jueves, 31 de julio de 2008

Fotos


Dicen que una fotografía –o el retrato, como antes la llamaban- es un instante muerto, aunque también dicen que es un recuerdo que, al mirarla, se vuelve una palabra viva que aletea sobre las cabezas. A menudo esas imágenes a veces viejas y gastadas desencadenan otras, ligadas por lo general a los planos más cercanos: evocar se convierte entonces en un poder que no todos pueden administrar, y que algunos pocos lo saben transformar en una espada que desgaja, sin posibilidad de remiendo, la historia personal.
Al mirar una fotografía sobrevienen otras posibilidades, ésas de las que se carece cuando la memoria no registra más que bultos que, en las horas más largas, no es posible distinguir: una imagen fotográfica es capaz de hacernos sobrevolar por parajes no del todo olvidados pero a los que, en ocasiones, les llega el momento de volverse brumas inescrutables.
Las fotografías, hay quienes lo consideran así, constituyen las más fieles páginas de lo vivido, la explicación a situaciones idas pero aún entrampadas, el más certero colofón de motivos celebratorios o, también se da el caso, el registro de reseñas dolorosas a las que se vuelve con la encomienda de buscar alivio. Una fotografía, por ejemplo, en la que aparezco abrazando a mi abuelo en una Navidad –de las poquísimas que conservo- da cuenta de una querencia que se ha mantenido no obstante su desaparición y el paulatino alejamiento de sus gestos y acentos por ya no repetirse.
Hace unos días le escuché decir a alguien que “una fotografía no es más que el registro de algo que no debería existir”, por una insoslayable restricción: se trata de una imagen efímera; hay algo de cierto en eso, pero al mismo tiempo es una prueba no sólo de lo que existe, sino de lo que cada quien desea que permanezca.

“Olas de luz tu voz, tu aliento y tu mirada / en la dolida playa de mi cuerpo… Un mar de sombra eres, y entre tu sal oscura / hay un mundo de luz amanecido”
Alí Chumacero, “Amor es mar”

Imagen: www.cuartoderecha.com

sábado, 26 de julio de 2008

Pasillos


Cuando se camina por los pasillos de un hospital público más valdría ir al frente como caballo de calandria: con la mirada fija hacia adelante, sin ceder a la insana tentación de ir volteando a ambos extremos, hacia los cuartos donde se apeñuscan tres pacientes, uno en cada cama, y demás gente, entre personal médico, vigilantes, parientes, amigos: un ejército de cabezas allí rondando con diligencia, apresurados por la preocupación y la avidez de noticias sobre los enfermos.
El tipo de visiones que se puede uno encontrar en aquellas horrorosas habitaciones, frías, desoladas en sus paredes, estrechas y olorosas a formol llevado y traído, da la idea de un cataclismo al que no se asistió pero del que se sufren las consecuencias: cuerpos maltrechos, dolientes; quejidos en avalancha, higiénicas curaciones y actitudes, miradas extraviadas en techos mal pintados, frases de aliento teñidas, sin embargo, de cierto pesimismo, conversaciones no exentas de melodrama: días desvaídos que se encaraman unos sobre otros y acaban por confundirse.
Otra cosa son los rostros de los pacientes, si se mira bien dan cuenta, aún sin proponérselo, de un sinfín de historias que acabarían por asombrar al más insomne y convencer al más acérrimo incrédulo: los ojos entornados, los labios casi transparentes, el pelo por ningún lado, el gesto deshecho, la dejadez más lánguida: la enfermedad o padecimiento se las arregla para acomodarle una máscara rugosa en el semblante de todo paciente, al punto de que se vuelve irreconocible, casi otro, diríase que se ausenta de sí mismo mientras dura el restablecimiento (en caso de que se dé).
Por todo ello, cuando se transite por esos pasillos llenos de números, vericuetos a veces lóbregos y con un piso a todas horas pasado por trapeador, hay que tener cuidado de no rebasar esa línea imaginaria que nos separa de una especie de ironía pronunciada desde la fatalidad: los que están tras los umbrales de las puertas -inmersos en camas de sábanas verdosas- están impedidos, y no sólo físicamente sino, sobre todo, de poder mirar a todos lados y sonreír sin quejarse de alguna dolencia interna o externa. El que va por el pasillo, en cambio, sonríe -o intenta hacerlo- a pesar de toda dolencia.

"Los mares se han torcido con no poco dolor hacia tus costas, / la lluvia dibuja en tu cabeza la sed de millones de árboles, / las flores te maldicen muriendo, celosas"
Silvio Rodríguez, "En estos días" en Mujeres

(Visité a Topita en el hospital: ya lleva cinco días allí y la estadía tal vez se prolongue; lo que importa, al final, es que se recupere.
En estos días, todo el viento del mundo sopla en tu dirección....)

