viernes, 18 de diciembre de 2009

Raíces


Tiene poco más de sesenta años. Es frágil. Su cuerpo es endeble. Camina siempre con la mirada aguzada, como si pretendiera que todo lo que acontece a su alrededor no se le escapase. Aprendí de ella un poco de eso. Hay que estar despiertos, con los ojos en dos lados distintos a un mismo tiempo. Ella lo sabe hacer bien. Hay en ella un impulso a la reflexión cotidiana, a la hechura que no está peleada nunca con la premura: tiene la cualidad de adelantarse a los acontecimientos, los prevé, los imagina, los visualiza un segundo antes de su aparición. En ese sentido, mas no el único, es visionaria.
Su manera de moverse en el mundo siempre ha sido con cautela, con temor casi podría decirse. Esa diligencia es una característica que no la abandona, siempre lleva una especie de prisa que tal vez sea primigenia, aprendida, heredada. No obstante su cuerpo menudo la fortaleza de sus adentros brota a la menor provocación en el ambiente: me viene a la cabeza aquel día en que se interpuso entre el envión de un golpe y yo: lo detuvo, lo recibió, lo amalgamó, lo desapareció antes de que llegara a mí. Es, por donde se le vea, una heroína, una mujer irrepetible, a ratos insondable en sus querencias más acendradas.
Años atrás llevó una pañoleta en la cabeza. Todos los días. Fuera a donde fuera, hiciera lo que hiciera. Su figura era distinguible en todo momento, a su paso por cualquier sitio. Aquel objeto sobre su cabeza se volvió más que costumbre una señal de su presencia. Recuerdo, sobre todo, una blanca con cuadros azules: el contraste con el tono de su piel la hacía parecer hermosa. De hecho, sigue siendo hermosa. Ya no luce una pañoleta, más bien lleva el pelo cortísimo, y una planicie de canas asoma en el norte de su cuerpo.
Definir a una mujer que ha estado en todos los años que se llevan de existencia es una tarea de suyo complicada, pues su presencia va más allá, al antes de venir al mundo: no temo que en esa tarea se me escapen detalles –eso sucederá por más cuidado que se ponga– sino que las letras no alcancen la estatura que ella ostenta. Hay deudas que surgen un día cualquiera y que, con el transcurso del tiempo, se van incrementando a pesar de abonar un poco cada vez que se pueda: la certeza de saldar dicho adeudo no llegará nunca, pues quedar a mano es una posibilidad del todo remota. Mi madre, además, sabe que sus ojos no verán ese día.

“(….) El corazón es una secreta soledad. / Sólo el amor descansa entre dos manos, / y baja en la simiente con un rumor oscuro, / como torrente negro, como aerolito azul, / con temblor de luciérnagas volando en un espejo, / o con gritos de bestias que se rompen las venas / en las calientes noches de insomnes soledades. / Mas la simiente trae a la visible e invisible muerte. / ¡Llamad, llamad, llamad vuestro rostro perdido / a orillas de la gran sombra”
Vicente Gerbasi, “Mi padre el inmigrante” –II–

jueves, 10 de diciembre de 2009

Palabrotas


Cuando era niño lanzar una “mala palabra” –si era escuchada por los vigilantes del buen decir– conllevaba una pena. Al pronunciarla se infringían algunas reglas, unas clarísimas y otras no escritas: el peor castigo provenía de aquella lapidaria frase “te vas a ir al infierno”; de este modo se entraba en una especie de sonambulismo citadino. Incluso había niños que rompían a gritos y agrandaban de tal manera sus ojos cuando escuchaban alguna mala palabra que el autor se sentía un extraño espécimen de dos pies en el lugar incorrecto. Así, decir “palabrotas” era semejante a llenarse la boca de piedras calientes. Algo ardía por dentro, y dicha quemazón se extendía inexorable.
Las “malas palabras”, decían con insistencia parientes, maestros, familiares, los mayores en sí; no acababan allí, sino que inducían a cosas peores: el niño que empezaba diciendo groserías con seguridad acabaría convirtiéndose en un delincuente, vago, malviviente; en fin, en un tipo de la calle, de aspecto y futuro deplorable. Decirlas, no sin antes llenarse de aire los pulmones, implicaba un arrobamiento desconocido aunque efímero: quien osaba decir malas palabras se investía de una autoridad que delimitaba un territorio escindido que pasaba a ser propio. No eran recomendables pero todos las atesorábamos y soltábamos en algún momento determinado. Las dotábamos de poder, de un veneno que aniquilaba al más recio.
El que se desdecía de las “palabrotas” (mal entendidas porque no son más que palabras de muchas sílabas: in-con-men-su-ra-bi-li-dad, por ejemplo) sin embargo era visto como una especie de cristiano arrepentido: tal actitud granjeaba numerosos derechos, entre los que figuraban ser apreciado como una persona normal, apto para encaminarse al cielo, merecedor de una golosina, permisos para salir a la calle o ver el televisor –quien tuviera–, entre otras enmiendas placenteras. Tras la fórmula mágica de inmediato sobrevenía una transformación que iba de pequeño demonio a niño ejemplar.
A menudo, según las ganancias, eso se convertía en un acto reflejo, en una estrategia que funcionaba como relojito para aparecer brillante aun cuando por dentro no hubiera luz ninguna. La cosa de la regeneración –de pequeño grosero a bien portado– adquiría tintes desastrosos cuando se daba una lección al grupo –escolar, de amigos, familiar– poniendo como ejemplo a seguir al recién converso. La carga sobre sus hombros, no obstante, era tremenda y en ocasiones lapidaria de su confianza. A más de eso, en ese justo instante era ya el enemigo número uno de la totalidad del grupo.

(A propósito de la risible amonestación que hace unos días le hiciera la Secretaría de Gobernación a los moneros Jis y Trino por decir una mala palabra en un programa radial)

“(….) Atrás queda la luz bañando las montañas, / los parques de los niños y los blancos altares. / Pero también la noche con ciudades dolientes, / la noche cotidiana, la que no es noche aún / sino descanso breve que tiembla en las luciérnagas / o pasa por las almas con golpes de agonía. / La noche que desciende de nuevo hacia la luz, / despertando las flores en valles taciturnos, / refrescando el regazo del agua en las montañas, / lanzando los caballos hacia azules riberas, / mientras la eternidad, entre luces de oro, / avanza silenciosa por prados siderales”
Vicente Gerbasi, “Mi padre el inmigrante” –I–

miércoles, 9 de diciembre de 2009

¿Fuiste a la Fil?


¿Fuiste a la Fil? Esto me ha preguntado mucha gente ahora que terminó lo que hoy llaman “la Fiesta de los Libros”. Término que pondría yo en tela de juicio por muchos motivos. Y algunos, antes de que yo contestara, han agregado ¿qué compraste? La primera respuesta que doy es “sí, si fui”, y la segunda, “no, ninguno”. Y esto último tiene que ver con la duda que tengo respecto a esa leyenda que sueltan por los aires apenas se acerca el evento: “la Fiesta de los Libros”.
Es bien sabido que en nuestro país el índice de lectura es raquítico, si hablamos de una media nacional. Hace tiempo un programa federal proponía una panacea (y la llamo así porque eso resultó): “hacia un país de lectores”. Lo delicado de la cuestión –“donde la puerca torció el rabo” diría más de alguno– es que la estrategia para poblar al territorio nacional de gente lectora adolecía de mecanismos para incentivar la lectura y de herramientas para medir los resultados que se fueran obteniendo. Una feria del libro, entre otras cosas, debería apuntar hacia allá sus baterías: a dotar a la gente de libros para que se iniciase en la lectura. Cosa que en la pasada Fil no se vio por ningún lado.
Una auténtica “Fiesta de los Libros” más allá de la exhibición de miles de títulos, presentaciones acartonadas de libros, pasarela de editoriales conocidas y de prestigio, importación de autores y charlas con un aforo multitudinario, presentación en sociedad de “escritores” (mal nacidos), tipo Yordi Rosado y toda una pléyade de infaustos profesionales de la pluma que aglutinan corrillos desenfrenados; tendría que armar su estrategia en torno a la mayor venta posible de libros, pues, al final, el libro –dotándolo de decisión– quisiera ser hojeado, comprado, abierto y leído. Sin embargo los precios de los volúmenes en la feria resultó por demás ofensivo.
La “Fiesta de los Libros” devino “festín de amasadineros”. El negocio, oneroso, exultante, despótico, ofensivo, se privilegió por encima de cualquier otra actividad. La Fil, de manera lamentable, se ha erigido como un elefante blanco: si un visitante al recinto ferial tras echar un vistazo a las novedades y demás volúmenes acaba saliendo de allí sin comprar por lo menos un título, entonces la cosa cojea, no de un pie, sino de muchos. Y esto va más allá de la crisis económica que todavía no acaba de irse. Una “Fiesta de los Libros” sería tal cuando los títulos estuvieran al alcance de cualquier bolsillo. Un país de lectores pasa por ese tamiz.

