viernes, 26 de febrero de 2010

Trofeos


Por mi calle era una postal común. Constituían el fiel retrato de la cotidianidad más vieja, quizá la mayormente cálida. Ahí colgados, flanqueaban las cuatro esquinas de la manzana, daban la longitud exacta de una calle a otra, y atronaban el bombo y los platillos para la bienvenida y la despedida al transeúnte ajeno al barrio. La flotilla de zapatos en los alambres del tendido eléctrico, o el telefónico, era una especie de vitrina que presumía trofeos y cuadros de reconocimiento: insignes símbolos del quehacer más antiguo, hacer amigos.
A muchos les parecía que afeaban la postal barrial, pero más de alguno vivíamos convencidos de que trataba de un paisaje de las querencias, que se repetía incansable en manzanas subsecuentes, multiplicando en proporción considerable el número de piezas con su par que volaban sostenidas por unas agujetas. Porque la agujeta los perpetuaba, los sostenía contra todo ventarrón o tormenta endiablada. Los hacía pender, bambolearse, y en esa liviandad podían incluso caminar en el aire, bailar una cumbia cualquier sábado por la noche y a la mañana siguiente figurar ahí arriba como si nada.
La posibilidad de colgar uno propio no pasaba por el atesoramiento de cualidades meramente físicas, desproporcionadas, o por la hechura de alguna proeza en el intercambio deportivo o amistoso con otros barrios; el asunto aludía más bien a la pertenencia e identificación con la calle: dictada, más de las veces, por los años que se llevaba viviendo en ese sitio o por la proporción de entrañamiento entre unos y otros, consuetudinarios desde la infancia y viejos amigos ya en la adolescencia. Encontrarse con un viejo zapato, querido, cualquier día en el tendido eléctrico era como hojear el álbum familiar y reconocer a algún pariente no visto en mucho tiempo.
“De todo como en botica”. Lo común era que no se repetían los modelos. Podían distinguirse toda clase de hormas, enormes, coloridas, rebasadas, sin costura; con el forro desgastado, mullido, blanquecino; descascarada la gamuza, la piel, la tela, el plástico o el charol; los había de futbol, de tipo casual, mocasines, escolares, botas para el trabajo, de vestir, tenis, huaraches; incluso alguna zapatilla hecha añicos pude ver algún día lejano, blanco con negro, lanzada allí, según contaban, por una mujer que, bajo los efectos del alcohol, largó el par –aunque sólo uno quedó colgado– y siguió calle abajo descalza, con la falda a medio muslo y dando tumbos.

“Tiene el silencio ramas. / Se parte el agua entre las piedras: / se enturbia el día. / Se duermen las hormigas en la luna / y en el hombro derecho de la pena / como un halcón me poso. / Doy un salto mortal en esta línea. / Lo sé. Y lo digo. / Que al ver en un cristal mis ojos / reflejados, vi dos enormes gotas / de mar y girasol. / Y eran dos rocas / y eran dos cirios / y eran dos arcas / y son también dos perros sobre un pie / en el túnel gemelo de la noche.”
Juan Bañuelos, “Visión memorable” en Espejo humeante (1968)

