sábado, 31 de julio de 2010

Acuosidades (3)


El rumor afuera crecía. Primero, sólo pequeños arañazos a las paredes. Tan inútiles que si se ponía atención en otra cosa podían pasar desapercibidos. Después, sin embargo, la cosa aumentó en vigor y estruendo. Se trataba de una tormenta de ésas que pasados los años ocupan un lugar privilegiado en la memoria. Su insistencia en las ventanas y en el techo llegó a convertirse en un rumor que taladraba los oídos, en una especie de sonsonete que parecía no iba a apagarse nunca. Si por la ventana se había percibido una lluvia menuda, amigable, ahora la tormenta no poseía ninguna gana de hacer amistad con nadie, antes bien cargaba con todo lo que podía.
Recordaba chubascos furibundos de un tiempo que hubiera apostado ya había sido borrado. Pero estaban allí, latentes, expectantes, a la caza del momento oportuno para cruzar como saeta el cielo brillante. Las lluvias obedecen también, como la vida y las personas, a un tiempo cíclico: se anuncian, llegan, se van y retornan. Como en el tiempo rulfiano: un buen día puede tronar el cielo, puede venir la lluvia, puede llegar la primavera. En esas continuas presencias las lluvias van sedimentando su posterior evocación: en el intento de olvidarlas radica, paradójicamente, el conjuro que las prolonga en la memoria y en el tiempo. No se ha inventado todavía la palabra que las capture y las deshaga en un dos por tres.
Contemplar un aguacero, guardándose de sus efectos, hoy ya se considera un viejo oficio; no el más antiguo ni el de más prestigio, pero sí uno que una vez practicado no es posible abandonar. Y no se trata de un intento de hacer poesía, sino de aprehender lo que ese destilado aluvión puede dejar en el corazón del hombre: el agua de lluvia no se guarda en cofrecitos, ni en cajitas musicales o en arcones cuyo destino es el rincón más empolvado y menos frecuentado de la casa en donde se vive. El mejor recipiente para el agua de lluvia es el rostro vuelto al cielo, con la boca abierta.
Un buen día amanece lloviendo. Y ello, aún en estos tiempos, se considera el preludio de una jornada memorable. Fuera de la lata –para algunos– que obliga a cargar con paraguas y atiborrarse de chamarras o impermeables una mañana lluviosa es propicia para la lectura conversada, para estrechar vínculos con personajes literarios ligados a ciudades cuyo clima más común es de lluvia permanente no es comparable con nada. La insistencia en tales atributos no pasará inadvertida. Y, acostumbrados los comensales a esa atmósfera, cada uno irá enumerando una querencia que, de algún modo u otro, aparecerá ligada a una lluvia siempre tenida en cuenta, aunque de sus efectos no quede rastro ninguno.

“Si muero pronto, / sin poder publicar ningún libro, / sin ver la cara que tienen mis versos en letras de molde, / ruego, si se afligen a causa de esto, / que no se aflijan, / si ocurre, era lo justo. // Aunque nadie imprima mis versos, / si fueron bellos, tendrán hermosura, / y si son bellos serán publicados: / las raíces viven soterradas, / pero las flores al aire libre y a la vista. / Así tiene que ser y nadie ha de impedirlo. / Si muero pronto, oigan esto: / no fui sino un niño que jugaba. / Fui idólatra como el sol y el agua, / una religión que sólo los hombres ignoran. / Fui feliz porque no pedía nada / ni nada busqué. / Y no encontré nada / salvo que la palabra explicación no explica nada.”
Fernando Pessoa, “Si muero pronto” (Alberto Caeiro, heterónimo)

Imagen: gbvalle.blogspot.com

viernes, 30 de julio de 2010

Acuosidades (2)