“Venimos de la noche y hacia la noche vamos. / Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores, / donde vive el almendro, el niño y el leopardo. / Atrás quedan los días, con lagos, nieves, renos, / con volcanes adustos, con selvas hechizadas / donde moran las sombras azules del espanto. / Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses, / solos en la tristeza de lejanas estrellas. / Atrás quedan las glorias como antorchas que apagan / ráfagas seculares. / Atrás quedan las puertas quejándose en el viento. / Atrás queda la angustia con espejos celestes. / Atrás el tiempo queda como drama en el hombre: engendrador de vida, engendrador de muerte….”
Vicente Gerbasi, “Mi padre el inmigrante” –I–

martes, 8 de diciembre de 2009

Del tiempo


El tiempo es una molestia. Sujetarse a él no depende de voluntad o sumisión, sino de una mera disposición a la cordura. Cuando Cortázar decía que llevar un reloj en la muñeca equivalía a llevar encima un pequeño infierno personal se refería a esa noción de que el tiempo es una carga pesada de la que muchos no pueden desprenderse. Y quizá, más que no pueden, no quieren. O lo que es lo mismo: el tiempo estampa un sello personal en aquel que se convierte en su fiel súbdito, un emblema que pasa por un ajuste doctrinario a la cotidianidad y sus enmarques. Ahí justo donde acampa la cordura.
El tiempo, aún con todas sus trampas e ingratitudes, es un aliado. En la guerra (entendida como esas batallas que es preciso dar) y al momento de planear se convierte en una herramienta de enorme valía. Es el brazo poderoso que sostiene el empuje de lo efímero, que lo lleva con bien a su morada, intermedia o final. Aún con todo, el tiempo no obra siempre en nuestro favor: en esa línea mínima es donde se encuentra el maravillarse ante su transcurrir o sucumbir a esos encantos que lo vuelven imperecedero. No es que uno viva pendiente del tiempo, es que es preciso atarse un tobillo a su vaivén para no quedar fuera de sus alcances y territorios. El tiempo acapara, y en ese acaparamiento, sea cual sea la decisión de cada quien, queda uno dentro de sus márgenes.
Mas no es así en las vicisitudes, donde el tiempo súbitamente se transforma en un ente demoledor, encimoso, capaz de desbarrancar hasta el más seguro de sí mismo. Se sabe de muchos que han caído fulminados ante sus embates. Más aún, es infinita la lista de aquellos que han extraviado parte de sí en sus inmensos vericuetos, en su guillotina de la irreversibilidad. Esa certeza, por sí sola, detenta un poder al que por más que se quiera no es posible sustraerse: su no vuelta atrás trae aparejado un aniquilamiento que da alcance a todo sin miramiento alguno.
Si alguien, por cualesquiera razón, se cree fuera del tiempo, de sus límites ensortijados e invencibles, se debe a que su existencia ha transcurrido lejos de un centro que dicta cada acción y la dirección que sigue. O porque, en el fondo, desconoce que no logró sobrevivir a su propio tiempo interno. Existir bajo esa sombra provoca que el individuo desarrolle otras habilidades: el tiempo hace que se convierta de un momento a otro en escapista, en presidiario, en asesino, en marginado, en un manipulador del tiempo a tal grado que nada, ni el más mínimo retraso, le pone un velo para que no contemple la eternidad, ese sitio del cual el tiempo es su más fiero perseguidor.

“Hay diferentes maneras de estar muerto, / aun estando vivo en medio de los planetas, / con nuestra cara semejante a la tierra / fotografiada desde Géminis 13, / viendo nuestros propios ojos / rodeados de huesos, / un poco más arriba de los dientes; / ensimismados en los ojos de los pescados / que nos miran en las pescaderías iluminadas. / Hay muchas maneras de estar muerto / y siempre nos es dado tomar nuestro cráneo / y ponerlo a reposar al borde de la tumba / o llevarlo al gran salón de baile, / como tal vez lo hizo Hamlet, / mientras Ofelia ponía un velo de luna nevada, / ay, de luna nevada entre los abedules”
Vicente Gerbasi, “Hay muchas maneras de estar muerto”

Imagen: desestressate.blogspot.com

viernes, 4 de diciembre de 2009

Lo que está allí


Todo el tiempo está sucediendo algo. Alrededor. Aquí. En un sitio que la vista no abarca. En un lugar remoto, a la vuelta de la esquina, en las azoteas, tras las ventanas cerradas, más allá de los cerros y los mares. Lo que acontece a veces no nos es dable descifrar, o aquilatar, o saborear. Inmersos en un vaivén que acaba por envolvernos con sobrado desparpajo a menudo no consideramos todo ello. La cuestión es que de algún modo pensamos que esos fenómenos o sucesos nos son ajenos no obstante que en el fondo nada lo sea.
Mehdi (niño protagonista del filme Mil meses), llevando una silla sobre su cabeza, gana un espacio en el cerro al pie del cual se encuentra el pequeño poblado donde vive. Desde esa especie de techo alto presencia, junto con todos los habitantes del pueblo, el momento en que la ciudad, a lo lejos, se ilumina apenas anochece. Un espectáculo al que acuden todos los días con renovado entusiasmo: se trata de un suceso cotidiano que para la comunidad nada tiene de común, y sí mucho de espectacular.
Clarisse McClellan le señala a Montag (personajes de Fahrenheit 451) que por la mañana las flores guardan un rocío nocturno. Atareado siempre en ir al trabajo o de éste a su casa el hombre no había percibido jamás tal cosa, ni otras tantas. Y es tal su asombro, no manifiesto al principio, que pasado un tiempo añora aquellas conversaciones con la joven vecina. Ella de algún modo siempre sencillo le hacía ver numerosas cosas y fenómenos que tenían lugar al alcance de la mano, al alcance de los ojos propiamente dicho. Montag se creía desvinculado de todo ello; Clarisse supo, llevándolo de la mano como a un niño que apenas da sus primeros pasos, cómo hacerle ver lo que allí estaba. No lo hizo descubrir, lo hizo ver.
Cuando se tiene noción de lo que está cerca pasado un largo tiempo de que se ha establecido esa cercanía, sobreviene una especie de golpe en la cabeza: tras el destanteo queda aprehender aquello con la intención de que sirva de guía en esos senderos en que lo imperceptible a menudo reina. Nada más cercano, por ejemplo, como la nube que toma figura de árbol: hay allí la certeza de que un sitio puede aparentar lo que por dentro no es. Basta echar un vistazo agudo a fin de desmenuzar y volver claro aquello que se presenta nebuloso e informe.

