miércoles, 31 de diciembre de 2008

Escena sola


Una mujer mayor, de edad casi inescrutable, impulsaba un columpio. Lo hacía con una concentración digna de otra faena. El rechinar del aparato, quizá por viejo u oxidado, era potente. Las risas de quien era paseado en el columpio competían con aquel sonido rasposo, incómodo. Reía y cantaba la niña que sentía que volaba: le gritaba a la mujer mayor que la empujara cada vez más fuerte. No había nadie más en el parque, y la tarde era un solo árbol: gigantesco, que se bamboleaba con el paso del viento que soplaba frío.
El rostro de la niña del columpio –a cada instante más cercana a mí por los empujones que la mujer mayor le imprimía al juego– se iba tornando grave: al poco rato ya no parecía más una pequeña, era una mujer, cuyo gesto, como una planicie seca, ajada, desprovista de huellas, parecía un bulto informe. Sin embargo, seguía riendo, e interpelaba a la mujer mayor sobre el cambiante clima. A ratos cantaba divertida; a ratos sólo reía; incluso lanzaba voces en tropel.
El columpio, en un momento preciso, no era más que un crujir de fierros: su rechinido traía un sabor desabrido, una sensación desoladora. La niña que veía la tierra desde lo alto del columpio era en realidad una mujer, de treinta años más o menos. Una mujer que cantaba, reía y se divertía como una niña de primaria. Su gesto distante fue volviéndose un brazo de mar cercano: sus palabras, por otro lado inentendibles, la definían. Un potente empujón de la mujer mayor la trajo a tan sólo unos metros: y pude ver, entonces, que su cara no dejaría de ser nunca el de una niña con la sonrisa ladeada.

“¿Y qué milagro hizo que en medio / de tantos ojos, frente a ti, cerrados, / abriera yo los ojos? / Mi dicha es ésta, reina triste: / yo soy el testimonio / de tu verdadera existencia”
Rubén Bonifaz Nuño, “El manto y la corona” –6–

Imagen: www.ollorens.com

lunes, 29 de diciembre de 2008

De acumulaciones


“Todos, en algún momento de nuestras vidas, hemos coleccionado alguna cosa”, empieza diciendo Godofredo Olivares en el texto “Viejas tarjetas postales”, publicado en la revista Tragaluz en noviembre de 2003.
Esa simple frase –ahí me detuve; horas después retomé la lectura– trajo a mi mente todos aquellos objetos que de niño coleccioné, algunos “porque era tiempo”, como estampitas de béisbol, luchadores o actores y actrices de cine; corcholatas alusivas a algún suceso fuera de lo ordinario –mundial de futbol, olimpiadas, películas de moda, etcétera–, canicas –llegué a tener en un frasco enorme mil quinientas, entre agüitas, ponchitos, americanas, cacalotas, cebras, etcétera–, entre tantos otros que hoy, gracias a los goterones que mi memoria acusa, lamentablemente ya no recuerdo.
A ese loco afán de acumular objetos inservibles, como llamaba a las colecciones mi madre, se pone todo el entusiasmo y la inventiva de la que se puede ser capaz: jugar volados, hurtar, hacer trueques ventajosos, conseguir por medio de terceros, disputar una “rayuelita”, todo con el fin de ver acrecentado el caudal de lo que en ese momento se considere lo más valioso, lo deslumbrante, lo inimitable.
Ese grado de paroxismo ha menguado con el paso del tiempo, hoy sigo coleccionando algunas cosas pero no me vuelvo loco por ver incrementado el número de esos objetos preciados: de un tiempo para acá, por ejemplo, acumulo llaveros, de los que prefiero –sin ninguna intención despreciativa– los traídos de otros estados del país o incluso del extranjero. Los acepto todos con sumo agrado. Tengo pocos, pero sé que se trata de algo que dado el momento se verán multiplicados. Tazas es otra cosa que colecciono, y que comparadas con los llaveros, su número es bastante pobre, incluso podría decirse que pobrísimo.
Llegado a este punto me pregunto si ampliar los títulos de mi biblioteca personal sea, en estricto sentido, coleccionar libros. Me parece que no, sin embargo, en el fondo subyace una intencionalidad de acumulación, de atesoramiento de mayor número de volúmenes, no repetibles por cierto. ¿Será esto una señal enfermiza o alucinante? O ¿será, acaso, una manía más que un raro hábito? Quisiera pensar que se trata, más bien, de una extraña manera de saberme vivo. Y es que esa actividad de coleccionar algún objeto termina siendo una vía de escape bastante transitada y una acción gratificante muchas veces repetida.

