lunes, 30 de noviembre de 2009

Ai le encargo (2)


Así como Los Trogloditas (en el filme Delicattessen) vivían en el subsuelo, en el laberíntico trazado de túneles y drenajes de la ciudad, los miembros de “La cofradía de la santa cubeta” (como los llamara Ana García Bergua), los “Viene–viene” o “Franeleros” desde hace tiempo han replanteado la geografía de las calles: nada puede modificarse si antes no pasa por su visto bueno. Incluso, hoy se cuentan ya determinadas zonas en las que no es posible hallar un cajón de estacionamiento que carezca de su supervisión. Su mapa se extiende a pesar de todo y con la complicidad de todos.
Basta una seña, mínima, entre estos curiosos personajes para aprobar o desaprobar a aquel que, con desesperación evidente, intenta acomodar su auto en algún espacio de las calles que regentean. Ha llegado a tal grado su codificación y lenguaje –a medio camino entre lo secreto y lo público– que aspiran a la categoría de cuerpo de “policía franelera”. Verlos por las calles, en actitud vigilante, “con un ojo al gato y otro al garabato” –con un ojo al que llega y otro al que se marcha– es ya una postal que no tardará en aparecer a la venta, junto con las de monumentos y sitios turísticos, en anaqueles de puestos de periódicos y tiendas de prestigio. Los oficios –y esta actividad parece legitimarse como tal– tienen la cualidad de trascender el mero quehacer del día a día.
Hace tiempo, en este mismo espacio, escribía respecto a estas huestes que cada día engrosan sus filas más y más; en aquella ocasión me preguntaba “¿llegará el momento en que no sólo tengamos que pagar por anticipado a estos miembros de ‘La cofradía de la santa cubeta’, sino que ellos, con arbitrariedad, decidan quién puede estacionarse o no en sus dominios?”. Es claro que esa barrera ha sido superada, borrada, difuminada en su absolutismo de adueña–calles (días atrás no me permitieron estacionarme porque me negué a que me lavaran el auto), cuyos trazos callejeros han acabado por replantear –¿o deformar?– la visión que se tiene de la ciudad y la movilidad en espacios fijos –por contradictorio que esto pueda parecer.
Las atribuciones que se han autoendilgado estos sujetos, de presencia escurridiza y apariciones abruptas, pasan por el filtro de “la vista gorda” de la autoridad y por un solapamiento manifiesto aunque no totalmente consciente de los ciudadanos. Para ejercer su labor, que de tan clandestina se ha vuelto normal, imponen una serie de condiciones a los usuarios de sus servicios: autorización para estacionarse o no, pagos de cuotas anticipadas –tal como si fueran estacionómetros ambulantes– y una vigilancia que no llega a ser tal en ningún sentido. El descuido y el desparpajo marcan sus horas al “cuidado” de los autos. La cofradía, organización secreta y callejera a un mismo tiempo, no exige ningún tipo de requisito a quien pretenda ingresar a su nómina. Basta con apegarse a una clandestinidad pública y evidente a simple vista. Franeleros made in Jalisco.

“Defender la alegría como una trinchera / defenderla del escándalo y la rutina / de la miseria y los miserables / de las ausencias transitorias / y las definitivas / defender la alegría como un principio / defenderla del pasmo y las pesadillas / de los neutrales y de los neutrones / de las dulces infamias / y los graves diagnósticos // defender la alegría como un destino / defenderla del fuego y los bomberos / de los suicidas y los homicidas / de las vacaciones y del agobio / de la obligación de estar alegres”
Mario Benedetti, “Defensa de la alegría”

