lunes, 30 de marzo de 2009

Rumoreando


El rumor que salpica el mar es inconfundible. A tal punto saboreable. Un rumor que se puede identificar de buenas a primeras: no se requiere aguzar el oído, él viene sin envoltura, carente de dobleces; se viste de luminosidad, corre, sobrevuela, ha aprendido a perderse entre todo lo que lo rodea: su habilidad mimética rebasa los márgenes del paroxismo. No hay modo de esquivarlo. Y no conozco quien lo haya intentado siquiera.
Ese ronroneo, ese rumor, sin pierde, se apareja sin invitación, aún cuando se le contemple mediando una distancia considerable. Es infatigable. En sus vueltas al origen carga con toda esa clase de largas expresiones que se lanzan cuando se le mira. Se lleva –¿quién sabe en qué dirección?– todo lo que dejamos en la orilla: allí donde el mundo tiene la capacidad de descubrirse y revestirse de oscura calma, de tibia desazón en camino de convertirse en una alegría desenfundada.
Ese rumor, no obstante sus límites marcados por batientes de arena, se abalanza por cualquier flanco, copa las esquinas, cierra todas las oscuridades, se encarama a las palabras, se incrusta en el paisaje, se deja llevar río abajo, se calza en cada huella que es signada en la arena: hay quienes intentan no perder tan de pronto el rumor, sin embargo hasta hoy ha sido imposible retenerlo según los deseos que se tengan.
Como de cualquier otra cosa, hay de rumores a rumores; sin embargo, este rumor, el rumor por antonomasia, sale al paso, se hace de todo rincón, va y vuelve, arranca y se queda quieto, se eleva y se arrastra, se desnuda y se disfraza sin más, sin otro motivo que ése que lo hace volcarse desde hace siglos: venir a las orillas a mirarnos cómo lo miramos y tratamos de llevarlo de regreso a nuestro día a día, a sabiendas de la milenaria imposibilidad de avanzar con él a cuestas tan sólo unos cuantos pasos.

“Pasaron noches, nieves y solsticios; / pasó el tiempo en minutos y milenios. / Una carreta que iba para Nínive / llegó a Nebraska. / Un gallo cantó lejos del mundo / en la previda a menos mil de nuestros padres. / La tierra giró musicalmente / llevándonos a bordo; / no cesó de girar un solo instante, / como si tanto amor, tanto milagro / sólo fuera un adagio hace ya mucho escrito / entre las partituras del simposio”
Eugenio Montejo, “La tierra giró para acercarnos”

Imagen: renacecomoel.blogspot.com

miércoles, 25 de marzo de 2009

Destanteos


Nunca he sido adicto a los rompecabezas. La sola idea de ir separando piezas para después darle forma a una imagen que, de entrada, no es más que una nebulosa figura, supone la paciencia y el proceder metódico del que se valen los investigadores para crear un nuevo medicamento (no estoy igualando cometidos, sino afanes): un rompecabezas tiene la facultad de ponernos de cabeza, de rompérnosla prácticamente, de triturarla una y otra vez y desvencijar toda voluntad, creativa o de empuje.
Los rompecabezas fueron ideados, lo supongo, para animar la inventiva y la destreza de unir lo que, a primera vista, se ve como inconexo; y en una segunda mirada, aquello que antepone un esfuerzo para poder vislumbrar lo que se presenta desbalagado e informe: imaginar la figura oculta da para la creación de objetos nunca antes vistos y visiones de suyo futuristas. Los rompecabezas, entonces, cumplen una doble función, sin que eso sea precisamente su fin: dotar de imaginación al más rudo retrasado y pagar esa apuesta que se hace cuando pensar lleva a deducciones y párrafos conclusivos.
Cuando, trabajo concienzudo de por medio, ya se va oteando la figura, cuando se va dando forma a lo informal, encontrando belleza a lo plano, imprimiendo color a una superficie pálida, se trata de acciones que suponen la posesión de una capacidad creadora e indestructible; en esa soledad, en esa sorda batalla frente a las piezas, volver a empezar se convierte en una constante. Ahí radica la voracidad de los rompecabezas: en sus posibilidades de armado y desarmado, y entre estas dos acciones media un maltrecho cuerpo que genera salidas, trampas, entradas falsas, muros, senderos sellados, pozos disfrazados. Todo es mentira, ni más ni menos.
Los rompecabezas son como los días: al final, en su hora última, dan la sensación de que todo estaba hecho y, sin embargo, se tuvo que bregar durante horas para aquilatar con sobrada resignación los intentos de armado y los yerros que hicieron volver una y otra vez: la indefensión, la desorientación, y el ensayo y error confluyen en el destanteo que incuba otros errores, en ocasiones más costosos que los primeros. Quizá por eso no soy adicto a los rompecabezas –sí a los laberintos: guardan semejanzas, aunque distan mucho de ser iguales–; debiera decir, sin embargo, que más que no ser asiduo a ellos, los he relegado desde hace tiempo a un olvido cuya vuelta atrás considero improbable. Lo único que hoy armo, son palabras.

