lunes, 6 de septiembre de 2010

Personajes de pesadilla (2)


Decían que el maestro Corona era duro, implacable. Su esposa, de nombre Evelia, también maestra, y que acusaba un problema agudo de poliomelitis –llevó siempre bastón–, era todo lo contrario; esto lo decían muchos, incluida mi hermana que fue alumna de ambos. Ninguno me dio clases en los seis años de primaria como para comprobar ambos decires. Sin embargo, en dos años –cuarto y segundo grados– mi grupo quedó a un lado del de Corona: hasta el aula nuestra llegaban gritos y exabruptos del profesor. Y también algunos lloriqueos de los alumnos: más de alguno afirmaba que daba reglazos en las manos, y zampaba sopes a diestra y siniestra.
El maestro Corona era de estatura considerable, y tenía un cuerpo recio, abundante: aunque se le veía lleno no era gordo, ni su masa corporal flaqueaba en los extremos. Era, como se dice por lo común, un tipo robusto. Yo me proponía siempre no topármelo en los pasillos, ni en ningún otro lugar; pero más de alguna vez nuestros caminos se cruzaron y al verlo a los ojos yo huía espantado, como si de aquella mirada emergiera un infierno a punto de desatarse. La maestra Evelia era del todo distinta: lo que no implica necesariamente que no se llevaran bien. Quizá Corona cambiaba de armadura hacia el mediodía, al abandonar la escuela todos los días.
Corona era disciplinado, y como tal exigía a sus alumnos tal hábito. Alguna ocasión escuché que no permitía que se le interrumpiera, salvo si se trataba de extrema necesidad. Permisos para salir al baño ni pensarlo, estaban prohibidos: había que acudir a los retretes durante el recreo. Corrían rumores de que más de uno de sus alumnos había sucumbido ante la urgencia de desahogar sus desechos: si así sucedía, se les castigaba con tres días no de ausentarse de clases, sino de cumplir con doble tarea y ser el primero en llegar al salón, so pena de una extensión del castigo. Cosa que, por ningún motivo, podía conmutarse.
Traigo esto a colación a propósito de que hace pocos días me topé con Corona. Obviamente no me reconoció –no sé si este verbo sea el más idóneo, pues en plata rigurosa debo decir que nunca me conoció–. Lo vi todavía recio de cuerpo, pero su mirada ya no es aquella que ardía a todas horas. Y su modo de caminar ha menguado. Iba con Evelia y su eterno bastón: él, con todo, la ayudaba al momento de subir o bajar aceras. Desconozco si Corona sigue dando clases: decían que así como era duro también se le podía considerar un buen maestro. No pongo en duda tal cosa, pero al verlo de nuevo he imaginado, una vez más, cómo sería su gesto hirviente al momento de propinar los reglazos en las manos.

“Vengo de un reino extraño, / vengo de una isla iluminada, / vengo de los ojos de una mujer. / Desciendo por el día pesadamente. / Música perdida me acompaña. // Una pupila cargadora de frutas /se adentra en lo que ve. / Mi fortaleza, / mi última línea, / mi frontera con el vacío / ha caído hoy.”
Rafael Cadenas, “Coney Island –1” en Una isla (1958)