“Y sujeto en el celeste hielo / del alba, el corazón a tientas / llevo a salir. Hallo la llama / con vértices de flor, el fuego / visual, el silencio consagrado”
Rubén Bonifaz Nuño, “La flama en el espejo” –b–

Imagen: www.arosonline.es

sábado, 27 de diciembre de 2008

Desaciertos


El miedo crece, se enraiza, se multiplica, se propaga a través de todo el cuerpo. Entra por cualquier parte y en segundos ya ha recorrido todas las extremidades y ha tomado posesión del total de las articulaciones y órganos. Dicen los que saben –se descubrió apenas hace poco- que en los adentros viaja a la velocidad de la luz, que prende al mismo tiempo en lugares remotos y distantes entre sí: en los más alejados rincones de los pies y la cabeza. Hay un momento en ese trajinar impetuoso, lleno de tumultos y raudos movimientos, que desaparece, se vuelve invisible a toda vista, se escabulle y no deja rastro: se piensa que se achica hasta quedar como una gota minúscula con el objeto de confundirse con ese universo de células que recorren los miles de kilómetros de venas que se retuercen y se enroscan al interior del cuerpo, aunque también se ha llegado a aventurar que se trata más bien de una desaparición metódica, con fines intimidatorios y de destanteo. Horadar todo tipo de huecos, pasajes, vías rápidas, vueltas, desniveles, fondos, redondeles, cavidades, lleva una inconfundible marca insigne: el miedo se hace de una víctima más tras desplegar una estrategia de invasión que conjura en un santiamén. En su rápido actuar va implícita la decisión milenaria de estar presente a toda hora, de asomar la cara en cada hecho, de meter su mano en lo ordinario, pero más en lo extraordinario. Ése es el más publicitado número de su circo: ser el artífice de lo no imaginado, de lo sublime, de lo ridículo, de todo aquello que arranque expresiones de sorpresa, decepción, vergüenza y anonadamiento. Su carrusel arranca al accionar ese mecanismo, y su marcha no es posible detenerla o hacerlo tropezar con un inesperado acto de valentía. Ese envión, ya en camino, ha de llegar a su final, sea de la naturaleza que sea y no importa si allana las rutas o las vuelve escabrosas. El tránsito del miedo viene precedido siempre de un temblor que se prolonga incontrolable….

“…la muerte / mira, agazapada, el instante / donde apaga su lengua roja / algún dolor que fuimos. Risa / de saber que en algo nos morimos, / que algo para siempre nos perdona”
Rubén Bonifaz Nuño, “El ala del tigre” -7-

Imagen: www.estudio13.com

viernes, 26 de diciembre de 2008

Dar, ¿es dar?


Por estos días no faltan las invitaciones a participar en los intercambios. Que, más que una manera de dar lo que uno tiene, a menudo se convierte en una frenética búsqueda por agradar, de algún modo no tan plausible. Esto del intercambio quizá se trate, en el fondo, de una manera de ser sincero siendo in-sincero (si es que cabe esta expresión).
Antes de seguir adelante quiero decir que nunca me han fascinado del todo los intercambios. Pero en casa, por ejemplo, implantaron esta práctica de unos años para acá como un modo de asegurar que todos tuvieran, por lo menos, un regalo por Navidad; porque en esta época el dinero no alcanza para mucho, una suerte de condena que a casi todos nos acomoda.
La idea, un tanto mecánica y con un sabor no del todo agradable, desde cierta perspectiva, no es del todo descabellada. Sin embargo, esto también tiene sus asegunes: me ha sucedido que lo que me obsequian no figuraba dentro de mis gustos, ya no digamos que el regalo colmara mis expectativas. El asunto ahí se complica: en ocasiones se devana uno los sesos congratulándose por lo que podría recibir y, al final, aquello resulta no más que una desproporcionada ilusión. En esto de los intercambios echar campanas al vuelo puede significar la compra de una desmedida decepción.
Los intercambios, pienso yo, están hechos para satisfacer la vanagloria y la necesidad de querencia de las personas: luego entonces, sacar un papelito con la consigna de corresponder con un obsequio implica también un escondido deseo de recibir algo. Esto puede parecer mezquino y pretencioso. No obstante este parecer, la realidad es que recibir un obsequio siempre trae un aluvión de sensaciones cuyo fin es un regocijo interior que puede dar para muchos días, máxime si el regalo es del agrado del que lo recibe. Pero esto, he de decirlo, es escasísima harina de otro costal.