Imagen: www.cubaforum.devil.it

jueves, 24 de julio de 2008

De pitadas y conjeturas



“…si por la mañana tuviese que decirme hoy no puedo fumar creo que no tendría el valor para levantarme”. Estas palabras, que pertenecen a Hans Castorp, protagonista de La montaña mágica, novela de Thomas Mann a la que André Gide definió como “una novela que ya no es novela porque lleva las posibilidades del género a un nuevo terreno que se trasciende a sí mismo”, le sirven para conjurar las horas de su día: en el cigarrillo comienza a correr su existencia y es la corona misma de todos sus ritos cotidianos.
En “Sólo para fumadores”, cuento que le da título a un libro que en 1987 publicó en Lima el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, deja constancia de lo imprescindible que se volvió el cigarrillo en su vida, no obstante que tras probarlo en la adolescencia se prometió no repetir aquello. La cotidianidad para Ribeyro adquiría sentido al momento, recién había despertado, de fumarse el primer cigarro del día: me da la impresión de que Ribeyro no habría podido sobrevivir –por paradójico que esto parezca- sin el auxilio –sin la gracia- de ese pequeño tubo que parece alargarse con el humo y perderse en el aire.
Oliverio Girondo, por su parte, inmortalizó ese amasijo de papel pulcramente delgado, que puede liarse de manera artesanal y llenarse de todo tipo de hebras, como tabaco o yerba verde, al llamarlo, quizás distraídamente o con toda la intención posible en el énfasis mismo de las palabras: “el colibrí mecánico”: sus aleteos están determinados por el brillo naranja que sacude su punta a veces oscura a veces intocable.
Cabrera Infante, quien fumó puro por muchos años, dividió los siglos por sus hábitos de fumar puro o cigarrillo en Holy smoke: “el puro, el cigarrillo y la pipa no sólo están presentes en la moda, sino que han hecho moda. No se puede concebir el siglo XIX sin el puro, como tampoco se puede concebir el XX sin el cigarrillo”. Las maneras y costumbres de echar humo se atenían, sin importar si más adelante se separaban para no unirse más, en una misma raíz: la imagen de la espesa bruma nicotínica que acompañaba a todo lugar al fumador.
La hipnosis fue para Pitol, y de eso da cuenta en El arte de la fuga, un recurso para dejar el vicio de fumar; primero, en Praga, acudió con “una señora con facultades magnéticas” que le arrancó de tajo su complicidad por muchos años con el cigarrillo con tan sólo pasarle las manos por el cuerpo; después, en México, ya reiniciado su romance con el cigarrillo, el episodio hipnótico devino en una catástrofe interna que hizo revolotear recuerdos que él creía bajo cerrojo.
Hace algunos años me inicié yo en el cigarrillo: mi experiencia se redujo a unos cuantos cigarrillos nada más: mi organismo no se abrió de puertas completas ante el humor y sabor del tabaco como sí lo hizo, por ejemplo, con el café, un hábito que –ahora lo pienso- si me fuera prohibido por cualesquiera razón, no dejaría.

“Sólo morir permanece / como la más inmutable razón, / vivir es un accidente, / un ejercicio de gozo y dolor”
León Gieco, “De paso”

(Hoy hace cinco años, Chica Azul, hoy hace cinco años: la distancia de aquel día al de hoy son cinco años, un tiempo de gracia, sin duda….)
(Este texto aparecido hoy en realidad quise subirlo ayer, pero fallas de luz causadas por una fuerte tormenta me lo impidieron)

Imagen: www.rgs.gov.co/noticias

martes, 22 de julio de 2008

El mal del dr. Jekyll y mr. Hyde


“El que es perico donde quiera es verde”. Cuando la discusión se ha vuelto álgida en torno a la manera de ser o las capacidades de tal o cual persona, se suelta esta sentencia cuyo fin es acallar las dudas o dar cerrojazo a la perorata: “el que es perico donde quiera es verde”; es decir, el que sabe hacer goles en las cascaritas tendrá que hacerlos también en partidos “oficiales”, el que presume de ganar todas las vencidas en el barrio tendrá que derrotar a todo aquél que lo rete sin importar su musculatura, entre tantos y burdos ejemplos.
El viernes por la noche, compartiendo tarros de cerveza con algunos amigos se desató esta discusión: uno de ellos decía, el más aferrado, que sin importar el contexto y los acompañantes, toda persona tendría que comportarse siempre de igual manera, sin considerar si ponía en riesgo su trabajo (en el caso de que estuviera delante de sus jefes) o se aventuraba por caminos nunca antes recorridos en las relaciones amistosas o laborales, con las consiguientes consecuencias: “se le tiene que aceptar como es”. Otro más argumentaba que, atendiendo las circunstancias, el comportamiento podía variar; es decir, “no es lo mismo estar hablando ahorita con ustedes, cabrones, que platicar con mi jefe sobre un proyecto o un aumento de sueldo”. Ante esto, el primero rebatía que, al actuar así, se caía en los terrenos de la hipocresía, pues, ante todo, hay que mostrarse tal cual es en todo lugar, a toda hora y ante todo mundo.
Sin llegar a los extremos de uno y otro, un tercero, que hasta el momento había presenciado el diálogo en un silencio acucioso, dijo que en ocasiones no hay otra opción que jugarle al educado (cuando no se tiene esa cualidad) y que también se daban situaciones en que el trato franco, sin parafernalia verbal era la única vía comunicativa. El primero, ni tardo ni perezoso, objetó que ese modo de proceder también equivalía a mostrar dos caras; el tercero, con un dejo de estupefacción ante lo que el otro decía pero con un aire que indicaba que con lo que iba a decir daba por zanjado el asunto, lo rebatió: “no se pueden mostrar dos caras cuando la intención es honesta y va encaminada a quedar bien en dos frentes distintos”. La ganancia no está peleada con la cosecha aun cuando no sean igualmente proporcionales.
De todo ello concluyo: se puede ser, al mismo tiempo, un dr. Jekyll y un mr. Hyde y, sin embargo, puede llegar el momento en que entre el cambio de uno a otro no medie una pócima.