Imagen: www.threechurches.wikidot.com

martes, 31 de agosto de 2010

La calle


11:00 pm. La calle aparece desolada, densa en sus esquinas, enigmática en sus rincones faltos de luz. Es a veces un reducto aislado, una acera de mosaico multicolor que sin embargo adolece de brillantez: su mudez la confunde ante cualquier mirada, la obliga a pasar desapercibida casi. Quizá se deba a que a esta hora nadie tiene por costumbre salir a hacer compras, a pasear al perro con una bolsa en la mano, a sentarse en una acera y mirar cómo el cielo va cambiando de tonalidad y presenciar la desaparición fugaz de las nubes. La calle atesora sombras, y las cuelga en esas casas que convierte en tendederos.
11:45 pm. La calle, que más allá de la esquina norte se eleva y enseguida pierde la línea recta que lleva, no se ha tirado a descansar todavía; no obstante su evidente cansancio y abandono aparente. A estas alturas del día permanece alerta, como si se tratara de un espía al que se le ha encomendado una misión complicada, aunque, por otro lado, nada riesgosa. Desde su trono de cemento y piedras atisba cualquier paso raudo o lenta travesía, toda intromisión venida de cualquiera de sus cuatro puntos cardinales. Lleva rato ya, sin embargo, que se prepara para dormitar recargada en el lado más oscuro, con los brazos cruzados sobre la cabeza: nadie ha caminado por su cuerpo plomo en los últimos 45 minutos.
12:20 am. La frontera ya es difusa. El cielo relampaguea constante más allá de las últimas casas. De allí vienen las únicas luces que iluminan un poco ese túnel que es la calle. Parece que en un lugar no tan lejano se abriga una tormenta. Y de allá, también, se desprenden los débiles ruidos que rompen el perímetro de soledad que ciñe esta parte de la ciudad. Hay momentos en que uno quisiera sumergirse de lleno en los pensamientos; éste es, quizá, un instante idóneo para tal cosa: los ojos escudriñan y no hallan más que rastros negros. Uno de ellos ha de llevarme, seguro, al otro lado de esta noche.
1:10 am. La calle lleva el vestido más oscuro. O tal vez se muestre desnuda, tal como es. Únicamente es oscuridad, una oscuridad de ésas que resulta imposible beberse, o difuminar a manotazos. El balcón desde el que la contemplo aparece iluminado apenas en uno de sus flancos más delicados, y de allí en más se extiende un mapa que carece de mínimas señales. Con suma facilidad podría alguien extraviarse en este pasaje que, sin embargo, no es reducido ni asfixiante, aunque sí confuso, con puertas cerradas o abiertas, que no conducen a ningún lado. La calle aparece, sigue desolada.

“Ay de la oscura calle en que anduvimos / dándole largas a nuestro corazón. / (…) Ay de la oscura calle / en donde la esperanza / se nos va de los ojos / para que nuestro corazón / contrito / acoja su realidad, / cálidamente iluminado.”
Alejandro Aura, “Oscura calle” en La calle de los coloquios (1969)

viernes, 27 de agosto de 2010

El hilo nuestro de cada día


Para seguir el hilo de la vida… El abuelo abría su libro predilecto cuando ya la tarde había madurado, sentado en su vieja silla de mecate. En esas horas verdes, silencioso, concentrado, frente a la Biblia, abierta entre sus manos, sobre sus rodillas, el abuelo se vestía de frac: era un imaginador. De esa lectura, que se volvió centenaria y que degustaba cotidianamente como algo irrepetible, el abuelo iba trazando los pasos que habría de dar al día siguiente, las palabras que soltaría cuando agarrara sendero. De ese camino volvía tarde, agotado, pero con un brillo inextinguible en sus ojos. No había ni hubo sosiego –ni con la muerte–, que yo recuerde, para ese imaginador.
Para seguir el hilo de la vida… Amanece. Hay muertos regados en distintos escenarios. La especialidad de la casa es la brutalidad. La amenaza es constante, diaria, que hacen llegar mediante la siembra de cuerpos descabezados, torturados, masacrados, disueltos en ácido, estrangulados, balaceados, vejados, golpeados, hechos añicos, polvo; arrancados de su territorio, secuestrados. Cuando se cree, sin embargo, que ya todo el horror posible ha sido escenificado, aparece una nueva manera de deshacerse del estorbo, del soplón, del que hace frente, del valiente, del que está en el otro bando, y entonces sucumbe cada uno de nosotros ante tal avasallamiento de la cotidianidad más parca. Vivimos en un país que cada día se parece más a la casa de los espantos.
Para seguir el hilo de la vida… (En cualquier otra ciudad.) Afuera la noche, grisácea, merodeaba, ronroneaba. Era tanta la quietud que el golpeteo de la llovizna en el viejo cristal de la ventana de ese hotel desgarbado parecía formar parte de otra dimensión. Alrededor no había nada, sólo miradas agolpadas, una cortina corrida, palabras leves que se perdían entre las volutas delicadas de humo del cigarrillo. Algunos reflejos, mortecinos, de autos lejanos sobre una avenida que serpenteaba, se esparcían cerca y lejos, como diminutas lucecitas desperdigadas en una noche de diáspora. Abría y cerraba los ojos, aspiraba y exhalaba, iba y volvía y bebía café y reconcentraba la atención en la voz que salía de algún estéreo cercano. Era una voz aterciopelada, líquida casi. Una voz de mucho tiempo conocida.
Para seguir el hilo de la vida… Es viernes. Las horas últimas de la tarde vienen y pasan frías. “Las luces del puerto” apenas son visibles entre tanta neblina, entre tanto alboroto en esa avenida con amplio camellón. La espera es larga. Toda espera es larga. Tan larga como una lluvia que se estira de un día a otro. Y ese paréntesis se vuelve entonces un desacierto, un despropósito mayúsculo cuando la espera no lo es más, y entonces hay que marcharse con el agobio sobre los hombros, seguros de no volver la mirada atrás ni una sola vez; ni siquiera para mirar si nuestra sombra viene pegada a los talones.
(Lo que aparece en cursiva pertenece a “La novela de la vida” de Antonio Muñoz Molina, texto publicado el sábado 31 de julio de este año en Babelia.)