“Me tengo que reír con toda el alma / cuando recuerdo mi tristeza. / …Me contentan el ruido y el silencio, / las noches me contentan y los días, / la voz, el cuerpo, el alma, me contentan”
Rubén Bonifaz Nuño, “El manto y la corona” -5-

(En días pasados, como un adelanto de Navidad en ese momento, me regalaron un DVD –producto de un intercambio en el que forzosamente participé–: un concierto de Césarea Evora en París en 1994. ¡Bienvenu!)

Imagen: www.elotrolado.net

martes, 23 de diciembre de 2008

Rostros y oficios


Es bastante común encontrarse con excompañeros de banca, ya sea de primaria, secundaria, e incluso de prepa o licenciatura, y si el tropiezo es grato recordar e intercambiar chuscas anécdotas, traer a colación viejos nombres, inolvidables apodos, situaciones críticas, entre muchas otras cosas. Las más de las veces estos encuentros se dan en la calle, las menos en lugares cerrados, pero la constante es la sorpresa, en muchos casos agradable, en otros no tanto. Cuando esto último sucede, lo más usado es sacarle la vuelta al excompañero o excompañera, por aquello de la incomodidad de saludar a alguien non grato, cualidad que no se pierde al paso de los años.
Atareados en esa ardua labor de “ponerse al día” se van deshilando los meses al ritmo de un trago, un café o al pie de la acera, incluso sumergidos en los vaivenes insanos de un autobús. Y en este largo rosario, a dos voces, van apareciendo viejos amigos, clásicos enemigos, y alguno que otro que nos fue totalmente indiferente, cuando no ni lo hacíamos en el mundo.
Y son traídas al presente aquellas divertidas reuniones en casas de algunos amigos, en las que a menudo privaba un ambiente de sana camaradería, cuando los papás habían salido o antes de que volvieran de su trabajo. Aquellas secretas convivencias se desarrollaban con un marcado tinte de misterio, como si uno y los más cercanos perteneciéramos a una especie de logia maldita, y el éxito de cuyas actividades dependía del desconocimiento general. Recuerdo las pintas para ver en casa de un chompa las películas de Bruce Lee, cuyos posters tapizaban las cuatro paredes de su cuarto y el mismo Bruce te recibía con un puño estirado en la puerta de madera de su habitación.
Otra cosa que sorprende es lo que el interlocutor cuenta de sus encuentros con otros excompañeros: la mayor noticia casi siempre tiene que ver con las actividades de los antiguos compañeros: a aquél que era callado, retraído, medio listo pero que pasaba en el juicio de todos por un imbécil, ahora tiene un bien ponderado hueso en la política o es dueño de una flotilla de taxis; aquella que pasaba por despreocupada de las clases, era pintera y se creía que no sacaría el certificado o el bachillerato, ahora se dedica a regentear una casa-hogar de madres solteras o tiene un puesto ejecutivo en una empresa de prestigio. A los oficios no siempre se les ve la raíz en los años adolescentes. Y si quizá se conjetura sobre tal vocación, al paso del tiempo resulta un chasco total.
Hace poco me crucé con un viejo amigo de la secundaria. Por aquellos años le vaticinamos que si no acababa como científico loco por lo menos sería un gran inventor, dado su ingenio, creatividad e inteligencia; me contó, sin embargo, que atendía una tlapalería que su padre había abierto unos meses antes de morir de un ataque al corazón hace poco más de cuatro años.