“El paisaje recobra lentamente / los límites de tu cuerpo, / de tu nombre, amor mío / y esta realidad, / me llena el corazón de pájaros”
Carmen Villoro, “Paisaje marino” –V–, en Que no se vaya el viento

(La costa del Pacífico: la luz verdea… nada entre el cielo y la tierra: sólo altura… la Chica Azul: y su voz que sigue colmándose de aves marinas… Y Césaria descalza con “Sodade”….)
Imagen: www.blogs.hola.com/hongkongblues

jueves, 17 de julio de 2008

Casi como reinventarse



Mucho se ha dicho y escrito respecto a que la niñez es la etapa más maravillosa, la época de los descubrimientos, de los asombros y las mil y una conjeturas. Y también se dice y se repite que imbuidos en los quehaceres propios de la vida adulta olvidamos las sorpresas cotidianas de la infancia, aquellas ocurrencias que hoy nos parecen disparatadas y que, si se corría la suerte de ser descubierto, nos ponían en el paredón de los regaños. No había manera de salir bien librado: las sentencias maternas tienen la cualidad de dejarse venir como chubascos; ni para dónde hacerse.
No obstante el irreversible paso del tiempo, ya siendo grande se tiene la posibilidad de volver a ser niño en el momento que se quiera: sólo basta buscar a ese pequeño que fuimos y sus recuerdos en los adentros. Sí, como emprender un viaje a la semilla –con permiso de Carpentier.
Y es que ser niño y actuar como tal, por otro lado, comporta un misterio: de ésos que dan pie a la perplejidad ante la falta de explicaciones cuando, por ejemplo, se les ve jugar por horas con el palito de la paleta de hielo o la tapa del garrafón de agua; de esos misterios insondables que por más que se les dé vuelta no se les halla cuadratura.
Otra cosa es, sin embargo, jugar a la pelota, porque jugar a la pelota –permítaseme la disertación- es casi como reinventarse: porque allí todo es alegría, porque todo cuanto acontece viene precedido por el deslumbramiento, porque la imaginación pasa a convertirse en una palabra propia, porque, sin sospecharlo, se va forjando un sentido de identidad y pertenencia a ese mundo que se construye sin demasiado esfuerzo.
Reinventarse es sencillo: basta jugar a la pelota con un niño que recién aprendió a correr, como hace dos días, para fortuna mía, lo hice con Bebesito en una noche que vino azul: el alumbramiento se dio cuando corrí tras la pelota para impedir que un auto que pasaba por la calle en aquel momento le pasara por encima.

“Y tú, caminando, / lo iluminas todo; / los cinco minutos, / te hacen florecer”
Víctor Jara, “Te recuerdo, Amanda”

(Y sigue la voz colmándose de aves marinas….
El aguacero que cayó la madrugada de ayer hiló una vicisitud más a las que ya había traído el actual temporal: se inundó el vestíbulo, el pasillo y el inicio de la sala.
Ahí se los dejo: 650 mil focas autorizó matar el gobierno canadiense este año. La piel de ese animal se ha convertido en la codiciada perla del mercado negro: se comercializan ahí, por lo menos, un millón de unidades; es decir, 350 mil por encima de las oficiales. Además, se supone que las 650 mil están reguladas y etiquetadas. ¿Estamos hablando entonces de un millón 650 mil focas sacrificadas anualmente?)

Imagen: www.bbc.co.uk

martes, 15 de julio de 2008

Días idos, días traídos


Recuerdo que en la preparatoria, más allá de cuarto semestre, una compañera dijo que desde hacía más de cinco años llevaba un diario: de inmediato la emparenté, incluso en su aspecto físico, con la mítica y pobrecilla Ana Frank, cuyas páginas escritas de su puño y letra constituyeron un invaluable primer acercamiento con el dolor del holocausto.
Xavier Velasco ayer escribía en Público que de pequeño escribía un diario, pero que en un momento de lucidez y debilidad se deshizo de él: “lo quemé antes de que me quemara”, pues por aquella época sólo las niñas eran asiduas a escribir un diario; nada más rosa como aquello de: “Querido, Diario….”.
Mi compañera que, por cierto, era fanática de las historias garciamarquianas –en un cumpleaños me obsequió Relato de un náufrago-, acusaba una personalidad más que silenciosa un tanto obcecada: no cruzaba palabra con más de dos o tres compañeros por la seguridad de que perdía el tiempo –yo me contaba entre esos tres compañeros suyos-, y nunca gastó una participación en clase sin antes asegurarse de que no iba a decir un disparate. De todo ello, entonces, se puede colegir que escribir un diario le daba las armas necesarias para hablar hasta por los codos sin pronunciar palabra alguna: lo mejor que uno puede decir, aseguran algunos, es aquello que se deja escrito.
Llevar un diario equivale, más que a dar cuenta de todos los pormenores de lo sucedido en el día a día, a encomendarse a una memoria que no es volátil, a una memoria que, a las primeras de cambio, no le será posible traicionar aquello que la ha constituido a lo largo del tiempo: los sucesos consignados, los nombres ahí inmortalizados, las fechas y anécdotas dignas de describirse y, por lo tanto, conjuradas a repetirse en la medida en que les sea posible, tras una lectura en el futuro se investirán como cosas deslumbrantes, como señal inequívoca de que recordar, más que volver a vivir, es disfrutar lo evocado con la certeza de lo irrepetible.

