lunes, 25 de agosto de 2008

Lo que hay detrás


“Cuando vas en el tren, ¿te has fijado en los rostros de los pasajeros?”, me dijo alguna vez Susana, cuando íbamos de la prepa a su casa en una de esas mañanas en que sentíamos que en la escuela perdíamos el tiempo: no había semana en que por lo menos en un día se suspendieran clases, ya fuera por fiestas de bienvenida o despedida, por el día del estudiante, por el del maestro, la semana cultural, la semana deportiva, elecciones internas, exámenes de nuevo ingreso, etcétera; el concepto de fiesta en ese tiempo, quiero recordarlo aquí, comprendía “renta de sonido” y “chelas”. No les daba para más a las mentes pensantes del Comité (con mayúscula por aquello de que, en realidad, se trata de un misterio que da para pensar en una organización secreta, cuyos miembros y adeptos se mueven con total sigilo).
Volviendo a esa cantidad de gente con la que a diario nos topamos pero que de ella nada sabemos, recuerdo que Susi agregó: “a veces me pongo a pensar en que detrás de esas caras se esconden un sinfín de historias que, de saberlas, seguramente nos espantarían o nos asombrarían”. Hace un rato, mientras miraba un programa en el televisor, se apoderó de mí esa desazón que, por otro lado, se antoja como una pretensión descabellada: si se hiciera, por ejemplo, el ejercicio de detenerse en alguna esquina y se tratara de escudriñar en las posibles cosas que cada transeúnte lleva en su interior, el asunto daría para escribir todas las páginas del mundo: sería como tratar de inflar un globo aerotástico con el soplido de un pequeño que apenas balbucea.
El desconocimiento del mundo, como tal, es abrumador, pero es todavía más abrumador tener la certeza de que esa ignorancia no podrá ser nunca aliviada: lanzarse, con los medios que fuesen, a realizar tal hazaña no traería por sí misma satisfacciones, sino una inacabada tarea que se prolongaría a distancias para nada calculables, y mucho menos conocidas. Lo mejor, después de todo, es dejar que esas historias sigan su propio curso.

“El puerto que sueño es sombrío y es pálido / y a este lado el paisaje está lleno de sol… / Pero en mi espíritu el sol de este día es un puerto sombrío / y las naves que zarpan del puerto son esas naves al sol.”
Fernando Pessoa, “Lluvia oblicua”

(En tanto los días se empeñan en agrandarse, tu voz sigue colmándose de aves marinas….
Ahí se los dejo: Insisto en el asunto: el parámetro de las Olimpiadas no tendría que ser la disputa de medallas. El movimiento olímpico encarna otras cosas que, así sin más, han sido relegadas.)
Imagen: www2.lavoz.com.ar

miércoles, 20 de agosto de 2008

A menudo pienso en eso


A menudo pienso en eso: y por más vueltas que le doy continúo así, girando sobre el mismo eje, sin avanzar ni pa’tras ni pa’lante, como lo canta el maestro Zitarrosa. Pensar demasiado en algo no precisamente acaba por aclararlo; al contrario, en ocasiones aquello que se piensa se vuelve algo neblinoso, como si una desorientación se materializara (y si es que esto fuera no sólo posible sino pronunciable).
Lo que se piensa a veces tiene tantas posibilidades que se podría vislumbrar como un tronco mil veces ramificado: las opciones, a la mano o aquellas no tan a la mano, no terminan por definirse, antes bien parecieran ladrillos que se trenzan unos con otros con la intención de convertirse en una muralla, rocosa, con aires de que nada podría echarla abajo.
Y eso que pienso —eureka: ahora tengo una certeza— no es más que un remolino ante el cual no hago más que dejarme llevar: pero pronto me doy cuenta de que a donde me conduce no es un lugar precisamente de aguas tranquilas, claras o luminosas; se trata de un espacio al que no es posible hallarle cuadratura y que, sin temor a equivocarme, nadie ha podido señalarle salida alguna: entre más me adentro la sensación de sentirme engullido crece con pretensiones que amenazan con rebasar todo límite.
Así de peligroso puede ser el pensar: y más cuando aquello que se piensa se vuelve un tema recurrente, no hablado sino una masa que se solaza en ese cielo nebuloso de la cabeza. Eso que a menudo pienso, por más que quisiera, no tiene otra manera de asirlo, de aprehenderlo, de tomarlo por el cuello y apretar hasta volverlo lánguido: lo pensado solamente, como una condena inapelable, puede ser pensado, y esto adquiere un aire de verdad absoluta si tomamos en cuenta que lo que cada quien piensa no siempre acaba fuera de la cabeza, se queda allí, rezagado, colgando de la nada, arrinconado, condenado a no salir a tomar el fresco.
Y entonces el elote se desgrana y asoma la mazorca: los pensamientos tienen la extraña cualidad de repetirse infinitamente si no se les pone un alto, si no se les sale al paso y se les corta de tajo toda emoción decidida a multiplicarse.

