jueves, 30 de abril de 2009

Canijo


No era lo que se dice un iguanero propiamente. Se salía del canon más riguroso a ese respecto. Simplemente, lo pienso ahora, no le daba la gana ser de ese modo. Y es que el perro iguanero es aquel que acompaña al cazador en sus jornadas, va adelante de él, en dirección de sus propias huellas, husmeando el horizonte; al final, exhausto, con la lengua colgando, sabe que su amo lo recompensará con un buen plato de agua y una caricia que le hace llegar mediando la voz.
Cuando el cazador, seguro del tiro, dispara sobre la iguana el perro, presto y sin orden de por medio, corre a atrapar al animal herido antes de que toque el suelo; con la presa en el hocico, sin clavarle los colmillos, la lleva a su amo sin hacerle daño alguno. En caso de que no la logre atrapar en el aire, va detrás de la iguana hasta alcanzarla; la trae de vuelta, entera.
Canijo era el perro del abuelo Ramón hace muchos años. Creían que Canijo era un perro iguanero. El abuelo salía a cazar dos veces por semana; temprano agarraba vereda. Canijo se le emparejaba, le ganaba el paso, pero pasados algunos metros se devolvía y se echaba a dormir. Canijo no era un perro iguanero propiamente, no quiso serlo nunca. No acompañaba en la caza, pero cuando le daban de comer o lo llamaban para jugar, allí estaba, dispuesto y encimoso y único.
Dicen, allá en la Barra, que Canijo murió de cansancio. Que pasaba el día echado; prácticamente muerto sobre el suelo miraba transcurrir los días, inmerso en el más absoluto tedio, enfermizo, sofocante. Quiero pensar que era un perro aletargado, con un paso más que lento, y sin embargo de delirantes ademanes. Desde hace tiempo quiero tener un perro. Y he decidido, desde ahora, llamarlo así, Canijo.

“Desde que nace nada ya lo aparta / de su deber terrestre, / trabaja al sol, procrea, busca sus migas / y es sólo su voz lo que defiende / porque en el tiempo no es un pájaro / sino un rayo en la noche de su especie, / una persecución sin tregua de la vida / para que el canto permanezca”
Eugenio Montejo, “La terredad de un pájaro”

Imagen: naturaleza-abeldesestress.blogspot.com

martes, 28 de abril de 2009

El pez Zapato


Al siguiente día del beisbolito volvimos a la playa, con ánimo sólo de nadar un poco y regresar temprano (eso de nadar es un puro decir, porque no sé hacerlo), pues en la jornada anterior oscureció y todavía chocábamos las últimas cervezas bajo la ramada. Y es que la cerveza en Barra es, prácticamente, agua de uso.
Desde temprano nos acercamos a las rocas, ésas que divisamos desde un día antes, en que va a topar esta franja de mar, donde con paciencia los surfistas esperan una buena ola para trepársele. Ahí, mientras estábamos en el agua y jugábamos un poco, hasta la orilla venían cangrejos, caracoles, e incluso causó revuelo un pez Zapato, que semeja una mantarraya pequeña.
Según el abuelo Ramón el pez lleva ese nombre porque Dios, al comerlo, lo partió por la mitad y devoró una primera pieza, y en cuanto iba a engullir lo restante alguien lo distrajo con algún asunto y ya no la comió. Entonces, el pez quedó así, como partido en dos mitades.
Por la noche, en las hamacas y vigilados por la luz delgada de la luna, el pez fue el tema de conversación: aunque nadie logró atraparlo, bastaba sólo con tomarlo de la cola y sacarlo del agua de un envión, dijo después el abuelo.
El abuelo Ramón, a diferencia de los dos primeros días, hoy se metió al mar con nosotros, aunque en la orilla nada más: es un hombre alto, que siempre camina con huaraches, sombrero y machete en mano. A esa imagen por demás solitaria, es cierto, le hace falta el perro que corra detrás de sus huellas, pero no le gusta tener animales en casa. En la huerta sí tiene uno, Atila se llama: es juguetón, negro todo, que mira con fiereza pero que, pasado un rato, se acerca en busca de alguna caricia.