Imagen: 3.bp.blogspot.com

jueves, 25 de febrero de 2010

Discurso de lo salvaje


Hace tiempo, tras la declaración de Esteban Arce respecto a los homosexuales y las animadas reacciones que suscitó, leí un artículo de opinión –y perdóneseme que no recuerde al autor– que hablaba, palabras más palabras menos, que en nuestro país priva un discurso de la iracundia, del salvajismo, del descalificamiento, de un racismo enmascarado. El texto no abogaba por lo dicho por el conductor en un programa televisivo ni tampoco se perfilaba en su contra; únicamente decía que bastaba que alguien expresara una opinión –sobre cualquier tema– para que se desatara el linchamiento público, la objeción lanzada como una marea.
En un país que se jacta de que en su territorio la libre expresión es tan común y corriente como comprar un kilo de tortillas en cualquier esquina, resulta peligroso entonces que se disienta tanto de todo y de todos, y a veces sin argumentos. Lo dicho por Esteban Arce bastó para que se le llamara de mil maneras –vía radio e internet–, 999 –exagero, es obvio– de ellas denigrantes, de la peor bajeza, con vocablos altisonantes y groseros; y no, no estoy defendiendo al tipo y mucho menos me inmiscuyo en lo que dijo, sólo acentúo que sus detractores no cejaron en llamarlo de mil modos ofensivos. A eso hacía referencia el texto: a ese discurso salvaje, descalificador y racista que permea en la vida pública mexicana (como lo dicho por Arce, por ejemplo).
Traigo esto a colación porque cerca de la oficina, a un lado de una tienda de abarrotes a donde llego casi todos los días más o menos a las 8:30 am, hay un negocio donde se atienden mascotas y se ofrecen un sinnúmero de productos para su atención y cuidado. La cuestión es que hace dos o tres semanas, al llegar a la tienda, me percaté de que los cristales del negocio habían sido destrozados. Los pedazos de vidrio se extendían por la acera y un pequeño jardín que se ubica al frente del establecimiento. En aquel momento pensé que se había tratado de algunos borrachos, o de alguien que quizá no encontró otra manera mejor de “divertirse” o sobrellevar su estrés.
Dicho pensamiento, sin embargo, topó en pared: el negocio, como medida previsora, mandó poner cortinas blancas en lugar de reponer los cristales; hoy por la mañana, sobre el fondo blanco del cortinaje apareció una leyenda trazada con spray negro: “en este negocio se lucra con el sufrimiento de los animales.” Según el tendero –le platicaba en ese momento a una clienta–, el par de acciones las perpetró un exempleado resentido que fue liquidado por lo poco redituable que había resultado el negocio. Es decir, fue despedido y ahora desquitaba la “injusticia” con hechos reprobables. No se trata más que de la reproducción de un discurso salvaje, que no entiende razones; un discurso que se repite en la cotidianidad, y al que nos hemos acostumbrado a tal punto que se le concibe como una reacción sana, como un encauzamiento válido de la furia acumulada. ¿Hay diferencia entre esto y el escarnio vía internet o voz en cuello que se hace de los miles que se animan a expresar lo que piensan, defiendan lo que defiendan?

“(….) Volvemos, sumisos, a entregarnos, / a meter la mano en el bolsillo, / a encoger los hombros, / a empezar a amar como si fuera / la primera vez, a darnos confianza, / a pasar los días como madera muerta. / Y entre puente y puente / avanza el olvido. / Lo profundo busca / su máscara altiva. // No importa la muerte. Vivimos.”
Juan Bañuelos, “Esto es la otra parte” en Espejo humeante (1968)

Imagen: cristinasaez.files.wordpress.com

martes, 23 de febrero de 2010

A oscuras (4)


(Domingo 14 de febrero, cuarto día sin luz.) El domingo amaneció antes de lo esperado. Como si en el reloj las manecillas hubieran corrido con un apresuramiento desconocido; los primeros atisbos de luz horadaron el sueño, llenaron huecos y atravesaron ventanas, dejando persianas abajo y puertas franqueadas. Otro domingo sin sol no, otro domingo con un sol de manteles largos, que se expandía como un vientre anhelado. En las largas horas de la mañana redescubrí algunos sitios del departamento, sobre todo aquellos que en la oscuridad se vuelven cuevas impenetrables, que cierran paso a toda incursión, a toda mirada.
Los domingos son aptos para cualquier cosa, incluso para no querer que se marche. La luz que había traído era de una claridad despampanante, de ésas que se guardan en la memoria de los ojos por muchos días. Hacia el mediodía, el sol instalado en el punto más lejano del suelo, había en el aire diminutas lucecillas que revoloteaban como insectos atontados, chocando en paredes y objetos, en el blanqueado techo. La atmósfera era tal que por momentos pensé que si llegara de pronto la noche no podría instalarse en el departamento, se lo impediría aquella red luminosa, blanquísima.
El sopor de la tarde acompañó las horas de lectura: una avidez me recorría, se descargaba en mí por la inminencia de la puesta de sol. Cerca de la ventana pude ver cuando las primeras manchas oscuras fueron descendiendo sobre edificios y cerros. No tardaría en difuminarse aquella claridad que había aprendido a querer en pocas horas. Las lámparas del alumbrado público emergieron entonces de entre los árboles y edificios. En algún punto de la ciudad, sin embargo, quedaría un poco de día, de luz de día, arrinconada, oculta, temerosa de asomarse y ser descubierta por la noche que ya había desplegado todo su esplendor.
La oscuridad amasada durante tanto día me condujo a una especie de sonambulismo recalcitrante que el lunes, cuando la corriente eléctrica fue restablecida, al principio –cuando el sol ya se había ocultado– no encendí algún foco para alumbrarme la existencia. De a poco me fui desprendiendo de ese lastre: el sordo ronroneo del motor del refrigerador me animó a encender, primero, una lámpara de pie, en la sala; después el foco del patio, el estéreo enseguida y pasados unos minutos ya estaban todas las habitaciones iluminadas, como un castillo que se preparara para dar la bienvenida a distinguidos comensales en aras de una fiesta pomposa.

