tuvo los ojos que tuvo, el preciso bigote, los cortos cabellos levantados sobre la frente, el que ya no vivía la vida que vivía con tanto amor, el que remó y remó en el dolor inmóvil de su cama –su rostro, su rostro tan amado hecho de líneas que eran como las aristas del dolor–, cómo es posible, digo, si tanto vive en mí, si tanto me esfuerzo porque no viva tan nítidamente en mí, que esté muerto, que ya no esté, que sólo esté, bajo el desierto de nubes de esta mañana, su tumba, su tumba?
(….) –Julio 21 de 1962– Parece ser que la tristeza ha venido acomodándose, haciéndose aquí una casa a la medida. Parece ser que ha venido escombrando este cuerpo y este espíritu hasta dejarlos desnudos de lo que no sea ella, para ocuparlos con anegación.”
Hay algo de deslumbrante, de atrayente, de doloroso, de emotivo, de confesión, de consigna, de hondura, de contagio en la escritura de Garibay. Si una primera respuesta puede deducirse de todo ese cúmulo de párrafos y renglones es que sus adentros semejan rocas batidas todo el tiempo por un fuerte oleaje. Sin embargo, en la cúspide, ahí donde sobrevuela la gaviota, con una actitud vigilante, Beber un cáliz, como bien ya lo escribió José Emilio Pacheco, “nos obliga a enfrentarnos a una experiencia terrible que ya ocurrió o nos va a suceder”: la vida tiene su encontronazo con la muerte (con cualquier muerte) y allí a ver quién sale bien librado.

“Quién sabe cómo fue ni cuándo y dónde / me dijiste que sí, que me entregabas / el huerto de ti misma, paraíso / de magias y delicias y qué glorias. / Y yo ciego de mí te acepto a ciegas / del esplendor terrible de tu llama / tan frágil y menuda entre mis brazos. / Pues tú eres tú y eras la vida y todo / cuanto va desde el júbilo a lo trágico, / desde el alba a las fiestas de la tarde”
Eliseo Diego, “Cuadernillo de bella –4–”

jueves, 7 de enero de 2010

Entre vecinos te veas (2)


La convivencia vecinal ha desaparecido. La bandera de la modernidad exige tal cosa para llevar una vida más o menos pacífica. No hay tiempo para convivir, mucho menos para ir a tocar la puerta del vecino, a la hora en que se llega del trabajo, para pedirle, frío saludo de por medio, unos cuantos limones para darle sabor a la ensalada. La extinción de esos lazos nos llevó a contemplar inermes cómo la ciudad y sus habitantes se mullen a pedazos. Un vecino no llega a ser tal si no se le acomoda un rostro: para ello hay que haber cruzado por lo menos unas cuantas palabras con él. La premura es un acicate para tal objetivo. Nosotros mismos, incluso, nos hemos vuelto huidizos, nos aconchamos tras la puerta.
La disposición de las casas en las calles no contribuye en demasía a estrechar algún vínculo amistoso. No conozco al que vive frente a mi departamento (vivo en un edificio de apartamentos rodeado de casas, y no de otros edificios), ni a la señora de la esquina que, me he dado cuenta, ha cambiado sus dos coches de modelo más o menos reciente por una camioneta de ésas que con desparpajo invaden carriles en las avenidas con total impunidad: a sabiendas de que el otro automóvil acabará por hacerse a un lado so pena de resultar embarrado en la barrera de contención o salir volando por los aires. La distancia de un departamento a otro es mínima y, sin embargo, se abren años luz entre un inquilino y otro.
El vecino, como tal, es ya un ente que vive enterrado entre sus cuatro paredes, oculto ante la fauna que se pasea por las calles. Se ha vuelto tan sigiloso que no se sabe a qué horas sale al trabajo, en qué instante deja la bolsa de basura en la acera, a qué hora vuelve todos los días de sus labores; incluso, cuándo y en qué momento cambió el tono de la fachada de su casa y renovó el cancel por uno que parece más una muralla para contener embates de ejércitos furiosos que un simple barandal que deje ver el jardín y la cochera. El vecino es un desconocido con carta de ciudadanía: no se le conoce pero se pasea con legitimidad por pasillos y aceras.
Hace poco, entrada la noche, mientras leía un poco escuché gritos. Asomado a la ventana descubrí a dos tipos que peleaban a mitad de la calle. No se liaban a golpes. Deduje entonces, por el tono de voz incluso, que se trataba de una pareja de novios. Uno arreciaba en sus comentarios, manoteaba al aire y gritaba como si lo despellejaran. El otro, mesurado, trataba de controlar al primero. Agucé los ojos con la intención de escudriñar sus caras: eran unos perfectos desconocidos pero con asombro me percaté que vivían a unas puertas de mi departamento. Volví a la lectura convencido de que vivía rodeado de gente sin rostro, sin nombre, cuyo perfil resultaba irónicamente fantasmal.

