viernes, 27 de febrero de 2009

Sirenas


La calle es un escenario en el que acontece una serie de acciones y fenómenos tan disímiles, pero que, al mismo tiempo, como contenedor carece de un orden riguroso –en el más estricto sentido– que establezca previsiones y evite, en la medida de lo posible, que el caos haga de ella su reino. Y todo ello, en su más llano transcurrir, desencadena, algunas veces, complicaciones y desgracias, aplausos y admiraciones, actitudes de denostación y, sobre todo, una andanada de comentarios, entre otras manifestaciones.
Uno de esos fenómenos, en el que se ven envueltos los automovilistas, por ejemplo, acontece cuando, sin saber de dónde, se escucha la sirena de ambulancia, patrulla, camión de bomberos, etcétera; la primera reacción apunta al desconcierto, en el que se flota de a poco a medida que se ubica la dirección en que se desplaza el vehículo de emergencia. Pero no es sino hasta que se deja de oír aquel ruido cuando se sale del todo de ese pasmo desolador.
Mientras pasa, sin embargo, el desconcierto cala hondo: si el vehículo que aúlla al tiempo que corre, avanza en la misma dirección que el automovilista lleva –viene detrás, se entiende–, ¿qué hacer –por poner uno de numerosos casos– si se está detenido en espera de que el semáforo cambie de color? Frente a sí cruzan decenas de bólidos, raudos, sordos ante la emergencia que sacude en aquel momento al vehículo de servicio público. La sirena no deja de horadar los tímpanos, ¿hay que abalanzarse sin esperar el cambio de luces, tratar de cambiar de carril –como un diestro taxista hace a cada tramo–, o simplemente, como el que más, tomarse las cosas con exagerada calma y dejar vía libre cuando lo indique el semáforo?
Los rostros de todos los automovilistas, detenidos y a cuya espalda el vehículo de seguridad pública, médico o protección civil urge el avance, llega un momento en que se petrifican: ninguna mueca asoma, los segundos se deletrean en sus respiros, y la tensión va del acelerador al cerebro; se quedan suspendidos en ese aire que presagia un desenlace en el que todas las posibilidades tienen un as bajo la manga: el temor. A partir de allí el único alivio sobreviene con el banderazo de salida.

“O bien me escondería / en la penumbra del viejo camarote / (entre sábanas grises y aromas dislocados) / para mirar de lejos tu brocal de tierra / verde. Para callar adentro. / Vería perderse las últimas orillas. / Devanaría / tu nombre con fervor sumiso. / Y luego dormiría un sueño como de mil años”
Jaime García Terrés, “Elegía portuguesa I” en Las provincias del aire

Imagen: www.vayatele.com

jueves, 26 de febrero de 2009

Solo contra todos


En el preciso instante en que el hombre quiso detener su marcha y volver los ojos para contemplar lo que acontecía en la esquina que recién había dejado atrás –le pareció que dos sujetos peleaban, o que, más bien, uno de ellos peleaba y el otro no repelía el ataque-, sintió un golpe en la cabeza. Parecía, sin embargo, por el impulso hacia adelante, haberse trompicado. Tras el destanteo inicial y tocarse la nuca con la mano, quiso entonces volverse: no hubo para más, alguien más corpulento que él –de tal fuerza fue el envión- lo había derribado por la espalda. De bruces, dolorido, confuso, no atinaba a comprender nada.
El otro sujeto, con la cara cubierta –pudo ver su máscara negra de reojo-, ahora saltaba sobre su espalda: sus duras botas se encajaban con saña, como si quisieran partirlo en dos. Más allá de la escena brutal, el tipo que resistía aquellos embates ovillándose sobre sí, se decía a sí mismo que a nadie le debía y que, por lo tanto, a nadie debía temerle. El hombre que lo atacaba no pronunciaba palabra alguna, no emitía ningún sonido que pudiera decirle al ofendido de qué se trataba todo aquel espectáculo de ring en plena calle.
Algunos curiosos habían comenzado a arremolinarse en torno a los dos sujetos. El uno, pisoteando un cuerpo que no hacía por defenderse, el otro, maldiciendo en silencio y diciéndose que no merecía tal acribillamiento de puños y patadas. La gente que presenciaba la escena ahora ya pedía compasión por el agredido: las voces iban creciendo al punto de que el hombre corpulento espaciaba ahora los golpes.
El hombre que había sucumbido buscó, entre los espectadores, algún rostro familiar: aquellos rostros compadecidos, sin embargo, no daban señales de cercanía, de trato antiguo, de un reconocimiento del que pudiera asirse para verse librado de la pasmosa situación en que se encontraba, mediando el auxilio. Hundió de nuevo el rostro en la tierra. El tipo corpulento, entonces, de súbito dejó de pisar su espalda, y sin mediar palabra arremetió sobre un hombrecillo que estaba en primera fila de la multitud. De un impulso lo derribó y comenzó a darle de puñetazos, mientras el tipo bajito se sacudía estentóreamente como el pez que, de imprevisto, queda fuera del agua y se sabe destinado a morir tras un fatigoso coletazo.