miércoles, 25 de noviembre de 2009

De tumbos por la ciudad


Mucho se discute en los últimos tiempos sobre la movilidad en las ciudades. Por tal cosa (la movilidad) la interacción se ha visto impelida a modificar su modus tradicional. Hoy la prisa es la que manda. Todo hay que hacerlo con apuro, en el pleno acelere. La lentitud, por tanto, ha mutado en pasmo ante el espectáculo cotidiano. Se respira una atmósfera de quehaceres y conversaciones a marchas forzadas, a tal punto que el tránsito por las calles de la ciudad, peatonal y vehicular, ha caído preso de una especie de tiranía de la prisa. Si no se entra en ese ritmo se está, de un modo práctico, fuera de este mundo; y no se trata precisamente de un escape que conduzca a un desenfado productivo.
En Guanatos trasladarse de un lugar a otro ya se ha convertido en toda una odisea, en una simulación de peregrinaje atolondrado, en una búsqueda con tintes épicos: para llegar a tiempo al lugar deseado hay que anticiparse a toda clase de obstáculos que se atraviesan en el trayecto: un tráfico vehicular denso, situaciones no previstas, múltiples accidentes, calles y avenidas cerradas por remozamiento u obras de drenaje, cambios repentinos de rutas del transporte público, además de algunas marchas o mítines o protestas o peregrinaciones o plantones o desfiles o cualesquiera que sea la razón de un conglomerado de gente que toma las calles, que las modifica en su fondo y apariencia. Pareciera que todos los habitantes salen a un mismo tiempo a la calle, e incluso que llevan la misma dirección.
Si hablamos de autos, por ejemplo, Guanatos en su trazado y crecimiento desmedido no contempla zonas de desahogue vehicular; más bien algunas importantes arterias viales (que no vialidades, como se empeñan –entercan– en llamarlas) se han transformado en auténticos cuellos de botella (del interior hacia fuera): se agiliza el tráfico vehicular en algunos cruces mediante eliminación de semáforos o cambio de circulación en ciertas calles y todo ese contingente de automóviles van a estancarse en algún crucero en particular: la ingente creatividad a la hora de buscar soluciones al explosivo parque vehicular a menudo se topa con la carencia de una estructura que soporte tamañas ideas, por decir lo menos. Es como un viaje a la semilla sólo que a su máxima potencia y con un cometido que en sus fines media la esquizofrenia y otras manifestaciones y desesperaciones.
Y si hablamos del peatón, hay que decir que no se incentivan o promocionan otros medios de transporte alternativos: porque una cosa es recurrir a la arenga desgastada del uso de la bicicleta como solución vial y de combate a la contaminación, y otra muy diferente es atreverse a circular en dos ruedas en una ciudad como la nuestra, porque ello supone una especie de suicidio anunciado y legitimado, por la ausencia de ciclovías y una señalética especial para tal acción; esto sin considerar la poca –o nula– educación vial, y la carencia de una diestra manera de conducir, de la mayoría de los automovilistas. Quizá la cuestión delicada radique en cómo decidimos circular por la ciudad donde vivimos, pues de ahí se desprende el modo en que la relación conductor-vehículo-ciudadano-ciudad se estrecha o se desvincula en una línea paralela dirigida hacia el infinito.

“Porque te tengo y no / porque te pienso / porque la noche está de ojos abiertos / porque la noche pasa y digo amor / porque has venido a recoger tu imagen / y eres mejor que todas tus imágenes / porque eres linda desde el pie hasta el alma / porque eres buena desde el alma a mí / porque te escondes dulce en el orgullo / pequeña y dulce / corazón coraza // porque eres mía / porque no eres mía / porque te miro y muero / y peor que muero / si no te miro amor / si no te miro”
Mario Benedetti, “Corazón coraza”

Imagen: vidaytiempodeljuezroybean.blogspot.com

martes, 24 de noviembre de 2009

Las tuercas memoriosas


La memoria, de suyo sometida a su circularidad, no posee mecanismos que le aseguren mantenerse en una misma trayectoria siempre: si de pronto se trae algo al presente se debe a una vieja encomienda: todo recuerdo está destinado a guardarse en un sitio de clasificados para facilitar su presencia en un día cualquiera. No hay peor manera de querer deshacerse de la memoria que recordar sólo aquello que se quiere: lo no deseado, lo no pretendido, por cualquier razón, dolorosa o de otra índole, también puede saltar en el instante menos esperado. De esa capacidad no se habla porque se tiene la creencia de que sabe mucho.
Hay ciertos días en los que la memoria constituye el único asidero para permanecer en el mundo. Y no se trata, como bien podría pensarse, de vivir de lo pasado, de respirar con recuerdos, sino de ver desfilar, ante los ojos alucinados y anhelantes, imágenes que se creían desterradas de la existencia, y cuya fecha de caducidad no es visible a nadie. Lo sorprendente de la memoria es que, anteponiendo un velo de juegos pirotécnicos primero y una atmósfera silenciosa después, en el fondo siempre trae más de lo que se esperaba.
Cristina Rivera-Garza, citando a la escritora Susana García Iglesias, dice que “la memoria es como ese perro al que le avientan algo y siempre regresa con más”. A borbotones viene lo que se recuerda, máxime si ello tiene que ver con lo que se creía desclasificado: los vericuetos memoriosos aparecen teñidos de recuerdos que, no obstante su fugacidad recordatoria, se las ingenian para describir un nuevo círculo tras de sí, y otro, y otro más, y así ad infinitum. Los años entonces, antes que ser acumulativos, son de algún modo progresivos: lo ido vuelve, y aún más, volverá después.
La memoria, abunda Rivera-Garza de nuevo en alusión a García Iglesias, es el único tema de la vida: la memoria como el abrigo primigenio, la esperanza de hallar en cualquier momento una puerta, la única mañana dispuesta a repetirse, el silencio más buscado para acomodar una palabra, el tiempo que se solaza en su escenario de cartón, la emoción desenvuelta entre respiro y respiro ante una imagen soñada más de una vez, el agobio producto de un quehacer cotidiano a menudo emocionante, la vida misma como un devenir irrepetible e inaudito. Sí, la memoria, lo he creído con firmeza, es el único tema de la vida, y de la literatura, como bien lo apuntan las escritoras arriba citadas.