“El oído que sabe lo que pesa el silencio, / la boca que despierta con la mudez de un árbol / y la piedra que suena en mi carne, / saben que el rostro mío / es hijo de una hora: la espesura de tigres / en el guante del aire. // La enardecida naranja en la rama / abre su ácido puño, / y el aroma señala con su dedo amarillo / todo lo que perdura: / la sosegada linterna que los viejos / ruedan en nuestro pulso de astillas, / para que en nuestro rostro / la hora sea solamente / lo que en el vuelo el corazón alcanza.”
Juan Bañuelos, “Una hora en nuestro rostro” en Espejo humeante (1968)

viernes, 19 de febrero de 2010

A oscuras (3)


(Sábado 13 de febrero, tercer día sin luz.) En estos últimos tres días, tras mascar sinsabores y una bien marcada desesperación, he llegado a una primera conclusión: no hay luz más verdadera, cercana, que aquella que no depende del factor eléctrico. Sin embargo, ese rayo nos acompaña tan sólo en una parte del trayecto cotidiano. Horas que se disuelven, llegado el momento, en un tremendo boquete que aspira todo, que queda envuelto entre los pliegues de un interminable manto oscuro. Si al asentar sus reales la noche se carece del servicio de electricidad sobreviene una especie de encontronazo con la imposibilidad: que pregona que lo que no puede verse es que no está.
Como si se oteara el cielo, desde el fondo del mar: así atrapa la oscuridad que borbotea desde los rincones diminutas luminosidades: velas cuya luz ulula y se pierde entre los objetos grandes, cercada por muebles que resulta imposible desplazar. Visto de este modo el universo cercano es terrible, si por esta palabra entendemos que la noche trae consigo una ceguera involuntaria, una pretenciosa intención de velar todo aquello que resulte conocido. A más de ello, siempre, se cuela de alguna parte un rayo que detona un pasaje por el que caminar, un sendero por el cual se puede avanzar sin temor a perder el equilibrio y caer de bruces al suelo; de donde ya no será posible levantarse sino hasta la mañana siguiente.
La noche ya no viene tan sanguinaria, sus manazas no se prenden férreas ya al cuello expuesto. Es posible convivir con ella, acompañarla en su vuelta al ruedo, mientras, desde las gradas, los aplausos bajan en cascada, y los vítores ensordecen a tal punto que por momentos la puerta de salida se pierde entre el tumulto. Esta noche de sábado, desde el principio, se mostró por demás cauta, como si temiera dar un paso en falso o posesionarse abrupta de los últimos rastros de luz que iban quedando regados por todo el departamento. Entonces comprendí que su actitud había mutado, quizá previendo que no sería tan sencillo amedrentarme como ayer y antier. Apenas la vi, lo supe e, impetuoso, corrí a abrazarla.
La espera de que llegue la mañana no aparece tan sombría, tan llena de voces y presencias imaginables, lastimeras. Es cierto, sin embargo, que tengo la sensación de que sobrevivo en un agujero, rodeado de paredes y objetos oscurecidas, atiborrado de palabras ennegrecidas y numerosos ojos, muchos ojos, que me miran desde algún sitio, vigilantes, reprobatorios de que en este deambular vaya recogiendo pedazos del día, dispersos, que se revuelven en una agonía que llega a calar muy hondo; con el fin de prenderlos a las puertas, ventanas y paredes para iluminar un poco el vientre desmesurado de la noche.