“En el valle que rodean montañas de la infancia / encontramos escritos en la piedra, / serpientes cinceladas, astros, / en un verano de negras termiteras. / En el silencio del tiempo vuelan los gavilanes, / cantan cigarras de tristeza / como en una apartada tarde de domingo. / Con el verano se desnudan los árboles, / se seca la tierra con sus calabazas. / Pero volverán las lluvias / y de nuevo nacerán las hojas / y los pequeños grillos de las praderas / bajo el soplo de una misteriosa nostalgia del mundo. // Y así para siempre….”
Vicente Gerbasi, “Escritos en la piedra”

Imagen: facdearq.blogspot.com

jueves, 3 de diciembre de 2009

Mucho de mí


A propósito de libros, lecturas, celebración del papel, pasarela de autores y fomento a la lectura, tan en boca de todos en estos días por la Fil, he recordado mis primeros días en estas lides lectoras. La cercanía con los libros sin duda es un asunto particular. A ellos se llega por muchos y variados caminos, y depende, a veces, de motivaciones íntimas o de cumplir con un mandato u obligación. Al final cada libro guarda algo para cada lector, y eso apreciable se va volviendo cada día más refulgente, abarcando terrenos impensables y estableciendo conexiones con lo visto ya y con lo venidero. Un libro, por ende, es intransferible.
En aquellos primeros días de los que hablo adquiría libros atraído únicamente por los títulos, sin conocer siquiera nada del autor o de la obra en sí. Allá por 1997, por ejemplo, en una pequeña librería del centro, hoy desaparecida y de la que no recuerdo ni el nombre, compré un libro delgado, cuyo título me deslumbró desde el primer momento: El sol que estás mirando, una novelita del escritor Jesús Gardea, hoy ya fallecido. En el mismo tenor, un par de años después me hice de La amigdalitis de Tarzán del peruanísimo Bryce-Echenique, que ya pasó por el filtro de la relectura; ambos residen en ese espacio que llamamos los “libros imprescindibles”.
Cuando se entra al sistema solar (por no llamarlo mundo, universo, entre otros adjetivos desgastados) de los libros, ávido y sediento, al principio más vale tantear el terreno; luego, el paso irá con más seguridad. Ya encaminados de un lado y otro vienen las recomendaciones, que no son del todo confiables: pasan por un tamiz del cual los residuos son tan finos y minúsculos que no es fácil apreciar. Y es que sucede que la lectura del mismo libro no deja cosas semejantes a quienes lo leen. Sin embargo hay aciertos, fortunas y deslumbres en ese sentido. La cuestión, entonces, es tirarse a ese vacío primigenio que supone comenzar un libro sea por elección propia o recomendado, y no con una actitud de esperar hallar algo sino con la más mesurada condición de búsqueda sin saber bien a bien qué.
Los últimos quince años de mi existencia he estado ligado a los libros de una u otra forma: en muchas lecturas se resumen mis perspectivas a corto y largo plazo, mi escasa formación, mis sueños develados y los todavía por construir, mis largas y añejas querencias, mis ocultos hallazgos, mi sed por descubrir por aquilatar por comprender por compartir, mis frustradas vocaciones, mis aciertos tan soñados, mis alucines pendientes, mis diatribas contra el mundo y su estado deplorable, mi eterna ligazón al cine y la música, algunos de mis mejores y siempre amados momentos con la Chica Azul. Mis libros conocen mucho de mí.

“El acto simple de la araña que teje una estrella / en la penumbra, / el paso elástico del gato hacia la mariposa, / la mano que resbala por la espalda tibia del caballo, / el olor sideral de la flor del café, / el sabor azul de la vainilla, / me detienen en el fondo del día. // (….) Reconozco aquí mi edad hecha de sonidos silvestres, / de lumbre de orquídea, / de cálido espacio forestal, / donde el pájaro carpintero hace sonar el tiempo. / Aquí el atardecer inventa una roja pedrería, / una constelación de luciérnagas, / una caída de hojas lúcidas hacia los sentidos, / hacia el fondo del día, / donde se encantan mis huesos agrestes”
Vicente Gerbasi, “En el fondo forestal del día”

Imagen: www.suburbiosutopicos.com

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Objeto futurista


El libro, por su contenido, es un objeto destinado a trascender esa condición raquítica, limitada. Es un imán; una cosa seductora al contemplarla, una piel al tocarla, un firmamento al leerla, un relámpago al guardarla. Cobra luz en cuanto se le abre, apenas se le hojea; páginas adentro detona la desmesura y un exquisito aroma deja escapar entre letras y renglones. El libro no es un equívoco como lo han proclamado algunos, ni un resumen de datos que conduzca al aburrimiento; es, antes que otra cosa, un invento que, a su vez, da a luz una serie de inventos que deslumbran desde el primer contacto. La inventiva se desata en cuanto se pasan los ojos por las primeras letras. Ahí comienza la locura.
Los libros, al igual que los demás objetos, se hacen viejos, se saturan de polvo, y en esa intermitencia, que serpentea del lomo al reverso, tienen la facultad de acumularse y multiplicarse en los libreros, encima del escritorio, en el ventanal, en el revistero del baño, en la mesa-buró, en los sillones y en cuanto lugar hacen suyo. Los libros pueden permanecer siempre a la espera, cerrados, mudos, intocables en el tiempo. O, caso contrario, recorrer esa misma trayectoria pero con las páginas abiertas, dejando salir el chorro inaudito que contienen. Ahí radica su belleza, su significación, su máxima potencia, el interés por atesorarlos.
Leer un libro no se compara con ninguna otra cosa; a este respecto, bien puede alegarse que, por ejemplo, meterse en el mar no se compara con nada; sin embargo, hay una línea, si se quiere ínfima, que separa ambas cosas: un libro puede llevarnos al mar en cualquier rato. Ahora, volver a un libro leído es tomar real conciencia de que somos inquilinos de una circularidad que no nos abandona, aunque el paisaje no sea el mismo: las páginas se encuentran frescas, humeantes, cálidas, irreconocibles. Releer no significa volver a pasar los ojos por lo ya visto, es una misma aventura que trae algo distinto cada vez. Lo nuevo que subyace a lo viejo conocido.
Ray Bradbury, lo decía hoy por la mañana Alfredo Sánchez en “Señales de humo”, es un subversivo: el novelista recomienda leer, pasar los días en las bibliotecas, alejarse de las aulas universitarias, vivir sumergido entre libros por horas y horas sin necesidad de asomarse al mundo. De este modo, recluido nueve días en una biblioteca, Bradbury escribió la primera versión de la novela Fahrenheit 451, en una máquina de escribir que funcionaba con monedas, como una rockola moderna. Ahí, en ese mundo polvoso, de pasillos inextricables, con una luz sempiterna, el autor estadounidense se sumergió en su universo futurista que, sin embargo, hoy no pasa desapercibido a nadie. El libro, por tanto, es una reliquia, es un invento moderno y, al mismo tiempo, un objeto futurista.

“Aquí he llegado / para imponerme el conocimiento de la eternidad, / para ver rodar mi cabeza / tiempo abajo, / arena abajo, / alucinación abajo, / hacia el metálico redoble de los truenos / que confunden las montañas / en negros ámbitos azules. // (….) Quisiera dejar un canto / para la eternidad, / enterrado en una vasija de barro, / un canto junto a mis huesos, / un salmo / para oír a Dios / en la música de un arpa, / para verlo en fuego de nubes / sobre los pueblos siempre nuevos / edificando con la arena del desierto, / y para ver el desierto / que lleva su silencio / del día a la noche / como continuación del firmamento”
Vicente Gerbasi, “Aquí he llegado”