“Como ladrón sin tregua, velo / en mi propio sueño; duermo como / el que no ha soñado que le roban; / alegre amanezco despojado”
Rubén Bonifaz Nuño, “La flama en el espejo” -2-

sábado, 20 de diciembre de 2008

Ni parientes somos


Los parentescos son, más que un árbol a la vista de todos para llegar hasta el final de las ramas, un mapa que al mirarlo más y más se vuelve confuso. Y es que los parentescos están allí, inamovibles, con su carga específica, listos para signarnos su fatalidad o su destino en todos los actos que llevemos a cabo. En los parentescos, asimismo, hay una línea que nos persigue y de la cual, por más que se quiera, no podemos librarnos: hay filiaciones de sangre y apellido con las que nos iremos a la tumba. Hay una especie de conjura insalvable en esto; pero, también, de sencillo regocijo y alegría duradera.
Los parentescos, por otra parte, si se mira bien, nunca llegan a aclararse del todo, y las preguntas sobre las filiaciones y su tipo no son siempre respondidas a cabalidad. A tal extremo llega su entramado que se vuelve casi insostenible seguir su huella con fidelidad. ¿Por qué, por ejemplo, no se tiene un nombre específico para llamar a la madre de una cuñada? Se le llama así, llanamente, “la mamá de mi cuñada”. Y así las variaciones se suceden y se multiplican infinitamente. De este desacierto se sostienen otros tantos que se abalanzan con toda la incertidumbre de que son capaces.
De todo ese vasto universo mapeado de parientes existen muchos de los que no conocemos el rostro, sólo, y de manera vaga, su nombre, que, por otro lado, se repite en otros primos, tíos o padrinos y la confusión predomina en esto de los engarces familiares. Baste como ejemplo (literario) los Aurelianos en la estirpe de los Buendía. Se cuentan por montones y se semejan a tal grado que confundirlos viene a ser una creativa manera de reconocerlos: en su oculta personalidad radica su distinción.
En los parentescos hay recovecos todavía no explorados. Aventurarse por esos oscuros senderos implica deshacerse un poco de la seriedad y lanzar pregunta tras pregunta sin otro afán que descubrir la veta luminosa que conduzca al esclarecimiento de ese lapso oscurecido de nombres cercanos y parientes lejanos. Porque somos una especie de fantasma para aquellos parientes que nunca hemos visto y que, sin embargo, son nombrados a menudo en conversaciones familiares o en trazos históricos relegados al olvido. Es cierto que las fotografías ayudan a esta identificación necesaria, pero a menudo se carece de un retrato de muchos allegados, cercanos o lejanos, y la imaginación tiene que hacer su parte con un esfuerzo extraordinario y alucinante. Ellos mismos (los parientes), incluso, caminan por nuestros territorios sin ser reconocidos, ni llamados, y ni siquiera considerados o mencionados por su nombre más querido.

“…de golpe me enseñaste / que hay muchas cosas mías en el mundo: / que soy rico. Que tengo en todas partes / lugares que, por ti, me pertenecen; / lugares, fechas, luces, que he tomado / sencillamente, porque en ellos / he pasado contigo, / y en ellos te has quedado para siempre”
Rubén Bonifaz Nuño, “El manto y la corona” -5-