“Yo conocí que te quería / en que me daba por estar contigo / a todas horas, / y conocí que te quería / en que me daba por perderte / y te perdía. / Mía de tus pechos a mi lengua. / Yo conocí que te quería / en que me daba la noche / y no se me acababa el día.”
Alejandro Aura, “Zapato pato o la solada” en Cinco veces la flor (1967)

Imagen: poetasargaricos.blogspot.com

martes, 17 de agosto de 2010

Umay


Umay. Los excesos, dicen, nunca son del todo buenos. La medicina la receta el refrán: “de lo bueno, poco”; incluso, algunos se recargan en ese eslogan publicitario de “nada con exceso, todo con medida.” Umay le rehúye a los excesos de una cultura de la que, por más que quiera, no puede escapar: a ese mundo pertenece. Lo piensa. Lo intenta. Y a punto de lograrlo, ella misma –la sangre y la querencia– vuelve sobre sus pasos. “Cuando es lo único que conoces, cuando es lo único que te enseñaron, no verás nunca más allá.” Como si de la condena del eterno retorno se tratara.
Umay y Cem. Harta del maltrato y una vida desabrida Umay decide reemprender el vuelo que ella misma interrumpió años atrás. Se eleva y se confunde, en su partida, con la bandada de aves que atraviesan esa ciudad que no es más que un amasijo gris. Pero no lo hace sola, Cem va de su mano. Se despide, curiosamente, de lo mismo que la traerá de regreso: el miedo y el ahondamiento de una soledad cuyo precio está a punto de pagar. Se trata de un costo tan alto que ni siquiera imaginó lo que le deparaba ese jodido temor a abrir los ojos. Umay está ante su propia desesperación, como si buscara recluirse en un escondrijo. Del que, más adelante, va a querer asomar la cabeza y partir, eso sí, en un acto bien calibrado, doloroso.
Umay y la oportunidad. Si hay ocasiones propicias para dar algunos pasos sin mirar atrás, la que tuvo Umay fue incuestionable: pero ella, antes de darlo, se acordó de sus raíces y bajó a la tierra, se adentró en ella para después, ahora sí, emigrar: en ese pequeño retroceso encontró un destino incierto, inesperado, trágico, demente: sus dos hermanos, uno por el frente y el otro por la espalda la acorralan en la acera: uno, pistola en mano y el otro, blandiendo una navaja. Umay saldrá bien librada, no así Cem, su pequeño hijo: el único corazón que le late.
Umay y la partida de Cem. La dura orfandad. El abismo con sus fauces abiertas. La calle como símbolo de una ciudad grisácea que ha perdido todo sentido. La soledad de llevar un niño en brazos, en vilo, como si cargara un muñeco de trapo, que no respira, que no mueve un solo músculo, cuya última palabra, mirando a Umay a los ojos, entrecortada, lastimosa, con un auxilio evidente y destemplado, fue: “¿Mamá?” Umay camina, ya no mira atrás, pero adelante, curiosamente, ya no hay nada –nada que le importe, por lo menos.
(Umay –actriz Sibel Kekilli– es el personaje principal de La extraña –2010–, de la cineasta alemana Feo Adalag.)