“Carito, yo soy tu amigo, te ofrezco árbol para tu nido. Carito, suelta tu canto, que el abanico de mi acordeón lo está esperando”
Pablo Milanés, “Carito”

(Este blog no había sido actualizado por motivos tan disímiles como inadmisibles: así que perdóneseme mi falta de escritura, nada más que mi falta de escritura.
La Chica Azul ha estado continuamente: sus olas vienen y me dejan, aún cuando ya se haya ido, su sombra, que me hace compañía mientras aparece de nuevo en el horizonte de mi ventana.
Ahí se los dejo: ¿quién puede reprocharle a México que hasta el momento sólo haya conseguido dos medallas: una de bronce y una de oro en las Olimpiadas? ¿Quién? ¿Quién osará hacer eso? Desde esta esquina puedo aventurar que: nadie tiene derecho a hacerlo.)


lunes, 11 de agosto de 2008

El juego


Tan de moda en estos días el juego, puesto que las Olimpiadas se nutren de éste en sus distintas disciplinas, ¿qué es? El juego, y nos referimos, por supuesto, al juego organizado, al que es ejecutado por atletas de alto rendimiento -pelotones de mujeres y hombres que se vuelven ágiles y fuertes en solitario para probarse a sí mismos ante estadios repletos y extasiarse con los vítores y los aplausos que bajan en oleadas a la pista de tartán, a la alberca, al gimnasio, a la duela, al ring, etcétera; porque “…no hay juego sin público. Pero el verdadero público en realidad jamás va a ver jugar, sino que a ver ganar a su equipo y, en ocasiones, ni siquiera eso: va a ver perder al otro equipo”, apunta Juan Nuño en “Teoría de los juegos”. -Permítaseme apuntar que un amigo, lo ha confesado no una vez sino varias, se dice más satisfecho cuando pierde el acérrimo rival de su equipo favorito que cuando éste gana.
El juego tiende a ser, sea cual sea éste, una representación de la realidad, nunca la realidad como tal; es decir, el juego, a partir de ciertas condiciones, habrá de escenificarse y, al final, arrojar algún resultado; sin embargo, el juego, engrandecido y vilipendiado a la vez, también puede no ser más que un ejercicio de potestad del más fuerte para con el menos poderoso: la diferencia entre los participantes o competidores –hoy la competencia rige toda partida o secuencia eliminatoria- no es otra cosa que el endilgamiento de una etiqueta según la cual se gozan de privilegios o de un pronto olvido: vencedores y derrotados, cuerpos erguidos o cabizbajos, palabras halagadoras o frases de conmiseración.
“…en la práctica, todo juego se reduce a competencia, es decir, a lucha, esto es, a esa forma de ser tan esencial que es la agresividad humana”, agrega Juan Nuño. Y es que aquella máxima que fue en un principio la base de las Olimpiadas, “lo importante no es ganar sino competir”, ha quedado sepultada bajo los escombros de una imagen que desde hace tiempo viene conformándose como la piedra angular del espectáculo deportivo, aún cuando las posibilidades del atleta no alcancen para satisfacer a todos los espectadores que presencian en vivo su prueba o lo atisban por televisión: la supremacía lo es todo, no hay lugar para nada más.
Tan arriba se está un momento como tan pronto se puede ver abajo: “El público hace del atleta su ídolo, le atribuye virtudes que quisiera poseer, y, detrás de la opulenta trabazón de músculos, supone atributos heroicos que no existen, aún más, que el atleta niega”, aventura Álvaro Mutis en “La miseria del deporte”.
Visto así, el juego, con una marcada tiranía de lúdico, puede conducir al espectador a estados enfebrecidos que le nieguen de pronto la esfera de la realidad: el optimismo o el pesimismo suelen ser los ejes sobre los cuales gira en las gradas toda competencia. Y ¿qué lugar es más importante, dentro de esta parafernalia de destreza y fuerza, que las gradas? Es allí donde, no obstante la existencia de un manual de comportamiento que podría resumirse en que hay que vitorear o abuchear o sólo contemplar, se trata, apenas uno se sienta, de asumir una actitud para la cual, como en los “voladitos”, no se está preparado nunca.