“La vida vale más que la vida, sólo eso cuenta. / Nadie nos preguntó para nacer, ¿qué sabían nuestros padres? ¿Los suyos qué supieron? / Ningún dolor les ahorró sombra y sin embargo / se mezclaron al tiempo terrestre. / Los árboles saben menos que nosotros, / y aún no se vuelven. / La tierra va más sola ahora sin dioses / pero nunca blasfema. / Mira setiembre cómo te abre el bosque / y sobrepasa tu deseo. / Abre tus manos, llénalas con estas lentas hojas, / no dejes que una sola se te pierda”
Eugenio Montejo, “Setiembre”

Imagen: www.bdp.org.ar

martes, 24 de marzo de 2009

Con fascinación incluso


Se dice que en México nos burlamos de la muerte –son incontables los que lo pregonan orgullosos, con un semblante pletórico de identidad, con una palabrería de envalentonados–. Que el 2 de noviembre, más que ser un día de duelo y pesar nacional, es motivo para el jolgorio, para recordar a los que ya se han ido con una actitud de dispendiosa emoción. Sin embargo, en el fondo, de este lado del mundo la muerte no pierde nunca su aire devastador: hay quienes dicen no temerle, quizá haya verdad en ello, y más si se considera que el no temor no es necesariamente lo contrario, es decir, desear morirse. Puede no temérsele, pero lo que no se puede es fingir el festejo de un acto que, viéndolo bien, supone siempre una honda tristeza y un caudal de sentimientos que tienden a la dolorosa melancolía, no del que muere por supuesto, sino del que queda. Porque en el fondo de esa alegoría yace, matizada por un rictus de disfrute, un desaliento mayor.
El misterio de la muerte y su máscara de todos los días no tienen acercamientos de continuo: puede imaginarse que en ese último tramo (de la vida a su final) se abre un abismo, del que nos separa no obstante un solo paso: darlo, hacer el movimiento del cuerpo necesario para ese paso, supone un acto de abandono, de dejarse ir hacia delante, de avanzar en una especie de ruta que lleva al retroceso, a lo primigenio, a las primeras querencias y últimas sensaciones. Muchos hablan de que en ese instante la película de la vida se sucede veloz y luminosa. Otros, que allí anida el arrepentimiento o la maravilla de contemplarse sin atavismos ni dobleces: el equilibrio entre estas dos variantes se acomoda según los rastros de los años y las arrugas en la piel.
La muerte es un misterio, y como tal detona otros tantos que develarlos nos llevaría algunas vidas subsecuentemente vividas: entonces, fanfarronear con un aire de valiente, yendo por el mundo diciendo que la muerte aquí “le hace lo que el viento a (la estatua de) Juárez”, acaba siendo una actitud que por descabellada es, al mismo tiempo, irrisoria, vetusta, carente de un sustento enraizado en lo verídico.
Esa tradición antiquísima –que se preserva en numerosos lugares de nuestro país– que tiene lugar el 2 de noviembre, persigue hacer un homenaje a ese misterio tan insoslayable e invencible que es la muerte; que no burlarse de ella. Sí, en su más clara esencia, busca acercarnos a la muerte como se acerca un niño a la mascota familiar cuando recién descubre el mundo: con cautela, con los ojos bien abiertos, con fascinación incluso.

