Así como Los Trogloditas (en el filme Delicattessen) vivían en el subsuelo, en el laberíntico trazado de túneles y drenajes de la ciudad, los miembros de “La cofradía de la santa cubeta” (como los llamara Ana García Bergua), los “Viene–viene” o “Franeleros” desde hace tiempo han replanteado la geografía de las calles: nada puede modificarse si antes no pasa por su visto bueno. Incluso, hoy se cuentan ya determinadas zonas en las que no es posible hallar un cajón de estacionamiento que carezca de su supervisión. Su mapa se extiende a pesar de todo y con la complicidad de todos.
Basta una seña, mínima, entre estos curiosos personajes para aprobar o desaprobar a aquel que, con desesperación evidente, intenta acomodar su auto en algún espacio de las calles que regentean. Ha llegado a tal grado su codificación y lenguaje –a medio camino entre lo secreto y lo público– que aspiran a la categoría de cuerpo de “policía franelera”. Verlos por las calles, en actitud vigilante, “con un ojo al gato y otro al garabato” –con un ojo al que llega y otro al que se marcha– es ya una postal que no tardará en aparecer a la venta, junto con las de monumentos y sitios turísticos, en anaqueles de puestos de periódicos y tiendas de prestigio. Los oficios –y esta actividad parece legitimarse como tal– tienen la cualidad de trascender el mero quehacer del día a día.
Hace tiempo, en este mismo espacio, escribía respecto a estas huestes que cada día engrosan sus filas más y más; en aquella ocasión me preguntaba “¿llegará el momento en que no sólo tengamos que pagar por anticipado a estos miembros de ‘La cofradía de la santa cubeta’, sino que ellos, con arbitrariedad, decidan quién puede estacionarse o no en sus dominios?”. Es claro que esa barrera ha sido superada, borrada, difuminada en su absolutismo de adueña–calles (días atrás no me permitieron estacionarme porque me negué a que me lavaran el auto), cuyos trazos callejeros han acabado por replantear –¿o deformar?– la visión que se tiene de la ciudad y la movilidad en espacios fijos –por contradictorio que esto pueda parecer.
Las atribuciones que se han autoendilgado estos sujetos, de presencia escurridiza y apariciones abruptas, pasan por el filtro de “la vista gorda” de la autoridad y por un solapamiento manifiesto aunque no totalmente consciente de los ciudadanos. Para ejercer su labor, que de tan clandestina se ha vuelto normal, imponen una serie de condiciones a los usuarios de sus servicios: autorización para estacionarse o no, pagos de cuotas anticipadas –tal como si fueran estacionómetros ambulantes– y una vigilancia que no llega a ser tal en ningún sentido. El descuido y el desparpajo marcan sus horas al “cuidado” de los autos. La cofradía, organización secreta y callejera a un mismo tiempo, no exige ningún tipo de requisito a quien pretenda ingresar a su nómina. Basta con apegarse a una clandestinidad pública y evidente a simple vista. Franeleros made in Jalisco.
“Defender la alegría como una trinchera / defenderla del escándalo y la rutina / de la miseria y los miserables / de las ausencias transitorias / y las definitivas / defender la alegría como un principio / defenderla del pasmo y las pesadillas / de los neutrales y de los neutrones / de las dulces infamias / y los graves diagnósticos // defender la alegría como un destino / defenderla del fuego y los bomberos / de los suicidas y los homicidas / de las vacaciones y del agobio / de la obligación de estar alegres”
Basta una seña, mínima, entre estos curiosos personajes para aprobar o desaprobar a aquel que, con desesperación evidente, intenta acomodar su auto en algún espacio de las calles que regentean. Ha llegado a tal grado su codificación y lenguaje –a medio camino entre lo secreto y lo público– que aspiran a la categoría de cuerpo de “policía franelera”. Verlos por las calles, en actitud vigilante, “con un ojo al gato y otro al garabato” –con un ojo al que llega y otro al que se marcha– es ya una postal que no tardará en aparecer a la venta, junto con las de monumentos y sitios turísticos, en anaqueles de puestos de periódicos y tiendas de prestigio. Los oficios –y esta actividad parece legitimarse como tal– tienen la cualidad de trascender el mero quehacer del día a día.
Hace tiempo, en este mismo espacio, escribía respecto a estas huestes que cada día engrosan sus filas más y más; en aquella ocasión me preguntaba “¿llegará el momento en que no sólo tengamos que pagar por anticipado a estos miembros de ‘La cofradía de la santa cubeta’, sino que ellos, con arbitrariedad, decidan quién puede estacionarse o no en sus dominios?”. Es claro que esa barrera ha sido superada, borrada, difuminada en su absolutismo de adueña–calles (días atrás no me permitieron estacionarme porque me negué a que me lavaran el auto), cuyos trazos callejeros han acabado por replantear –¿o deformar?– la visión que se tiene de la ciudad y la movilidad en espacios fijos –por contradictorio que esto pueda parecer.
Las atribuciones que se han autoendilgado estos sujetos, de presencia escurridiza y apariciones abruptas, pasan por el filtro de “la vista gorda” de la autoridad y por un solapamiento manifiesto aunque no totalmente consciente de los ciudadanos. Para ejercer su labor, que de tan clandestina se ha vuelto normal, imponen una serie de condiciones a los usuarios de sus servicios: autorización para estacionarse o no, pagos de cuotas anticipadas –tal como si fueran estacionómetros ambulantes– y una vigilancia que no llega a ser tal en ningún sentido. El descuido y el desparpajo marcan sus horas al “cuidado” de los autos. La cofradía, organización secreta y callejera a un mismo tiempo, no exige ningún tipo de requisito a quien pretenda ingresar a su nómina. Basta con apegarse a una clandestinidad pública y evidente a simple vista. Franeleros made in Jalisco.
“Defender la alegría como una trinchera / defenderla del escándalo y la rutina / de la miseria y los miserables / de las ausencias transitorias / y las definitivas / defender la alegría como un principio / defenderla del pasmo y las pesadillas / de los neutrales y de los neutrones / de las dulces infamias / y los graves diagnósticos // defender la alegría como un destino / defenderla del fuego y los bomberos / de los suicidas y los homicidas / de las vacaciones y del agobio / de la obligación de estar alegres”
Mario Benedetti, “Defensa de la alegría”
Imagen: http://www.cie.unam.mx/