Con las canciones en general sucede algo extraño: según el ánimo se pueden llevar y traer, seguirlas y no entenderles a veces gran cosa, y sin mediar algún trato oscuro o ventajoso es sumamente sencillo volverlas nuestras cómplices. Mientras la canción transcurre se va iniciando una especie de apego o total lejanía, que va a persistir en el tiempo subsecuente: nadie canta aquello que no le es grato. No obstante, es muy conocido ese raro hábito que no pocos desarrollan: por muchas horas se trae de un lado a otro la tonada de una canción que se detesta en sumo grado. Pero durante un lapso se vuelve imposible no repetir una y otra vez su gastado estribillo.
Están, asimismo, esas canciones que más continuamente repetimos, aunque a duras penas sepamos su contenido y ensuciemos con frecuencia el estribillo al volverlo un sonsonete; ésas llevan la marca indeleble de horas felices o tristes, de momentos oportunos o de desatinadas apariciones en la historia personal. Y es que la música es un antídoto; pero también sabe remover –y con descarnada saña– la sal en la herida.
Dicen que de músicos, poetas y locos todos tenemos un poco. Lo de loco y poeta podría dar para una seria discusión en torno a su validez y vigencia en los avatares cotidianos y su relevante papel en las querencias postergadas, sin embargo lo de músicos creo que a la mayoría nos acomoda. Músicos en el sentido de sentir predilección por la música, una afición o querencia que va más allá de la mera coincidencia. Llevar la música por dentro bien puede considerarse una actividad de suyo común. Aunque los hay que no soportan una sola tonada o algún berrido demencial en el punto más álgido de la rola de moda. Ahora sí que en gustos se rompen géneros…. y tímpanos también.
El asunto con la música podría definirse como una camaradería de ésas que no es tan fácil encontrar en estos tiempos, en estos lugares, en estas circunstancias, en este vaivén frenético de los días, en esta carestía de singularidad y audacia.
La música, y más concretamente las canciones, dan para vivir. Es decir, escucharlas puede dar lo suficiente para ir a la par de las trasiegas cotidianas, para no dejar que se nos adelante todo aquello que se empeña en nublar las pretensiones con una estampida violenta. Y la música está ahí, basta disponer el oído; está donde queramos buscarla, incluso en nuestros adentros; mejor dicho, no hay mejor lugar para alojar a la música que todo ese universo que nos compone el interior.
“Sin lágrimas ya / que derramar sobre la tierra. / Puestos los ojos en el horizonte, / mirando las nubes / y las lejanas siluetas de los árboles. / Sólo su voz, henchida en un leve / tono de profecía; / sólo un poco de aire nacido entre sus labios.”
Jaime García Terrés, “The sighing woman” en Las provincias del aire
Están, asimismo, esas canciones que más continuamente repetimos, aunque a duras penas sepamos su contenido y ensuciemos con frecuencia el estribillo al volverlo un sonsonete; ésas llevan la marca indeleble de horas felices o tristes, de momentos oportunos o de desatinadas apariciones en la historia personal. Y es que la música es un antídoto; pero también sabe remover –y con descarnada saña– la sal en la herida.
Dicen que de músicos, poetas y locos todos tenemos un poco. Lo de loco y poeta podría dar para una seria discusión en torno a su validez y vigencia en los avatares cotidianos y su relevante papel en las querencias postergadas, sin embargo lo de músicos creo que a la mayoría nos acomoda. Músicos en el sentido de sentir predilección por la música, una afición o querencia que va más allá de la mera coincidencia. Llevar la música por dentro bien puede considerarse una actividad de suyo común. Aunque los hay que no soportan una sola tonada o algún berrido demencial en el punto más álgido de la rola de moda. Ahora sí que en gustos se rompen géneros…. y tímpanos también.
El asunto con la música podría definirse como una camaradería de ésas que no es tan fácil encontrar en estos tiempos, en estos lugares, en estas circunstancias, en este vaivén frenético de los días, en esta carestía de singularidad y audacia.
La música, y más concretamente las canciones, dan para vivir. Es decir, escucharlas puede dar lo suficiente para ir a la par de las trasiegas cotidianas, para no dejar que se nos adelante todo aquello que se empeña en nublar las pretensiones con una estampida violenta. Y la música está ahí, basta disponer el oído; está donde queramos buscarla, incluso en nuestros adentros; mejor dicho, no hay mejor lugar para alojar a la música que todo ese universo que nos compone el interior.
“Sin lágrimas ya / que derramar sobre la tierra. / Puestos los ojos en el horizonte, / mirando las nubes / y las lejanas siluetas de los árboles. / Sólo su voz, henchida en un leve / tono de profecía; / sólo un poco de aire nacido entre sus labios.”
Jaime García Terrés, “The sighing woman” en Las provincias del aire
Imagen: http://www.revista.escaner.cl/