“Por todos los astros lleva el sueño / pero sólo en la tierra despertamos. / […] Ni con la muerte dejaría / que mis cenizas salgan de sus campos. / La tierra es el único planeta / que prefiere los hombres a los ángeles. / Más que el silencio de la tumba / temo la hora de resurrección: / demasiado terrible / es despertar mañana en otra parte”
Eugenio Montejo, “Sólo la tierra”

Imagen: fotosgrises.blogspot.com

lunes, 23 de marzo de 2009

Otro domingo sin sol


El domingo y su inmovilidad. Otro domingo sin sol. Otro domingo sin más afán que la lectura, entrecortada por escenas cinematográficas y reiterados sorbos de cerveza, café y miradas fotográficas; otro domingo sin sol, y sin embargo abotagado de atardecer por todas las ventanas. Otro domingo de desierto, de pesadumbre no mal vista, sí angustiosa, aunque desternillada de risa.
El domingo y su inmovilidad. Un domingo más de un trotar lentísimo y apagado. La inmovilidad de los domingos va siendo cada vez más aguda, quizás sofocante, delirante. Sin embargo, no encuentro hoy otra manera de identificarlos: su inmovilidad, por cercana y delicada, me parece una cualidad que los vuelve disfrutables, por más disparatado que pueda sonar esto. En su no-transcurrir encalla el único horizonte al que se puede aspirar: sus horas son como abrazos que traen, desde la calle, una atmósfera reconocible, y por eso mismo, asequible, hasta tal punto inclasificable.
La inmovilidad de los domingos está dictada desde sus entrañas, desde ese fondo del que surge a pesar de los otros seis días que lo separan de su repetición: ese trago que supone su vivencia va calándose en la garganta, ganando presencia conforme se desliza a los adentros y dejando una estela de quietud tan deliciosa como única, incapaz de repartirse, de repatriarse, de revertirse.
Otro domingo sin sol. Y no es que se trate de un día oscuro, sino que un domingo sin sol es un domingo sin calle, un domingo que avanza “detenido”. Esa inmovilidad tan inherente a los domingos no propicia ningún desequilibrio, antes bien recompone los trazos torcidos de los otros días semanales: en el domingo se vierten toda clase de acciones y pensamientos que, por ningún motivo y bajo ninguna clase de amenaza o inventiva, pueden tener lugar en los días restantes. Otro domingo sin sol vino, y no obstante que el calendario señala que hoy ya se trata de otro día, el domingo sin sol continúa columpiándose más allá de mi puerta.

“A tientas, al fondo de la niebla / que cae de los remotos días, / volvemos a sentarnos / y hablamos ya sin vernos. / Rectas sillas vacías / aguardan a quienes, desde lejos / retornarán más tarde. Comenzamos a hablar / sin vernos y sin tiempo. / A tientas, en la vaharada / que crece y nos envuelve, / charlamos horas sin saber / quién vive todavía, quién está muerto”
Eugenio Montejo, “Sobremesa” en Muerte y memoria

(No estoy del todo seguro, pero "Otro domingo sin sol" es una frase que tal vez leí o escuché en algún lado.)