martes, 1 de diciembre de 2009

No he vuelto todavía


La vuelta a los días de antes conlleva desatar un nudo de dolores, de emociones por largo tiempo trenzadas. Pero no se trata únicamente de dolores y emociones, pues constituyen apenas la punta de una madeja que tiene tantas vueltas, enroscadas, como es posible imaginar: y que lleva a las siempre deslumbrantes querencias que se anidan en alguna parte de los adentros. Basta un motivo, quizá no trascendental, nimio incluso, para acometer la empresa de enhebrar recuerdos e hilar el pasado con el presente, con una renovada intención de acomodarse lo más pronto posible al futuro todavía volátil. Esa es la cuestión menuda, escabrosa, y por si ello fuera poco, laboriosa en sumo grado.
¿Qué hay allá adelante? No lo sé. ¿Qué se mantiene en el pasado? Eso sí lo sé, no con exactitud milimétrica y por ello no me es dable descifrar todo ese bulto de señales y símbolos que cercan el devenir cotidiano, que lo van alumbrando a su manera, que lo transforman a cada instante sin vuelta atrás, y que en ocasiones se presentan nebulosas, dispersas, cegadoras. De entre todo ese tumulto que amenaza alevosamente con venirse abajo sobresalen rostros y lugares, razones y fechas remotas: la ingente mayoría se roza en lo alto con lo perdido, lo hallado, lo dejado de lado, lo ganado a todo pulmón. Y no son otra cosa que los restos que dejan las batallas.
Retornar al pasado no es para nada una cuestión que tenga que ver con la tecnología, la ciencia ficción o con aparatos más que complicados. Hay una máquina del tiempo en cada uno: allí donde un mecanismo acciona la palanca que hace desfilar por los ojos las imágenes de lo ido. El asunto es detener ese peregrinaje: porque cuando se ha puesto en marcha peligra la cordura y la esperanza puesta en el horizonte. Su carga emotiva y profunda al más mínimo desliz o desbarajuste se desbarranca sin posibilidad de salvación. Acudir al pasado resulta sencillo, la vuelta no es precisamente contar hasta tres y alzar los brazos en señal de victoria.
El sábado por la noche en un bar cuyo nombre me remite al buen Calamaro y a Jaime López –por aquello del salmón, y a contracorriente–, una arista de ese pasado intocable rozó apenas el presente: el contacto fue colosal, y su intensidad con el paso del tiempo se acrecentó y convirtió el alma en un vendaval que afanosamente se elevaba por encima de todo aquello: gente, música, tumultos, murmullos, limitaciones. Liz y Gil supieron encontrar, estoy seguro que sin proponérselo, una veta que permanecía oculta en algún recoveco polvoso de mi cuerpo, imperceptible: dicha veta conducía a lugares remotos de querencias pero cuya cercanía era tan evidente que pronto la aprehendí y la revisité en lo que restó de ese día y al siguiente y luego al otro y…. De allá, no he vuelto todavía.

“(.…) La noche ha quemado el maíz, ha apagado los metales, / ha dado reposo a la adormidera, ha refrescado la sangre, / ha libertado los reflejos azules de la selva, de la hoja. / Una resonancia, una resonancia oscura es mi corazón: / eco en el abismo, / piedra que rueda con el monte, / brillo en la puerta de la cueva, fosforescencia del hueso. / (….) Como el venado tras de su compañera en la colina, / persigo a una joven diosa desnuda, bajo el sol. / Viene el olor agrio de los árboles destrozados / por la ira de la noche….”
Vicente Gerbasi, “Amanecer”

Imagen: www.solostocks.com

lunes, 30 de noviembre de 2009

Ai le encargo (2)


Así como Los Trogloditas (en el filme Delicattessen) vivían en el subsuelo, en el laberíntico trazado de túneles y drenajes de la ciudad, los miembros de “La cofradía de la santa cubeta” (como los llamara Ana García Bergua), los “Viene–viene” o “Franeleros” desde hace tiempo han replanteado la geografía de las calles: nada puede modificarse si antes no pasa por su visto bueno. Incluso, hoy se cuentan ya determinadas zonas en las que no es posible hallar un cajón de estacionamiento que carezca de su supervisión. Su mapa se extiende a pesar de todo y con la complicidad de todos.
Basta una seña, mínima, entre estos curiosos personajes para aprobar o desaprobar a aquel que, con desesperación evidente, intenta acomodar su auto en algún espacio de las calles que regentean. Ha llegado a tal grado su codificación y lenguaje –a medio camino entre lo secreto y lo público– que aspiran a la categoría de cuerpo de “policía franelera”. Verlos por las calles, en actitud vigilante, “con un ojo al gato y otro al garabato” –con un ojo al que llega y otro al que se marcha– es ya una postal que no tardará en aparecer a la venta, junto con las de monumentos y sitios turísticos, en anaqueles de puestos de periódicos y tiendas de prestigio. Los oficios –y esta actividad parece legitimarse como tal– tienen la cualidad de trascender el mero quehacer del día a día.
Hace tiempo, en este mismo espacio, escribía respecto a estas huestes que cada día engrosan sus filas más y más; en aquella ocasión me preguntaba “¿llegará el momento en que no sólo tengamos que pagar por anticipado a estos miembros de ‘La cofradía de la santa cubeta’, sino que ellos, con arbitrariedad, decidan quién puede estacionarse o no en sus dominios?”. Es claro que esa barrera ha sido superada, borrada, difuminada en su absolutismo de adueña–calles (días atrás no me permitieron estacionarme porque me negué a que me lavaran el auto), cuyos trazos callejeros han acabado por replantear –¿o deformar?– la visión que se tiene de la ciudad y la movilidad en espacios fijos –por contradictorio que esto pueda parecer.
Las atribuciones que se han autoendilgado estos sujetos, de presencia escurridiza y apariciones abruptas, pasan por el filtro de “la vista gorda” de la autoridad y por un solapamiento manifiesto aunque no totalmente consciente de los ciudadanos. Para ejercer su labor, que de tan clandestina se ha vuelto normal, imponen una serie de condiciones a los usuarios de sus servicios: autorización para estacionarse o no, pagos de cuotas anticipadas –tal como si fueran estacionómetros ambulantes– y una vigilancia que no llega a ser tal en ningún sentido. El descuido y el desparpajo marcan sus horas al “cuidado” de los autos. La cofradía, organización secreta y callejera a un mismo tiempo, no exige ningún tipo de requisito a quien pretenda ingresar a su nómina. Basta con apegarse a una clandestinidad pública y evidente a simple vista. Franeleros made in Jalisco.

“Defender la alegría como una trinchera / defenderla del escándalo y la rutina / de la miseria y los miserables / de las ausencias transitorias / y las definitivas / defender la alegría como un principio / defenderla del pasmo y las pesadillas / de los neutrales y de los neutrones / de las dulces infamias / y los graves diagnósticos // defender la alegría como un destino / defenderla del fuego y los bomberos / de los suicidas y los homicidas / de las vacaciones y del agobio / de la obligación de estar alegres”
Mario Benedetti, “Defensa de la alegría”

miércoles, 25 de noviembre de 2009

De tumbos por la ciudad


Mucho se discute en los últimos tiempos sobre la movilidad en las ciudades. Por tal cosa (la movilidad) la interacción se ha visto impelida a modificar su modus tradicional. Hoy la prisa es la que manda. Todo hay que hacerlo con apuro, en el pleno acelere. La lentitud, por tanto, ha mutado en pasmo ante el espectáculo cotidiano. Se respira una atmósfera de quehaceres y conversaciones a marchas forzadas, a tal punto que el tránsito por las calles de la ciudad, peatonal y vehicular, ha caído preso de una especie de tiranía de la prisa. Si no se entra en ese ritmo se está, de un modo práctico, fuera de este mundo; y no se trata precisamente de un escape que conduzca a un desenfado productivo.
En Guanatos trasladarse de un lugar a otro ya se ha convertido en toda una odisea, en una simulación de peregrinaje atolondrado, en una búsqueda con tintes épicos: para llegar a tiempo al lugar deseado hay que anticiparse a toda clase de obstáculos que se atraviesan en el trayecto: un tráfico vehicular denso, situaciones no previstas, múltiples accidentes, calles y avenidas cerradas por remozamiento u obras de drenaje, cambios repentinos de rutas del transporte público, además de algunas marchas o mítines o protestas o peregrinaciones o plantones o desfiles o cualesquiera que sea la razón de un conglomerado de gente que toma las calles, que las modifica en su fondo y apariencia. Pareciera que todos los habitantes salen a un mismo tiempo a la calle, e incluso que llevan la misma dirección.
Si hablamos de autos, por ejemplo, Guanatos en su trazado y crecimiento desmedido no contempla zonas de desahogue vehicular; más bien algunas importantes arterias viales (que no vialidades, como se empeñan –entercan– en llamarlas) se han transformado en auténticos cuellos de botella (del interior hacia fuera): se agiliza el tráfico vehicular en algunos cruces mediante eliminación de semáforos o cambio de circulación en ciertas calles y todo ese contingente de automóviles van a estancarse en algún crucero en particular: la ingente creatividad a la hora de buscar soluciones al explosivo parque vehicular a menudo se topa con la carencia de una estructura que soporte tamañas ideas, por decir lo menos. Es como un viaje a la semilla sólo que a su máxima potencia y con un cometido que en sus fines media la esquizofrenia y otras manifestaciones y desesperaciones.
Y si hablamos del peatón, hay que decir que no se incentivan o promocionan otros medios de transporte alternativos: porque una cosa es recurrir a la arenga desgastada del uso de la bicicleta como solución vial y de combate a la contaminación, y otra muy diferente es atreverse a circular en dos ruedas en una ciudad como la nuestra, porque ello supone una especie de suicidio anunciado y legitimado, por la ausencia de ciclovías y una señalética especial para tal acción; esto sin considerar la poca –o nula– educación vial, y la carencia de una diestra manera de conducir, de la mayoría de los automovilistas. Quizá la cuestión delicada radique en cómo decidimos circular por la ciudad donde vivimos, pues de ahí se desprende el modo en que la relación conductor-vehículo-ciudadano-ciudad se estrecha o se desvincula en una línea paralela dirigida hacia el infinito.