“Nada podemos. Ahora estamos solos. / Tú. Yo. Las cosas. / Y mis dedos / -pobres centinelas diseminados- / nos persiguen apenas, / a distancia”
Jaime García Terrés, “Envío” en Las provincias del aire

lunes, 23 de febrero de 2009

Irse en una caja


Las mudanzas implican un sinnúmero de preparativos y previsiones que pareciera que se trata de un armado que se lograra mediante sesudas fórmulas y deducciones; sin embargo, al final, algo acaba saliéndose de los márgenes establecidos: la logística, en algún oculto recoveco, tiene, como todo, su punto de quiebra. Y la memoria, de cuyos procesos no puede obtenerse una fiabilidad cien por ciento, en algún instante se tira a la hamaca y sobreviene el caos. Por todo ello, las mudanzas acaban convirtiéndose en una expedición en la que cada paso dado descubre toda clase de sorpresas.
Si en ese lapsus que se abre entre guardar, mudar y el nuevo acomodo sobreviene el destanteo se debe, necesariamente, a una falla que, en un primer momento, no se contempló en la lista de posibles inconvenientes y pormenores; en el fondo, se trata de una variación que puede desencadenar un rollo de consecuencias, no del todo lamentables, aunque sí molestas. Lo metódico nunca ha sido una categoría que se especialice en aprisionar lo que escapa a su comprensión: si se van llenando huecos con lo que se encuentra a la mano ello constituye una molesta piedra en el zapato.
Cambiar de casa como si se cambiara de un aparador trae necesariamente otros aires: el paisaje, para comenzar, no es el mismo, se vuelve un escenario cambiante que trae otra distinta atmósfera, a la que el rutinario proceder irá dotando de lugares y nombres que se grabarán en la memoria de la vista, que, en ocasiones, se viste de aliada engañosa: lo que se ve no siempre es lo que es, y lo que es a rato se presenta nebuloso.
Durante muchos años me precié, con cierto matiz de orgullo, al ver a algunos amigos del barrio que iban y volvían como errantes gitanos de casa en casa y de colonia en colonia, de no haberme cambiado nunca. Sin embargo, en los últimos años, he emulado tal vagabundeo a menudo. Mudarse de casa es como cerrar la puerta para abrir otra: esta acción equivale a deshacerse del arraigo propio de una estadía sin límites precisos.

“Es demasiado tarde, acaso: y mi voz ya no tiene / la frescura de ayer. / O tal vez muy temprano: y el lenguaje me llega todavía / desprovisto del vago / milagro que lo cumple. / No lo sé. / Pero es en vano.”
Jaime García Terrés, “Correo nocturno V” en Las provincias del aire