“Porque no es natural que yo me queje, / que vaya lastimando con mis voces / al alba y a los pájaros, / que arroje mis palabras como piedras. / Porque no es natural, / yo bien sé lo que vale / el tiempo de la siembra. / Hoy todos saben que si llamo, / que si grito, le toco a cada uno / la negra pústula que llevan. // (….) Despierto y dócilmente / le toco su niñez al alba. / Me conformo pero llega la tarde / y no consiento que laven mis ojos / las estrellas. / ¿Cómo tocar la luz con estas manos / si el aire nos enreda, si el hambre nos enreda / y nos hace danzar, danzar / una fábula / de bocas enterradas / y de yedras?”
Juan Bañuelos, “Fábula definitiva” en Espejo humeante (1968)

martes, 16 de febrero de 2010

A oscuras (2)


(Viernes 12 de febrero, segundo día sin luz.) Cuando la tarde iba perdiendo color retornó aquella indefensión del día anterior. El tránsito de las horas se tiñó de una vana esperanza (por la mañana acudí a la CFE a liquidar el adeudo atrasado y la reconexión del servicio; la mujer que me atendió, con voz pastosa y restos de emparedado entre los dientes, me dijo que hasta el lunes se restablecería el servicio. Y no abundo aquí en lo que le dije a la burócrata por tal noticia.) Los objetos fueron tornándose meras sombras, que, avanzada la noche, me fue posible encontrar por ese conocimiento que se tiene del espacio propio. Un imán impregnado a mis manos me acercaba a ellos.
A diferencia del primer día sumido en aquella negrura casera en este segundo había contado con el tiempo suficiente para habituarme a la situación llegado el momento (la noche, pues), sin embargo el golpe, de nuevo, fue brutal, me noqueó de un solo tirón. Tal preparación no fue posible. Moverse en la oscuridad supone calcular todo movimiento, por nimio que pueda parecer: no daba un paso o movía un brazo sin que antes –el cerebro funcionando como brújula– me percatara del sitio exacto donde me encontraba: varias veces tuve la sensación de que me deslizaba como el soldado lo hace en un campo minado.
La oscuridad nos vuelve presas de una orfandad que nos arranca de todo vuelo, y en ese trayecto perdemos alas, rumbo, altura; y entonces nos descubrimos indefensos ante tanto embate, ante tanta ceguera impuesta a la fuerza. La noche avanza como un “lento, amargo animal” que sacia su hambre con la falta de sueño y la desesperante oquedad que se desata apenas se mete uno en la cama con intención de dormir, con el único propósito de abrir los ojos y ya no tener aquel vendaje oscuro sobre la mirada. Hay un punto en que la negrura se ahonda, se aletarga, se entretiene en su máximo esplendor.
La mañana del sábado apareció como un signo trazado a propósito en el azul que se filtraba por las persianas. Un signo titilante, con un itinerario propio cuyo desenlace iba ir a caer, sin salida, al mismo sitio: a la llegada de la oscuridad pasadas algunas horas, como si se abriera un desfiladero del que no fuera posible escapar. Por lo pronto las sombras habían emigrado, y de pronto todo en el departamento presentó un aire deslavado, limpio, quizá reluciente. Sabedor de que aquello era transitorio me entregué, embebido y envinado, apenas sentí una punzada de cansancio, a un largo sueño, que me llevara al otro lado, al sitio de la mañana perenne.

“Puntual, / asistente de liquen y de ortigas / llegas, oh soledad, puntual como la noche, / como la lluvia de este otoño, llegas como / la estricta jaula que nos forma el aire. / ¿A qué hora del día nos duele más la vida? / Decimos soledad por no decir “qué frío”, / decimos “voy contigo” para quedarnos solos. / Un día / alguien ama nuestro silencio, / esta forma de viajar sobre la tierra.”
Juan Bañuelos, “Relato” en Espejo humeante