“Porque te tengo y no / porque te pienso / porque la noche está de ojos abiertos / porque la noche pasa y digo amor / porque has venido a recoger tu imagen / y eres mejor que todas tus imágenes / porque eres linda desde el pie hasta el alma / porque eres buena desde el alma a mí / porque te escondes dulce en el orgullo / pequeña y dulce / corazón coraza // porque eres mía / porque no eres mía / porque te miro y muero / y peor que muero / si no te miro amor / si no te miro”
Mario Benedetti, “Corazón coraza”

Imagen: vidaytiempodeljuezroybean.blogspot.com

martes, 24 de noviembre de 2009

Las tuercas memoriosas


La memoria, de suyo sometida a su circularidad, no posee mecanismos que le aseguren mantenerse en una misma trayectoria siempre: si de pronto se trae algo al presente se debe a una vieja encomienda: todo recuerdo está destinado a guardarse en un sitio de clasificados para facilitar su presencia en un día cualquiera. No hay peor manera de querer deshacerse de la memoria que recordar sólo aquello que se quiere: lo no deseado, lo no pretendido, por cualquier razón, dolorosa o de otra índole, también puede saltar en el instante menos esperado. De esa capacidad no se habla porque se tiene la creencia de que sabe mucho.
Hay ciertos días en los que la memoria constituye el único asidero para permanecer en el mundo. Y no se trata, como bien podría pensarse, de vivir de lo pasado, de respirar con recuerdos, sino de ver desfilar, ante los ojos alucinados y anhelantes, imágenes que se creían desterradas de la existencia, y cuya fecha de caducidad no es visible a nadie. Lo sorprendente de la memoria es que, anteponiendo un velo de juegos pirotécnicos primero y una atmósfera silenciosa después, en el fondo siempre trae más de lo que se esperaba.
Cristina Rivera-Garza, citando a la escritora Susana García Iglesias, dice que “la memoria es como ese perro al que le avientan algo y siempre regresa con más”. A borbotones viene lo que se recuerda, máxime si ello tiene que ver con lo que se creía desclasificado: los vericuetos memoriosos aparecen teñidos de recuerdos que, no obstante su fugacidad recordatoria, se las ingenian para describir un nuevo círculo tras de sí, y otro, y otro más, y así ad infinitum. Los años entonces, antes que ser acumulativos, son de algún modo progresivos: lo ido vuelve, y aún más, volverá después.
La memoria, abunda Rivera-Garza de nuevo en alusión a García Iglesias, es el único tema de la vida: la memoria como el abrigo primigenio, la esperanza de hallar en cualquier momento una puerta, la única mañana dispuesta a repetirse, el silencio más buscado para acomodar una palabra, el tiempo que se solaza en su escenario de cartón, la emoción desenvuelta entre respiro y respiro ante una imagen soñada más de una vez, el agobio producto de un quehacer cotidiano a menudo emocionante, la vida misma como un devenir irrepetible e inaudito. Sí, la memoria, lo he creído con firmeza, es el único tema de la vida, y de la literatura, como bien lo apuntan las escritoras arriba citadas.

“… Pero tampoco creas / este falso abandono / estaré donde menos / lo esperes / por ejemplo / en un árbol añoso / de oscuros cabeceos / estaré en un lejano / horizonte sin horas / en la huella del tacto / en tu sombra y mi sombra / estaré repartido / en cuatro o cinco pibes / de esos que vos mirás / y enseguida te siguen / y ojalá pueda estar / de tu sueño en la red / esperando tus ojos / y mirándote”.
Mario Benedetti, “Chau número tres”

Imagen: www.meduss.cl

viernes, 20 de noviembre de 2009

Llevó un libro a casa (2)


El mundo funciona más o menos bien de seguirse algunas reglas que acordonan la convivencia y regulan el devenir en distintos campos de acción. Las normas, en todos los órdenes, son dictadas por “gente que sabe” y divulgadas para que la sociedad las siga en aras de llevar, como se dice por lo común, la fiesta en paz. No falta, en este ejercicio cotidiano que es la vida, quien asome la cabeza y rebase la línea de los límites estipulados y acordados. En esto, sin embargo, consiste el juego del observar y el cumplir: premio al que cumple, castigo al que falta. Las reglas no están hechas para romperse, como a veces se dice; sino para adecuarse según las circunstancias y el contexto, que no es lo mismo.
Tal cosa le sucedió a Montag, quien había aprendido a cumplir toda regla sin mediar preguntas ni objetar nada al respecto, y sin importar lo duro o descabellado que pudiera resultar lo dicho o mandado. Cuando aquel día, en mitad de la sala de su casa, le leyó un poema a Millie, su mujer, y a dos de sus amigas, no dimensionó lo que ese inusitado hecho podría desencadenar: una de las amigas de su mujer, en cuanto Montag terminó de leer, rompió en llanto, y las otras dos le recriminaron tal acto al hombre. Mas allí no acabó la cosa: Millie, más tarde, daría la alarma en la central de bomberos para que acudieran a incendiar su propia casa. Montag fue empujado a romper una regla: no te quedes con nada, mucho menos si eso acaba quemándote.
En este rubro de las reglas y normas se abre, no obstante, una veta no muy iluminada que conduce a la desmesura pero que, al mismo tiempo, apunta hacia una convivencia más o menos llevadera: las reglas no escritas. Cosas sabidas de un semblante desencajado o tremendamente dubitativo. Se trata de un legajo de disposiciones que nadie nunca trazó en piedra, en papel o en cualquier material con objeto de darlas a conocer, una suerte de preceptos a saber llevar aunque se carezca de sanciones por su incumplimiento. Lo estipulado no oficial, no riguroso, aunque sí llevado a la práctica y respetado por la mayoría de algún modo.
Cuando sonó la alarma en la central de bomberos, en medio de una partida de póker, Montag, un provoca incendios de muchos años aunque en los últimos tiempos consciente de cosas e ideas de otra naturaleza, no imaginó siquiera que la casa a incendiar en esa ocasión sería la suya: el camión se detuvo frente a su hogar y supo que, en el fondo, no habría ya modo de volver atrás: él mismo, azuzado por su superior, prendió fuego a lo que había sido su hogar mientras veía a Millie salir corriendo con maleta en mano y abordar un taxi. No oyó que la llamaba. O si lo escuchó, no le importó. Al final, frente a su jefe, sosteniendo la manguera apretó el gatillo una vez más. Montag había creado una regla que estaba destinada a no escribirse: si tu vida corre peligro prende fuego a tu enemigo y no mires atrás so pena de convertirte en una estatua de sal, o de llamas.