“Atravesando muros, atmósferas, edades, / tu rostro (tu rostro que parece que fuera cierto) / viene desde la muerte, desde antes / del primer día que despertara al mundo”
Jaime Sabines, “Me dueles”

Imagen: http://www.lauraubeira.com/

miércoles, 6 de agosto de 2008

Domingos de mercado ambulante


Los domingos por la mañana a últimas fechas se están convirtiendo en domingos de tianguis: hay muchos y famosos por toda la ciudad, lo sé, pero me he ceñido a territorio conocido y recorrido desde hace mucho tiempo. Apenas me levanto, incluso sin desayunar –“con la panza de farol”, se dice-, me lanzo al tianguis, que inicia a dos cuadras de casa, con la vehemencia de quien está a punto de avistar tierra después de meses de navegación tormentosa.
La colonia en la que vivo, que es la misma donde nací y crecí –dice un amigo a este respecto: “tú naciste en Zapopan y creciste en ninguna parte”-, en el mismo día por dos de sus principales calles han asentado sus reales dos tianguis: en el primero, el más antiguo del domingo, se encuentran, sobre todo, puestos de fruta y comida; y en el segundo, un poco más joven, también hay fruta y comida aunque en menor cantidad, pero además hay una larga franja donde se venden chácharas; este último es el que me ha dado por recorrer casi con fervor. La Chica Azul, permítaseme un paréntesis, dice que por todo lo que implica un tianguis llegará un momento en que desaparecerán; mientras eso sucede –si es que acontece tal cosa, porque yo lo dudo- me consagro a seguir descubriendo cada domingo un cuadro nuevo en esa inmensidad de voces y puestos alineados con meticulosidad: la vivacidad de los rostros que hurgan entre tanta mercancía sólo es comparable con aquella desmesura que supone desenterrar algo muy preciado pasado un tiempo de anhelarlo con frugalidad.
Los tianguis, según tengo entendido, existen desde los tiempos de los aztecas: en aquéllos la moneda de cambio era el trueque; a muchos años de distancia, en algunos puestos de chácharas todavía funciona ese mecanismo de tasar los objetos según su apariencia en contraposición con aquello que se quiere cambiar o adquirir. Así, por ejemplo, en este tianguis sin faltar cada domingo está el anciano, con apariencia de sabio reservado, que ofrece billetes y monedas antiguos por monedas y billetes no tan viejas. O el tipo –del que ya me he hecho cliente- que despliega sobre un mantel viejo y roído un buen número de títulos –libros viejos- a precios considerablemente bajos si se les compara con los de las librerías establecidas. O el cuate –que apenas descubrí este domingo pasado- que vende películas “todas de culto, amigo, no chingaderas”; tras un rápido vistazo pude leer algunos títulos interesantes y, valga decirlo, a un muy buen precio y, tal vez sobre decirlo, todas piratas. Y tantos tantos especímenes que se desgañitan sin medida ofreciendo cuánta cosa pueda uno imaginar, y las que no se imaginan también: el retrovisor izquierdo de un auto de modelo más o menos antiguo arrancado de tajo en un choque, cientos de pares de zapatos desgastados y casi en desuso boleados para montarlos en el escaparate dominical, muebles desvencijados que más que pretender venderlos merecerían una jubilación más honrosa, amasijos de cargadores de celulares (hoy desaparecidos: léase, robados) y de todo tipo de artefacto electrónico, toneladas de ropa de más o menos buen ver aunque la mayoría maoliente y percudida, multitud de enseres domésticos, discos, juguetes, balones, cortinas, plantas, bicicletas, manteles, herramientas, posters, entre tantos montones que apilan cientos de objetos.
Recorrer un tianguis supone cansancio, y más aún si se considera que, entre detenerse en algún puesto o rodear a aquel entramado de gente que pregunta por todo y nada compra, al final, la distancia recorrida puede sumar dos o tres veces la longitud del tianguis de ida y vuelta. Un tianguis –mercado ambulante, como le llaman también- adquiere una rotación propia, ajena al devenir del día que transcurre, pues en él se acrisola no sólo la más pública intención comercial de los tianguistas –cuyo reloj obedece a devenires internos no del todo visibles-, sino también la más secreta pretensión de todo aquel comprador que al preguntar un precio en realidad deja entrever una carencia, y no por eso se amilana.