Imagen: www.chilemudanzas.cl

jueves, 19 de febrero de 2009

Otros domingos


A veces la modorra de los domingos es tal que la cabeza se las ingenia para llenar las horas: no son pocos los que esperan el fin de semana para hacer todo aquello que se pospone, sin remedio, durante toda la semana, por cansancio, por falta de tiempo, incluso por simple costumbre de dejar todo –lo inverosímil también– para los días de asueto. Sin embargo, mis domingos no son tales: a menudo las horas que van de la mañana a la tarde de esos días transcurren como el lagarto que se arrastra sobre el desierto, con una lentitud que exaspera, que se abalanza desquiciante.
Hubo un tiempo, hace ya algunos años, en que en los domingos cabía todo: la espera de una remota escena lluviosa, el mediodía que anunciaba entonces otro horizonte, la media tarde de las cascaritas, las películas del Santo, las mañanas de quequis, y todo aquello que hoy no son más que postales de un álbum cuyas páginas se han ido desprendiendo. No se trataba de un día insigne, sino de un espacio que abrigaba todo tipo de esperanza, más aún, que dejaba más gratos sabores que horas desabridas.
Existe la creencia general de que con el domingo concluye la semana, sin embargo es su inicio: contra todo pronóstico e interés el día domingo, por lo menos en mis cercanías, trae siempre la etiqueta del último escalón. Los domingos, no obstante su catálogo de distracciones y posibilidades de alargue de su extensión, acaban siempre a la misma hora: cuando alrededor todo calla y se puede casi tocar esa atmósfera que presagia la vuelta al trabajo.
La mayor parte de los domingos que recuerdo han sido soleados: en esa estampa me es posible aprehenderlos y dotarlos, según el ánimo con que cuente, de un desenlace que se acomode a las pretensiones, por más mínimas que sean, incluso si no se cuenta con ellas, restarle incomodidad. Los domingos tienen la particularidad de erigirse como días desgajados: en su interior hay muchas cosas partidas, divididas, destinadas a disgregarse a gritos y manotazos, cual leva callejera. Con todo, los domingos, ramas de por medio, continuamente reverdecen en su propio árbol.

“En vano, en vano / rueda la angustia –macilento / hueco-; en vano / marcan horas fantasmas / todos los relojes. / Inútilmente / las brújulas apuntan al ocaso / Cada firme / señal destila el torpe virus / de la fuga. Piélagos / destruidos, y no limpios faros candentes, / fecundan el naufragio de las sílabas.”
Jaime García Terrés, “Correo nocturno V” en Las provincias del aire

Imagen: www.andaluciaimagen.com

viernes, 13 de febrero de 2009

Vuelta a la llave


Los cerrajeros van por el mundo abriendo puertas, así tengan dos o tres chapas y reforzados cerrojos. Encarnan una especie de magos e ilusionistas, cuyas habilidades están destinadas a impregnar de un aire renovado aquello que logran desvelar con concentración y paciencia.
Si alguien pierde sus llaves, tras cansarse de buscarlas y sumirse en un estado lamentable de desesperación y desesperanza, se lanza en busca de un cerrajero con un brío digno de recordarse: mediante artimañas y valiéndose de un sinnúmero de herramientas el cerrajero abre puertas que parecían destinadas a derribarse a empellones, cuando no a dinamitarlas con una andanada de maldiciones y palabras groseras.
Una puerta cerrada, de la que se carece de llave, aparece como un magnificado misterio que de muchos modos es imposible desentrañar: pasados algunos minutos se llega al punto de olvidar qué hay detrás de esa puerta, infranqueable, abominable. Los objetos que van presentándose a medida que se interna uno en el territorio que protegía esa puerta, poseen un particular y rejuvenecido rostro, se les encuentra distintos, como si se presenciara una desconocida alucinación.
Cuando se da vuelta a la llave (la que vino a llenar el lugar de la extraviada) y la puerta cede aparece lo siempre visto, sin embargo tras de sí se va dejando otro misterio: aquél que envolvía los instantes que antecedieron el vencimiento de la puerta gigantesca y que los hizo transcurrir como si la espera fuese una especie de confinamiento inmerecido.

(El lunes pasado extravié las llaves de mi casa. Traje un cerrajero que, tras 45 minutos, doblegó las dos chapas y creó dos nuevas llaves. Al día siguiente, en la puerta que da a la calle en la oficina, encontré las llaves perdidas.)