“Hago como que no me acuerdo / para no estar triste. / Pero la mano me sigue siendo piedra y flor / y sigo siendo alegre y tonto / con un gallo de viento en la cabeza. / (…) Te iluminaste, / poeta, nardo, carcacha, / te iluminaste con las palabras puestas en el lugar en donde nacen las palabras; / te pusiste a inventarlas y acertaste / y así se fue desparramando el mundo por la tierra. / No tiene más anécdota esta historia, / es una pura manera de cantar. / Jueves y viernes, / para siempre, / se habrán de encargar de tu memoria.”
Alejandro Aura, “Ronda por tres caminos para un amigo viejo” en Cinco veces, la flor (1967)

Imagen: www.homocinefilus.com

lunes, 16 de agosto de 2010

De homenajes y arengas


A veces los homenajes resultan una interminable pasarela de voces que se explayan en nombrar cosas innombrables y del aludido si acaso, si no es complicada su pronunciación, mencionan su nombre. Como si se tratara de llevar, a esa asamblea a la que se asiste con la toda la rigurosidad posible en el vestir, todo menos los atributos del que está siendo objeto aquella reunión. Es tanta la palabrería y el adorno que se lanzan al aire para apantallar a los asistentes que a menudo aquello es más un carnaval desenfrenado de presunciones y vanaglorias que un acto sensato y justiciero.
Los homenajes poseen la rara distinción de lo equívoco: como si de un héroe vuelto de una larga guerra que al fin se gana se tratara –valiéndome de un ejemplo bélico–, en la relación de los hechos una o dos veces se mencionan las batallas indispensables y al protagonista se le relega a un margen, las más de las veces inferior, de aquella hoja en que está contenida la reseña a la que se le da lectura. Lo último no tiene que ser, precisamente, lo menor, parecen decir los oradores. Sin embargo, lo primero que se nombra ha de ir por delante porque de esa manera se lleva el rumbo planeado desde antaño. Nada habrá de salirse de lo estipulado; se miran convencidos.
Cuando al homenajeado le toca el turno de dirigir algunas palabras a los asistentes y a quienes brindan aquella distinción pública, entonces se asiste a una especie de reivindicación de la realidad: nada hay más certero que aquello que es dictado desde las entrañas del protagonista de cualesquiera acto digno de recordarse. En aquel tropel de palabras que van saliendo de la boca del orador, a ratos trompicadas a ratos disfrazadas de una serena lejanía, pueden deletrearse los motivos más profundos de su convicción y modo de conducir su vida. Motivos, al fin, por los que se escenifica aquello. Lo demás, parece sentenciar el tribuno, es arenga.
Si lo que va diciendo, por otra parte, incomoda a algunos de los homenajeadores, en el momento en que culmine su disertación habrá descendido no sólo del pedestal al que se trepó para dirigirse a la asamblea reunida, sino de ese alto escalón en el que fue situado por sus méritos y particular manera de concebir la historia y la realidad. Y el homenaje, ese acto tan cuidadosamente planeado y llevado con una pulcritud meritoria, habrá adquirido entonces la estatura idónea: ésa de donde será imposible bajarlo por más intentos que se hagan de acallar las voces y los rumores.