Imagen: www.darioaguirre.com

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Mi cambio


Hace dos días, en una farmacia –de ésas que pertenecen a una cadena y tienen por nombre el de esta “noble y leal ciudad” –, una cajera tenía que devolverme 367 pesos de cambio. La mujer, con evidente cansancio por la larga jornada –me encontraba allí casi a las diez de la noche–, me devolvió 340 pesos. El error lo atribuí a ese rostro desencajado y agotado que mostraba, pues 367 no se parece en nada a 340. Ahí mismo, en la caja, me di cuenta del error, pero al buscar a la cajera un segundo después ya no estaba; la esperé, tardó 2 minutos en aparecer.
Al volver le indiqué que el cambio que me había dado no correspondía al que indicaba el ticket. La mujer, ya con un dejo de enfado y molestia, comenzó a hacer su corte de caja para “comprobar” que no estaba yo tratando de robarla. Y yo que de paciencia no tengo más de 500 gramos, me le quedé viendo mientras contaba –moneda por moneda, billete por billete–, no fuera a ser que después me saliera con que “a Chuchita la bolsearon”.
Con una lentitud exasperante, la mujer que, valga decirlo, no traía un gafete con su nombre como es costumbre en esa cadena farmacéutica, contó y contó mientras anotaba en el reverso del mismo ticket las sumas de morralla, billetes chicos y billetes grandes. El corte de caja había indicado que tendría que tener en su máquina 1,502 pesos. Al final, tras sumar aquellas cantidades anotadas en el papelito blanco, tenía un total de 1,420; es decir, le resultó un déficit de 82 pesos.
Y ahí explotó la bomba: me lanzó una mirada, calculada y recriminante, que yo interpreté –es muy bueno uno para eso– como si me calificara de ratero o estafador o algo parecido. Me miraba y me miraba y no decía palabra. Ya un tanto “encendido” estaba a punto de decirle algo referente a su ineptitud cuando se acercó un supervisor. “¿Qué pasa?”, le preguntó a la mujer. Ésta lo puso al tanto, y el tipo, sin decir palabra alguna, comenzó a contar el dinero. Mientras lo hacía, la mujer, ahora con una actitud arrogante, me preguntó “¿cuánto dice que le hace falta?”. Fue tan enfática al pronunciar el dice que estuve a punto de espetarle un improperio, pero me limité a decirle la cantidad y no me moví, me quedé allí, mirando al supervisor contar el dinero.
El asunto se resolvió así: las cuentas del supervisor distaron mucho de las de la cajera. Él sumó 1,580, o sea, 72 pesos por encima del corte de caja. Le ordenó a la mujer que me entregara mi cambio completo. Ésta, cuyo semblante –metamorfoseado a la velocidad de la luz– era ahora de congoja y vergüenza, me dio sólo 22 pesos. Una vez más le hice ver su error, y con evidente coraje me entregó los 5 pesos restantes.
Salí de allí convencido de algo, que pudiera parecer producto de un arranque: no vuelvo más a esa sucursal.

(Más de 300 escritores han manifestado públicamente su respaldo a Sergio Ramírez en contra de las medidas restrictivas del gobierno nicaragüense de Daniel Ortega.)

Imagen: elfindelosdiasgrises.blogia.com

sábado, 13 de diciembre de 2008

Abismos cotidianos


Los días están llenos de abismos. Se plantan con majestuosidad en todo lugar y franquean cualquier paso posible. Abismos que, vale adelantarlo, son invisibles: es imposible rastrearlos, ya no se diga capturarlos. Tienen un peso específico, son en su mayoría brutales, y mudan de apariencia apenas hacen contacto con algún objeto: sea su víctima u otro abismo menor que trata de adelantarse en el movimiento, etcétera. Hay abismos por grados, clases y duración de tiempo.
Sin embargo, aunque no se les vea, al dar vuelta a la esquina están allí, esperando agazapados el momento oportuno para saltar sobre la presa: son tan variados, a veces se presentan con sobrada arrogancia y calan tan de distinta manera que es imposible eludirlos en su primera embestida. Su invisibilidad, único poder que no han perdido no obstante el transcurso del tiempo, los ha hecho apoderarse de la cotidianidad, de toda cotidianidad, de mi cotidianidad: salir bien librado de sus ataques constituye, más que una proeza humana, un acierto al que se llega con cautela y mediante bien pensadas acciones, ejecutadas con fina precisión. Cazador de abismos es una profesión de reciente orden.
Hay uno en particular que me cierra el paso desde hace tiempo, que se atraviesa a cada momento, que le ha dado por, ¡vaya desproporción!, desajustar mi cordura, someterla a su antojo, reducirla a una monserga inservible: la extraviada cordura ha abandonado sus posiciones estratégicas, desde donde avizoraba todo paso futuro, desde donde podía sumar los días y sacar un total que me fuera favorable: el asunto se ha vuelto tan complicado que he decidido prescindir de toda proporción afín a pensar antes que actuar: la cordura mudó en arranques, ése es el abismo que es el azote de mis últimos días.
Aunque tal pareciera que los arranques, en las últimas horas, han depuesto las armas en un intento de tregua, menguando el poder de sus ataques y espaciando éstos, antes de ondear alguna bandera me he pertrechado, sí, renqueando, avanzando de lado, sumido en cavilaciones extremosas, pero oscuramente preso de una alegría duradera.
-No sé si hasta el momento he dicho que los abismos tienen una particularidad que los vuelve inigualables: son personales. Cada uno tiene unos cuantos, que tiene que sortear para llegar al final del día con una sensación de victoria que, al fin, no es tal.