“… Pero tampoco creas / este falso abandono / estaré donde menos / lo esperes / por ejemplo / en un árbol añoso / de oscuros cabeceos / estaré en un lejano / horizonte sin horas / en la huella del tacto / en tu sombra y mi sombra / estaré repartido / en cuatro o cinco pibes / de esos que vos mirás / y enseguida te siguen / y ojalá pueda estar / de tu sueño en la red / esperando tus ojos / y mirándote”.
Mario Benedetti, “Chau número tres”

Imagen: www.meduss.cl

viernes, 20 de noviembre de 2009

Llevó un libro a casa (2)


El mundo funciona más o menos bien de seguirse algunas reglas que acordonan la convivencia y regulan el devenir en distintos campos de acción. Las normas, en todos los órdenes, son dictadas por “gente que sabe” y divulgadas para que la sociedad las siga en aras de llevar, como se dice por lo común, la fiesta en paz. No falta, en este ejercicio cotidiano que es la vida, quien asome la cabeza y rebase la línea de los límites estipulados y acordados. En esto, sin embargo, consiste el juego del observar y el cumplir: premio al que cumple, castigo al que falta. Las reglas no están hechas para romperse, como a veces se dice; sino para adecuarse según las circunstancias y el contexto, que no es lo mismo.
Tal cosa le sucedió a Montag, quien había aprendido a cumplir toda regla sin mediar preguntas ni objetar nada al respecto, y sin importar lo duro o descabellado que pudiera resultar lo dicho o mandado. Cuando aquel día, en mitad de la sala de su casa, le leyó un poema a Millie, su mujer, y a dos de sus amigas, no dimensionó lo que ese inusitado hecho podría desencadenar: una de las amigas de su mujer, en cuanto Montag terminó de leer, rompió en llanto, y las otras dos le recriminaron tal acto al hombre. Mas allí no acabó la cosa: Millie, más tarde, daría la alarma en la central de bomberos para que acudieran a incendiar su propia casa. Montag fue empujado a romper una regla: no te quedes con nada, mucho menos si eso acaba quemándote.
En este rubro de las reglas y normas se abre, no obstante, una veta no muy iluminada que conduce a la desmesura pero que, al mismo tiempo, apunta hacia una convivencia más o menos llevadera: las reglas no escritas. Cosas sabidas de un semblante desencajado o tremendamente dubitativo. Se trata de un legajo de disposiciones que nadie nunca trazó en piedra, en papel o en cualquier material con objeto de darlas a conocer, una suerte de preceptos a saber llevar aunque se carezca de sanciones por su incumplimiento. Lo estipulado no oficial, no riguroso, aunque sí llevado a la práctica y respetado por la mayoría de algún modo.
Cuando sonó la alarma en la central de bomberos, en medio de una partida de póker, Montag, un provoca incendios de muchos años aunque en los últimos tiempos consciente de cosas e ideas de otra naturaleza, no imaginó siquiera que la casa a incendiar en esa ocasión sería la suya: el camión se detuvo frente a su hogar y supo que, en el fondo, no habría ya modo de volver atrás: él mismo, azuzado por su superior, prendió fuego a lo que había sido su hogar mientras veía a Millie salir corriendo con maleta en mano y abordar un taxi. No oyó que la llamaba. O si lo escuchó, no le importó. Al final, frente a su jefe, sosteniendo la manguera apretó el gatillo una vez más. Montag había creado una regla que estaba destinada a no escribirse: si tu vida corre peligro prende fuego a tu enemigo y no mires atrás so pena de convertirte en una estatua de sal, o de llamas.

