lunes, 17 de mayo de 2010

Insomnes matemáticas


Mi maestro de matemáticas en la preparatoria llamaba a su mujer, a la que por cierto no conocimos en persona, “La Chancla”. Nunca supimos si la nombraba así en honor a una vieja canción o por un arraigado amor al calzado. En cada problema a resolver figuraba ella: “Si la Chancla tiene cuatro sacos de azúcar con tan sólo dos quintas partes….” Su desenfado al momento de enseñar las reglas y fórmulas de aquel mundo enmarañado de números volvían su clase una materia de la que no se buscaba huir, como suele ocurrir por lo común. He de reconocer que, pese a todo, no me fue de lo mejor en las calificaciones; sin embargo, a partir de allí “Matemáticas” dejó de ser una palabra que me paralizara.
En la secundaria, por otra parte, las matemáticas fueron sinónimo de descubrimiento del universo femenino en toda su vorágine: la clase la impartía una mujer de muy buen ver, que vestía casi siempre una falta corta y que no mostraba empacho alguno en dejar ver el largo de sus piernas morenas, a veces un poco más, bajo el escritorio. Y qué decir de sus ligeros escotes cuando acudíamos al escritorio a que revisara la tarea: nunca hubo tarea que cumpliéramos con más ahínco y deseo que la que ella encargaba. Muchos años después habríamos de darnos cuenta de que ella, aunque en aquel momento no lo pareciera, hacía todo aquello con total alevosía: a más de alguno descubrió en plena contemplación y no hacía más que reír.
Las matemáticas llegan a ser un dolor de cabeza. Más aún, a veces adquieren la estatura de un gran problema, al que no pocos sucumben derrotados. Una cosa es “echar lápiz” para resolver una operación sencilla, de dos a tres reactivos cuando mucho, y otra muy distinta es encaminarse por esos vericuetos en que la raíz cuadrada y los números exponenciales son auténticos monstruos que persiguen a quien osa retarlos. Y su persecución no acaba cuando se deja de lado el problema, en ocasiones irrumpen en los sueños y entonces ya no se quiere saber nada de ellos, se les trata de relegar en lo que quede de vida.
Cuando pensaba que por fin mi relación con los números no tendría un capítulo más, acabada la preparatoria, a mi padre se le ocurrió la grandísima idea de que yo, al igual que mis dos hermanos mayores, estudiara “para contador”. Y entre clases de derecho mercantil, la teoría de los estados de pérdidas y ganancias, balances, cuentas “t” y cálculo de impuestos, asomaron de nuevo la cara las matemáticas. Vivir entre números, guardarlos, sacarlos a orear, tenderlos, destenderlos y renovarlos fue una constante por un espacio de tres años. Hasta que un buen día desterré las operaciones numéricas como no fuera para llevar puntual cuenta de mis gastos diarios.

“Amada, no destruyas mi cuerpo, / no lo rompas, no toques sus costados heridos. / No me lastimes más. / Me duele el pelo al peinarme. / Duéleme el aliento. / Duéleme el tacto de una mano en otra. / No destruyas mi cuerpo / pensando en sus miserias: / doliendo a pierna suelta / se destruye él solo, amada, / como si creciera hacia una lanza / clavada en la cabeza. / Ya me destrozo, mira, no hieras, / suelta el arma, detente, / no pienses más, no odies, / dame sólo una tregua; / deja de respirar dos líneas de mi aire, / para que se corrompa en paz esta carroña.”
Eduardo Lizalde, “(…) -5” en El tigre en la casa