lunes, 15 de febrero de 2010

A oscuras


(Jueves 11 de febrero, primer día sin luz.) La oscuridad de cotidiano no parece un abismo como cuando se presiona el interruptor y el foco no enciende. Allí, en esa indefensión intolerable, plantado a mitad de la sala, de pronto me invadió esa rara sensación de la certeza que conduce a un olvido: el de no pagar el recibo. Adentro, como afuera, todo aparece impregnado de un matiz impenetrable, provisto de una dureza que a la larga se vuelve una pesadez que abotaga el estado alerta de cualquier espíritu. Cuando la oscuridad se cuela por la ventana no hay por dónde devolverla a la calle; máxime si en el exterior es de noche.
En aquella negrura incluso el silencio se volvió denso, como una espesa nube que fue cubriendo de a poco la atmósfera más a la mano. Nada había cerca; al menos así lo parecía. Una especie de temor fue trepando de los pies a la cabeza; temor que si no se le expulsa encuentra pronto un nido. Ninguna voz, ningún ruido, nada que supusiera que tras la puerta se encontraba el mundo y su interminable bullicio. En ese atolladero fue creciendo la sensación de que ninguna palabra –posible, inventada– fuera capaz de romper aquel abrupto maleficio.
Vela en mano, del baño a la habitación y de ahí al estudio, de pronto tuve la certeza de que mi propia sombra se había vuelto contra mí. La veía enorme, envalentonada en el muro y en el techo. Al fin, tras deambular pensando en la remota posibilidad –al fin, posibilidad- de que el fin de semana me quedara así, a oscuras, acabé por desplomarme en mi sillón de lectura: donde por más que agucé la mirada, por más que achiqué los ojos, por más que intenté seguir los renglones del libro en turno acabé por declararme derrotado por aquella reina negra, que, despatarrada, se había hecho de todos los rincones y se movía a sus anchas.
Tantear en aquel vientre endurecido fue lo equivalente a bogar por salir de una alberca cuando no se sabe nadar y se patalea con desesperación y la escasa lucidez con que todavía se cuenta en semejante estado deplorable. Se abalanzaron las paredes desoladas, el techo se vino abajo, las ventanas se ocultaron entre los muebles y las puertas no dieron la cara y se empecinaron en no abrirse, obstruyendo sus chapas. La oscuridad nunca es tan líquida, sintiéndola respirar inclemente en la cara, como cuando nos embarga la certeza de que no se irá sino hasta que la mañana regrese al mundo.

“A los hombres, a las mujeres / que aguardan vivir en soledad, / al espeso camaleón callado como el agua, / al aire arisco (es el aire un pájaro atrapado), / a los que duermen mientras sostengo mi vigilia, / a la mujer sentada en la plaza vendiendo su silencio. / En fin, diciendo ciertas cosas reales / en una lengua unánime, amorosa; / a los niños que sueñan en las frutas / y a los que cantan canciones sin palabras en las noches / compartiendo la muerte con la muerte, / los invito a la vida (….)”
Juan Bañuelos, “Donde sólo se habla de amor” en Espejo humeante (1968)

lunes, 8 de febrero de 2010

Otro domingo sin sol (4)


Intenté, en todo el día, concentrarme en la lectura. Me resultó difícil. Frente al departamento, en una casa donde periódicamente se reúne mucha gente, se instaló una comitiva que bailó incansable por muchas horas: la rockola no paró de aullar hasta que una patrulla –me pregunto quién alertaría a las autoridades– apareció en el escenario, ya bien entrada la noche. De entre las decenas que habían caído por allí desde temprano sobresalía un tipo fortachón, de sombrero, botudo, gritón como él solo, que más de una vez quiso armar la trifulca con los policías. Se le veía ebrio, incapaz de dar dos pasos manteniéndose erguido.
Lo que resulta sorprendente es que a dos casas de aquélla cada domingo, por la mañana, se congregan algunas familias: se trata de una casa de oración de una iglesia que se centra en el estudio bíblico, según reza una manta que han colgado en el portón. Pues hubo un momento en que la música salida de la rockola iba a mezclarse con los cánticos y aplausos de sus vecinos: el resultado era más bien confuso, como si, al tratar de desmenuzar una melodía en el momento de su grabación, con un oído se pusiera atención en la batería y el otro en el eco sordo del bajo. Una pelea de sonidos que no llegó a las palabras ni a las manos. Pero yo me sentí bajo dos fuegos.
Pensé, por un instante –tuve que desechar la idea pronto–, que cuando el sol calara un poco aquella multitud se iría dispersando, primero de uno en uno, después en grupos pequeños y tal vez todos en un último jalón. El sol, por más ruegos que hice, no apareció por ningún sitio. Antes bien se desató una ligera llovizna que no los ahuyentó, sino, todo lo contrario, vino a refrescarles tanta zapateada. A media tarde ya estaba resignado a tolerar aquel espectáculo que se abría balcón abajo y se ensanchaba hacia la esquina este de la calle, donde, también lo pensé, pronto aparecería una jauría de perros hambrientos o una pandilla de salteadores que acabara por provocar la desbandada –también pronto dejé a un lado aquella ilusión–.
En medio de esas horas de marasmo gratuito, por otra parte, contemplé por mucho rato una de las paredes del estudio: encontré de pronto una pintura colgada allí desde hace tiempo: tras mirarla sin pestañear me pareció realmente hermosa. Se trata de un lienzo –copia, por supuesto– pintado por Siqueiros; una de sus primeras obras según he investigado. Sin embargo, es curioso cómo sin ninguna pretensión el tiempo se llena de detalles que echan abajo cualquier tortura. La espera de la partida de aquella legión que provocaba un ruido ensordecedor a partir de allí se volvió un tanto más tolerable.