“Te dejo con tu vida / tu trabajo / tu gente/ con tus puestas de sol / y tus amaneceres/ sembrando tu confianza / te dejo junto al mundo / derrotando imposibles / seguro sin seguro / te dejo frente al mar / descifrándote a solas / sin mi pregunta a ciegas / sin mi pregunta rota / te dejo sin mis dudas / pobres y malheridas / sin mis inmadureces / sin mi veteranía….”
Mario Benedetti, “Chau número tres”

martes, 17 de noviembre de 2009

Adeudos


Se dice que “echarse encima” una deuda es tan sencillo como colocar un letrero de renta o venta en el ventanal que da a la calle. Un mero trámite. Al fin que ya habrá tiempo de juntar el dinero para pagar. Se entrevé el paraíso cuando se adquiere algo con la encomienda de liquidarlo después, o cuando se pide dinero prestado mediando un juramento de pronto pago (ahora, ya papelito de por medio). El horizonte que se proyecta en ese momento carece, sin embargo, de un asidero frontal: las deudas, y el deudor con ellas, a menudo caminan sobre la cuerda floja, y la posible caída, como los avisos premonitorios, llega más pronto que tarde.
Hay deudas que quedan para después, aunque toda deuda implica un tiempo posterior para saldarla. Lo que se quiere decir con esto es que las que quedan para después es que su tiempo de pago nunca llegará o, por lo menos, así se vislumbra cuando se pacta. Las deudas constituyen pendientes que algunos saben sacarles la vuelta, aunque para otros se convierten en asignaturas que reinan en las casillas del calendario venidero: son lo que se dice comúnmente piedras en los zapatos: molestan a tal punto que hay que descalzarse para poder botar aquella minúscula desazón. Hay a quien, asimismo, no le gusta deber, ni que le deban, pero ésos son más bien escasos y constituyen una rara especie sobre la tierra.
Esconderse de los deudores es casi como vivir a la caza de los acreedores: en ese intento por desaparecer temporalmente va implícita una manera para figurar “hasta en la sopa” de aquel que algo nos debe. No se trata de la práctica de un tipo de escapismo, sino de una cualidad que no pocas veces es reconocida: estar en el lugar adecuado para recibir parabienes adeudados no asegura que éstos vendrán en cascada o que allí acabará la cosa, antes bien es la premonición de que en cuanto se cobre una deuda vendrá la oportunidad de liquidar otra, ahora del lado nuestro. Cobrar. Pagar. No hay dualidad más comprometedora.
Endeudarse no es otra cosa que acordar condiciones de tiempo, lugar y modo de saldar lo que se adquiere con la venia de pagar en su totalidad. Es decir, estar en deuda, económica o de cualquier otro tipo, es como prestarse en tiempo y espacio al deudor, a sus reales conveniencias, que es quien gobierna de cabo a rabo el devenir del deudor en tanto éste no finiquite el asunto que los liga. La cuestión es que toda deuda estriba en la razón de su existencia: el futuro está estrechamente vinculado con aquello que se salde a tiempo o que permanezca volátil en el desfile de la vida.

“Ahora qué miedo inútil, qué vergüenza / no tener oración para morder, / no tener fe para clavar las uñas, / no tener nada más que la noche, / saber que dios se muere, se resbala, / saber que dios retrocede con los brazos cerrados, / con los labios cerrados, con la niebla, / como un campanario atrozmente en ruinas / que desandara siglos de ceniza. // Es tarde. Sin embargo yo daría / todos los juramentos y las lluvias, / las paredes con insultos y mimos, / las ventanas de invierno, el mar a veces, / por no tener tu corazón en mí, / tu corazón inevitable y doloroso/ en mí que estoy enteramente solo / sobreviviéndote”
Mario Benedetti, “Ausencia de Dios”