Apenas una ráfaga de aire se suelta acompañando a la lluvia y ya los paraguas acaban en el suelo, destripados, vencidos por aquel ímpetu; no importa que el paraguas sea un “monstruo rarísimo que lleva en alto una especie de enorme murciélago negro cogido por una pata”. De este modo lo define Fernando Savater en su novela El gran laberinto y, por si fuera poco, agrega: “Puede ser peligroso”. Ahora son, más bien, inofensivos, frágiles a tal punto que salen volando de las manos, con el mango quebrado, la capa doblada en sí misma, maniatados por aquella poderosa mezcla de agua y viento. No es extraño ver por las aceras a alguna señora que corre tras el paraguas que se le ha escapado.
Y es que el paraguas es utilísimo, si se mira bien. Tiene la potestad de crear un campo magnético entre la lluvia y el individuo: algo así como esas esferas que algunos superhéroes anteponen a los poderes malignos. Por ello, si se acude a una reunión social o de trabajo en una mañana o tarde lluviosa, es posible, asumiendo una actitud descuidada, cambiar el viejo paraguas maltratado por uno de brillantes colores y todavía en buen estado: lo común es que en el ingreso al lugar de la cita se coloquen los paraguas en el suelo con la intención de que destilen el agua que traen encima y, por mera cortesía, no ingresar al sitio salpicando gotas a diestra y siniestra. Eso es bastante mal visto, de muy mal gusto y peor talante.
Si se es el primero, o de los primeros, en salir, la oportunidad del cambio es mayor: ante sus ojos se dispondrá un abanico de paraguas de todos los colores y telas, tamaños y condiciones. Levantar entonces el que haya resultado más atrayente no implica más que actuar con propiedad y soltura; y abrirlo, con estilo, en cuanto se ponga un pie en la calle. Y por la acera correr y saltar y en el aire chocar los dos pies con el paraguas apuntando al cielo. Si, por el contrario, se es uno de los últimos en abandonar el lugar de reunión, se corre el riesgo de que si su paraguas era de los buenos, ya no lo encuentre, y en su lugar halle uno desteñido y en muy mal estado. O si, para su fortuna, el que tenía estaba casi para la basura, entonces no habrá tal pérdida: con el que encuentre se dará por muy bien servido.
Un paraguas, retomando a Savater, sí puede resultar peligroso, pero nada más en un caso específico: imagine que su paraguas, por un momento, al llevarlo abierto al caminar bajo la lluvia, se transforma en el monstruo rarísimo que lleva en alto una especie de murciélago negro enorme, entonces, su primera reacción será soltarlo y arrojarlo lo más lejos posible: en ese instante el paraguas, antes de alcanzar el suelo, aleteará entre el viento y el agua y se alejará sin ninguna consideración a usted, que busca donde guarecerse de la tormenta. El peligro, entonces, se habrá consumado.

“Si, después que yo muera, se quisiera escribir mi biografía, / nada sería más simple. / Exactamente poseo dos fechas: –la de mi nacimiento y / la de mi muerte. // Entre una y otra todos los días me / pertenecen. / Soy fácil de describir. / He vivido como un loco. / He amado las cosas sin ningún sentimentalismo. / Nunca tuve un deseo que no pudiera colmar, pues nunca anduve ciego. / Incluso escuchar para mí fue nada más un complemento del ver. / Comprendí que las cosas son reales y totalmente diferentes una de otra: / lo comprendí con los ojos, jamás con el pensamiento. / Comprenderlo con el pensamiento hubiera sido encontrarlas / todas iguales.”
Fernando Pessoa, “Si, después, que yo muera”

Imagen: girlfromlebanon.blogspot.com

miércoles, 28 de julio de 2010

¿Y dónde está...?