“La eternidad por fin comienza un lunes / y el día siguiente apenas tiene nombre / y el otro es el oscuro, el abolido. / (….) La eternidad ignora las costumbres, / la da lo mismo rojo que azul tierno, / se inclina al gris, al humo, a la ceniza. / (….) Y sin embargo, ves, me aferro al lunes / y al día siguiente doy el nombre tuyo / y con la punta del cigarro escribo / en plena oscuridad: aquí he vivido”
Eliseo Diego, “Comienza un lunes”

lunes, 4 de enero de 2010

Después


"Nada sucede nunca después". En el después pasa como con el etcétera: cabe todo y, sin embargo, no es posible guardar nada. Dejar para después es correr riesgos innecesarios: la imposibilidad extiende su reino en el después, allí todo anda de un lado a otro, tambaleante, sin un rumbo fijo, presumiendo un corolario atemporal. El después es, si se piensa con cierta rigurosidad, más allá de esto, de esto que llamamos el tiempo presente, "esta inmensidad" de la que habla Filio. Y mientras transcurre este instante se abriga la esperanza de llegar al después: allí donde lo que se proyecta pueda verse concretado. Así, nada más, pueda verse, quizás se vea. No hay modo alguno de vislumbrar el después, es neblinoso, intangible, invisible casi.
"Todo se arreglará después". Es como tirar los dados y esperar que resulte el número pensado, incluso el número al que se apostó. En ello hay una certeza que en el fondo no lo es: todo se arreglará después alude, por citar un ejemplo de muchos, a un cruce carretero en el que todas las direcciones que se abren conducen al lugar que se busca llegar. Trampa pura. Todo se arreglará después entonces, mera resignación, huele a un sentimiento demasiado impetuoso, ése que, contra viento marea y corriente, acabará por desplegarse y tocar tal vez lo que anhela. Todo se arreglará después es más una visión desconocida que una imagen casi tocable, casi capturada, casi dada a luz, casi familiar.
No existe, como el hubiera, el después. El después no anda por aquí, es, a lo mucho, una simple conjetura, un volado que todavía no es lanzado al aire, es más, que ni siquiera ha sido pactado. El después y el hubiera son parientes. Se les emparenta por su calidad de entes visionarios, por su ligazón desanudable. Después no es mañana, ni dejar para mañana lo que hoy no puede hacerse, no; después es más allá de mañana, más allá de todos los días, más allá del horizonte incluso. Quizá el después no guarda, como nosotros, una cualidad terrenal, en el sentido de que sus planos de realización no están visibles al final de la mano, en la punta de los dedos, ahí nomás en el aire que se toca. Es sólo eso, nada más eso: después.
El después el despositario del agobio de hoy, de la alegría de hoy: una especie de Caja de Pandora a la que todos recurrimos a veces sin pensarlo demasiado y otras de forma totalmente inconsciente. Si en un impensable día decidimos abrir esa caja nos percatamos de que su contenido no dista mucho de lo que somos y tenemos: un cúmulo de aconteceres saboreados y otros postergados, de realidades buscadas que no acaban por alcanzarnos, de afinidades que más o menos nos definen, de tareas tantas veces comenzadas, algunas concluidas y otras tantas inacabadas; de pensamientos cuyo paso fue tan fugaz que no alcanzaron a calar su hueco en la memoria, de días por desear ver, por volver a ver. Al después le es inherente una condena inalterable: en un momento dado vuelve la mirada en busca del antes: el hoy, el momento que corre.
("Nada sucede nunca después", "Todo se arreglará después", frases escuchadas en la película mexicana El anzuelo -1996-, de Ernesto Rimoch)

"Este silencio, / blanco, ilimitado, / este silencio / del mar tranquilo, inmóvil, / que de pronto / rompen los leves caracoles / por un impulso de la brisa. / Se extiende acaso / de la mañana a la noche, se remansa / tal vez por la arenilla/ de fuego, / la infinita / playa desierta, / de manera / que no acaba, / quizás, / este silencio, / nunca?"
Eliseo Diego, "Calma"