“Cuéntales desde dónde el sol se te quedó estancado; / cuéntales de cómo se murió, lleno de luz, tu abuelo, / de cómo te parió tu abuela desde entonces, / de cómo te quedaste sin nombre todo el rato. / (…) De qué manera nos llovió la muerte desde entonces. / De qué manera la esclavitud tuvo sus hijos. / De qué manera la soledad se aposentó en mi trono. / Ay mar, ay mar, / qué manera de estar una nación / muriéndose a pedazos, / qué manera de no volver a ser / nunca uno mismo / con su aire y con su casa.”
Alejandro Aura, “Nada sucede aquí” en Cinco veces, la flor (1967)

Imagen: "El diccionario de los homenajes" de José Luis Cuevas, encontrada en www.reneavilesfabila.com.mx

viernes, 13 de agosto de 2010

La luna, riéndose


La luna en el balcón, riéndose de mí. Un hombre en una ciudad latinoamericana solicita una visa para viajar a Estados Unidos. Tiene un hijo en aquellas tierras, a quien tiene pensado visitar. En la Embajada, tras cumplir con los requisitos estipulados y pago previo de la forma, y después de que el cónsul le ha dejado entrever que posiblemente su trámite tenga éxito, sale del edificio y celebra con algunos amigos. “¿Festejando antes de tener el documento en la mano? Eso no es buena señal”, le dice uno de ellos. Días después, acude por su visa; se la niegan. Ahí comienza la verdadera odisea, no antes. El cielo se le viene encima a pedazos.
La luna en el balcón, riéndose de mí. Seis o siete pintores viven y trabajan en una casona. Se trata de estudiantes de pintura, que sus tardes las transcurren entre el estudio compartido y la caguama que va de mano en mano. El churro también humea en aquellos cuartos descascarados, malolientes, sucios, cuya única decoración la pueblan dos o tres muebles desvencijados. Hay en ellos ese gesto del “buen salvaje” que se anima a vociferar y descalificar todo aquello que no pase por el matraz de sus gustos. La pintura es así, personal, inequívoca. Un carnaval de miradas.
La luna en el balcón, riéndose de mí. Remigio fue aleccionado, durante meses, para que le diera muerte al cacique de aquellas tierras olvidadas de la justicia y de las que “la mano de Dios está re lejos.” La secta que lo reclutó le fue envenenando la mirada con la intención de que el rostro de Sotero, el cacique, se le apareciera siempre como un criminal al que nadie se atrevería a señalar con el dedo por sus tropelías, mucho menos a aprehender. Él, por ende, encarnaba el brazo justiciero. Remigio se abrió paso entre la multitud, durante las fiestas del pueblo, y le sorrajó unos cuantos balazos. Sotero murió al instante. El pueblo, extrañamente, en lugar de ver bien a Remigio, estuvo a punto de lincharlo. El dictador goza oscuramente de una aprobación generalizada. Y Remigio no pasó a la historia.
La luna en el balcón, riéndose de mí. El día fue uno de ésos que uno desearía no haber vivido. Desastre. Pesar. Ocurridas las cosas se desearía volver el rostro y descubrir un reloj que se haya detenido, un reloj de pared cuyas manecillas, atoradas, hubieran dejado de señalar el tiempo que avanza, que inexorablemente se desboca a cumplirse hora tras hora, como si en ello le fuera la vida. Cuando se contempla el horizonte, ya oscurecido, entonces se cae en la cuenta de que la luna, oculta a ratos, asomándose a intervalos, en el fondo de su blancura, se ríe, se ríe de quien la mira.
(“La luna en el balcón, riéndose de mí.” Frase de la canción “Riéndose de mí” contenida en el disco Radar de Jorge Drexler.
El hombre de la visa es el personaje principal del filme American visa, del realizador boliviano Juan Carlos Valdivia.
Los pintores que viven y trabajan en una casona pernoctan en una ciudad mexicana.
Remigio y Sotero encarnan el cuento “El cielo de Sotero” de Alejandro Rossi, contenido en el libro Fábula de las regiones.)