Pretenden abaratar la escritura. Hoy cualquiera escribe un libro y lo publica (o se lo escriben, él o ella dicta nada más.) No escribo esto con la intención de soslayar cualquier libro que ve la luz y es puesto ante los ojos de los lectores en los aparadores de tiendas y tendidos callejeros. Pero de un tiempo para acá ha tomado auge una especie de moda, si es que este calificativo le queda a la medida: se trata de esa actividad de gente con cierto reconocimiento en la esfera pública que redacta un libro para decir “su verdad” respecto a un pasaje oscuro en el que se ha visto envuelto en el pasado reciente.
“La verdad” que se encargan de difundir mediante la publicación de una obra casi siempre tiene el cometido de echar por tierra la divulgación de una información anterior, de la que quedan mal parados. No voy a citar aquí en su totalidad la aburrida lista de títulos y autores, porque sería atentar contra el espíritu mismo de este blog. Únicamente me ceñiré a citar los dos casos más recientes: el anuncio de que Bobby Larios dará a conocer próximamente, mediante un libro, “la verdad” de su romance y rompimiento con Niurka Marcos (ambos de la farándula televisiva) y la publicación en días pasados de ¿Dónde está Paulette?, libro de Amanda de la Rosa, amiga cercana de la mamá de la niña.
Me pregunto ¿por qué se recurre a la escritura de un libro para desmentir o deslegitimar lo que ya dejó de ser un secreto a veces y se ha convertido en la versión oficial? ¿Realmente un libro tiene tal potestad reversora ante la opinión pública, o es que la venta de estos ejemplares reporta sendas ganancias para autores y editoriales? No sería descabellado inclinarse por lo segundo. Sin embargo, hay algo más de fondo: esta pléyade de autores escribe y publica porque sus ejemplares se venden (diría el poeta: yo no lo sé de cierto, sólo lo supongo.) No voy a denostar a los lectores, sólo me pregunto si todo esto no suena a un acto chabacano y sensiblero, de charlatanería y poca sustancia. La lectura, vista así, no es un ejercicio lúdico sino un acto sacrificial de neuronas y tiempo mal empleado.
En un ensayo, del que no recuerdo el nombre, Gabriel Zaid escribe que el gran problema de México en lo tocante a los índices de lectura es, no tanto que haya pocos lectores, sino que cada vez hay mayor número de escritores. La aspiración actual es escribir más que leer. Zaid no hacía referencia a lo planteado arriba, sin embargo su perspectiva no está lejos de delinear la realidad que nos circunda. Por cierto, que alguien (por caridad) le avise a Amanda de la Rosa que la niña está muerta y sepultada hace ya tiempo.

“En las calles de la feria / de la feria desierta / sólo la luna llena / blanquea y clarea / las noches de la feria / en la noche entreabierta. / Sólo la luna alba / blanquea y clarea / la tierra calva / de abandono y alba / alegría ajena. // Ebria blanquea / como por la arena / en las calles de feria, / en la feria desierta / en la noche ya llena / de sombra entreabierta. / La luna boquea / en las calles de feria / desierta e incierta.”
Fernando Pessoa, “Pierrot borracho”

imagen: santillan3.blogspot.com

viernes, 23 de julio de 2010

¿Cuál libro elijo? (2)


La propuesta de Bradbury ha encontrado buen cobijo en diferentes lugares. Muchos son los que se han puesto a deliberar cuál libro memorizarían con la intención de salvarlo de la desaparición forzosa y la ignominia. Y es que, de entrada, la tarea se antoja titánica: ya no digamos el asunto de memorizar desde la primera hasta la última página un texto, sino la elección de aquel volumen que pase por el tamiz de ser merecedor de la inmortalidad, pues para allá ha de ser conducido si se le elige para preservarlo.
Al momento de emprender la selección de títulos de los posibles candidatos se dejan venir los problemas, se abalanzan con un impulso desmedido: los que ganan la delantera son ésos que se enfilaron como nuestras primeras lecturas, y por los que rezamos una especie de fervor ligado a las querencias más acendradas, ellos nos dieron el empujón al mundo abisal de las lecturas; haciéndoles sombra se perfilan aquellos que calaron hondo, pero que de algún modo inimaginable se han ido relegando un poco con el paso del tiempo: ya se sabe, las circunstancias juegan un papel relevante. Y por último, los libros cuya menor importancia merecen consignarse, mas no ponerlos por delante. Se entiende su estatura pues.
La cosa del discernimiento de la obra a memorizar me trajo serios problemas. Eso fue un primer gran escollo. La cuestión se agravó sin embargo cuando comencé a caer en la cuenta de que elegir un libro dejaría, forzosamente, a otros en el camino: no se considera la posibilidad en primera instancia, sino cuando se opta por uno de entre muchos. Relegar títulos se convirtió entonces en un juego doloroso y frenético. A todo ello habría que agregar que sopesar más de una obra –la selección natural de papel–, para qué negarlo, puede devenir trifulca en mi memoria. Fácilmente podría caer en un olvido enseguida de haber señalado al indicado. Los riesgos son muchos y no poseo antídoto para la mayoría.
Y no olvidemos, para colmo, que existe otro apartado, el que lo componen aquellos libros que quisimos leer en un momento dado y por circunstancias misteriosas, ajenas o del todo conocidas no acometimos; o aquellos que constituyen un grano minúsculo de la piedra angular de alguna literatura nacional (las molestas recomendaciones infalibles que nunca faltan). Ya no se diga esa otra lista de los que “hace un mes, hace un año, hace una vida nos prometimos leer” (Luigi Amara, “El salón de la infamia” en El peatón inmóvil) y no hemos cumplido ni con nosotros mismos, mucho menos con las obras. Menudo buscapiés el de Bradbury.