“Voy apurando el inasible licor de mi ruta. / Me duelen aún tus brazos / morenos. Tu manto / de frágiles ruidos sobre mí. / Conservo todavía, / bordadas en tiniebla, / tus ilustres cascadas de flores invernales. / Te siento más allá del aire y de la tierra”
Jaime García Terrés, “Correo nocturno IV” en Las provincias del aire

Imagen: www.magicaweb.com

jueves, 12 de febrero de 2009

Aves nocturnas


La noche se estira. Se alarga como el animal cuando, al despertar, quiere acomodarse a la mañana recién llegada. Entre ese lapso del quedarse dormido a la muda contemplación de ese manto oscuro que se expande a medida que avanza, aparece, sin falta, el desasosiego nocturno, que tiene mucho de imprudencia: se abalanza, va con sus pasos atrabancados y al plantárseme, amenaza, vocifera, se mueve sin dejar de fijar los ojos en los míos, como si pretendiera intimidarme, como si quisiera decirme que la mañana va a tardar en desplegarse un poco más de lo acostumbrado. La noche se estira, se alarga, se deleita en su prolongación pasmosa, dolorida.

Ayer vino la noche, y con sus últimos respiros, despaciosos, intranquilos, que casi podían deletrearse, dibujó, al fin, una clara mañana.

“El aire. Doble signo claro. / Nuestro como la sangre. / Adivina la música marina / de tu cuello. / Publicaba conmigo rumbos de luciérnaga.”
Jaime García Terrés, “Correo nocturno IV”, en Las provincias del aire

Imagen:alquimiadeletras.wordpress.com

lunes, 9 de febrero de 2009

Oscura querencia


Una taza de café puede traer alivio, conducir a estados de ensimismamiento, de sobrada efusividad, de disfrute total, de fiebre dispuesta a compartirse, de aletargamiento incluso; puede provocar un sinfín de sensaciones, pero al final también es un mero pretexto. Una rara manera de acercarse sin pretender siquiera estar cerca. Beber café, que de acto solitario tiene mucho, constituye asimismo un intento de apropiarse de lo común, incluso de lo que resulta de una conversación consigo mismo. Nadie dice, sin embargo, que tomará café para platicarse los pormenores de su día (por lo menos, no en voz alta): es tan intrínseco el asunto que no es posible vislumbrar la línea de su división, su invisible cometido es lo que se persigue, pero rara vez se alcanza.
El café, que para mí como para muchos, se ha convertido en una necesidad cotidiana no del todo popular, se ha de beber con la consigna de mirarse para adentro: puede pensarse que estoy elevando el café a alturas insospechadas, mas el café es tan terrenal como lo es un árbol, aunque la distancia de uno y otro sea siempre insalvable.
Cuando se comparte café se da una parte de sí, se deja al descubierto todo ese embrollo que se anida en los adentros: es tan importante ofrecer una taza de café como lo es preguntar el estado particular de las personas. Y no intento, como se podría suponer, redactar aquí una apología del café; sí quiero, en contraparte, dejar en claro que el café es un aliciente nada comparable con un millón de cosas o palabras: y es que en su más pura esencia está contenida la querencia y la inquietud por beberlo, el apuro y el deleite cuando va garganta abajo.
El café sabe mejor si va acompañado de la certeza de los instantes: el café es más que una compañía, sin embargo su solo disfrute trae aparejado el modo más visible de estarse bebiendo a uno mismo.
Alguien pudiera decir, y con cierta razón, a estas alturas, que tomar café nunca antes le había parecido tan complicado: no obstante, el café es una bebida sencilla, tan difícil de tomar por partes que de un solo trago puede uno atragantarse con el universo. El café mora allí, en uno de los resquicios más ocultos de la cámara de maravillas en que se ha venido convirtiendo la cotidianidad más abrupta.

“(…) El joven corazón de la nostalgia / no es lumbre suficiente / para forjar su delicada imagen. / Y la tinta / devora el siglo que la nutre. / Amor. Grito amor / con todas mis fuerzas. / Y nada permanece. / Han huido (Allá van. ¡Alerta!) / los furiosos cuchillos que sustentan mi lengua”
Jaime García Terrés, “Correo nocturno III” en Las provincias del aire