“El niño que yo fui juega contigo, / se esconde en un rincón, / el tiempo entre los rieles de un camino, / la risa entre los rieles de un vagón.
Rolar con un amigo, / crecimos al vapor / robando luz al sol, / atracando luz al sol”
Betsy Pecanins (interpreta), “Robando luz al sol” en Recuento (disco 2)

(Ahí se los dejo: la Fundación para la Prevención de Residuos, en colaboración con el Departamento de Medio Ambiente de la Generalitat, en Cataluña, la semana antepasada celebró el “primer día sin bolsas de plástico”, a fin de fomentar el no uso de este tipo de bolsas. Incluso planean ir más allá: lograr la prohibición total de la distribución de bolsas de plástico, como ya se ha anunciado que se hará en China y Francia. “Quizá el plástico no sea el problema. El desafío está en la reutilización y el reciclaje”.)


lunes, 14 de julio de 2008

"Tú tienes cara de...."


Lo que uno menos piensa, cuando se va por ahí, es que en algún momento y en cualesquiera lugar, alguien salga con aquella sentencia que a estas alturas todavía no me puedo explicar: “tú tienes cara de….”, “tú tienes cara de que te gusta….”.
Y entonces sobreviene una avalancha de cuestionamientos internos que pugnan por dar claridad a esos latigazos oscuros que suscitan esas palabras venidas de quién sabe dónde: ¿cómo se habrá percatado de que tengo afición por los pericos australianos?, ¿acaso mis ojos delataron mi inclinación por las peceras de colores?, ¿en mi semblante cejijunto descubrió que desde niño rompo a gritar y patalear si la calificación de toda materia no tiene como mínimo un nueve?, entre tantas otras cuestiones que nos toman por asalto.
La más férrea personalidad se ve sacudida ante tales dictámenes acuciosos: no son pocos los que van por la vida endilgando etiquetas de cualidades y modos de ser a las personas, repartiendo a diestra y siniestra (a veces con actitud siniestra) sin considerar por un momento que pueden provocar un cisma interno o echar por tierra el desvelo de una nueva personalidad fraguada por largo tiempo.
Hay quienes, incluso, lanzan estos anzuelos (“tú tienes cara de….”) con un desparpajo que no puede sino provocar temor en el aludido; es decir, ha sucedido, por ejemplo, que más de alguno recibe un “tú tienes cara de….” de parte de alguien que apenas conoce, que no tiene más de una semana de tratarlo –por encimita-, que es su nuevo compañero de trabajo o que, de plano, nunca había visto en su vida —salvo esa vez.
Ahora, ¿en qué se basan estos aventurados engendradores para prodigar, sin reparos ni mezquindad, las más diversas personalidades y una larga lista de atributos? La cuestión, si se me permite anotarlo, no es que atinen o yerren en sus decisiones, sino en el proceso de desdoblamiento y conocimiento que, en algunos, arranca en el justo instante en que le dicen “tú tienes cara de….”.

“Buenos días día / Buenas noches noche / El sombrero del día se levanta hacia la noche / El sombrero de la noche se baja hacia el día”
Vicente Huidobro, “Noche y día” en Ver y palpar

(Ahí se los dejo: el viernes pasado, sobre la av. López Mateos sucedió una escena que hay que guardar para la posteridad: algunos pasajeros de camión urbano defendieron al chofer de un agente de vialidad y acabaron recluidos en La Curva; el asunto sucedió de este modo: una unidad de la ruta 24 circulaba por esa avenida cuando un agente vial, a pesar de estar la luz en rojo del semáforo le indicó al chofer que siguiera; una cuadra más adelante lo detuvo otro agente con la intención de multarlo por pasarse el alto. Sin considerar las atenuantes que esgrimía el conductor, el azul procedió a multarlo; entonces, de la unidad descendieron algunos pasajeros para interceder en favor del chofer; el resultado: dos de los usuarios de la ruta acabaron tras las rejas en La Curva y el camión fue llevado al corralón porque el conductor se negó a mostrar la documentación que el agente le requería. ¡Qué mala leche!)

