martes, 20 de enero de 2009

Cancionero


Con las canciones en general sucede algo extraño: según el ánimo se pueden llevar y traer, seguirlas y no entenderles a veces gran cosa, y sin mediar algún trato oscuro o ventajoso es sumamente sencillo volverlas nuestras cómplices. Mientras la canción transcurre se va iniciando una especie de apego o total lejanía, que va a persistir en el tiempo subsecuente: nadie canta aquello que no le es grato. No obstante, es muy conocido ese raro hábito que no pocos desarrollan: por muchas horas se trae de un lado a otro la tonada de una canción que se detesta en sumo grado. Pero durante un lapso se vuelve imposible no repetir una y otra vez su gastado estribillo.
Están, asimismo, esas canciones que más continuamente repetimos, aunque a duras penas sepamos su contenido y ensuciemos con frecuencia el estribillo al volverlo un sonsonete; ésas llevan la marca indeleble de horas felices o tristes, de momentos oportunos o de desatinadas apariciones en la historia personal. Y es que la música es un antídoto; pero también sabe remover –y con descarnada saña– la sal en la herida.
Dicen que de músicos, poetas y locos todos tenemos un poco. Lo de loco y poeta podría dar para una seria discusión en torno a su validez y vigencia en los avatares cotidianos y su relevante papel en las querencias postergadas, sin embargo lo de músicos creo que a la mayoría nos acomoda. Músicos en el sentido de sentir predilección por la música, una afición o querencia que va más allá de la mera coincidencia. Llevar la música por dentro bien puede considerarse una actividad de suyo común. Aunque los hay que no soportan una sola tonada o algún berrido demencial en el punto más álgido de la rola de moda. Ahora sí que en gustos se rompen géneros…. y tímpanos también.
El asunto con la música podría definirse como una camaradería de ésas que no es tan fácil encontrar en estos tiempos, en estos lugares, en estas circunstancias, en este vaivén frenético de los días, en esta carestía de singularidad y audacia.
La música, y más concretamente las canciones, dan para vivir. Es decir, escucharlas puede dar lo suficiente para ir a la par de las trasiegas cotidianas, para no dejar que se nos adelante todo aquello que se empeña en nublar las pretensiones con una estampida violenta. Y la música está ahí, basta disponer el oído; está donde queramos buscarla, incluso en nuestros adentros; mejor dicho, no hay mejor lugar para alojar a la música que todo ese universo que nos compone el interior.

“Sin lágrimas ya / que derramar sobre la tierra. / Puestos los ojos en el horizonte, / mirando las nubes / y las lejanas siluetas de los árboles. / Sólo su voz, henchida en un leve / tono de profecía; / sólo un poco de aire nacido entre sus labios.”
Jaime García Terrés, “The sighing woman” en Las provincias del aire

martes, 13 de enero de 2009

Futurosidades


Tuve un sueño hace pocos días. Por lo común sucede que los sueños traen impresa una especie de instantaneidad. Su inicio, desarrollo y desenlace no acomoda con nada; incluso en ocasiones son furibundos rompecabezas. Quizá sobre decir que en su mayoría no son armables: todavía quedan rastros de muchos de ellos. Pero éste, en particular este sueño de hace pocos días, se me presenta nítido a cualquier hora, sus imágenes son tan vívidas que me veo obligado a frotarme los ojos para darme cuenta que no son parte del momento real. Aunque el tiempo real carezca de amarres y un centro al cual se pueda acceder en cualquier rato para volverlo aprehensible.
Este sueño, decía, es casi la revivificación de un hecho pasado, no remoto, ni matizado por velos de olvido o una atmósfera nebulosa: fue algo soñado que, sin embargo, es el futuro, con todo lo de enigmático que esta categoría de tiempo pueda tener. Lo afirmo sin temor a equivocarme: fue un sueño que nada tenía que ver con los días idos, ni con éstos, sino con los venideros, ésos a los que es imposible adivinarles tan sólo el nombre. Y por si acaso, no es nada parecido a la existencia irreal -porque real no parece- que llevo en los últimos meses. Una especie de velada visión.

“Era, en suma, pobre, / tranquilo. Todo en él relucía / cotidiana penumbra. / Era sólo / el hermano menor de tu mirada, / la sombra de tu sombra. / Casi nada”
Jaime García Terrés, “El hermano menor” en Las provincias del aire


lunes, 12 de enero de 2009

De noche


El domingo transcurrió sin darme cuenta. La mañana no apareció por ningún lado. Ahora pienso que quizás se quedó allí, agazapada, quieta, casi sin respirar, en algún rincón de ésos que no suelo frecuentar. Sus horas no tuvieron peso alguno. A veces actúa de esa manera: pasa de largo, no deja rastro, se las ingenia para disiparse en un respiro.
Hacia el mediodía, contrario a otros domingos, sopló un aire frío que le imprimió un rostro de vaguedad a todo: a ratos no tuve noción del espacio, ni del alcance de la voz, ni los ojos podían leer más de un párrafo entero; sobrevino entonces una ensoñación que desperezó la tarde hacia el final, ya cuando la oscuridad pisaba con paso seguro.
El domingo, huidizo, por momentos delirante, con una actitud de empedernido entrometido, me hincó sus colmillos y me dejó allí, exangüe, exhausto, a medias entre el apaciguamiento total y un estado de muerte prematura….