“Te dejo con tu vida / tu trabajo / tu gente/ con tus puestas de sol / y tus amaneceres/ sembrando tu confianza / te dejo junto al mundo / derrotando imposibles / seguro sin seguro / te dejo frente al mar / descifrándote a solas / sin mi pregunta a ciegas / sin mi pregunta rota / te dejo sin mis dudas / pobres y malheridas / sin mis inmadureces / sin mi veteranía….”
Mario Benedetti, “Chau número tres”

martes, 17 de noviembre de 2009

Adeudos


Se dice que “echarse encima” una deuda es tan sencillo como colocar un letrero de renta o venta en el ventanal que da a la calle. Un mero trámite. Al fin que ya habrá tiempo de juntar el dinero para pagar. Se entrevé el paraíso cuando se adquiere algo con la encomienda de liquidarlo después, o cuando se pide dinero prestado mediando un juramento de pronto pago (ahora, ya papelito de por medio). El horizonte que se proyecta en ese momento carece, sin embargo, de un asidero frontal: las deudas, y el deudor con ellas, a menudo caminan sobre la cuerda floja, y la posible caída, como los avisos premonitorios, llega más pronto que tarde.
Hay deudas que quedan para después, aunque toda deuda implica un tiempo posterior para saldarla. Lo que se quiere decir con esto es que las que quedan para después es que su tiempo de pago nunca llegará o, por lo menos, así se vislumbra cuando se pacta. Las deudas constituyen pendientes que algunos saben sacarles la vuelta, aunque para otros se convierten en asignaturas que reinan en las casillas del calendario venidero: son lo que se dice comúnmente piedras en los zapatos: molestan a tal punto que hay que descalzarse para poder botar aquella minúscula desazón. Hay a quien, asimismo, no le gusta deber, ni que le deban, pero ésos son más bien escasos y constituyen una rara especie sobre la tierra.
Esconderse de los deudores es casi como vivir a la caza de los acreedores: en ese intento por desaparecer temporalmente va implícita una manera para figurar “hasta en la sopa” de aquel que algo nos debe. No se trata de la práctica de un tipo de escapismo, sino de una cualidad que no pocas veces es reconocida: estar en el lugar adecuado para recibir parabienes adeudados no asegura que éstos vendrán en cascada o que allí acabará la cosa, antes bien es la premonición de que en cuanto se cobre una deuda vendrá la oportunidad de liquidar otra, ahora del lado nuestro. Cobrar. Pagar. No hay dualidad más comprometedora.
Endeudarse no es otra cosa que acordar condiciones de tiempo, lugar y modo de saldar lo que se adquiere con la venia de pagar en su totalidad. Es decir, estar en deuda, económica o de cualquier otro tipo, es como prestarse en tiempo y espacio al deudor, a sus reales conveniencias, que es quien gobierna de cabo a rabo el devenir del deudor en tanto éste no finiquite el asunto que los liga. La cuestión es que toda deuda estriba en la razón de su existencia: el futuro está estrechamente vinculado con aquello que se salde a tiempo o que permanezca volátil en el desfile de la vida.

“Ahora qué miedo inútil, qué vergüenza / no tener oración para morder, / no tener fe para clavar las uñas, / no tener nada más que la noche, / saber que dios se muere, se resbala, / saber que dios retrocede con los brazos cerrados, / con los labios cerrados, con la niebla, / como un campanario atrozmente en ruinas / que desandara siglos de ceniza. // Es tarde. Sin embargo yo daría / todos los juramentos y las lluvias, / las paredes con insultos y mimos, / las ventanas de invierno, el mar a veces, / por no tener tu corazón en mí, / tu corazón inevitable y doloroso/ en mí que estoy enteramente solo / sobreviviéndote”
Mario Benedetti, “Ausencia de Dios”

jueves, 12 de noviembre de 2009

Celerina


Lo que menos uno desea cuando asiste a un restaurante es que el mesero ande todo vuelto loco: en ese lapsus de destanteo sobrevienen toda clase de desatinos y exabruptos, de los que la víctima acaba siendo invariablemente el comensal; el menos culpable de aquel proceder frenético. La quietud mañanera de un día de asueto puede convertirse por ejemplo en un inicio de día no del todo deseable, más aún, podría tratarse del escenario menos proyectado para la ocasión; más allá de que el restaurante, a la hora del desayuno, por la cantidad de gente, se parezca más a una kermés de plaza que a un sitio donde se pretende pasar un momento de deleite y regocijo.
Hace unos días acudí a desayunar con Elda a uno de esos restaurantes. La cosa, calmada de suyo, se transformó por momentos en el tiro al blanco de toda manía y apuro de la mesera, a la que, al momento, bautizamos como Celerina. Su prisa era más bien una cuestión interna que producto del ambiente que privaba en el lugar: había algo que le hacía bullir por dentro y entonces llevaba a la mesa, con marcada anticipación, todo lo necesario y lo innecesario, incluida la cuenta, que nos hizo llegar sin habérsela pedido siquiera. Quizá vio en nuestros rostros algún signo de pesos o tal vez el tono de voz le pareció el de una caja registradora.
La mujer, que ahora no recuerdo bien físicamente, parecía más bien sujeta a disposiciones ajenas (a ella misma y a los comensales) que movida por un mecanismo bien aceitado de atención y surtido de pedidos en las mesas. Su vaivén de un lado a otro, de la cocina a los pasillos entre mesas y de éstas a la caja había sido fijado de antemano: es curioso cómo el caballo de calandria, por lo menos, lleva una dirección fija aunque desconozca toda información al respecto, Celerina, por su parte, con toda la información parecía no seguir una dirección determinada. No sabía quién le hincaba las espuelas en el costillar. Sólo avanzaba.
El apuro y la desesperación de Celerina días después me hizo recordar aquella carrera frenética, tras estar varados por horas, de cientos de autos en “La autopista del sur” con rumbo a París, en el cuento cortazariano. En ese raudo impulso los ocupantes de los vehículos olvidaron todo lazo trenzado mientras estuvieron en medio de la carretera: la situación llegó a tal extremo que los vehículos apenas vieron campo libre dejaron atrás la historia compartida con quienes vivieron aquella especie de tragedia, y largaron en el camino las horas que pesaban sobre sus hombros porque la prisa se había apoderado de ellos. Había que llegar. Y Celerina, como ellos, parecía ir a un lugar desconocido, pero sobre todo no visible.

“Después de todo ese dolor redondo y eficaz, / pacientemente agrio, de invencible ternura, / ya no importa que use tu insoportable ausencia / ni que me atreva a preguntar si cabes / como siempre en una palabra. // Lo cierto es que ahora ya no estás en mi noche / desgarradoramente idéntica a las otras / que repetí buscándote, rodeándote. / Hay solamente un eco irremediable / de mi voz como niño, esa que no sabía”
Mario Benedetti, “Ausencia de Dios”