jueves, 12 de noviembre de 2009

Celerina


Lo que menos uno desea cuando asiste a un restaurante es que el mesero ande todo vuelto loco: en ese lapsus de destanteo sobrevienen toda clase de desatinos y exabruptos, de los que la víctima acaba siendo invariablemente el comensal; el menos culpable de aquel proceder frenético. La quietud mañanera de un día de asueto puede convertirse por ejemplo en un inicio de día no del todo deseable, más aún, podría tratarse del escenario menos proyectado para la ocasión; más allá de que el restaurante, a la hora del desayuno, por la cantidad de gente, se parezca más a una kermés de plaza que a un sitio donde se pretende pasar un momento de deleite y regocijo.
Hace unos días acudí a desayunar con Elda a uno de esos restaurantes. La cosa, calmada de suyo, se transformó por momentos en el tiro al blanco de toda manía y apuro de la mesera, a la que, al momento, bautizamos como Celerina. Su prisa era más bien una cuestión interna que producto del ambiente que privaba en el lugar: había algo que le hacía bullir por dentro y entonces llevaba a la mesa, con marcada anticipación, todo lo necesario y lo innecesario, incluida la cuenta, que nos hizo llegar sin habérsela pedido siquiera. Quizá vio en nuestros rostros algún signo de pesos o tal vez el tono de voz le pareció el de una caja registradora.
La mujer, que ahora no recuerdo bien físicamente, parecía más bien sujeta a disposiciones ajenas (a ella misma y a los comensales) que movida por un mecanismo bien aceitado de atención y surtido de pedidos en las mesas. Su vaivén de un lado a otro, de la cocina a los pasillos entre mesas y de éstas a la caja había sido fijado de antemano: es curioso cómo el caballo de calandria, por lo menos, lleva una dirección fija aunque desconozca toda información al respecto, Celerina, por su parte, con toda la información parecía no seguir una dirección determinada. No sabía quién le hincaba las espuelas en el costillar. Sólo avanzaba.
El apuro y la desesperación de Celerina días después me hizo recordar aquella carrera frenética, tras estar varados por horas, de cientos de autos en “La autopista del sur” con rumbo a París, en el cuento cortazariano. En ese raudo impulso los ocupantes de los vehículos olvidaron todo lazo trenzado mientras estuvieron en medio de la carretera: la situación llegó a tal extremo que los vehículos apenas vieron campo libre dejaron atrás la historia compartida con quienes vivieron aquella especie de tragedia, y largaron en el camino las horas que pesaban sobre sus hombros porque la prisa se había apoderado de ellos. Había que llegar. Y Celerina, como ellos, parecía ir a un lugar desconocido, pero sobre todo no visible.

“Después de todo ese dolor redondo y eficaz, / pacientemente agrio, de invencible ternura, / ya no importa que use tu insoportable ausencia / ni que me atreva a preguntar si cabes / como siempre en una palabra. // Lo cierto es que ahora ya no estás en mi noche / desgarradoramente idéntica a las otras / que repetí buscándote, rodeándote. / Hay solamente un eco irremediable / de mi voz como niño, esa que no sabía”
Mario Benedetti, “Ausencia de Dios”

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Llevó un libro a casa


La vida se remontaba a tiempos distintos, cuyas costumbres eran recordadas sólo por unos cuantos. La existencia se alargaba hasta otros tiempos, donde había cosas que ya no era posible encontrar en el presente, salvo por alguna –descuidada– mención que, de ser descubierta, merecía una pena legal en extremo dura. La vida no era sólo aquello del día a día, y Montag lo descubrió por boca de una mujer que encontró cierto día por la acera de su calle: ella lo empujó a hurgar en los días con la intención de devolverle a la memoria su lugar, porque hasta eso le había sido arrebatado a todos en aquel país sin nombre ni pasado reciente.
Montag trabajaba de bombero. Era un empleado eficiente, cumplidor en sus tareas. La chica de la acera le contó que en otro tiempo, en una época extraviada, los bomberos se dedicaban a sofocar incendios, no a provocarlos, como Montag y sus compañeros de oficio lo hacían. Y esta labor tenía una razón honda, delicada: el edificio o casa incendiado se ganaba tal distinción porque en su interior se encontraban libros, en todas partes prohibidos, desterrados de todo hogar respetable y observador de las leyes; tal prohibición todos acataban aunque únicamente dos o tres se preguntaban el por qué. La chica de la acera, en torno a ello, despertó la curiosidad de Montag, y su vida dio un vuelco que al cabo no comprendió del todo.
En alguna ocasión, tras una jornada de trabajo en la que incendiaron una casa que atesoraba en sus rincones numerosos, cientos de libros, y cuya dueña decidió perecer en aquella pira que se elevó en el centro de su hogar, Montag volvió a su casa con un libro escondido entre las ropas. Le picaba en la mente aquella osada decisión de la gente de morir quemada junto con sus libros. ¿Qué tenían en su interior aquellos objetos? ¿De qué hablaban? A la mañana siguiente Mildred, la mujer de Montag, descubrió el libro que éste llevó, pero su sorpresa fue mayor cuando vio caer de un resquicio del techo un puñado de libros que Montag había ido atesorando en sus años de trabajo como provoca-incendios. Pero que nunca había leído. Ni hojeado siquiera.
Mientras pasaban las hojas los ojos de Montag acusaban una especie de incendio, que en lugar de consumirlo le avivaban el espíritu. Los de Mildred, por su parte, salían de sus órbitas: nada hay más incendiario que letras que se volatilizan y se regeneran a un mismo tiempo: Mildred encontró algo, se encontró a sí misma sin buscarse, y le bastó mirar apenas unos cuantos lomos, unas cuantas hojas, deletrearlas con la yema de los dedos. Mildred entendió que allí se encontraba el desciframiento del universo, tan incomprensible y escurridizo.