“No quiero rosas, con tal que haya rosas. / Las quiero sólo cuando no las pueda haber. / ¿Qué voy a hacer con las cosas / que cualquier mano puede coger? // No quiero la noche sino cuando la aurora / la hizo diluirse en oro y azul. / Lo que mi alma ignora / eso es lo que quiero poseer. // ¿Para qué?... Si lo supiese, no haría / versos para decir no lo sé. / Tengo el alma pobre y fría… Ah… ¿Con qué limosna la calentaré?...”
Fernando Pessoa, “No quiero rosas”

Imagen: miramiramama.blogspot.com

jueves, 15 de julio de 2010

Siempre vuelve


Don Céspedes recargado sobre el muro, en una esquina del local, con una jarra de vino frente a él, sobre la mesa. Más allá la Manuela, en el centro, con su vestido de española, bailando para Pancho Vega. La Japonesita más cerca, por el lado de la victrola, mirando cómo su papá se deshace en movimientos para aquel tipo, que estaba borrachísimo y momentos antes había paseado la mano por su muslo. Don Céspedes, mirando pero, al mismo tiempo, no mirando: más bien escuchaba, a lo lejos, los ladridos de los perros sueltos en las viñas.
Octavio y la Lucy salen de uno de los cuartos al salón, urgidos por los gritos y se disponen a presenciar también el baile desquiciado de la Manuela. Ésta pide que toquen en la victrola El relicario, pero la Cloty pone otra canción, en realidad la que le da la gana. Sin embargo, la Manuela, muy en su papel, gira como trompo en el centro del local, sabiéndose vista, admirada, envidiada, incluso deseada por aquel hombre, aquel chofer de camión que un año antes había jurado montarse a la Japonesita y a su papá, la Manuela, el viejo maricón.
La victrola de pronto se calla. “Se descompuso ese chuncho” dice, agorera, la Japonesita. Don Céspedes, mientras tanto, poco a poco acaba con la jarra de vino; no escucha si la victrola sigue o no, él se concentra en los ladridos de los perros negros de don Alejo. Pancho Vega intenta componer la victrola. La Manuela quiere seguir bailando, quiere atraer la mirada de Pancho hacia sí. Octavio, el cuñado de Pancho –éste está casado con su hermana–, le dice que mejor se larguen a otro lado, que eso está aburrido, que mejor la sigan en Talca en el local de la Pecho de Palo. La Cloty dice que mejor va a dormirse.
La Manuela se apunta para seguir la fiesta en otro lado. La Japonesita intenta detener a su papá. Lo reconviene. La Manuela se queja con Pancho que la Japonesita nunca la deja salir a ninguna parte, que la obligaron a quedarse en ese lugar contándole que la Japonesita es su hija. Pancho y Octavio salen con la Manuela, uno a cada lado de ella; la llevan tomada de la cintura. Afuera, la Manuela besa a Pancho. Octavio se percata y le reclama a su cuñado. Lo niega. Golpean ambos a la Manuela, que acaba en el fango. Su vestido de española hecho jirones. Adentro, en el local, don Céspedes paga y se despide de la Japonesita, que le dice que su papá, como tantas otras veces que se va así, con hombres, siempre vuelve.
(Los personajes pertenecen a la novela El lugar sin límites, de José Donoso)