Imagen: www.lacoctelera.com

jueves, 5 de febrero de 2009

De lo increíble


En la inauguración de la Serie del Caribe 2009, el lunes pasado, en la ciudad de Mexicali, el cantante popular Julio Preciado saltó al centro del diamante del Estadio Casas Geo para entonar, como colofón de un evento que reúne en torno al béisbol a cuatro países: Venezuela, Puerto Rico, República Dominicana y México por supuesto, el himno nacional mexicano.
Al cantante norteño, como ya le ha sucedido a muchos, se le olvidó la letra del himno; pero la cosa no acabó allí, pues el sinaloense pasó del olvido a la intrépida acción de cambiar la letra: “al sonoro rugir del bridón”, dijo, y por si fuera poco, con un tono distinto al tradicional.
No es de extrañar el asunto –aunque no deja de irritar– si consideramos que continuamente, sobre todo en eventos deportivos, acontece algo similar: en el Estadio Jalisco, por ejemplo, ya en dos ocasiones a los invitados a cantar nuestro himno se les ha olvidado la letra: uno de ellos fue la cantante Lupita Mariscal, del mariachi Las Perlitas, en 2004, quien inventó lo siguiente: “Profanar un extraño enemigo, profanar con sus alas su nieto, que en cielo que hoy es acento, por un dedo de Dios escribió…”. Vista así, qué risible resulta la lógica de su interpretación.
En ese mismo año, en un encuentro entre equipos mexicanos en Texas se invitó al cantante puertorriqueño Luis Ramírez a cantar el himno, y esto fue lo que dijo: “Piensa patria tus sienes de oliva… de la paz del latir del olivo…” entre otras barrabasadas. En esta ocasión, entre otras cosas, además de la reprobable ejecución, podría cuestionarse por qué se invitó a alguien que no es mexicano, sin un afán de menospreciar a éste ni a ningún otro extranjero. Y así hay innumerables y lamentables casos, como el de Coque Muñiz, Paloma Ríos, etcétera.
La ley prevé sanciones monetarias y de reclusión –ésta en caso de no cubrir lo económico– para quien altere o modifique la letra y música del himno nacional. Sin embargo, este tipo de acciones deberían implicar otro tipo de castigos, que hagan que se lo piense más de una vez en aceptar aquel cantante que sea invitado a entonar el himno, máxime si se trata de un connacional, en el que este tipo de yerros son increíbles y desastrosos.

“Por qué siembro la tarde / entre las fauces de una pálida / tumba?... Yo quisiera / tocar, sentir, buscar, / con profunda violencia. / Yo quisiera, estrujándolas, / dar nuevo aliento / a las canciones sepultadas / en secreto”
Jaime García Terrés, “Correo nocturno II” en Las provincias del aire

Imagen: www.partt.org

miércoles, 4 de febrero de 2009

Tubo de ensayo


No siempre el repetir las palabras que se han decir en cierta situación prevista augura el éxito deseado. Por más maneras que se ensayen para abordar la cuestión con la otra persona, en ocasiones no se atina a articular una oración bien hecha, ya no digamos inteligente. Incluso, llega a tal grado el atolondramiento o desconfianza, que al momento se olvidan todas aquellas palabras o frases construidas por muchas horas en la cabeza, y se acaba diciendo una sarta de cosas que nada tienen que ver con el tema previsto.
A menudo sucede que aquello por tanto rato ensayado, considerando una posible gama de respuestas o silencios de la otra parte, no figura en la conversación y ni siquiera una parte de eso se recuerda con exactitud. La desmemoria, tan de suyo traicionera e hipocondriaca, tiene unas maneras extrañas de proceder. Sucede asimismo que, en no pocas ocasiones, al final de la interlocución no se ha obtenido el resultado esperado, pero lo más grave a veces no es que incluso no haya ningún tipo de respuesta, sino que se carga, de vuelta, más desazón e incertidumbre que antes de tratar la cuestión.
La carga emotiva tiene también su zona de influencia en estos menesteres. Y si no, ¿cómo explicar entonces el tartamudeo o el sudor exagerado cuando, por ejemplo, se trata de entablar una conversación con una persona por siempre admirada o incluso temida? Echar mano de toda clase de argucias y escapismos –bruscos cambios de tema, sonrisas por demás fingidas, ser presa de un involuntario ataque agudo de tos, entre otras estratagemas– no siempre da buen resultado: la inventiva tiene su lado verosímil, y no todas las personas saben hallárselo.
Por más que se ensaye frente a un espejo toda clase de fórmulas, por más que se anote en un papel todo lo que se prevé preguntar o dejar en claro, por más que se practique con variantes, trampas y salidas fáciles, por más que se use un tono seguro de voz y ademanes por demás firmes, al final lo sucedido dista mucho de lo que con tanta insistencia se fue madurando. Ni las palabras escogidas se pronuncian ni, muchas veces, se dice lo que en realidad quiso decirse.