(Montag es el personaje principal de Fahrenheit 451, novela de Ray Bradbury, autor estadounidense que será homenajeado este año en la FIL de Guadalajara)

“Y todavía no hemos visto nada. / Espero que alguien venga, inexorable, / siempre temo y espero, / y acabe por nombrarnos en un signo, / por situarnos en alguna estación / por dejarnos allí, como dos gritos / de asombro. / Pero nunca será. Tú no eres ésa, / yo no soy ése, ésos, los que fuimos / antes de ser nosotros. // Eras sí pero ahora / suenas un poco a mí. / Era sí pero ahora / vengo un poco de ti. / No demasiado, solamente un toque, / acaso un leve riesgo familiar, / pero que fuerce a todos a abarcarnos / a ti y a mí cuando nos piensen solos”Mario Benedetti, “Asunción de ti” -1-

martes, 10 de noviembre de 2009

Para vivir


En tiempos de crisis hasta las palabras faltan. Es curioso, como un modo de paliar la escasez, cómo se van elucubrando las cosas que han de decirse, echando mano de toda clase de recursos, menos de un buen decir: una mujer jovencísima, con una cara pintada en estilo arte abstracto, peleaba con la cajera de una farmacia de ésas que hay multiplicadas como vendedores ambulantes en las afueras de los templos. La chica alegaba que aquel paquete de toallas femeninas no lo había abierto ella, que así estaba ya cuando lo tomó del estante. La cajera, con unos ojos iracundos y rabiosos, le dijo categórica: “pues si no las paga, le van a hacer falta en los baños del reclusorio femenil, tonta cleptómana”. El signo de interrogación que se le cruzó por el rostro a la otra fue tan descomunal que, cabizbaja, acabó por pagar aquel producto. La cajera la vio salir por una de las puertas y respiró hondo, aliviada, vencedora.
El lenguaje en ocasiones puede convertirse en un arma a la que no es posible eludir, máxime cuando se vuelve contra uno mismo. Enfrascado en una discusión, un tipo creyó dotar a su perorata de una elegancia inestimable cuando, como una rápida respuesta ante los ataques de su interlocutor, vociferó: “es mejor ignorar a los ignorantes, aunque a veces no sepan de su ignorancia hasta que alguien los ignora”. ¿Cómo fue que dijo? ¿Dónde me perdí? En ese instante fue tan engorroso su argumento que me aventuro a pensar que el mismo Cantinflas hubiese pedido una explicación ante tamaña declaración. Burda manera de presumir el inventario de palabras.
“Fíjate de que….” es la frase más recurrente de un compañero de oficina. ¿Cómo siguió tu esposa del malestar de la otra noche?, le pregunta alguien. “Fíjate de que….” responde. La cuestión es que invariablemente comienza sus conversaciones con esas tres palabras “fíjate de que….”. Las muletillas son una piedra en el zapato de mucha gente (me cuento entre ellos): no se puede articular algún discurso, soliloquio o diálogo cualquiera si antes no se dan vueltas y vueltas por las muletillas, reconociéndolas: se trata de una especie de abrevadero ineludible para después emprender la marcha por otros senderos, donde las palabras desconocidas asoman pero no toman parte en el trayecto.
Hubo quien, en una ocasión, me dijo que las palabras no servían más que para enredar las cosas. Lo negué. Me gusta imaginar, por ejemplo, que Sabines apelaba a las palabras para describir su cotidianidad: en ella enclavaba su espíritu y su esperanza, y precisaba de las palabras para salvar las horas, para ir de la mañana a la noche, y para atravesar ésta ileso, tumbado en una hamaca en el corredor de su casa; se sabía del otro lado cuando el sol se colgaba por entre las ramas que le llevaban su luz a pedazos. Las palabras no son alebrijes ni inventos ni antigüedades ni estorbos: son la materia viva indispensable para no morir en el intento de vivir. Y para muestra, ahí está el poeta chiapaneco hijo del Mayor Sabines.