Imagen: www.flickr.com/photos/malota

jueves, 13 de mayo de 2010

Hecho en México


En estos tiempos de festejos por el centenario y el bicentenario de dos hechos que marcaron nuestra historia nacional, cito unas palabras que escribiera Juan Villoro el primer domingo del año 2000, dándole la bienvenida a ese año, al decenio, al siglo, al milenio: “parece que México seguirá poblado de mexicanos”. Qué remedio, dirá más de alguno. La frase de Villoro pareciera del todo sencilla, nada profunda; sin embargo, si se le mira con detenimiento es posible percibir que se trata de un vaticinio: México es para los mexicanos. Para todos los mexicanos: los nacidos aquí y los que lo son por adopción –previa decisión propia, o ajena.
Entre nosotros es muy dada la descalificación, máxime si se trata de algo hecho aquí o de alguien oriundo de estos lares. Es tan endeble esa raigambre que nuestra identidad las más de las veces sirve como tapete al momento de ensalzar otras culturas. Y para hablar de esto no me recargo en un nacionalismo trasnochado y despreciativo. Nuestras raíces es sabido que se hunden siglos atrás, cuando tuvo lugar aquella colisión entre los venidos del Viejo Continente y aquellos, menos avanzados, que ya poblaban estas tierras. México es producto de eso, y de mucho más; somos esto, y sin embargo poco se sabe, o se quiere saber de ello.
“El escarnio es uno de nuestros sellos”, escribió con sarcasmo Villoro en aquel texto titulado “El nuevo siglo mexicano” en La Jornada Semanal. Sin embargo, aquella metáfora del cangrejo que quiere salir de una cubeta pero le resulta imposible porque sus congéneres se lo impiden, no nos queda tan a la medida como tanto se pregona. Hay una pléyade de defectos que nos definen, es cierto, pero no todo es un negro panorama en multitud de renglones. La descalificación que nos hacemos a nosotros mismos adolece del ingrediente mezquino del aplastamiento: más bien se debe a esas ansias desbocadas por figurar en el mapa. ¿Quién no quiere, o ha querido hacerlo?
Me parecen desproporcionadas esas frases lapidarias que se sueltan como si tal cosa durante cualquier conversación el día menos pensado: “como todo buen mexicano….”, “pues haz una mexicanada”, “arréglalo como puedas: amárralo con un lasito o ponle resistol”, “mexicano tenías que ser….”. A estas alturas quizás sobre aquí escribir mi desacuerdo con esa prevalencia que brota por doquiera: esa condición de mexicanos que hacen todo al aventón, que a todos lados llegan tarde, que componen un desperfecto sin la meticulosidad necesaria…. Tal vez sobre, pero que quede bien claro.

“Recuerdo que el amor era una blanda furia / no expresable en palabras. / Y mismamente recuerdo / que el amor era una fiera lentísima: / mordía con sus colmillos de azúcar / y endulzaba el muñón al desprender el brazo. / Eso sí lo recuerdo. / Rey de las fieras, / jauría de flores carnívoras, ramo de tigres / era el amor, según recuerdo.”
Eduardo Lizalde, “El tigre –3” en El tigre en la casa

Imagen: de José Guadalupe Posada

martes, 11 de mayo de 2010

Personajes de pesadilla


El dentista, de entre esos personajes que se dedican a cuidar la salud de las personas, sobresale por su actitud ausente ante el dolor, literalmente, de una boca abierta –al menos los que he visitado alguna vez. Su osadía para hurgar en las profundidades abisales de la cavidad bucal es digna de otras batallas, quizá de ésas que se libran para reivindicar alguna causa que se vislumbre ya perdida. Al principio, se muestra amable, conversador, incluso condescendiente; al entrar en materia su rostro muda implacable e imperceptiblemente.
El consultorio del dentista no podría ser más desolador, tan quirúrgico en su opacidad y limpidez. Dos o tres sillas en el pasillo –que no sala– de espera, donde una tímida planta denota un halo de vida que, en el fondo, no lo es tanto: su presencia es una mascarada. De la pared cuelga un cuadro al óleo de un pueblo perdido en la geografía mexicana, donde dos o tres transeúntes salpican alguna calle empedrada, casas con tejados y un campanario de iglesia que sobresale de entre toda la postal. En algunos hay la presencia de una chica que lleva la agenda de citas del doctor. Y unas pocas revistas desperdigadas, deshojadas y de espectáculos la mayoría, cuando no de descubrimientos y avances científicos. Nada más. Higiene pura. Parco recibimiento e igual estancia.
El paciente que sale en aquel momento de la sala “de operaciones” vaticina que el ingreso en aquel lugar no va a estar exento de dolor e inquietudes. Su cara es más un legajo de pesares y gestos distorsionados que el de alguien que se marcha aliviado de una molestia hasta ese instante incontrolable. Y allí, en el umbral, ya no es posible dar la vuelta y “poner pies en polvorosa”. La cosa agranda el temor cuando el dentista asoma y su indumentaria semeja a la de una multitud de personajes salidos de las más abruptas imaginaciones. Presencia que no mengua cuando estira el brazo y saluda con un compadrazgo que data de años atrás.
El ambiente en que uno hace lo que le gusta puede diferenciarse en mucho de otros semejantes. Alguna vez acompañé a un amigo con el dentista y éste trabajaba en un silencio total: aquel consultorio de tres por tres era un espacio sepulcral que embargaba de cualquier modo. Si algún ruido interrumpía su labor lanzaba pestes blandiendo el bisturí al aire. El dentista que arrancó de tajo mis cuatro muelas, por ejemplo, cantaba en francés mientras hacía su trabajo: de pronto se dirigía a mí en aquel idioma, al poco rato recapacitaba y me pedía con voz modulada que no cerrara la boca porque podía salir lastimado.