“Llueve en silencio, que esta lluvia es muda / y no hace ruido sino con sosiego. / El cielo duerme. Cuando el alma es viuda, / de algo que ignora, el sentimiento es ciego. / Llueve. De mí (de éste que soy) reniego… // Tan dulce es esta lluvia de escuchar / (no parece de nubes) que parece / que no es lluvia, mas sólo un susurrar / que a sí mismo se olvida cuando crece. / Llueve. Nada apetece…”
Fernando Pessoa, “Llueve en silencio”

Imagen: turismo.infoclima.com

lunes, 12 de julio de 2010

Cuatro recomendancias


1. Recomiendo morirse de risa cuando la chusca situación o el chiste ocasional estén a la altura de tal cosa. Lo que podría considerarse un gesto acertado en esas ocasiones es guardarse de una manifestación por demás desgañitada; la mesura, no obstante la risa estalle adentro, es el compromiso idóneo; se dice. Si, por el contrario, no es posible reprimir una carcajada, entonces, hay que dar rienda suelta a la risa estentórea y tomarse el estómago con una mano en señal de que en un momento dado la emoción podría desbordarse sin fin. La risa es río revuelto.
2. Recomiendo abstenerse de echar en los bolsillos aquel llavero o pluma que lleva rato abandonado en la mesa de centro o sillón que está a nuestro lado. Si hay objetos que pueden evidenciar ciertas manías cultivadas por horas son ésos que creemos, en un momento de devaneo, insignificantes, minúsculos: llaveros, plumas, encendedores, papeles viejos. Guardarse uno de ésos mientras se echa un ojo al centro de la acción y otro al objeto más cercano, podría devenir posterior detención y encarcelamiento; cuando no una identificación por siempre lamentable de nuestra persona. Más que la ocasión, el objeto hace al ladrón.
3. Recomiendo no externar comentario alguno tras mirar una película cuya lectura haya resultado un tanto complicada. El cine no admite equívocos al respecto. Y los espectadores, menos. Si, para nuestra poca o mucha fortuna, nos vemos enrolados en situación semejante, Tiluy recomendaba que lo mejor era guardar un silencio que incluso se prolongara más de 24 horas. Las imágenes, entonces, pasado ese tiempo, irían revelando un rostro que al principio pasó desapercibido. Y ahí sí, como verdugo de la antigüedad, con capucha en la cabeza, asestar el tajo mortal.
4. Recomiendo caminar por la calle no con la cabeza gacha, sino con los ojos prestos a ir en todas direcciones. El destanteo primero entre los transeúntes ante esta habilidad nos granjeará unas milésimas de segundo que habría que aprovechar en sacar ventaja al momento de aprovechar alguna oferta, para mirar primero un letrero de protesta urbana, para adelantarnos en el salto de los charcos, para poner una distancia considerable al policía que viene detrás nuestro para achacarnos un robo cometido sin violencia, aunque sí a plena luz del día. Escúchese, si no, la fábula-canción de “Los tres hermanos” de Silvio.

“(….) Y yo casi me olvido de sentir sólo pensando en ella. / No sé bien lo que quiero, incluso de ella, y no / pienso más que en ella. / Tengo una gran distracción animada. / Cuando deseo encontrarla / casi prefiero no encontrarla, / para no tener que dejarla luego. / No sé bien lo que quiero, ni quiero saber lo que / quiero. Quiero tan sólo / pensar en ella. / Nada le pido a nadie, ni a ella, sino pensar.”
Fernando Pessoa, “He pasado toda la noche sin dormir, viendo…”

Imagen: cafenpolvo.files.wordpress.com

miércoles, 7 de julio de 2010

Las tuercas memoriosas (2)