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Llevó un libro a casa


La vida se remontaba a tiempos distintos, cuyas costumbres eran recordadas sólo por unos cuantos. La existencia se alargaba hasta otros tiempos, donde había cosas que ya no era posible encontrar en el presente, salvo por alguna –descuidada– mención que, de ser descubierta, merecía una pena legal en extremo dura. La vida no era sólo aquello del día a día, y Montag lo descubrió por boca de una mujer que encontró cierto día por la acera de su calle: ella lo empujó a hurgar en los días con la intención de devolverle a la memoria su lugar, porque hasta eso le había sido arrebatado a todos en aquel país sin nombre ni pasado reciente.
Montag trabajaba de bombero. Era un empleado eficiente, cumplidor en sus tareas. La chica de la acera le contó que en otro tiempo, en una época extraviada, los bomberos se dedicaban a sofocar incendios, no a provocarlos, como Montag y sus compañeros de oficio lo hacían. Y esta labor tenía una razón honda, delicada: el edificio o casa incendiado se ganaba tal distinción porque en su interior se encontraban libros, en todas partes prohibidos, desterrados de todo hogar respetable y observador de las leyes; tal prohibición todos acataban aunque únicamente dos o tres se preguntaban el por qué. La chica de la acera, en torno a ello, despertó la curiosidad de Montag, y su vida dio un vuelco que al cabo no comprendió del todo.
En alguna ocasión, tras una jornada de trabajo en la que incendiaron una casa que atesoraba en sus rincones numerosos, cientos de libros, y cuya dueña decidió perecer en aquella pira que se elevó en el centro de su hogar, Montag volvió a su casa con un libro escondido entre las ropas. Le picaba en la mente aquella osada decisión de la gente de morir quemada junto con sus libros. ¿Qué tenían en su interior aquellos objetos? ¿De qué hablaban? A la mañana siguiente Mildred, la mujer de Montag, descubrió el libro que éste llevó, pero su sorpresa fue mayor cuando vio caer de un resquicio del techo un puñado de libros que Montag había ido atesorando en sus años de trabajo como provoca-incendios. Pero que nunca había leído. Ni hojeado siquiera.
Mientras pasaban las hojas los ojos de Montag acusaban una especie de incendio, que en lugar de consumirlo le avivaban el espíritu. Los de Mildred, por su parte, salían de sus órbitas: nada hay más incendiario que letras que se volatilizan y se regeneran a un mismo tiempo: Mildred encontró algo, se encontró a sí misma sin buscarse, y le bastó mirar apenas unos cuantos lomos, unas cuantas hojas, deletrearlas con la yema de los dedos. Mildred entendió que allí se encontraba el desciframiento del universo, tan incomprensible y escurridizo.

(Montag es el personaje principal de Fahrenheit 451, novela de Ray Bradbury, autor estadounidense que será homenajeado este año en la FIL de Guadalajara)

“Y todavía no hemos visto nada. / Espero que alguien venga, inexorable, / siempre temo y espero, / y acabe por nombrarnos en un signo, / por situarnos en alguna estación / por dejarnos allí, como dos gritos / de asombro. / Pero nunca será. Tú no eres ésa, / yo no soy ése, ésos, los que fuimos / antes de ser nosotros. // Eras sí pero ahora / suenas un poco a mí. / Era sí pero ahora / vengo un poco de ti. / No demasiado, solamente un toque, / acaso un leve riesgo familiar, / pero que fuerce a todos a abarcarnos / a ti y a mí cuando nos piensen solos”Mario Benedetti, “Asunción de ti” -1-

martes, 10 de noviembre de 2009

Para vivir


En tiempos de crisis hasta las palabras faltan. Es curioso, como un modo de paliar la escasez, cómo se van elucubrando las cosas que han de decirse, echando mano de toda clase de recursos, menos de un buen decir: una mujer jovencísima, con una cara pintada en estilo arte abstracto, peleaba con la cajera de una farmacia de ésas que hay multiplicadas como vendedores ambulantes en las afueras de los templos. La chica alegaba que aquel paquete de toallas femeninas no lo había abierto ella, que así estaba ya cuando lo tomó del estante. La cajera, con unos ojos iracundos y rabiosos, le dijo categórica: “pues si no las paga, le van a hacer falta en los baños del reclusorio femenil, tonta cleptómana”. El signo de interrogación que se le cruzó por el rostro a la otra fue tan descomunal que, cabizbaja, acabó por pagar aquel producto. La cajera la vio salir por una de las puertas y respiró hondo, aliviada, vencedora.
El lenguaje en ocasiones puede convertirse en un arma a la que no es posible eludir, máxime cuando se vuelve contra uno mismo. Enfrascado en una discusión, un tipo creyó dotar a su perorata de una elegancia inestimable cuando, como una rápida respuesta ante los ataques de su interlocutor, vociferó: “es mejor ignorar a los ignorantes, aunque a veces no sepan de su ignorancia hasta que alguien los ignora”. ¿Cómo fue que dijo? ¿Dónde me perdí? En ese instante fue tan engorroso su argumento que me aventuro a pensar que el mismo Cantinflas hubiese pedido una explicación ante tamaña declaración. Burda manera de presumir el inventario de palabras.
“Fíjate de que….” es la frase más recurrente de un compañero de oficina. ¿Cómo siguió tu esposa del malestar de la otra noche?, le pregunta alguien. “Fíjate de que….” responde. La cuestión es que invariablemente comienza sus conversaciones con esas tres palabras “fíjate de que….”. Las muletillas son una piedra en el zapato de mucha gente (me cuento entre ellos): no se puede articular algún discurso, soliloquio o diálogo cualquiera si antes no se dan vueltas y vueltas por las muletillas, reconociéndolas: se trata de una especie de abrevadero ineludible para después emprender la marcha por otros senderos, donde las palabras desconocidas asoman pero no toman parte en el trayecto.
Hubo quien, en una ocasión, me dijo que las palabras no servían más que para enredar las cosas. Lo negué. Me gusta imaginar, por ejemplo, que Sabines apelaba a las palabras para describir su cotidianidad: en ella enclavaba su espíritu y su esperanza, y precisaba de las palabras para salvar las horas, para ir de la mañana a la noche, y para atravesar ésta ileso, tumbado en una hamaca en el corredor de su casa; se sabía del otro lado cuando el sol se colgaba por entre las ramas que le llevaban su luz a pedazos. Las palabras no son alebrijes ni inventos ni antigüedades ni estorbos: son la materia viva indispensable para no morir en el intento de vivir. Y para muestra, ahí está el poeta chiapaneco hijo del Mayor Sabines.

“Quién hubiera creído que se hallaba / sola en el aire, oculta, / tu mirada. / Quién hubiera creído esa terrible / ocasión de nacer puesta al alcance / de mi suerte y mis ojos, / y que tú y yo iríamos, despojados / de todo bien, de todo mal, de todo, / a aherrojarnos en el mismo silencio, a inclinarnos sobre la misma fuente / para vernos y vernos / mutuamente espiados en el fondo, / temblando desde el agua, / descubriendo, pretendiendo alcanzar / quién eras tú detrás de esa cortina, / quién era yo detrás de mí”
Mario Benedetti, “Asunción de ti” -1-

Imagen: javcasta.wordpress.com

lunes, 9 de noviembre de 2009

Días fríos


Desde hace días a la ciudad la recorre una ola fría, que paraliza, que planea líquida sobre edificios, casas y personas. Un frío bienvenido, desde mi perspectiva. Sin embargo, el frío no le gusta a mucha gente: porque a veces obliga a quedarse en casa, bajo las cobijas o cobertores, bebiendo un café caliente o mirando el televisor mientras de vez en cuando se otea el cielo templado por la rendija de las persianas. No hay cielo más azul, me digo, que el que se busca cuando acometen las bajas temperaturas. Otras tantas veces el frío provoca una desgana de salir al trabajo, de compras, a la escuela, a dar la vuelta, en fin, de hacer cualquier cosa: se instala en los huesos y va inundando de a poco todas las extremidades e, incluso, el alma y las palabras mismas.
El frío es un clima en el que me desenvuelvo más o menos sin inconvenientes, con la salvedad de una dolencia menor en un pie, vieja, olvidable a ratos. No es sólo ilusión la idea de vivir algún día en una ciudad donde el frío sea el clima idóneo, citadino: salir a la calle, todos los días, aparejado con el frío, respirándolo, pegado al cuerpo. Me aventuro a decir que las mejores mañanas son las que llegan con vientos que rodean las paredes y las humedecen, las congelan: en su atmósfera polar se transparentan las horas, se acomodan mejor las ideas que después darán rumbo a las actividades signadas –u olvidadas– en todo calendario.
El asunto es que el frío, ya lo decía renglones atrás, se mete con los huesos, los horada. Y eso, para muchos, se convierte en una calamidad cuando no en una intensa molestia inestimable. Los dolores producto de esa intromisión son un tanto soportables. A menudo llegan con tanto ímpetu que enconcharse sobre sí mismo no es suficiente para menguar aquella molesta oleada. Eso sí, hay que mantener el cuerpo como si se tratara de beberse un té tibio, abrigador, humeante. En ese estado cálido es posible, de algún modo, sortear esa desmedida sensación de frío.
En este momento, no obstante la poca lucidez que pudiera invadirme, me digo que el frío es apto para salir a conducir en una mañana gris, desolada, despintada de sol: rodar por la ciudad sin un cometido específico, dar una y otra vuelta a la ciudad entera, pasando calles, escudriñando esquinas, volviendo el rostro a los semáforos que se han quedado atrás, partiendo las arterias viales en cuantas mitades sea posible. Y si en ese lapso circular una llovizna destiende su horizonte frente al parabrisas: ya no habrá modo –ninguno– de volver a casa.
(Este post iba a publicarse el viernes pasado por la tarde-noche, pero una falla en la programación del mismo blog permitió subirlo hasta esta mañana.)