“Lo que escribí en el vientre de mi madre / ante la luz desaparece. / El sueño de mi letra antigua / tatuado en espera del mundo / se borró a la crecida del tiempo. / […] Lo que escribí en el vientre de mi madre / quizás no fue sino flor / porque más hiere cuando desvanece. / Una flor viva que no tiene recuerdo”
Eugenio Montejo, “Letra profunda”

Imagen: oidoentierra.blogsome.com

lunes, 27 de abril de 2009

El beisbolito


Apenas se va rebasando el cerro que separa a Barra del mar, por uno de sus dificultosos costados, y ya la costa se abre como un pedazo de cielo caído: su azul es más que azul (es difícil entender una frase así, pero al mar no se le entiende sino de manera fragmentaria, a pedazos).
La franja de playa se abre como un abanico tras superar una pequeña laguna de agua dulce y tibia, que algunos kilómetros adelante, en Tapesco, va a vaciarse al mar: la arena es blanquísima, densa, pesada, y las olas vienen desgarbadas, como si de algún lado hubiesen blandido un látigo sobre su lomo: se despeñan, se abalanzan descomunales, pero su contacto es sobrecogedor.
Desde este lado de la laguna, bajo una ramada, no es posible ver el océano: hay una pequeña duna que hay que subir y luego bajar para meterse en sus olas. En esa esquina de arena que se planta entre el mar abierto y la laguna improvisamos un campito de béisbol: armamos dos equipos entre barreños, venidos de Santa Cruz y Guadalajara. Me tocó cubrir el jardín izquierdo; en toda la tarde sólo atrapé dos pelotas para igual número de outs. El mayor número de batazos fueron a dar al derecho, bordeando la laguna, donde había cuatro compañeros que resolvieron el juego, en lo que a los outs toca.
El beisbolito acabó con pizarra de 4-4 tras dos horas de refriega; la carrera del empate la anoté yo: tras depositar un hit entre izquierdo y central pisé la primera base; alguien bateó al derecho y llegué a tercera; vino entonces un roletazo al cuadro que fue out en primera, pero mientras lo concretaban timbré el empate en la pizarra.

“Alguien que he sido o soy, no sé, / oye o recuerda, / sí hay algo real dentro de mí son ellos, / más que yo mismo, más que el sol afuera, / si es musical la fuerza que hace girar el mundo, / no ha habido nunca sino pájaros, / el canto de los pájaros / que nos trae y nos lleva”
Eugenio Montejo, “Pájaros”

Imagen: www.andalucia.org

viernes, 24 de abril de 2009

En el aire


La jornada del lunes, con el mismo número de horas que otras, había sido tremendamente larga: dos llamadas telefónicas, por la mañana, alteraron para el resto de la jornada (y la semana entera) la tranquilidad en la oficina. A partir de allí se iba y venía llevando y trayendo papeles, buscando firmas, concretando citas, cerrando posibles proyectos a futuro. No se pudo, sin embargo, por más que se intentó, dejar en claro el rumbo de los trabajos: lo definido no siempre alude a la concreción en el presente.
Por la tarde de ese lunes (y en los días subsecuentes) ya no era el mismo desenfreno entre escritorios, ruidos de impresiones y copiadoras; pero, como si se saliera de una batalla larga y delicada, dejar la oficina fue como escapar de prisión a campo traviesa, sin otro horizonte que un terreno baldío y desangelado, en cuyo último tramo se avistaba una llana quietud, cálida, inalterable.
En la calle el aire traía algo inusual. Es cierto, los autos, en la avenida, pasaban (en su prisa de carrera de fórmula uno) en direcciones contrarias como lo hacen todos los días. El tráfico, sin embargo, a esa hora, había disminuido considerablemente: se podía atravesar la calle sin peligro, sin necesidad de ir esquivando autos estacionados de esquina a esquina, detenidos en espera del cambio de luces.
En el aire, lo noté en cuanto atravesé el umbral de la puerta, había algo: respirarlo, con hondura, con afán canino casi, era más que llenarse de aire los pulmones. Algo flotaba, sí, un algo que enrarecía la noche y que sepultó de un tirón la desmesura y el insano trajín de la mañana.