A menudo me asalta la duda de si realmente hice lo que momentos antes, según yo, había hecho. Entonces vuelvo atrás para verificar tal cosa: se trata de una especie de juego de comprobaciones paranoicas. Las más de las veces resulta que sí hice lo que, un segundo después, ya dudaba de haber hecho. Es tan grande el abismo de la duda que, quizá por eso mismo, es a la vez imperceptible. Más que un enredo de palabras se trata de un enredo de la memoria, que, tan flamígera y débil, vacila más de lo que debiera. Y achacarle tal condición resulta a la postre infructuoso.
Tras esas desgastantes cavilaciones me pregunto cómo será mi vida cuando los años hagan mella en los activos internos que todavía conservo. La suma, y luego la resta, da un resultado que me amilana, que me derrumba de un solo empellón en un rincón del que, a veces, tardo días en asomar la cabeza, ya no se diga salir de allí. Que la memoria haga agua y se vaya, como toda embarcación que se precie de serlo, a pique en aguas turbulentas, constituye uno de mis más arraigados temores: la cuestión es que pasados los años me voy dando cuenta que en esto no hay marcha atrás; ni antídoto que regocije.
Circula en algunos lugares la tesis de que lo más difícil, y preciado de la vida a un mismo tiempo, es desarrollar la sana habilidad de olvidar: tal adiestramiento tiene por cometido despojar a la mente de cuanta cosa se vaya anidando en nimios recovecos y después produzcan un caos en todos los senderos que se abren y ramifican en la memoria. Un intercambio de toma y daca que se compone de ir recogiendo –y desapareciendo– toda señal inequívoca que conduzca al centro de cada cosa: olvidar, entonces, no es un mérito de la memoria, sino de poner en juego los remedios para no sucumbir ante eso que, filoso, corta toda premura por vivir (mirando hacia delante.)
Escribir cada cosa que se vive, cada situación que se encarna, cada palabra que se pronuncia, cada recuerdo traído desde lejos, cada centímetro de esa distancia que suponen los años, cada ansia por mirar siempre horizontes nuevos, cada sensación que fue despojada de significado, cada espera inútil bajo una luz amarillenta y macilenta, y borronear –hasta desconocer las formas y el mensaje– cada imagen que va definiendo el derrotero por donde se camina; no constituyen éstas, acciones de un avance en la lucha contra la desmemoria, sino, por el contrario, un disponerse a recordar siempre, siempre….

“Sentado junto a la ventana, / a través de los cristales, empañados por la nieve, / veo su adorable imagen, la de ella, mientras / pasa… pasa… pasa de largo… // Sobre mí, la aflicción ha arrojado su velo: / una criatura menos en este mundo / y un ángel más en el cielo. // Sentado junto a la ventana, / a través de los cristales, empañados por la nieve, / pienso que veo su imagen, la de ella, / que no pasa ahora… que no pasa de largo…”
Fernando Pessoa, “Cuando ella pasa”

Imagen: www.trazodetinta.com

lunes, 5 de julio de 2010

El último reducto


Cuando entendemos a cabalidad que un personaje como Sancho Panza le sea fiel a don Quijote entonces comenzamos a caer en la cuenta de una solidaridad que traspasa cualquier límite y minimiza todo tropezón o inconveniente. Y se trata, en este caso, de una solidaridad que más parece una querencia amistosa que otra manifestación del tipo que sea. Sancho, el perseverante escudero, bonachón, siempre huidizo a la reflexión inducida por su amo y presto a la risa fácil, constituye el más claro ejemplo de eso lugar común que aboga por “estar en las buenas y en las malas”. Y vaya que sabe este hombre de malos momentos.
Con ese tipo de personajes –como con Juan Pablo Castel en El túnel, o Ricardo en Beber un cáliz, o el protagonista de Una cuestión personal de Kenzaburo Oé– no queda otra más que ser solidarios: en el sentido de alegrarse cuando, por ejemplo, asume el mando de la isla Barataria, un lugar que de tan irreal le acomoda perfecto al escudero. El premio a la medida para tanta insistencia. De cómo dirige los destinos de la isla se puede colegir que el escudero se rige por el más básico sentido de la justicia: trata de dar a cada cual lo que le corresponde.
El escudero del ideático Quijote va por la vida como esos actores de carpas callejeras: extendiendo la mano, sí, para recibir alguna moneda como reconocimiento de su esfuerzo, pero también para que alguien se apiade de su alma atormentada por tanta diatriba y despropósitos de su amo, preocupado más por salvar escollos y enmendar entuertos que por disfrutar de las disertaciones filosóficas y de vida que el dueño de Rocinante a cada tanto destila. Sancho Panza sabe, más que nadie, que don Quijote no es un soñador, es un héroe cultivado.
La solidaridad aquí mismo es hoy una actitud devaluada: el solidario, por la malinterpretación de las intenciones y el entrecruzamiento de las señales, muchas veces pasa por delincuente, por hippie trasnochado, por rebelde que se deleita en ir contracorriente del establishment. La solidaridad es, sin embargo, el último reducto en el que se arrincona el descreído de un progresismo a ultranza que reniega de las bondades humanas. Y Sancho Panza, con todos sus atributos y disyuntivas internas, encarna al adversario idóneo para topar de frente con el establishment. Y es que la solidaridad se traduce en un gesto casi siempre imperceptible, pero cuyos arrestos dejan una huella honda.