Imagen: mifotosegundaparte.blogspot.com

miércoles, 18 de marzo de 2009

Mi tiempo


El tiempo ha sido uno de los grandes temas que se ha discutido a través de los siglos: muchos se han devanado no sólo los sesos, sino que se les han acabado las palabras intentando definirlo. Y no pretendo aquí filosofar ni lanzar sentencias demagógicas al respecto, sino abordar someramente uno de esos pequeños instrumentos de los que nos valemos para estar, día y noche, “sujetos” a su indetenible transcurrir: mediante este artefacto somos conscientes rehenes de “eso que llamamos tiempo”.
El reloj, “ese pequeño infierno que llevamos atado a las manos”, como lo llamara Cortázar hace mucho tiempo –quizá me equivoque, no recuerdo las palabras exactas–, es a menudo una herramienta que nos salva de consecuencias indecibles y que, al mismo tiempo, nos condena a otras, quizá en igual número y de semejantes proporciones, sólo que a la inversa.
Un reloj puede significar, entre otras cosas, la disposición manifiesta a llevar siempre un norte: es una especie de brújula en la trasiega de los días, una estrella que aparece apenas abrimos los ojos cuando despertamos. Su presencia está signada por la certidumbre: su simple visión proporciona certezas, no importa si éstas nos son favorables o quedan allí como instantes que al final detestamos.
En la selva de las calles, el reloj hace las veces de mapa: es posible salir de esa jungla si se cuenta con uno que, valga decirlo, no se atrase o se detenga; si eso llegase a ocurrir entonces se estará condenado a una permanencia eterna en la imposibilidad de pasar de un segundo a otro, un acto tan vulgar que nunca consideramos en su globalidad.
Mi primer reloj, lo recuerdo bien, me lo obsequió mi abuelo cuando cursaba la secundaria: era negro, de plástico, con una carátula enorme. Recuerdo aquel gesto del abuelo cuando me lo vio puesto en una ocasión –me lo abroché apenas lo vi venir hacia mí–: le agradecí el regalo sabiendo, por dentro, que jamás lo llevaría, porque en aquel tiempo no me gustaban, me parecían un exceso ligado a la incomodidad, y porque ése, en particular, se me antojaba más que un objeto de uso cotidiano un tesoro destinado al baúl de la memoria. Y allí está.

“Mi padre regresa y duerme; / se halla en ese límite de blanco / y de negro que me levanta / y me hunde. Me palpa / con su mano en el sueño… Sabe lo que fui, / lo que seré (lo olvida al despertar). / Sus ojos hundidos yacen /en el pozo profundo donde he sido procreado. / Mi padre regresará para nombrarme; / ahora duerme lejano”
Eugenio Montejo, “Mi padre regresa y duerme” en Élegos

Imagen: www.danielcasado.com

viernes, 13 de marzo de 2009

De tarde


La tarde corría sin viento. Antes, hacia la línea vertical del mediodía, hubo una hora en que las lágrimas trazaron los momentos, en que trocamos la vida por soledad. De ello, hoy quedan sólo rastros imposibles de atrapar.
La tarde corría desbocada a ratos, con un estandarte oscuro que iba delineando lo por-venir. En ese irse hacia todos y ningún lado, acabó por descollar sin otra pretensión que abrir un tiempo para la espera.
El estatismo que reinaba infligía latigazos insomnes a la piel. Era tarde, la tarde ya era tarde. Ya era tarde para lo que quedaba pendiente: todo aquello que se pospone y que, sin remedio, carece de una posibilidad mínima de concretarse.
Y es que el tiempo parecía haber muerto: no había hora, ni señalada ni vivida, ni ninguna en que tuviera cabida todo lo que, ahogado, bregaba por dispararse garganta afuera.
La mujer se quedó allí, muda, en esa tarde sin tiempo, en esa tarde en que se había detenido todo: incluso los rostros llorosos se quedaron colgados, allá arriba, en la azotea de todas las casas.
La mujer bajó a aquel lugar, ennegrecido, llevando una flor en el pecho, que se abría y cerraba a cada estallido. Quería decir algo; sus labios, sin embargo, no se abrieron, florecían intactos.
Su voz se había quedado en otro lado: olvidó traerla, y nosotros no recordamos cargarla a este lugar. Los murmullos, todos los murmullos, llegaban de las cuatro direcciones en que está dividido el mundo.