viernes, 11 de julio de 2008

Lides sobre el pasto


Hace casi dos semanas España se alzó como campeona de la Eurocopa celebrada en Suiza y Austria. Los vientos renovados del buen futbol, para beneplácito de todos aquellos que pregonan que el mejor futbol se practica en el viejo continente, se pasearon por los estadios austriacos y suizos; claro, salvo contadas excepciones –como la misma Alemania que accedió a la final del certamen, y esto lo digo yo, sin merecerlo; las selecciones alemanas que compiten en torneos internacionales de algún modo se las arreglan para acceder a las rondas finales: “respaldada por su historia de equipo grande”, se congratulan en afirmar algunos comentaristas y más de algún aficionado; yo objetaría que las más de las veces el azar les muestra su mejor lado para cosechar algunos triunfos que ni por asomo les hubieran pertenecido-. Al final, vestirse de hombres de trucos en pantalón corto para llevar el balón al fondo de la portería sigue siendo, con mucho, más que un acto de fuerza y una acción desarticulada.
España, desde aquel primer partido en que vapuleó a un equipo ruso, que después tendría la oportunidad de reivindicarse ante la Furia Roja, al que le metió cuatro goles en un santiamén, dio muestras de que la sed por quitarse ese estigma del “equipo del ya merito” no sólo se lo habían forjado como propósito, sino que cada acción, desde la banca y sobre el césped, estaba encaminada a conseguir el campeonato, sin importar las vicisitudes que se presentaran en el camino.
No me congratulo del triunfo de España sino por una sola razón: el futbol que desplegó en los seis partidos que disputó (de los cuales ganó cinco y empató uno –con Italia, a la que superaría en la ronda de penaltis-) dejó buen sabor de boca, se trató de un juego no mecanicista sino aventurado y preciosista en ocasiones, no exento de improvisación y bien construidas jugadas; un futbol que, por ejemplo, no se vio en el mundial pasado celebrado en tierras germanas.
Alemania, como el equipo mezquino que es ahora, porque no siempre ha sido así, se quedó en la orilla: en la semifinal dieron su mejor juego ante los turcos, el equipo gitano del torneo que, dicen algunos, habría contribuido a que se diera un juego espectacular en la final en caso de haberse enfrentado a los españoles; cosa que no sucedió entre los teutones y los ibéricos.
Más de algún comentarista y crítico, con aire de sapiencia absoluta, dice que si a la Eurocopa se le sumarán Argentina y Brasil se trataría de un Mundial de Futbol: esto es aventurado y minimiza los esfuerzos de otros países por sobresalir; se juega excelente futbol en algunos países sudamericanos, pero en particular el argentino es agresivo y no tiene mucho de sobresaliente, como si sucede en tierras cariocas.
En fin, España le propinó unas cuantas bofetadas de guante blanco a todas aquellas federaciones de futbol y entrenadores, que pugnan por un juego cuadrado, mezquino y temeroso: los pupilos de Aragonés siempre se mostraron dispuestos a sorprender con el balón, a deleitar las pupilas de los espectadores, a devolver al futbol la cualidad de espectáculo que perdió durante algunos años en competencias internacionales. Y como dice Galeano, “no importa el equipo que lo despliegue, el buen futbol siempre se agradece”.

“Fueron a cazar guitarras / bajo la luna llena. / Y trajeron ésta, / pálida, fina, esbelta, / ojos de inagotable mulata / cintura de abierta madera. / Es joven, apenas vuela”.
Nicolás Guillén, “Guitarra” en El gran zoo

(Según supe, Bebesito ha pasado de ser Bebesito Valiente a Bebesito Bailador: esto de la genética siempre se las arregla para dotar de cualidades a las personas.
Y tu voz se colma de aves marinas….
Ahí se los dejo: de entre las 250 mil y 500 mil mujeres y niñas que sobrevivieron a la violación y otras formas de violencia sexual durante el genocidio de Ruanda en 1994, 7 de cada 10 viven ahora con VIH.)
Imagen: http://www.hard-h2o.com/

jueves, 10 de julio de 2008

Páramo en la lluvia


Su cabello lucía completamente blanco. Y el bigote y la barba también blanqueaban. Descendió de un automóvil en Chapultepec, bajo la lluvia; sacó un paraguas negro y se encaminó hacia la puerta de la Joseluisa. Antes de ingresar sacudió las gotas del paraguas cerrándolo y abriéndolo alternativamente por unos instantes. Apenas cruzó el umbral lo saludó Jorge Esquinca: llevaba un traje oscuro, corbata azul y camisa y pañuelo amarillos. Era Fernando del Paso, quien encabezaría la lectura de poemas en voz alta de Alí Chumacero, para celebrar su nonagésimo cumpleaños.
Por la mesa de lectura, inaugurada por el mismo don Fernando, pasaron poetas y escritores locales; un día antes, mediante correo electrónico, yo me había anotado para participar del lado del “público en general” en la lectura en honor de don Alí. Me correspondió uno de los tres poemas –según críticos y escritores– mejor logrados del poeta nacido en Acapaneta en 1918: “Monólogo del viudo”.
El autor de José Trigo cerró la lectura, casi una hora después, cuando dio voz, según palabras del mismo Esquinca, al más conocido y mejor poema de Chumacero: “Responso del peregrino”. Antes de iniciar con “Responso…”, del Paso pidió que los aplausos finales fueran para todos los lectores participantes, para los escuchas y, sobre todo, para el cumpleañero que, por motivo de que en la librería Rosario Castellanos del D.F. le rendían otro homenaje, no había podido asistir.
Un copa de vino tinto –servido en vasos desechables– fue el cerrojo de una noche de lluvia insistente, en la que la voz (de del Paso) y los poemas (de don Alí) fueron la vía de un abrazo fraterno: “desde aquí le mando mis felicidades”, dijo del Paso casi al final.