“Sólo dos cosas quiero, amigos, / una: morir, / y dos: que nadie me recuerde / sino por todo aquello que olvidé.”
Eduardo Lizalde, “Epitafio” en El tigre en la casa

Imagen: peonymesias.blogspot.com

viernes, 7 de mayo de 2010

Señales


En mis recorridos por librerías de viejo encuentro volúmenes que acusan todo tipo de descuidos y maltratos; los hallo deshojados, mutilados, garabateados –que no subrayados–, con secuelas de haber sido mojados, pegados –al tratar de despegar las hojas éstas se trozan–, manchados de toda clase de líquidos, algunos incluso contienen recados casuales, números telefónicos, recordatorios de cumpleaños y dibujos de corazones que encierran dos nombres. No son pocos, además, los que he abierto y en las primeras páginas presentan sendas dedicatorias: porque fueron objeto de regalos, y unas pocas escritas por el mismo autor del texto y dirigidas a aquél que en algún tiempo lo poseyó.
Pero de lo que quiero hablar aquí es de los libros subrayados. De esa afición-hábito-costumbre-debilidad de subrayar los libros que se leen. Hasta hace tiempo me negaba a rayar mis libros, pero poco a poco he sucumbido a esa tarea, movido, en primera instancia, por resaltar pasajes, frases, o tan sólo una palabra que me resultan interesantes, provechosos. De entre algunos textos adquiridos en librerías de viejo he conseguido algunos subrayados (que, como Andrés Henestrosa, en cuanto tenga oportunidad los cambiaré por otros que no lo estén): a algunas rayas y anotaciones no les encuentro sentido, pero otras arrojan luz sobre pequeñas reflexiones o vastas inquietudes de un lector anterior.
En esto de los subrayados hay quienes utilizan lápiz, pluma, colores; el “Google”, un chompa que es una biblioteca andante, utiliza chillantes marcatextos. El grueso de los trazados varía también de la intención: o apenas se delinea el color o se trata de de dejar una plasta que sea de fácil localización. Y no es que se trate de hacer un resumen, sintético a más no poder, de la obra en cuestión: se trata, más bien, de ir dejando pistas que conduzcan a una mayor compresión de lo leído. Las rayas resaltan en las páginas llanas, llaman la atención al primer golpe de vista: son como los pasos de cebra peatonales en las calles.
Hace algunas semanas conversaba con Elda sobre los libros subrayados. Ella decía que hojear un libro subrayado ajeno equivalía a conocer un poco más a la persona que trazó aquellas rayas: en esas anotaciones y renglones delineados se encuentran señales inequívocas de alguien. “(…) resultan imprescindibles los volúmenes subrayados con esmero, ideales para la relectura a saltos”, anota Juan Villoro en “La biblioteca errante”. Y es que un texto subrayado es eso precisamente: una guía que conduce de la primera página a la última sin necesidad de pasar los ojos una por una (dado el caso, por supuesto). Una especie de tablero rayuelístico.