“Esa palabra / yo la diría con los ojos cerrados. / Hundido en las últimas sombras. / Quieto / como una ola maravillosamente / suspendida. / Todo callaría después de escucharla. / Y ante el silencio grave de las cosas / yo sentiría que mil ojos / me estarían hiriendo”
Jaime García Terrés, “Una palabra más” en Las provincias del aire


jueves, 8 de enero de 2009

Camisa de fuerza


Hay un tipo de compromisos que, a menudo, son impuestos más que asumidos. Casi como probarse una camisa de fuerza. Por esta particularidad se cumple con ellos con un dejo de desgana que al final acaba por pasarnos la factura. Tras su cumplimiento el grado de satisfacción es mínimo, a veces, incluso, ni por asomo hay una pizca de autocomplacencia, mucho menos externa.
Atender este escalón en las relaciones familiares, laborales, escolares, y de toda índole, se ha vuelto, a últimas fechas, una rara manera de ser cortés, condescendiente, participativo, inclusivo, no apático, entre tantos otros gestos que de máscaras tienen un poco.
De ello hay un sinnúmero de ejemplos que atestan nuestra vida diaria casi como oxxo’s y tiendas siete-once hay en la ciudad. Su presencia llega a veces al grado de molestia, de comezón, de ininterrumpidamente rascarse la cabeza, de sentirse incómodo, fuera de lugar, en curva, etcétera. Los compromisos son los compromisos, dice un compañero de la oficina cuya filosofía de vida reside en ese ir por el mundo saliéndole el paso como sea a todo aquello que suene a fortalecer su intrincado laberinto relacional. Modo de conducirse que, yo, huelga decirlo, no comparto ni fumo ni lo llevo a mi molino.
El asunto de “los monitos” en la rosca de Reyes, por citar uno, se ha vuelto una cuestión, más que de convivencia y celebración de un día por demás ajeno a nuestras costumbres, de compromiso: cada 6 de enero llega la obligada asistencia a la partición de rosca. Por un lado, se dice que si “te toca mono” el año te sonreirá, aunque de entrada te veas obligado a costear la tamaliza del 2 de febrero –¿hay algo más paradójico? –; y por el otro, que sacar un mono equivale a una especie de maldición: “a mí siempre me toca”. Y ¡ay de aquél que intente guardarse misteriosamente el mono!, cuando no tragárselo, de manera sigilosa, sin aspavientos, ante la vista de todos.
Los benditos intercambios navideños constituyen otro más de esos compromisos ineludibles. Asistir al bautizo del hijo de un chompa que años atrás consideramos infumable. Ir a una reunión donde eres el invitado de uno de los invitados que, por cierto, le cae de la patada a todos los comensales –te arrastra tras convencerte de este modo: ¿me vas a dejar abajo? –. Salir al cine a ver una película cuyo género siempre has detestado, pero a cuya invitación te resulta complicado negarte. Y la lista es larguísima y tan diversa que no daría este espacio para enumerarlos todos.
Al fin, siempre existe la opción de salirse por la tangente… o de “darse a la fuga”.

“Esa palabra / yo la diría con los ojos cerrados… / La diría. / Pero temo / perderla. / Esa palabra es / mi solo sustento. / Nada me quedaría una vez que mis labios / hubiesen liberado sus voces de plata”
Jaime García Terrés, “Una palabra más” en Las provincias del aire

(Error imperdonable: en el post anterior escribí que Carlos Cuarón fue el director de Y tu mamá también. En realidad fue su hermano Alfonso, en tanto que Carlos escribió el guión de aquella película.)