“Quisiera, un día, quisiera / que las sonrisas / y los surcos, y las penas / diminutas, aprendiesen / bajo mi tenue guía, / el alto, no marchito, / viaje de los pájaros. Quisiera. / Pero no tengo manos. Ni sabría / inventar los caminos. ¡Ay, / difícil redención! No tengo / manos ni caminos”
Jaime García Terrés, “Correo nocturno II” en Las provincias del aire

Imagen: www.zonalibre.org

martes, 3 de febrero de 2009

91 años de abuela definitiva


He escrito aquí anteriormente sobre mi abuela, y hoy lo hago de nuevo porque el corazón tiene sed de hablar de ella, hoy lo hago porque algún día mi abuela será parte de mi testamento, hoy lo hago porque hace algunos días traspasó con su andar sereno y su corazón mudo los umbrales de nuestros territorios, hoy lo hago porque la última sonrisa que tuvo en este mundo la dibujó cuando yo platicaba con ella, hoy lo hago para compartirle ese agudo dolor que sentí cuando abracé a mi madre mientras lloraba y me decía que había perdido a la suya, hoy lo hago porque sus manos transparentes, de papel lívido y acuosas, de venas pronunciadísimas, se quedaron juntas, dormidas sobre su pecho mientras las sogas descendían al fondo de la tumba llevando ese ataúd oscuro de madera, y de la que al poco rato emergieron solas, destrenzadas casi, presas también del desaliento; hoy lo hago como una manera de acortar ese abismo de soledad que se abrió apenas supe por teléfono la atómica noticia de su partida, hoy lo hago porque su voz, que fue apagándose sin vuelta atrás, empieza a cercarme todos los caminos, a poner su mano en el corazón abierto de mis pesares; hoy lo hago porque tengo la certeza de que sin su fe no podría atreverme en estos días a respirar siquiera, ella era una mujer que llevaba la marca del acero en sus adentros; hoy lo hago porque no encuentro otra manera de hacerle saber que aquí hace falta, que mi madre no encuentra el norte aún cuando su casa sea tan reducida; hoy lo hago porque quiero contarle, al oído, la honda tristeza que recorrió a la Chica Azul apenas supo su deceso; hoy lo hago porque quiero avisarle que mi madre la llama a ratos, y que en esas evocaciones es posible percibir un hueco de dolor, de callada resistencia a la resignación; hoy lo hago porque en aquellas horas en que cuidamos su cuerpo inerte, los lamentos no alcanzaron a encontrar su destino, se quedaron suspendidos en un aire denso, aletargado, insomne; hoy lo hago porque mi abuela fue una especie de premio a tanta desventura, un atardecer esperanzado y cotidiano; hoy lo hago porque estoy cierto de que la deuda que tengo con ella no podré pagarla, y ni siquiera sé si llegado el momento tenga el modo de hacérselo saber; hoy lo hago porque no pude hacerlo antes, porque el trazo que la definía se quedó detenido y se negó a concluir su impulso; hoy lo hago porque mi abuela, que fue la gran mujer de mi abuelo, me enseñó, sin palabras de por medio y sólo con su actuar silencioso y diligente, casi todo lo que sé, y lo más importante de entre todo ello es que mi abuela supo cómo hacerme ver que la vida es un continuo recomenzar.
Hoy lo hago porque mi abuela se fue hace algunos días, pero la sensación es que sigue aquí; hoy lo hago porque partió no hace mucho, y sin embargo me empecino en que siga aquí; hoy lo hago porque se fue definitivamente y se llevó a un rincón lejano sus 91 años de abuela definitiva. Hoy lo hago porque mi abuela, mi mamá segunda (que no mi segunda mamá), algún día será parte de mi testamento, la seña medular que conduzca a descifrar mi identidad.

“Aquí, donde el papel se puebla / de temerosas letras invasoras. / Donde la vida… asoma / sin mirar de frente. / Donde pierdo, trocados / en ríos de colores fijos / y remotos, los senderos / que llevan mi pequeña voz”
Jaime García Terrés, “Correo nocturno I” en Las provincias del aire

Imagen: www.ojodigital.com