“Cuando recuerdo, cuando pienso / otra vez en ti, se enraiza el aire / en torno tuyo, renovado. / Recién despierta abres el alma / y conoces y reconoces / la casa, el riesgo, el otro día”
Rubén Bonifaz Nuño, “El ala del tigre” -5-

Imagen: www.cinenacional.com

miércoles, 10 de diciembre de 2008

De(s)-fallecimientos


Esto es casi como esa mujer que tras su muerte nadie se apiadó de ella; ella misma se recriminó con dureza en su último aliento. O como aquel hombre que murió la tarde misma en que cantó por primera vez para sí mismo; escuchar las notas le pareció, como nunca antes, un grato vendaval al que no se opone resistencia. O ése que, encapuchado, recibió muerte de bala en un campo largamente florido; al final, al pie del horizonte, alguien silbaba trotando cuesta arriba, alguien más iba dejando huellas húmedas, nada borrosas por cierto. O esa otra chica que quiso morir antes que se presentaran en su casa aquellos que la ejecutarían; había sido acusada de cantar a todas horas, incluso lo hacía sin emitir sonido alguno: su cabeza era una nota musical prolongada, diáfana. O aquel que acabó en la cajuela de un auto, con la boca tremendamente abierta; dicen los periódicos que por el gesto pedía piedad; otros, que llamaba a su madre, que había muerto algunas horas antes y, sin embargo, él lo desconocía. O ese muerto que apareció, una mañana, en la puerta de su casa, ahogado en licor, con un libro de poemas desastrosos en el pecho, que quizás había estado leyendo en el momento de su deceso; se supo después que era una mujer, y no un tipo como se presumió de pregón en pregón, de calle en calle, de palabra en palabra dicha con escarnio. O ese otro que prefirió prenderse fuego un domingo en una plaza pública, justo frente a la fuente donde días atrás había presenciado un enrojecido atardecer; la versión más conocida aludía a un desenfreno propio de un esquizofrénico, pero algunos se han atrevido a señalar que se quitó la vida porque ese día había sido expulsado, condenado a residir en otro lugar, distante, yermo. O el que murió perseguido, cansado, agobiado, vilipendiado, desnudo, triste; nadie supo que se acobardó en el último momento y entonces, sólo entonces saber que moría le pesó como un fardo gigantesco. O la vieja que quiso alcanzar la otra acera y a media calle fue alcanzada por una explosión de una fábrica cercana; alcanzó a persignarse, dicen. Todo esto y más, mucho más se dice –me lo han contado, jurado casi–, con detalle y sobrada elocuencia, en cualquier borrachera digna de llamarse así….

“Un temblor de sal hereditaria / bautiza mis huesos; un ropaje / de ardientes llagas me asegura / el silencio. Viene la costumbre / con su espina a traspasar mi lengua”
Rubén Bonifaz Nuño, “La flama en el espejo”, –1–