Imagen: carapahn.blogspot.com

sábado, 2 de enero de 2010

El año pasado


El año pasado -me gusta más que año viejo-, por serlo, se convierte en un cachivache al que se le busca acomodo en algún rincón impenetrable. Se vuelve el enemigo público número uno. Rápidamente se convierte en un objeto en desuso, mal visto y de peor gusto. Se recurrirá a él, única y exclusivamente, en extremo necesario o por si a alguien se le ocurre la brillante idea de recordar alguno de sus 365 días en particular. La complejidad que reviste su comprensión, sin embargo, es de una voluntad titánica: no hay mayor tarea que emprender la recapitulación de todo un año, del que se prodrán extraer toda clase de conjeturas, conclusiones, pendientes e ideas, algunas bien vistas, incluso balsámicas, y otras de un cariz circense.
Pasar de un año a otro no supone que aparecerá una alteración física perceptible a primera vista o un tumulto que ponga la calle de cabeza que la vuelva del todo irreconocible. La cosa es como experimentar un leve mareo -por inicuo- o apretar con calidez la mano de alguien cercano, y no pasa de eso. El cambio del 9 al 0 en la casilla de la última cifra del tiempo, o encontrarse, de pronto, con un whisky en la mano en los primeros segundos del 1 de enero constituye la apoteosis del momento, que se empeñan en evidenciar con el lanzamiento de fuegos artificiales, soltar algunas balas al aire e incluso organizar un baile callejero en la acera o a mitad de la calle, encender fogatas con toda clase de objetos para paliar un frío tan atroz que guarecerse bajo las cobijas constituya una afrenta, un acto temerario: conlleva la pena de ser tildado de antisocial o de antiprogresista, lo que sea que signifique eso. Y es que a últimas fechas lo progre cuelga de toda etiqueta y le acomoda a todo gesto.
Esto de pasar de un año a otro se presta a veces a bromas mal concebidas -y no hablemos de si son entendidas o no- o multitud de chistes infumables. La cuestión es tan benigna que da para un sinnúmero de manifestaciones y para el nacimiento de cómicos por todas partes. En las calles, por ejemplo, no falta aquel parroquiano que vocifera con orgullo "estoy tomando desde el otro año y sigo sobrio" (cuando tan sólo han transcurrido algunos minutos de que ha iniciado el nuevo); o el que grita con fingida sorpresa "no te había visto desde el otro año" (en iguales circunstancias al anterior); "te quiero más que el otro año", "desde el otro año que no vas a mi casa", "el año pasado vi esa película y continúa en cartelera", "lo que sobró del pavo de la Navidad pasada no se ha echado a perder", entre tantas otras frases (casi como Tres tristes tigres), cuya celebridad, o en su caso mediocridad, está dictada por el tono de comicidad que lleve o la familiaridad que guarde el "chistoso" con los interlocutores que ríen, casi obligados, los disparates que elucubra en medio de la reunión última del año. Nada más fantástico, o lamentable, como se le quiera ver.
El año que corre, de algún modo, desplaza poco a poco al año pasado. Y el asunto no tiene que ver con la mediatez tanto como con las intenciones que se tengan respecto al año pasado y al que corre. Cada quien su ruleta, dicen. Tampoco se trata, y como fácilmente podría pensarse, de vivir pensando en el ayer -que, si se mira bien y de forma práctica, resulta del todo complicado. Sin querer dictar doctrina o filosofar sobre el instante, hay más cosas a las cuales echar mano del año pasado que lo que éste va presentando en el horizonte. Por donde se le vea, es amateur en esas lides. Pasar de un año a otro, por todo ello, no tendría que resultar tan complicado y aparatoso como hoy se empeñan en hacerlo aparecer. Cada quien su ruleta, bien dicen.

"La multitud de ti, la fuga de tus horas, / amo tus mil imágenes en vuelo / como un bando de pájaros salvajes. / No sólo tu domingo breve de delicias / sino también un viernes trágico, quién sabe, / y un sábado de triunfos y de glorias / que no veré yo nunca, pero alabo. / Niña y muchachas y joven ya mujer, tú todas, / colman mi corazón, y en paz las amo"
Eliseo Diego, "Canción para todas las que eres"

Imagen: ciudadzaragozanet.com