“Yo tenía un hermano mayor; / era siempre cinco años más amable y más sereno; / quería un escritorio y un caballo / y una manera nueva de contar los sueños / y una mina de azúcar, de seguro. / Le gustaba leer y razonaba; / a veces era tierno con las cosas / pero yo nunca vi que fuera un niño. / (…) Yo tenía un hermano mayor / de pie sobre la luz; / me daban miedo las calles en la noche / y el corredor oscuro de la casa, / me daba miedo estar a solas con mi abuela, / pero tenía un hermano mayor / sobre la luz cantando.”
Alejandro Aura, “Mi hermano mayor” en Cinco veces, la flor (1967)

Imagen: foros.riverplate.com

lunes, 9 de agosto de 2010

Bumerán


Hace algunos días nos reunimos en casa de unos amigos para festejar el cumpleaños de uno de los anfitriones. Entrada la noche, mientras las conversaciones iban y venían, entrecruzadas, y el cielo se destrampaba en una tromba de la que, afortunadamente, llegué ileso a mi casa; en tanto, decía, que los tragos se iban consumiendo salió a colación el tema de los mensajes “vergonzantes” en facebook. En particular, la mayoría descargó sus baterías sobre un tipo que no estaba presente y sí lo estaba al mismo tiempo: se trataba del novio de una de las chicas que hacían rueda, y que no encontraba lugar donde esconder la cara. Se le veía avergonzada, ya se sabe, la quemazón resultante de la pena ajena.
“He descubierto que la mejor manera de hacer cardio es escuchando a los Auténticos Decadentes.” Esa fue la frase que desató el escrutinio no sólo en la red, sino en aquella reunión de la que yo, extrañamente a esas alturas, estaba formando parte. El cuate se refería a ese tipo de ejercicio que se practica en un gimnasio, y al cual asistía, por primera vez, desde tres o cuatro semanas atrás, según se dijo allí mismo. Antes de seguir, debo aclarar que no conocía al tipo en cuestión; sin embargo, en la rueda también estaba una ex novia del sujeto que, con un gesto muy orondo, parecía decirle a la novia en turno: “te dije que así era, no te finjas ahora sorprendida.”
Un comentario en facebook, por lo que pude ver de cerca, se multiplica a raudales, como el número infinitesimal, en cuestión de segundos: basta que alguien prenda la mecha para que cunda un pánico que abarca kilómetros a la redonda. La red posee el raro atributo de la ubicuidad (como la tenía Monsi): está aquí y allá al mismo tiempo, no importa la distancia que se abra entre un punto y otro. Y el peso, en cualquier sitio, es el mismo; más aún, entre más usuarios de facebook agreguen algunas palabras a lo escrito por alguien más entonces lo dicho por el primero adquiere la estatura de un postulado con tintes canónicos, demenciales.
Lo que el tipo había escrito había llegado a oídos de los que no formábamos parte de su red (debo decir que no soy usuario de facebook y que no tengo intención de serlo), y entonces sus palabras habían desatado un alud que, de enterarse él mismo, casi estoy seguro le provocarían un bochorno, y buscaría alejarse lo más pronto posible de aquellos comensales que se alineaban en una especie de pasarela acusatoria y juzgante. Concluyo que en facebook los usuarios deben cuidarse de lo que dicen, porque eso mismo, como en las cuestiones jurídicas y en casos concretos, puede volverse en su contra: esa red social es un bumerán (así se escribe, según la RAE) que no tarda, más que segundos, en retribuir lo que le han entregado, sólo que magnificado a alturas insospechadas. Para bien o para mal, da lo mismo.

“Hoy, / el compañero sol / amaneció deslumbrante. // Esos que tienen el cerebro enorme / pero están corazonados en pequeño: / esos, / dictadores, / autodioses, / agiotistas del verbo, / embriaguecidos de sapiencia; / esos, / coleccionistas de miedos / envilecidos de respetabilidad; / esos, depositarios del odio, / se han condenado solos / a no ver nunca / el sol / como yo lo estoy mirando.”
Alejandro Aura, “V” en Tambor interno (1963-1965)

Imagen: breakthroughthemovie.com