“Las cosas se distinguen de las cosas aullando, / piden su nombre a gritos, / reclaman su poeta. / Tienen sus cuatro patas / bien puestas en la tierra, las cosas: / mesas, garzas o serpientes, / y dan su flor cuando alguien / las reconoce en el coto cerrado y expansivo / del lenguaje, / premonición de un huerto / donde el agudo olfato distinguiría / los frutos de injertos posteriores. // Así la cosa azúcar endulza la palabra / con la materia viva en que se fundan / el vocablo y sus torres literales. // Azúcar, pronunciamos, / y un río de miel golpea / las bocas de los niños.”
Enrique Lizalde, “4” en Cada cosa es Babel (1966)

miércoles, 5 de mayo de 2010

Fui, volví


“Volando vengo, volando voy” canta Manu Chao (creo). Nada mejor que esa frase para describir esta situación de salir de la ciudad en la que se vive y retornar en unos cuantos días –Gdl-Zac-Zac-Gdl–; nada mejor para perfilar esa sensación que fue remontar cerros y más cerros y más cerros con figuras de sombrero y órganos bajo un toldo de nubes bajas que, con una actitud indiferente pareciera, cuidan a las vacas que, como la Chica Azul bien lo recordará, siempre están ahí, con la cabeza gacha, detenidas en sus 300 kilos, como si se movieran con una lentitud que llega a parecer un pasmoso estatismo. Su presencia, en los extremos de la carretera, es invaluable.
Algunos se refieren a estos espacios que se abren entre las actividades cotidianas –“puentes”, les llaman– como “escapar” de la ciudad, como si de un monstruo enorme se tratase. No lo considero yo de ese modo. La ciudad no resulta tan abominable –no lo es– si se le sabe encontrar sus bondades, y más aún, disfrutarlas lo más posible. Salir de una ciudad para meterse en otra, para otros tantos, no tendría ningún sentido de descanso, o variación de panorama, o alteración del horizonte; sería, a lo mucho, como apagar la luz y al encenderla encontrarse de frente con el mismo muro. De Guadalajara a Zacatecas, sin embargo, emergen dos visiones que en nada se parecen. Quien haya estado aquí –en Zacatecas– lo sabe de antemano.
Y una cosa es salir de la ciudad siempre querida y todos los días acunada, y otra muy distinta es salir de sí. En un viaje relámpago a una ciudad cercana se conjugan ambas cosas. Se sale de aquello que se supone reconocimiento de lo propio para aventurarse en lo ajeno, y también, y de algún modo, se sale de sí, de aquello que supone la argamasa de huesos y piel que nos contiene. En cualquier viaje, queda la advertencia ya señalada por el nativo de Azinhaga, nada está asegurado, salvo una sola cosa: el retorno a sí mismo cuando el espíritu descanse de conocer y ver cosas que, es cierto, otros ya habrán visto; pero que son una primera visión “para el viajero”.
En unas horas emprenderé el regreso; estoy acá desde el sábado pasado. Todo ha sido descubrir, contemplar, compartir, conversar, dar. No hay actitudes mejores cuando se está lejos de casa, cuando lo acogen a uno en un lugar distinto, donde las costumbres no son las mismas, ni los rostros parecen tan cercanos. Las tardes de este lado avientan al aire sus últimos rescoldos y entonces la noche recibe la señal para apropiarse del ambiente: algo nunca visto en otros lares. Sin embargo, en la víspera, comparto lo que bien escribe Saramago en Viaje a Portugal, “el viajero se va,… pero afirma y jura que, en cierto modo que no sabe ni cómo explicar, sigue sentado al borde de la carretera”.
(en Zacatecas, alrededores del Museo de las Máscaras.)
(este post estaba programado para subirse la mañana de ayer, pero por cuestiones técnicas y de Internet no fue posible.)

“(….) Pero ¿qué cosa dicen de las cosas los nombres? / ¿Se conoce al gallo por la cresta / guerrera de su nombre, gallo? / ¿Dice mi nombre, Eduardo, algo de mí? / Cuando nací ya estaba escrito el nombre, / mi nombre, / pero creció conmigo / como un zarzal de letras, / penetró en la sangre / que llenaba apenas el fondo de la copa, / tiburón en playas bajas. / Fue prendiendo sus garfios a mi cuerpo, / se enredó con mis vísceras, / infló un segundo, verde corazón / junto al mío. / El nombre deja marca (….) / Y nada, pese a todo, dice el nombre de mí. / Tener nombre no es nada, cosa en el vuelo.”
Eduardo Lizalde, “2” en Cada cosa es Babel (1966)

Imagen: polycarpio.blogspot.com