“Oigo los pájaros afuera, / otros, no los de ayer que ya perdimos, / los nuevos silbos inocentes. / Y no sé si son pájaros, / si alguien que ya no soy los sigue oyendo / a media vida bajo el sol de la tierra. / Quizás es el deseo de retener su voz salvaje / en mitad de la estación / antes que de los árboles se alejen”
Eugenio Montejo, “Pájaros”

Imagen: fotosgrises.blogspot.com

lunes, 6 de abril de 2009

Días des-iguales


En ocasiones pareciera que, desde temprano, entro en un espejo: vivo tan inmerso en esos días que se suceden con caras semejantes, que a menudo me pasa desapercibido todo aquello que me llega por los cuatro lados del mundo.
Lo que hago a diario puede no variar en demasía: la repetición es un acto tan cotidiano que, sorprendentemente, las horas transcurren de muchas maneras. Y no todas presentan, aún cuando el libreto en una primera hojeada no muestre sendas variaciones, el mismo desenlace.
En este sentido, quiero anotar que el día tiene la potestad, incluso, de detener sus horas y quedarse ahí por un buen rato: el estatismo, por paradójico que suene, inunda todo instante, se adueña de cada una de esas veces en que se intenta desprenderse de ese amodorramiento atroz.
He de decir que no poseo la capacidad para hallarle con facilidad el tiempo al tiempo, es un asunto complicado; sí tengo, en contraparte, la marcada imposibilidad de eludir la inercia que me lleva, por ejemplo, a dormir del mismo lado de la cama y salir de casa con el mismo pie: ahí inicia la verdadera aventura del mundo.

“Ser el esclavo que perdió su cuerpo / para que lo habiten las palabras. / Llevar por huesos flautas inocentes / que alguien toca de lejos / o tal vez nadie. (Sólo es real el soplo / y la ansiedad por descifrarlo.) / Ser el esclavo cuando todos duermen / y lo hostiga el claror incisivo / de su hermana, la lámpara. / Siempre en terror de estar en vela / frente a los astros / sin que pueda mentir cuando despierten, / aunque diluvie el mundo / y la noche ensombrezca la página”
Eugenio Montejo, “El esclavo” en Terredad

Imagen: www.tebeosfera.com

miércoles, 1 de abril de 2009

A los 30 años


A veces sucede que de pronto “cae el veinte” de alguna cuestión, sin esperar, sin “mirarla venir”: y no se trata de puntiagudas y sesudas conclusiones, iluminaciones o aciertos, sino de que de repente se tiene conciencia de algo que antes no, aunque ese “algo” haya estado allí siempre, esperando el momento para saltar de su rincón y apresarnos el cuello.
Hoy, en uno de esos trámites como hay muchos, que de tan comunes y repetitivos no se piensa que puedan dar más allá de un mero resultado lógico, me di cuenta de algo en lo que nunca había pensado, y sin embargo siempre me persiguió: mi madre me trajo al mundo cuando ella tenía 30 años.
Al comparar fechas, sin intención de fijar lo que obtuve, ese dato que no es rimbombante ni trae consigo un ruido ensordecedor, se me presentó como una revelación, de ésas que vienen y no pasan de largo, se quedan, se estacionan, echan raíces y largan ramas por todas direcciones: no puedo alardear que acabé flotando, pero sí fui presa de un estremecimiento por lo menos nuevo.
Existen cosas que se disfrutan, hay otras que procuramos eludir, incluso las hay que ya conocidas preferimos no volver a frecuentar; sin embargo, ese dato, desde su alumbramiento en este día, lo frecuento con la intención de aprehenderlo en toda su luminosidad. A menudo lo simple trae, como envoltura, un trasluz que parpadea no obstante llevarlo en la oscuridad más profunda: ¡a los 30 años!

“No es sueño esa hora estática / donde me veo ir de tu mano / a través de los árboles quietos / de la casa sin nadie. / No es sueño el diálogo que vuelve / a nuestras dos límpidas llamas, / hasta fundirnos en la noche / al fondo de una lámpara. / ¿Cómo saber cuál de los pabilos / ha cortado la muerte? Uno de ambos / está soñando al otro, / pero en la luz que mezcla el tiempo / nos vemos y nos basta”
Eugenio Montejo, “Dos llamas” en Muerte y memoria

Imagen: fotosgrises.blogspot.com