Hoy me permitiré, por este doble motivo: el cumpleaños de don Alí y la lectura pública de una veintena de textos poéticos suyos, transcribir su “Poema de amorosa raíz” contenido en Páramo de sueños (1940):

Antes que el viento fuera mar volcado,
que la noche unciera su vestido de luto
y que estrellas y luna fincaran sobre el cielo
la albura de sus cuerpos.

Antes que luz, que sombra y que montaña
miraran levantarse las almas de sus cúspides;
primero que algo fuera flotando bajo el aire;
tiempo antes que el principio.

Cuando aún no nacía la esperanza
ni vagaban los ángeles en su firme blancura;
cuando el agua no estaba ni en la ciencia de Dios;
antes, antes, muy antes.

Cuando aún no había flores en las sendas
porque las sendas no eran ni las flores estaban;
cuando azul no era el cielo ni rojas las hormigas,
ya éramos tú y yo.


Imagen: www.jornada.unam.mx

martes, 8 de julio de 2008

No cumpleaños


Cuando se cumplen años se experimenta una doble sensación que, a su vez, desemboca en una doble tiranía –máxime si el cumpleaños viene dos veces por año–: las sensaciones –que no es posible colgarles una etiqueta de exclusividad– tienen que ver con una perspectiva de distancia, es decir: cuando cada 365 días llega la fecha conmemorativa de nacimiento se ha de optar por una de dos: o con un dejo de desgana se acepta que se acumulen años o se restan si se piensa en la estrechez de la vida, y en esto cada quien elige la opción que mejor le viene; pero esa distancia no es medible ni cuantificable por ningún flanco: ni el metro, ni el satélite lunar, ni las medidas de peso –parafraseando a Armando Rosas– sirven para tal cosa. Cumplir años, entonces, abre un abismo del que, al volver la vista, es imposible regresar, no hay manera alguna de desandar las huellas que se van dejando; no hay vuelta de hoja: los cumpleaños –diríase los años idos– se han hecho a la mar en una tarde embravecida, han abierto una distancia insalvable.
Y la doble tiranía no es otra cosa que un orgullo primerizo y un poco alocado o la languidez por la progresiva desaparición de la fuerza física o la certeza de que no se ha aprovechado al máximo la existencia: entregarse a cualquiera de estas dos condiciones equivale a amarrarse a un grillete y vagar por días sin salida promisoria, incluso uno se puede ver implicado en un devenir errabundo, cuyo desenlace, para qué negarlo, tiene lugar más pronto que tarde y sin previo aviso: el golpe, el marrazo, como en la testa de la res en años pasados, es mortal.
Esto viene a agudizarse si se considera que hay quien, insisto, festeja dos cumpleaños al año, y ése que lo hace no dispone más que de una sola salida: sumarle un año a su edad no obstante que, en el fondo, desearía con todo restarle, y no precisamente por no acumular y comprobar que los dedos no le alcanzan para contarlos, sino por ese absurdo temor de estar envejeciendo.

“Qué tibia pluma y mansa luz / tu cuerpo como un árbol, / como un árbol gritando, / con tanto poro abierto, con tanta sangre / en olas dulces elevándose”.
Isaac Felipe Azofeifa, “Itinerario simple de tu ausencia –ch–” en Trunca unidad

(Ahí se los dejo: en España un tipo mató a golpes a un bebé de once meses porque, él “jugaba muy concentrado”, le hizo perder una vida en un videojuego.)

Imagen: marcoshistory.blogspot.com

viernes, 4 de julio de 2008

Primeros trazos


No hace mucho tiempo que la Rendidora Sabelotodo aprendió a escribir su nombre: y como una plaga, en silencio y con los dedos atropellados lo escribía en todo aquello que estuviera a su alcance: en un pliego de periódico, en el recibo del agua, en un sobre inservible, en cuadernos de apuntes de su hermano, incluso en alguna pared o puerta.
La escritura es una de las primeras maravillas que descubrimos siendo niños: es un ejercicio en sí mismo emocionante y que practicamos desde que aprendemos nuestras primeras letras en la primaria –ahora algunos salen del pre-escolar ya sabiéndolas–. Apenas somos capaces de esbozar algunos deletreos, mediante la práctica de nuestra incipiente y tropezada lectura a los seis o siete años, y ya estamos propensos a leer y escribir lo que escuchamos o vemos: un enorme letrero publicitario nos rebasa los ojos, aquel cartel que pende en la parada del camión parece hipnotizarnos, las letras que aparecen en los comerciales de televisión traen sorpresas, las etiquetas de todo tipo de frascos, envases y botellas; es decir, primero la voz y luego el lápiz se convierten en los vehículos por medio de los cuales transformamos esos apurados deletreos en rastros faltos de caligrafía y casi ilegibles, pero de ese modo entablamos contacto con el entorno que es causa de nuestro asombro, nos empapamos de la realidad cotidiana y ponemos al tanto de nuestra presencia a quienes nos rodean.
Apenas aprendemos a escribir, ya sea apurados por la consigna del cumplimiento de la tarea de nuestras primeras clases o guiados por la sensación triunfante de ver escrito el nombre que nos pusieron –¡si por lo menos hubieran visto la cara de la Rendidora cada que (mal)escribía su nombre!– pasamos a formar parte de este mundo, pero también de otro, ése que se descifra por medio de la lectura: el mundillo escrito.
Ese mundo con el que cada día nos vamos identificando mediante imágenes y vivencias tanto corporales como afectivas, ese mundo al que no se puede renunciar porque apenas hemos terminado nuestras primeras letras –sea cual sea la intención– ya cargamos con esta encomienda no exenta de polémica y no del todo inexpugnable: nadie escribe para sí mismo, sino para los demás.