“Quién hubiera creído que se hallaba / sola en el aire, oculta, / tu mirada. / Quién hubiera creído esa terrible / ocasión de nacer puesta al alcance / de mi suerte y mis ojos, / y que tú y yo iríamos, despojados / de todo bien, de todo mal, de todo, / a aherrojarnos en el mismo silencio, a inclinarnos sobre la misma fuente / para vernos y vernos / mutuamente espiados en el fondo, / temblando desde el agua, / descubriendo, pretendiendo alcanzar / quién eras tú detrás de esa cortina, / quién era yo detrás de mí”
Mario Benedetti, “Asunción de ti” -1-

Imagen: javcasta.wordpress.com

lunes, 9 de noviembre de 2009

Días fríos


Desde hace días a la ciudad la recorre una ola fría, que paraliza, que planea líquida sobre edificios, casas y personas. Un frío bienvenido, desde mi perspectiva. Sin embargo, el frío no le gusta a mucha gente: porque a veces obliga a quedarse en casa, bajo las cobijas o cobertores, bebiendo un café caliente o mirando el televisor mientras de vez en cuando se otea el cielo templado por la rendija de las persianas. No hay cielo más azul, me digo, que el que se busca cuando acometen las bajas temperaturas. Otras tantas veces el frío provoca una desgana de salir al trabajo, de compras, a la escuela, a dar la vuelta, en fin, de hacer cualquier cosa: se instala en los huesos y va inundando de a poco todas las extremidades e, incluso, el alma y las palabras mismas.
El frío es un clima en el que me desenvuelvo más o menos sin inconvenientes, con la salvedad de una dolencia menor en un pie, vieja, olvidable a ratos. No es sólo ilusión la idea de vivir algún día en una ciudad donde el frío sea el clima idóneo, citadino: salir a la calle, todos los días, aparejado con el frío, respirándolo, pegado al cuerpo. Me aventuro a decir que las mejores mañanas son las que llegan con vientos que rodean las paredes y las humedecen, las congelan: en su atmósfera polar se transparentan las horas, se acomodan mejor las ideas que después darán rumbo a las actividades signadas –u olvidadas– en todo calendario.
El asunto es que el frío, ya lo decía renglones atrás, se mete con los huesos, los horada. Y eso, para muchos, se convierte en una calamidad cuando no en una intensa molestia inestimable. Los dolores producto de esa intromisión son un tanto soportables. A menudo llegan con tanto ímpetu que enconcharse sobre sí mismo no es suficiente para menguar aquella molesta oleada. Eso sí, hay que mantener el cuerpo como si se tratara de beberse un té tibio, abrigador, humeante. En ese estado cálido es posible, de algún modo, sortear esa desmedida sensación de frío.
En este momento, no obstante la poca lucidez que pudiera invadirme, me digo que el frío es apto para salir a conducir en una mañana gris, desolada, despintada de sol: rodar por la ciudad sin un cometido específico, dar una y otra vuelta a la ciudad entera, pasando calles, escudriñando esquinas, volviendo el rostro a los semáforos que se han quedado atrás, partiendo las arterias viales en cuantas mitades sea posible. Y si en ese lapso circular una llovizna destiende su horizonte frente al parabrisas: ya no habrá modo –ninguno– de volver a casa.
(Este post iba a publicarse el viernes pasado por la tarde-noche, pero una falla en la programación del mismo blog permitió subirlo hasta esta mañana.)

“Se avanza a tientas, vacilante / no importan la distancia ni el horario / ni que el futuro sea una vislumbre / o una pasión deshabitada / a tientas hasta que una noche / se queda uno sin cómplices ni tacto / y a ciegas otra vez y para siempre / se introduce en un túnel o destino / que no se sabe dónde acaba”
Mario Benedetti, “A tientas”