Imagen: www.hotelconsul.org

martes, 6 de enero de 2009

Así hemos sido


De la anterior propuesta de Cuarón –Y tu mamá también– ponderé, más que otro aditamento del filme, la fotografía. El rescate que hizo el director de ese México escondido, que a todos pasa desapercibido y que, sin embargo, al entornar un poco la mirada se le descubre y se le admira. En Rudo y cursi hay algo de ello: ese otro país que todos los días nos empecinamos por olvidar está ahí, con toda la carga de bondades y desventuras que pueda tener. Y no sirve, como fácilmente podría pensarse, de telón de fondo para el filme: su papel es del todo relevante.
Pero esta película no se queda ahí, va un poco más allá: el manejo del lenguaje, que a más de alguno pudiera parecerle grosero y de detestable doble sentido –otra constante en el director, recuérdese si no Y tu mamá también–, en el fondo avientra otra intención, pues no se queda en una palabrería llana y descarnada: así se habla todos los días, llámese el escenario pueblo, calle, oficinas, ciudad, negocios, salones de clases, etcétera. No es más que la perfecta corona luminosa para un modo de ser, para una mal distinguida identidad. De esa llaneza puede hablarse, más que de una disonancia, de un no bien apreciado acierto.
Más allá del que pretexto de la película sea el futbol y las aspiraciones de un hombre de pueblo por convertirse en un cantante de música grupera, a ello subyace otro tipo de esperanza: la de aquellos que no conocen otro horario y otra ruta a seguir que el trabajo cotidiano, cuyos sueños allí comienzan y, también, allí mismo culminan. A ratos se dejan llevar por el lado de la moneda, pero, incluso, cuando así sucede, la mano del destino –que ellos mismos se trazan– acaba por conducirlos al punto de salida, que no de llegada.
Bien puede hablarse del intento de plasmar una especie de alegoría sobre algunos de los más grandes intereses o entretenimientos de lo que hoy puede apreciarse como mexicano en el filme, sin embargo este estirón puede acabar en un encasillamiento pobre: el filme pretende, más que este cuadro de contornos lamentables, una inmersión en las querencias que impregnan calidez a todo lo que pueda llamarse “lo nuestro”. Y no, no hablo precisamente del futbol y la música grupera, sino de dos personajes que encarnan, con su carga de ingenuidad y desconocimiento a estas alturas incomprensible, lo mejor que tenemos: un pueblo que tiene sed de trascendencia.
Todo, al final, aunque da la impresión de ser un rompecabezas mal armado adquiere sentido: ¿qué podría ser de nuestro México sin la tragedia y el drama, sin la búsqueda de esa necesidad por sabernos, mal que bien, los depositarios de una historia trágica y mal contada? En México así somos, así hemos sido, quizás lo seguiremos siendo. En La región más transparente Carlos Fuentes anotó: “Aquí nos tocó vivir. En la región más transparente del aire”. Nunca como ahora –fórmula que ha venido repitiéndose y que sin duda seguirá pronunciándose en años venideros– esa frase adquirió su pesadez de condena. Los intentos por liberarse de ella, hasta hoy, han sido históricamente vanos.

“Se encontraron en una calle oscura… / tan humildes, tan llenos de amargura, / que parecían dos pequeñas olas / compartiendo la súbita negrura / de un olvidado mar”
Jaime García Terrés, “La calle” en Las provincias del aire

Imagen: www.elangelcaido.org

domingo, 4 de enero de 2009

Mesura


2008 no fue un buen año. No, en definitiva, no fue un buen año. Como todos los anteriores transcurrió a lo largo de doce meses, pero de algún modo lo sentí eterno. De algún modo y por un caudal de motivos. Lo más sencillo para llevar a cabo un balance es sumar y restar, y según la diferencia echar campanas al vuelo o mantener una actitud mesurada, cuando no de franca congoja.
Cuando estudié contabilidad me familiaricé con un tipo de balance necesario para el ejercicio contable y fiscal de cualquier negocio: el estado de pérdidas y ganancias. Quizá la eternidad de este año que terminó hace cuatro días radique en esa fría frase: las pérdidas y ganancias que quedan tras el amontonamiento de los días y el reguero de los meses, tras la necesaria conciencia de los errores y la balsámica resignificación del pasado.
En este momento me niego a rotundamente a hacer cualquier proceso aritmético, porque en el fondo estoy del todo consciente de que soy un pesimista que a menudo lleva toda sus acciones a la raya de lo dramático. No es necesario, sin embargo, poner un velo a lo vivido, basta con echarle un ojo a lo que de ello quedó.
En muchas ocasiones sentí que los días se iban pero que yo me quedaba, me detenía, sin fuerzas, paraba el tiempo: ese estado de rara ansiedad me enseñó que adelantar las manecillas de un reloj es un engaño que conduce a considerar la realidad como un espejismo.
El resultado anual, sin necesidad de echarle lápiz, es de déficit, por lo que la actitud, por muy esperada o lacónica que suene, ha de ser tremendamente mesurada.

“Hay quienes fingen, al cerrar los ojos, / castillos de oro, pájaros brillantes / y alfombrados caminos… / Hay quienes abren puertas al olvido, / nublando ciegamente su tortura / y no sueñan en nada”
Jaime García Terrés, “Testimonios” en Las provincias del aire

Imagen: www.calendariosmundiales.com