Al mirar una fotografía sobrevienen otras posibilidades, ésas de las que se carece cuando la memoria no registra más que bultos que, en las horas más largas, no es posible distinguir: una imagen fotográfica es capaz de hacernos sobrevolar por parajes no del todo olvidados pero a los que, en ocasiones, les llega el momento de volverse brumas inescrutables.
Las fotografías, hay quienes lo consideran así, constituyen las más fieles páginas de lo vivido, la explicación a situaciones idas pero aún entrampadas, el más certero colofón de motivos celebratorios o, también se da el caso, el registro de reseñas dolorosas a las que se vuelve con la encomienda de buscar alivio. Una fotografía, por ejemplo, en la que aparezco abrazando a mi abuelo en una Navidad –de las poquísimas que conservo- da cuenta de una querencia que se ha mantenido no obstante su desaparición y el paulatino alejamiento de sus gestos y acentos por ya no repetirse.
Hace unos días le escuché decir a alguien que “una fotografía no es más que el registro de algo que no debería existir”, por una insoslayable restricción: se trata de una imagen efímera; hay algo de cierto en eso, pero al mismo tiempo es una prueba no sólo de lo que existe, sino de lo que cada quien desea que permanezca.
“Olas de luz tu voz, tu aliento y tu mirada / en la dolida playa de mi cuerpo… Un mar de sombra eres, y entre tu sal oscura / hay un mundo de luz amanecido”
Alí Chumacero, “Amor es mar”
Imagen: www.cuartoderecha.com