“Dura menos un pájaro / que un pez fuera del agua, / casi no tiene tiempo de nacer, / da unas vueltas al sol y se borra / entre las sombras de las horas / hasta que sus huesos en el polvo / se mezclan con el viento, / y sin embargo, cuando parte / siempre deja la tierra más clara.”
Eugenio Montejo, “Dura menos un hombre que una vela”

Imagen: www.ojodigital.com

lunes, 9 de marzo de 2009

Trampas


Hay aromas que ligamos con hechos, objetos, vivencias personales, días idos, rostros familiares, querencias, retratos irrefutables; olores que se quedan impregnados en algún rincón de la memoria, ululando, con un pequeño atisbo de vida. Y no se recurre a éstos para traer un instante de satisfacción al presente o para entristecerse a propósito, sino que ellos –obedeciendo a sus propias leyes internas–, sin que se les espere o evoque, aparecen de súbito y envuelven la atmósfera que nos rodea. De pronto cabalgan con el rostro encapuchado y lanzan voces apenas audibles, que al instante reconocemos.
Su honda relación está dada, en ocasiones, por su recurrencia, por su apagada insistencia como llovizna terca; incluso por su poca repetible presencia: en sus marcadas ausencias se evidencia, paradójicamente, el que sigan vigentes. Pueden darse una vuelta por estos días durante temporadas enteras, o, como si de una estrella fugaz se tratase, a ratos son un raudo escozor que aletea cerca de la nariz. De este modo resulta imposible atraparlos al vuelo, y lo único que resta es reconfortarse con su velocísima destinación.
Algunos de esos aromas se asocian con escenarios que se quedaron en el tiempo, que no alcanzaron a treparse a ese carrusel que avanza y no se detiene y que sólo carga con lo que halla a su paso. Y las imágenes de esos escenarios se suceden cual película vista una y otra vez y no por eso no se disfruta: se acciona, entonces, una trampa de remembranzas cuyo objetivo no es capturar una presa, sino, al contrario, acicatearla para que ésta pueda ver aquello que pasó en otras circunstancias y bajo su propia mirada.
Su estrecha vinculación a nosotros no tiene que ver, como fácilmente podría pensarse, con las añoranzas o el deseo insano de echar atrás lo ya transcurrido: es sabido que la irreversibilidad del tiempo es una cualidad que no puede revertirse aún con toda la carga de emotividad que se le pueda imprimir a la evocación, más bien acelera su paso y acaba por desbandarse en todas direcciones. Los aromas más cercanos, si así se les puede llamar, están destinados a morir sólo cuando recordar se convierta en un hábito tan vetusto que ya nadie lo practique.

“En los bosques de mi antigua casa / oigo el jazz de los muertos. / Arde en las pailas ese momento de café / donde todo se muda. / (…) Cae luz entre las piedras y se dobla / la sombra de mi vida en un reposo táctil. / (…) Cuando recorra todo llamaré ya sin nadie. / Los muertos andan bajo tierra a caballo.”
Eugenio Montejo, “En los bosques de mi antigua casa” en Élegos

