Por mi calle era una postal común. Constituían el fiel retrato de la cotidianidad más vieja, quizá la mayormente cálida. Ahí colgados, flanqueaban las cuatro esquinas de la manzana, daban la longitud exacta de una calle a otra, y atronaban el bombo y los platillos para la bienvenida y la despedida al transeúnte ajeno al barrio. La flotilla de zapatos en los alambres del tendido eléctrico, o el telefónico, era una especie de vitrina que presumía trofeos y cuadros de reconocimiento: insignes símbolos del quehacer más antiguo, hacer amigos.
A muchos les parecía que afeaban la postal barrial, pero más de alguno vivíamos convencidos de que trataba de un paisaje de las querencias, que se repetía incansable en manzanas subsecuentes, multiplicando en proporción considerable el número de piezas con su par que volaban sostenidas por unas agujetas. Porque la agujeta los perpetuaba, los sostenía contra todo ventarrón o tormenta endiablada. Los hacía pender, bambolearse, y en esa liviandad podían incluso caminar en el aire, bailar una cumbia cualquier sábado por la noche y a la mañana siguiente figurar ahí arriba como si nada.
La posibilidad de colgar uno propio no pasaba por el atesoramiento de cualidades meramente físicas, desproporcionadas, o por la hechura de alguna proeza en el intercambio deportivo o amistoso con otros barrios; el asunto aludía más bien a la pertenencia e identificación con la calle: dictada, más de las veces, por los años que se llevaba viviendo en ese sitio o por la proporción de entrañamiento entre unos y otros, consuetudinarios desde la infancia y viejos amigos ya en la adolescencia. Encontrarse con un viejo zapato, querido, cualquier día en el tendido eléctrico era como hojear el álbum familiar y reconocer a algún pariente no visto en mucho tiempo.
“De todo como en botica”. Lo común era que no se repetían los modelos. Podían distinguirse toda clase de hormas, enormes, coloridas, rebasadas, sin costura; con el forro desgastado, mullido, blanquecino; descascarada la gamuza, la piel, la tela, el plástico o el charol; los había de futbol, de tipo casual, mocasines, escolares, botas para el trabajo, de vestir, tenis, huaraches; incluso alguna zapatilla hecha añicos pude ver algún día lejano, blanco con negro, lanzada allí, según contaban, por una mujer que, bajo los efectos del alcohol, largó el par –aunque sólo uno quedó colgado– y siguió calle abajo descalza, con la falda a medio muslo y dando tumbos.
“Tiene el silencio ramas. / Se parte el agua entre las piedras: / se enturbia el día. / Se duermen las hormigas en la luna / y en el hombro derecho de la pena / como un halcón me poso. / Doy un salto mortal en esta línea. / Lo sé. Y lo digo. / Que al ver en un cristal mis ojos / reflejados, vi dos enormes gotas / de mar y girasol. / Y eran dos rocas / y eran dos cirios / y eran dos arcas / y son también dos perros sobre un pie / en el túnel gemelo de la noche.”
Juan Bañuelos, “Visión memorable” en Espejo humeante (1968)
A muchos les parecía que afeaban la postal barrial, pero más de alguno vivíamos convencidos de que trataba de un paisaje de las querencias, que se repetía incansable en manzanas subsecuentes, multiplicando en proporción considerable el número de piezas con su par que volaban sostenidas por unas agujetas. Porque la agujeta los perpetuaba, los sostenía contra todo ventarrón o tormenta endiablada. Los hacía pender, bambolearse, y en esa liviandad podían incluso caminar en el aire, bailar una cumbia cualquier sábado por la noche y a la mañana siguiente figurar ahí arriba como si nada.
La posibilidad de colgar uno propio no pasaba por el atesoramiento de cualidades meramente físicas, desproporcionadas, o por la hechura de alguna proeza en el intercambio deportivo o amistoso con otros barrios; el asunto aludía más bien a la pertenencia e identificación con la calle: dictada, más de las veces, por los años que se llevaba viviendo en ese sitio o por la proporción de entrañamiento entre unos y otros, consuetudinarios desde la infancia y viejos amigos ya en la adolescencia. Encontrarse con un viejo zapato, querido, cualquier día en el tendido eléctrico era como hojear el álbum familiar y reconocer a algún pariente no visto en mucho tiempo.
“De todo como en botica”. Lo común era que no se repetían los modelos. Podían distinguirse toda clase de hormas, enormes, coloridas, rebasadas, sin costura; con el forro desgastado, mullido, blanquecino; descascarada la gamuza, la piel, la tela, el plástico o el charol; los había de futbol, de tipo casual, mocasines, escolares, botas para el trabajo, de vestir, tenis, huaraches; incluso alguna zapatilla hecha añicos pude ver algún día lejano, blanco con negro, lanzada allí, según contaban, por una mujer que, bajo los efectos del alcohol, largó el par –aunque sólo uno quedó colgado– y siguió calle abajo descalza, con la falda a medio muslo y dando tumbos.
“Tiene el silencio ramas. / Se parte el agua entre las piedras: / se enturbia el día. / Se duermen las hormigas en la luna / y en el hombro derecho de la pena / como un halcón me poso. / Doy un salto mortal en esta línea. / Lo sé. Y lo digo. / Que al ver en un cristal mis ojos / reflejados, vi dos enormes gotas / de mar y girasol. / Y eran dos rocas / y eran dos cirios / y eran dos arcas / y son también dos perros sobre un pie / en el túnel gemelo de la noche.”
Juan Bañuelos, “Visión memorable” en Espejo humeante (1968)
Imagen: 3.bp.blogspot.com