(Siempre que recuerdo la historia del novelista húngaro Sándor Márai, me parece acercar los pies al abismo. El gobierno estalinista de su patria prohibió la circulación de sus libros, y tampoco pudo ya publicar nada ni en los periódicos ni en las revistas, lo que significaba cortarle de un tajo certero la lengua y dejarlo mudo. Mudo y en el vacío, escribiendo para sí mismo, en la soledad, sin que sus palabras pudieran alcanzar ningún eco, además de que se encontraba ya encerrado dentro de su propio idioma, el húngaro, que nadie entendía más allá de las fronteras, un doble círculo de aislamiento, una doble reja. Entonces se fue al exilio, y sus libros, hoy traducidos a todos los idiomas y admirados universalmente, no se conocieron sino después de su trágica muerte en Estados Unidos.
He pensado otra vez en el infortunio de Sándor Márai, ahora que el gobierno de Nicaragua ha prohibido un prólogo mío a una antología de Carlos Martínez Rivas, el gran poeta nicaragüense tan desconocido, muerto hace diez años, que el diario El País de Madrid iba a publicar en un libro de edición masiva. –El País y el responsable de la colección han decidido, por esta medida, ya no publicar el libro–.

Este fragmento pertenece al texto “El cuchillo en la lengua” del escritor Sergio Ramírez, aparecido en La Jornada Jalisco, en su edición de hoy.)

Imagen: www.estudio13.com

martes, 9 de diciembre de 2008

Un....


Una sensación de tedio. Una sed desbordada. Un largo despertar hasta media tarde. Una cerveza abierta dos veces. Un trago. Un trago más. Un momento de tenue calma, como ese delicado segundo tras la refriega. Un trago más tras el anterior. Un abrir y cerrar de ojos; insostenible a ratos. Un acorde que llega por los cuatro lados del mundo. Una página que se niega a dar vuelta. Un libro muchas veces iniciado. Un día frío; de horas estáticas, de vueltas en círculo. Un horizonte cerrado. Un grito que viene y se devuelve. Una fuerte lluvia que se desata inmisericorde y no alcanza a mojar. Un momento. Un segundo momento. Una ventana que mira al patio; lejana. Un cielo a cuadros en la cocina; todavía más lejano. Un tercer momento. Un techo de foco fundido. Un pasillo de planta nueva. Una tonada mil veces escuchada. Un cuarto momento que envuelve todo: palabras, silencio, mirada, desazón. Un grillo que, orondo, se pasea justo frente a mí. Un viejo son vuelto a saborear.

“Como ya no puedo / imaginar por mí… / quiero decir tan solamente / lo que me has enseñado, los secretos / que en mí vas alumbrando, / las pequeñas verdades que levantas / sobre mi viejo tiempo de ceniza”
Rubén Bonifaz Nuño, “El manto y la corona” –5–

Imagen: www.estudio13.com

lunes, 8 de diciembre de 2008

Castillos en el aire


La lectura, sin embargo, hace que los molinos de viento sean, en realidad, gigantes que le impiden al caballero andante acercarse al castillo donde la doncella vive prisionera.

(Viñeta aparecida el viernes pasado en el periódico Público Milenio.)

lunes, 1 de diciembre de 2008

Fragmentos de memoria


Hace días que he querido escribir más allá de los recuerdos. Sin embargo, hay algo que se desliza entre las letras, algo que ensombrece la planicie blanca de la hoja. A cada recuerdo que busco darle la vuelta se me viene encima otro más poderoso: los recuerdos tienen la cualidad de los racimos: se apeñuscan, se apretujan, se arraciman, se conjugan, se pierden unos entre otros, se enmascaran casi siempre con la intención de no desaparecer.
De un tiempo para acá recordar –el oficio más viejo del mundo, aunque algunos se inclinen por otro-, ha sido el aliciente más vigoroso: soltarle el hilo a los recuerdos, como se le suelta al papalote que se ve cada vez más lejano y que, sin embargo, está al alcance de la mano, supone un ejercicio más lúdico que torturante, una posibilidad que, mediando el día o la larga noche, es imposible eludir: es de tanta fuerza su embestida que las más de las veces no da tiempo ni para recibir de pie su presencia.
Tengo que reconocer, además, que los recuerdos son de algún modo imprescindibles: no sólo de pan vive el hombre, también de eso que ha guardado en el transcurso del tiempo.

“Y en mi corazón te regocijas / como si estuvieras, y en mi lengua / habla tu olor florido y calla. / Serpiente de ojos dulces, boca / muerta, el corazón que me poblaste / como de retoños en la noche”
Rubén Bonifaz Nuño, “El ala del tigre” -8-

Imagen: www.awpro.wordpress.com