“Mi juventud no fue sino un gran temporal / atravesado, a rachas, por soles cegadores; hicieron tal destrozo los vientos y aguaceros / que apenas, en mi huerto, queda un fruto en sazón. // He alcanzado el otoño total del pensamiento, / y es necesario ahora usar pala y rastrillo / para poner a flote las anegadas tierras / donde se abrieron huecos, inmensos como tumbas. // ¿Quién sabe si los nuevos brotes en los que sueño, / hallarán en mi suelo, yermo como una playa, / el místico alimento que les daría vigor?”
Charles Baudelaire, “El enemigo” en Las flores del mal

Imagen: pintura titulada "Bailongo" encontrada en http://www.eduardolarroca.blogspot.com/

miércoles, 3 de febrero de 2010

Tragedia-show


Por si no fuera suficiente lo golpeado que aparece el mundo cada mañana, con sobrada actitud nos encargamos de contribuir a su empobrecimiento general. Que la tierra acapare, y amortigüe, todo ese avasallaje resulta increíble por donde se le vea. Basta un hecho sangriento para que se enciendan las luces de la parodia y la insana costumbre, primero y del anonadamiento insigne y la dejadez contagiosa, en un segundo momento. La realidad enmascarada presenta una faz terrible: se intenta provocar risa de aquello que no da más que para llanto y temor. Así de enrevesados estamos.
La tragedia, por ejemplo, dentro de las coordenadas en las que nos movemos, adquiere matices insospechados: del terremoto mortal que sacudió a Haití el mes pasado un diputado lo redujo a una frase lapidaria, que le costó –mínima pena creo yo– ser expulsado de su partido; de la masacre de 16 jóvenes en Ciudad Juárez la semana pasada el presidente Calderón dijo, con otras palabras obviamente, que se trata de bajas de guerra, normales en todo conflicto de estas magnitudes –el del gobierno contra el narco–; el balazo sorrajado a la cabeza del jugador americanista Salvador Cabañas el lunes antepasado ya se trata de un asunto abordado en programas de chismes y farándula, cuya audiencia va en aumento. El ensimismamiento de la sociedad es tal que banaliza lo importante y eleva lo superfluo.
La fatalidad alimenta los libretos de los guiones de los reality shows y engrosa el imaginario colectivo a límites obesos: en el asunto de Cabañas, por citar un ejemplo nada más, con el paso de los días han saltado personajes de un lado y otro, con una intención protagonista que daría para un casting en torno a una telenovela; además de que tantas vueltas de tuerca y giros dramáticos en los hechos fácilmente harían suponer que se está escribiendo una novela policiaca con todos sus atributos. Nada más detestable que ese aire ramplón detectivesco que destila y que no ha conducido a la resolución del ataque.
Ya se sabe que en este país la tragedia transmitida a nivel nacional es sinónimo de fama: “no importa demasiado lo que me suceda, lo más importante es que me vi en televisión, aparecí en primera portada en el diario, fui objeto de un reportaje en las páginas centrales en reconocida revista”. La invasión en la vida de un personaje público se hace en la medida en que las acciones de éste calan en la sociedad, le dejan un bien, la enaltecen de algún modo; caso contrario –el asunto Cabañas–, se malabarea con esa antorcha llamada amarillismo, a un mismo tiempo tan repugnante como eficaz distractor –“encandilador”– de multitudes.