“Viviré en tu recuerdo / como un simple aguacero / de estrellitas y duendes; / vagaré por tu vientre / mordiendo cada ilusión”
Juan Luis Guerra, “Estrellitas y duendes” en Bachata rosa

Imagen: www.home.arcor.de

sábado, 2 de agosto de 2008

Sombreros (2)


Mi padre jamás usó uno. En cambio mi abuelo sí usaba: blanco o crema no atino a precisarlo ahora, de esos ovalados, de dos huecos en la punta, con las alas dobladas. Por tener una pierna más larga que la otra, ese hombre no caminaba, navegaba por las aceras y calles. Y su sombrero, siempre de lado, parecía la vela desplegada apuntando hacia el horizonte, iba rompiendo el aire como se atajan las corrientes mar adentro. Doblaba la esquina y se le podía identificar aún en la distancia, tras de sí iba dejando un reguero de olas, que lo levantaban, lo llevaban y traían y sólo un sudor copioso era la huella que quedaba de aquel andar marítimo. Llegaba a casa, y tras subir las escaleras que él mismo había construido se sentaba en alguna silla de madera roja en el patio, debajo de un sol verde y de de asbesto, colgaba el sombrero en una alcayata y esperaba su vaso de agua del botellón que, invariablemente, mi abuela le llevaba sin demora desde la cocina.

"No es fácil explicar la relación de un hombre con su sombrero. Es un objeto que siempre va a estar ahí, muy cerca de la cabeza"
Luis Humberto Crosthwaite, Idos de la mente

Imagen: La foto pertenece a Tina Modotti, y se titula "Campesinos", 1926 (gracias a la CA por el dato)

viernes, 1 de agosto de 2008

Una década más un año


En estos últimos días he recordado mucho a mi padre (murió hace ya nueve años), entre otras cosas porque hay en mí una desazón constante de que nuestra relación pudo haber sido mucho mejor si yo hubiese puesto de mi parte. Es tarde ahora pretender eso, pero le sigo dando vueltas al asunto. Y esta añoranza se acentuó el domingo, cuando Kari mientras comíamos, se rió de pronto, y es que se acordó de que Daniel, siendo más chico, decía: “Mi papá se peina de puentito”. Al momento yo también reí, y el Pecas también acabó carcajeándose: al instante trajimos aquella imagen que todavía hoy nos causa extrañeza. Ciertamente, mi padre tenía un modo muy peculiar para peinarse. Los cuates del barrio, lo recuerdo bien, decían que ése era “un peinado de tres picos”. En realidad, nunca pude seguir la trayectoria de su pelo: la raíz aparecía por un lado pero nunca su final. Era como una enredadera. Al levantarse, siempre temprano, antes que el sol, lo primero que hacía era peinarse: frente al espejo del baño exprimía sobre su cabeza un limón, y luego lo arrojaba al piso, nunca al bote de basura. Sacaba su peine de su bolsa trasera y comenza ese proceso que se me sigue antojando difícil: de un extremo a otro de su cabeza delineaba su cabello, y entre estas líneas se elevaban tres picos, uno al centro, más elevado, y otros dos en los costados, mucho más pequeños. ¿Dónde aprendió a peinarse así? No he visto jamás algo parecido en esos catálogos que pueden hojearse en las estéticas o peluquerías mientras espera uno su turno. ¿Habrá visto ese peinado en algún otro lugar, en alguna otra cabeza? O ¿fue una invención suya? De ser así, podría hablarse de un innovador real, que, valga decirlo, hoy no hay quien siga esa moda, no hay discípulos que prolonguen su concepto de comodidad. Quizá esa estética suya era producto solamente de la cantidad de pelo que tenía. Él no usó jamás sombrero ni cachuca, todos los días su peinado estaba ahí, intacto, desafiante ante vientos y lluvias. Al final del día, algunos cabellos rebeldes se desprendían del yugo limonesco y semejaban resortes recién disparados de un colchón viejo: adquiría un aire de científico loco, pues no trataba nunca de alisarlos, y alguna vez le escuché decir que uno debía peinarse una sola vez al día. En el fondo, aquel peinado suyo me agradaba, había en él algo de inventiva, de rebeldía ante lo común, de trabajo bien hecho.

“Para mí el tiempo tiene / el color de la arena, / el crujido sutil de la hojarasca. / …tal vez por eso espero la tarde y el momento / en que el cielo se pinta de memoria.”
Carmen Villoro, “En sepia –II-” en Que no se vaya el viento

(Este texto lo publiqué hace poco más de un año en el anterior blog: hoy lo reproduzco aquí porque precisamente en este día se cumplen once años de la muerte de mi padre.)
Imagen: http://www.arteamundo.com/