lunes, 16 de agosto de 2010

De homenajes y arengas


A veces los homenajes resultan una interminable pasarela de voces que se explayan en nombrar cosas innombrables y del aludido si acaso, si no es complicada su pronunciación, mencionan su nombre. Como si se tratara de llevar, a esa asamblea a la que se asiste con la toda la rigurosidad posible en el vestir, todo menos los atributos del que está siendo objeto aquella reunión. Es tanta la palabrería y el adorno que se lanzan al aire para apantallar a los asistentes que a menudo aquello es más un carnaval desenfrenado de presunciones y vanaglorias que un acto sensato y justiciero.
Los homenajes poseen la rara distinción de lo equívoco: como si de un héroe vuelto de una larga guerra que al fin se gana se tratara –valiéndome de un ejemplo bélico–, en la relación de los hechos una o dos veces se mencionan las batallas indispensables y al protagonista se le relega a un margen, las más de las veces inferior, de aquella hoja en que está contenida la reseña a la que se le da lectura. Lo último no tiene que ser, precisamente, lo menor, parecen decir los oradores. Sin embargo, lo primero que se nombra ha de ir por delante porque de esa manera se lleva el rumbo planeado desde antaño. Nada habrá de salirse de lo estipulado; se miran convencidos.
Cuando al homenajeado le toca el turno de dirigir algunas palabras a los asistentes y a quienes brindan aquella distinción pública, entonces se asiste a una especie de reivindicación de la realidad: nada hay más certero que aquello que es dictado desde las entrañas del protagonista de cualesquiera acto digno de recordarse. En aquel tropel de palabras que van saliendo de la boca del orador, a ratos trompicadas a ratos disfrazadas de una serena lejanía, pueden deletrearse los motivos más profundos de su convicción y modo de conducir su vida. Motivos, al fin, por los que se escenifica aquello. Lo demás, parece sentenciar el tribuno, es arenga.
Si lo que va diciendo, por otra parte, incomoda a algunos de los homenajeadores, en el momento en que culmine su disertación habrá descendido no sólo del pedestal al que se trepó para dirigirse a la asamblea reunida, sino de ese alto escalón en el que fue situado por sus méritos y particular manera de concebir la historia y la realidad. Y el homenaje, ese acto tan cuidadosamente planeado y llevado con una pulcritud meritoria, habrá adquirido entonces la estatura idónea: ésa de donde será imposible bajarlo por más intentos que se hagan de acallar las voces y los rumores.

“Cuéntales desde dónde el sol se te quedó estancado; / cuéntales de cómo se murió, lleno de luz, tu abuelo, / de cómo te parió tu abuela desde entonces, / de cómo te quedaste sin nombre todo el rato. / (…) De qué manera nos llovió la muerte desde entonces. / De qué manera la esclavitud tuvo sus hijos. / De qué manera la soledad se aposentó en mi trono. / Ay mar, ay mar, / qué manera de estar una nación / muriéndose a pedazos, / qué manera de no volver a ser / nunca uno mismo / con su aire y con su casa.”
Alejandro Aura, “Nada sucede aquí” en Cinco veces, la flor (1967)

Imagen: "El diccionario de los homenajes" de José Luis Cuevas, encontrada en www.reneavilesfabila.com.mx

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