“(….) Detrás de los hastíos y los hondos pesares / que abruman con su peso la neblinosa vida, / ¡feliz aquel que puede con brioso aleteo / lanzarse hacia los campos luminosos y calmos! // Aquel cuyas ideas, cual si fueran alondras, / levantan hacia el cielo matutino su vuelo / ¡que planea sobre todo, y sabe sin esfuerzo, / la lengua de las flores y de las cosas mudas!”
Charles Baudelaire, “Elevación” en Las flores del mal

Imagen: www.ur.mx

martes, 2 de febrero de 2010

Correo indeseable


La bandeja de correo electrónico depara sorpresas. Cuando menos se lo espera uno aparecen envíos del tipo “aumenta tu largo y ancho y elimina la impotencia”, “novedosa dieta para bajar de peso en tan sólo semanas” (no aclaran que puede tratarse de 52 semanas, ¡un año enterito!), “re: a la espera de su respuesta urgente” (cuando no pedí una respuesta y menos con premura), entre tantos otros correos cuyos asuntos son tan disparatados como puede ser a veces un hecho sacado de la realidad. El correo electrónico se ha vuelto una trinchera que, para nuestra desgracia, ha caído ya en manos del enemigo.
Se sabe que existe, para esos correos non gratos, una pestaña llamada “correo no deseado” y que por regla general allí deberían ir a parar todos esos envíos que no resultan del interés del propietario del correo; pero de alguna forma se las ingenian los remitentes para que éstos se almacenen en la bandeja de entrada. Si ya, incluso, no se puede estar seguro de esa manera: a dónde iremos a parar aquellos que detestamos encontrar toda clase de publicidad que ni nos concierne ni nos podría llamar en un momento dado. ¡Tanta basura circulando por la red y alguien tiene el tino de arrojarla a nuestra cuenta personal!
Algunos de los asuntos de dichos correos pueden devenir francas sonrisas o carcajadas incluso; mas la cuestión, por otra parte, no es si mueven a risa o no, sino que cada día que pasa las cuentas personales, contraseñas y toda clase de argucias para mantenerlas en el anonimato vienen a ser tan sólo antigüedades expuestas a la vista de todos. Sucede que cualquier día uno se percata de que la cuenta ha sido hackheada, invadida por no sé qué bastión talibán con sucursal en Occidente o liga de la justicia a nivel continente y uno se ve obligado a cambiar cuenta, contraseña, pregunta secreta y cuanta cosa “asegure” por un tiempo más el que no será de nuevo sustraída.
Se sabe que la seguridad en estos menesteres electrónicos nunca ha sido del todo buena. Entonces, dicha fragilidad nos obliga a permanecer alertas, en continua vigilia por si de nuevo a alguien, desde sabe qué lugar del mundo –tan cerca o tan lejos– se le ocurre que, por ejemplo, pachitoeldetepito@.... resulta una cuenta que ni mandada a hacer para conspirar contra una medida antidemocrática o para tratar de invadir la red con una pléyade zoológica de virus. Van y vienen tantas consignas y tantas propuestas valederas que a menudo se rechaza, por mera cuestión de seguridad, alguna que en el fondo nos simpatiza.
(Desde una de mis cuentas de correo comenzaron a mandar material a mis contactos, que al abrir desplegaba un cártel que resultada por demás ofensivo y vulgar, cuyo asunto estaba escrito en portugués y el mensaje no merece siquiera ser citado).

“Por distraerse, a veces, suelen los marineros / dar caza a los albatros, grandes aves del mar, / que siguen, indolentes compañeros de viaje, / al navío surcando los amargos abismos. // (….) Este alado viajero, ¡qué inútil y qué debil! / él, otrora tan bello, ¡qué feo y qué grotesco! / ¡éste quema su pico, sádico, con la pipa, / aquél, mima cojeando al planeador inválido! // El poeta es igual a este señor del nublo, / que habita la tormenta y ríe del ballestero. / Exiliado en la tierra, sufriendo el griterío, / sus alas de gigante le impiden caminar.”
Charles Baudelaire, “El albatros” en Las flores del mal