“Cada poema un paso hacia la muerte, / una falsa moneda de rescate, / un tiro al blanco en medio de la noche….”
Álvaro Mutis, “Cada poema” en Los trabajos perdidos

(Ahí se los dejo: antier, durante su visita a la Basílica de Guadalupe, al candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos John McCain se le instó a colocar un arreglo floral a la Virgen de Guadalupe, a una altura de metro y medio: esto no tendría nada de extraordinario salvo que McCain no puede levantar los brazos desde hace 40 años porque sus captores vietnamitas –fue prisionero de guerra– le rompieron los hombros dañándolo irreparablemente. Lo hizo. El esfuerzo fue colosal. “Es hora de buscar los votos hasta debajo de las piedras”.)

Imagen: mikelizal.blogspot.com

jueves, 3 de julio de 2008

Historia ¿ficticia?


En un restaurante presencié esta escena:
En la mesa de al lado, en la que se hallaban sentados cuatro comensales, hacía un buen rato que se discutía el siguiente asunto: “Pero no me haces caso nunca, te dije que fuéramos al otro restaurante, allí por lo menos no se tardan tanto en servirnos”. “Sí; pero aquí la comida es mejor”, “Y también más cara deberías agregar”. “Bueno, ¿quién te entiende?, ¿qué prefieres, pagar poco y comer mal o comer bien aunque salga un poco gravoso?”. “Prefiero comer en casa, pero tampoco hoy preparaste nada”. “Es imposible hablar contigo, siempre estás cuidando los pesos”, “Pues, claro, para eso me parto el lomo”…. “Ya, ya; hijos, ¿ya vieron la carta, qué van a pedir?”.
Los dos adolescentes, que hasta entonces se habían limitado, como si estuvieran presenciando un partido de tenis, a seguir la pelota de la conversación de un lado a otro, se miraron y uno de ellos, antes de responder, chasqueó la lengua; dijo: “Mejor vámonos, mami, porque luego papá va a echar una mosca o una cucaracha en mi plato y me pedirá que grite para que él pueda llamar al mesero”. El otro, que casi podría jurar que era su gemelo, hizo una mueca cómplice. Y sin esperar aprobación de sus padres, los dos adolescentes enfilaron hacia la salida. El tipo, al que de súbito los colores se le habían subido al rostro, pesadamente se puso de pie y caminó detrás de su mujer; en ese momento pude ver que, literalmente, llevaba la cola entre las patas.
Más allá de lo inverosímil de la escena –porque algo tiene de eso–, me pregunto: suponiendo que el tipo, deduciéndolo de lo que dijo uno de los muchachos, iba preparado y dispuesto a realizar tal cosa como en ocasiones anteriores, ¿qué fue lo que hizo que se echara para atrás? No encuentro respuesta, sólo una imagen: el rostro, entre desolado y rabioso, de su mujer.

“Mujer. Mujer y palomas. / Mujer entre sueños. / ¿Nubes en sus ojos? / Nubes sobre sus cabellos”.
Joao Cabral de Melo Neto, “La mujer sentada” en El ingeniero

(Ayer por la noche la hice de pintor de brocha gorda: ¿quién dice que un beso, un abrazo, algunas palabras, una sola mirada, una cerveza, un vaso con agua, un trago de vino, incluso un poco de arroz con leche no es la mejor remuneración a tan agotadora tarea?
Ahí se los dejo: en la semana anterior recibimos la grata noticia de que, por ley, tendremos que separar la basura. La Semades será la instancia encargada de distribuir las bandas de colores para pegar a las bolsas y saber qué tipo de residuo habrán de contener. Incluso se ha proyectado pedir a los establecimientos que las bolsas en que venden sus productos sean de esos mismos colores. ¡Enhorabuena!)

Imagen: http://www.iesgrancapitan.org/

miércoles, 2 de julio de 2008

Sombreros (1)


Mi padre jamás usó sombrero. Incluso su cabeza casi calva jamás lució alguna prenda; salvo aquella ocasión en que trabajó de peón de albañil en la construcción de la casa de mis tíos. Eso lo recuerdo con nitidez: gracias al sol la cal brillaba en el pañuelo rojo que se amarró a la testa luego de que mi madre se lo pidiera hasta el cansancio. Y es que su peinado de tres picos –con limón se levantaba el pelo en tres direcciones distintas– le impedía llevar sombrero. En casa no había un perchero, ni un clavo grande donde mostrarlo a las visitas, ni un lugar donde pudiera estar guardado: alguna vez abrí su ropero con la seguridad de que ahí estaría, en la parte alta, reluciente, todavía envuelto en plástico, como en espera de verse adornando alguna cabeza. Ni rastro. Tras aquella pesquisa concluí que mi padre alguna vez llegó a usar uno, y que se entristeció tanto al extraviarlo que decidió ya no comprar jamás otro.