Imagen: www.culturapollensa.com

viernes, 6 de marzo de 2009

Pesquisas


Su obsesión por encontrar a la mujer desconocida lo hizo cometer todo tipo de actos incongruentes, inauditos, atroces, poco imaginativos, desaforados: don José, de edad avanzada, pasó por alto las normas –oxidadas, vetustas, obsoletas– que regulaban sus jornadas de trabajo en el servicio público del registro civil, con el único afán de hallar a esa mujer con la que se topó una noche en la sala de su casa por un error involuntario: fue a parar a sus manos su registro de nacimiento, apareció entre los de los personajes famosos que coleccionaba.
A partir de allí, toda su concentración y esfuerzos fueron destinados a encontrarla a como diera lugar; su búsqueda, sin embargo, no fue del todo sencilla o luminosa, tuvo que pasar tragos amargos, incomodidades, desaires, malos gestos, enfermedades, reprimendas, e incluso señalamientos y juicios prematuros: una especie de Quijote que va en busca de la doncella que no sabe ni siquiera que existe alguien que anda tras de sus huellas.
Encontrar a alguien del que no se tienen mayores señas –primero, su nombre y después, una serie de fotografías, aunque todas viejas– resulta, a vuelo de pájaro, una empresa descabellada: el espíritu de don José no se arredró ante tal acometida, quizá porque, en el fondo, no era del todo consciente de la envergadura de lo que se proponía. En su ingenuidad, por paradójico que parezca, estaba su fortaleza.
Asaltar una escuela, entrar a escondidas en un departamento ajeno, falsificar documentos oficiales, ausentarse al trabajo, comportarse de un modo inadecuado a su edad, mentir como práctica cotidiana en sus pesquisas y, sobre todo, llevar a cabo todo ello sin un fin determinado, condujeron a don José a un desconocimiento de sí mismo. Su fe en el posible encuentro, no obstante enterarse que la mujer que buscaba había muerto –suicidio–, lo llevó a un raro estado de felicidad inaudita, a una espera que se prolongó a medida que estaba más cerca del objetivo. La distancia entre don José y la mujer desconocida no se acortó sino hasta el último instante: cuando él la trajo de vuelta al mundo de los vivos.

“No soy familia de esos árboles / que avanzan de muletas en su verdor / al patio de internado. Me toman / sin conocerme. Posan en mis cabellos / el compasivo silencio de sus ramas / y aguardan… Ya nadie viene. / Ni (mi) madre que me conduzca por el río / de su sangre. Ni la buena pestaña / que se lleve mis ojos. Hastiada la cabeza / se me hunde en el pulmón de las costillas”
Eugenio Montejo, “No soy familia de esos árboles” en Élegos

Imagen: www.arteyartistas.wordpress.com

martes, 3 de marzo de 2009

Estoy seguro


El Bambino
El legendario beisbolista neoyorkino Babe Ruth: ése que hoy es interpretado en un caudal de filmes por cuanto actor se le parece físicamente, el Bambino que ayudó a construir el Yankee Stadium con su grandeza y sus “palos de vuelta entera”, y que tras recorrer, como en película adelantada, las tres bases, llegaba a home, se retiraba la gorra e, inclinándose, saludaba al respetable: era admirado, cuando niño, por el escritor Fernando del Paso.

El mítico parque de pelota
El Yankee Stadium, el parque que vio aquellas tardes y noches en que el Bambino alcanzó a tocar las estrellas, será dinamitado: en segundos volarán por el aire todos esos innings que construyeron el mito, uno de esos mitos que, huelga decirlo, de tan cercanos y elocuentes poseen muchos atisbos de realidad. El Yankee Stadium no será más que escombros: de esas toneladas de material, sin embargo, no podrán llevarse lo que dejó el Bambino, admirado por el niño del Paso.

El niño del Paso
Con ese hondo trato con que es capaz de deletrear a su padre, Paulina del Paso, en un juego a la inversa de los que tanto gusta del Paso con las palabras, soltó, con llaneza y asomada despreocupación, que su padre, de pequeño, idolatraba a Babe Ruth. Así, sin más, sin nada que restarle o sumarle.

De admirador a admirado
Fernando del Paso admiraba a Babe Ruth, así de llano y conmovedor; si el más grande jonronero de los Bombarderos del Bronx viviera, de seguro, admiraría a del Paso, o por lo menos le dedicaría un jonrón de los muchos que depositó tras la mítica barda del Yankee Stadium. No lo conjeturo. Estoy seguro de ello.

“Mi hermano ha muerto. Sus huesos yacen / caídos en el polvo. Sin ojos con qué llorar, / me habla triste, se sienta en su muerte / y me abraza con su llanto sepultado. / (…) Mi madre estuvo una semana muerta junto a él / y regresó con sus ojos apaleados / para mirarme de frente. Aún hay tierra / y llanto de Ricardo en sus ojos”
Eugenio Montejo, “Elegía a la muerte de mi hermano Ricardo” en Élegos

Imagen: www.moveyourmind.es