“Como si cada beso / fuera de despedida, / Cloé mía, besémonos, amando. / Tal vez ya nos toque / en el hombro la mano que llama / a la barca que no viene sino vacía; / y que en el mismo haz / ata lo que fuimos mutuamente / y a la ajena suma universal de la vida.”
Fernando Pessoa, “Como si cada beso….”

Imagen: www.cervantesvirtual.com

viernes, 2 de julio de 2010

Acuosidades


Manejar por las calles de una ciudad en la que recién ha caído una tormenta depara horizontes de poco sabor, un tanto ilusorios o de plano sorprendentes. La lluvia tiene la cualidad primigenia de transformar de tajo lo que toca. Apenas el agua se deja sentir y ya las superficies alcanzadas mudan de tono, de sensación, de dimensiones, incluso de forma. Tras ese telón grueso que supone una tormenta –tal como lo mandan los cánones acuosos– se esconde y muta un sinnúmero de presencias y rostros: más allá se abre el reino de lo no visible, que aunque tangible no presenta orillas ni salientes para aprenhenderlo. Se escurre al fin.
La avenida que comúnmente es una línea recta en la que los automóviles surcan las esquinas como si volaran, aparece entonces como un viacrucis con sus catorce estaciones: en cada una hay que detenerse, mirar para todos lados esperando que el agua no traiga costales consigo que abollen el toldo o el cofre y entonces reemprender la marcha. En ese continuo detenerse y avanzar hay contenida una mueca que denota molestia o el silencioso afán de seguir la letra de la canción que toca el radio. Más de alguno se santigua y ora como si de veras el tránsito no fuera otra cosa que un peregrinar religioso.
Las postales más comunes que se encuentran en tales situaciones son encharcamientos atroces que esconden hoyos profundos, semáforos descompuestos, árboles hechos girones venidos al suelo, cables del tendido eléctrico que de improviso montan un cerco en las aceras, multitud de choques por fallo de frenos, imprudencia insomne o fatal maniobra del conductor. La falla en los semáforos es lo que más contribuye a que el tráfico se ralentice: más de alguna luz se olvida de alumbrar al maratón de automóviles que de una forma u otra buscan salir del atolladero, sin importar si con ello se vuelven abanderados autorizados de la descortesía y la ofensa arbitraria y mal encaminada. Sálvese quien pueda.
Si la tormenta en cuestión, sin embargo, viene a despeñarse sobre la ciudad en horas nocturnas, la cosa entonces adquiere una estatura de cataclismo incontrolable: a quien por esos momentos circule por las calles lo embarga una sensación de orfandad comparable a aquélla que nos atiza en el sopor de la soledad. Salir de ese desquiciamiento acuoso no tiene que ver con ir en la misma dirección hacia donde corre el agua como con la noción que se tenga del espacio y el conocimiento del terreno que se va recorriendo. El mapa mental bien trazado en la memoria constituye el tobogán más seguro y eficaz.

“El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que de veras siente. // Y quienes leen lo que escribe, / sienten, en el dolor leído, / no los dos que el poeta vive, / sino aquél que no han tenido. // Y así va por su camino, / distrayendo a la razón, / ese tren sin real destino / que se llama corazón.”
Fernando Pessoa, “Autopsicografía”

Imagen: www.bbc.co.uk/mundo/lg/cultura_sociedad/2010