“No es fácil explicar la relación de un hombre con su sombrero. Es un objeto que siempre va a estar ahí, muy cerca de la cabeza”.
Luis Humberto Crosthwaite, Idos de la mente

(El fragmento arriba escrito pertenece a un texto que fue publicado hace tiempo en "El Tapatío", bajo el título "Ahí va, y lo lleva de lado"; que habla sobre el uso del sombrero en mi familia.
El lunes murió el músico Ángel Tavira, protagonista de la película El violín, tan premiada alrededor del mundo.
Ahí se los dejo: el ejército colombiano ha asestado un durísimo golpe a las FARC con la liberación, tras seis años de cautiverio, de Ingrid Betancourt, en una espectacular operación en la selva en la que también han liberado a otros 14 rehenes. Al aterrizar en Bogotá, la excandidata presidencial ha prometido “seguir luchando por la libertad de los que quedaron cautivos” –reseña El País en su edición vespertina–.)

martes, 1 de julio de 2008

Las bellas durmientes


Un viejo, uno de cuyos temores es la senilidad como un atributo deleznable, por mediación de un amigo, siempre de noche, visita una casa a la que volverá tres o cuatro ocasiones más, no obstante su propósito de ya no hacerlo tras su primera vez. Es acosado constantemente por su mengua física y por el pasado, al que regresa siempre movido por un hecho presente que acciona el mecanismo de los recuerdos.
Este hombre tiene cuatro mujeres, es decir, su esposa, que aún vive, y tres hijas, todas ya casadas. Sin embargo, animado por lo que le cuenta su amigo, se presenta en aquella casa que guarda misterios y por sí sola es un enigma: a aquel lugar, como en otros tantos desperdigados por el mundo, se va a estar con mujeres, con una pequeñísima salvedad: todas las féminas que aguardan en las habitaciones de aquella casa siempre están dormidas –narcotizadas- y siempre desnudas bajo mantas y sábanas. A ese sitio, que es regenteado por una mujer, sólo pueden asistir hombres cuya primera exigencia es que sean seniles. El propósito entonces, se desprende, es procurar la compañía, pero se trata de una compañía un tanto extravagante: ¿qué tanto acompañamiento puede dar quien está sumido en un profundo sueño, quien no esgrime palabra alguna, quien ni siquiera, por la mañana, sabrá quién durmió a su lado, quién atravesó la noche de su mano?
Asaltado por un sinnúmero de preguntas sobre aquellas muchachas drogadas, sobre el propósito que persigue aquella casa –que mantiene, por otro lado, reglas estrictas en cuanto a comportamiento y servicios-, sobre el tipo de ancianos que la visitan –nunca este visitante pudo ver a otro cliente del lugar-, sobre la pretensión de pasar tiempo con aquellas mujeres que no brindaban más que una desnudez a veces tenebrosa por la inmovilidad y el silencio, este hombre, a veces inconsciente y en otras tantas empujado por la curiosidad y el anhelo de saberse todavía vivo, pisó esa casa en cuatro o cinco ocasiones. A lo largo de sus visitas, más que apropiarse de aquel cuerpo endeble y a modo, siempre tuvo el impulso de estrangular a la mujer en turno, pero lograba reprimir aquel arranque. Mas en su última visita sucede un hecho que desencadena otro que ya no puede pasar por alto. Mientras era presa de una diatriba que consistía en dejar de asistir o seguir frecuentando el lugar, una mañana se pasma ante un hecho que rebasa los alcances de su comprensión. El final del asunto y demás pormenores, además del relato en sí con todos sus atributos y líneas de corte erótico, queda para el lector que se anime a hincarle el diente a La casa de las bellas durmientes, novela corta de Yasunari Kawabata, un escritor japonés que recién descubrí tras comprar este ejemplar en un tianguis de la ciudad.

“La gota que derrama el vaso tiene muchas veces la forma de un escupitajo”
Luigi Amara, “Instantánea de la provocación” en El ala de la imbecilidad

(Ayer, por fin, después de algunas semanas, pude ver a Bebesito: me visitó en casa y la recorrió como lo hacen los niños: con los ojos tan abiertos que comprendí que incluso una planta puede arrojar destellos en la más llana oscuridad.
Quizá se me pueda reprochar que ya conté toda la historia de La casa de las…. Sin embargo, no es así: a menudo, como lo decía el maestro Arreola, la distancia más corta entre un punto y otro no es la recta… sino la lectura –agregaría yo.
Ahí se los dejo: en Holanda existen cafés en los que los clientes pueden fumarse un porro, un cigarrillo de marihuana. Pero sucede que en estos días se ha aprobado en ese país la prohibición de fumar en lugares públicos: pero, cabe objetarlo, no prohibieron la marihuana como más de alguno podría pensarlo, sino el tabaco. ¿De qué clase de sociedad avanzada estamos hablando?)