“Se avanza a tientas, vacilante / no importan la distancia ni el horario / ni que el futuro sea una vislumbre / o una pasión deshabitada / a tientas hasta que una noche / se queda uno sin cómplices ni tacto / y a ciegas otra vez y para siempre / se introduce en un túnel o destino / que no se sabe dónde acaba”
Mario Benedetti, “A tientas”


viernes, 30 de octubre de 2009

¿Ya atendiste al señor?


“¿Ya atendiste al señor?”, le dijo la dueña a una de sus empleadas. No era la primera vez que iba a ese lugar a comer y, sin embargo, sí la primera ocasión en que esa mujer decía “señor” al referirse a mí. Por otro lado, en más de un sitio ya se habían dirigido a mí de ese modo: “¿cómo le va?”, me saludó la semana pasada la mujer de la estética donde me rapo el cabello; “señor García Madero, ¿cómo ha estado?” me saluda siempre la mujer que me renta el departamento. La de la lavandería, tan ceremoniosa siempre, no se mide: “señor, ¿se le ofrece algo más?”. Eso de “señor” ya se le está haciendo costumbre a la gente en lo que a mí toca.
El paso del tiempo no es una noción fresca, identificable con facilidad. Es tan escurridiza y brumosa que a menudo echa mano de trucos para perderse de vista. Le hace al mago. Y es que se trata, más bien, de un tópico imposible de acomodar como si armar un rompecabezas fuera el cometido. Y mucho menos si hablamos del tiempo que nos compete: no se tiene cabal cuenta de los años que se tienen hasta que acontece lo inevitable: la impredecible certeza aparece entonces en el espejo, cuya imagen tiene la facultad de devolver al mundo a su sitio.
Acumular años no es una tarea apreciada; podría decirse, además, que es un hábito incomprendido en toda su circunferencia: nadie quiere volverse viejo porque sí, lo que puede hacer es llevar esa condición con un dejo de desparpajo, consciente de los signos más evidentes de un decaimiento insobornable, irreversible; aunque no por ello no disfrutable. ¿De cuántas maneras es posible incorporarse a esa nueva condición de “señor” ante los semejantes? ¿Quién conoce la fórmula para no dar tanto tropezón en ese adecuamiento? ¿De dónde proviene esa mesura que planta paredón ante el embate de la desesperación y la incomodidad? ¿En qué intrincado lugar se ubica esa desazón para sacarle la vuelta?
La figura de “señor” que me viene de cuando era niño dista mucho de la que hoy quizá me endilgan. Aquella era solemne, complicada, adusta, un tanto acartonada incluso. En ese entonces no había modo de descubrir el lado flaco de tan flamante condición: la altura de un título, en este caso sin otra atribución que la que impone la edad, no se mide como se mediría la distancia ni tampoco es dable a adjudicarle un peso específico. Es de suyo inverosímil, independiente. “Señor, su orden de tacos se la entregan de aquel lado”. Y vuelven los años, a cada instante, con su carga despiadada.

“Abandoné las sombras, / las espesas paredes, / los ruidos familiares, / la amistad de los libros, / el tabaco, las plumas, / los secos cielorrasos; / para salir volando, desesperadamente. // Abajo: en la penumbra, / las amargas cornisas, / las calles desoladas, / los faroles sonámbulos, / las muertas chimeneas, / los rumores cansados, / desesperadamente. // Ya todo era silencio, / simuladas catástrofes, / grandes charcos de sombra, / aguaceros, relámpagos, / vagabundos islotes / de inestables riberas; / pero seguí volando, desesperadamente….”
Oliverio Girondo, “Vuelo sin orillas”

Imagen: www.avidos.net

jueves, 29 de octubre de 2009

Tararear


A menudo tarareo alguna canción. No soy bueno para cantar ni mucho menos para grabarme canciones completas. Solía serlo, hace mucho. Por eso hoy me limito a tararear. El reducido espacio que queda en la memoria a veces es ocupado por informaciones meramente prácticas: cómo destapar una botella, dónde se guarda el recibo de agua, en qué tramo de la película sucede el asesinato, cuándo hay que pagar las deudas mensuales…. Entre todo ese cúmulo de incolora información asoman las canciones gustadas, que alojamos con la seguridad de que algún día pronto las entonaríamos, no quizá al pie de la letra o con el tono adecuado, pero sí con el corazón por delante.
El tarareo no tiene señas particulares o momentos determinados, y se ha convertido, más que en un pasatiempo en algunos casos, en un antídoto ante el trasiego de las batallas diarias: no hay mejor manera de saborear un café que balanceando alguna canción en los adentros o leyendo un poema de Montejo bajo la luz verde de un árbol sonriente. Hay quien se ha convertido en un experto en esta nueva disciplina: tararear no se limita a medio cantar o medio recitar, sino que es una cuestión que entraña cierta dosis de arrobamiento y abandono.
La radio es una caja mágica sin fecha de caducidad: de ella salen, cuando menos se piensa, canciones que se habían quedado en el camino de los años y que, de algún modo, se las ingenian para alcanzarnos en una edad determinada. Y esas rolas retornan con un vigor que sorprende: la marejada de sensaciones azota de tal manera al cuerpo que uno acaba por saberse levantado en vilo por una canción vieja, pasada de moda, cómplice de añejos sentimientos e imágenes perdurables no obstante el deterioro propio del transcurso del tiempo. No hay canción, siempre añorada, que llegue a destiempo; más aún, no hay canción que el radio no traiga.
Las rolas que uno intenta cantar a ratos llevan una pequeñísima marca indeleble: las hacemos nuestras a pesar de todo y de todos. Si se trata, tal vez, de la canción de moda, encontrará opositores iracundos que prohiben entonar lo que todos escuchan: nada hay más detestable que formar parte de la borregada. Si, por el contrario, es una canción no muy conocida, incluso de un intérprete de un país remoto, o producto de circunstancias particulares, como una guerra o regímenes políticos adversos y duros, entonces inclinarse por ese tipo de música granjeará al melómano una simpatía no muy común e imperecedera.

“Asistir a los cursos de antropología, llorando. / Festejar los cumpleaños, llorando. / Atravesar el África, llorando. / Llorar como un cacuy, como un cocodrilo… / si es verdad que los cacuíes y los cocodrilos / no dejan nunca de llorar. / Llorarlo todo, pero llorarlo bien. / Llorarlo con la nariz, con las rodillas. / Llorarlo por el ombligo, por la boca. / Llorar de amor, de hastío, de alegría. / Llorar de frac, de flato, de flacura. / Llorar improvisando, de memoria. / ¡Llorar todo el insomnio y todo el día!”
Oliverio Girondo, “Llorar a lágrima viva”

Imagen: servicios.laverdad.es

miércoles, 28 de octubre de 2009

Oscuras vendimias


Por un momento pensé que la mujer que se acercaba seguiría de largo. Error. Su cara, sombría, carecía de matices. Se detuvo frente a mí. Era joven, casi diría que inmensa en kilos y sudores. Me ofreció dulces de jamaica, “con splenda”, que ella misma preparaba para ganarse unos pesos y mantener a sus hijos; eso fue lo que dijo mientras mostraba aquellas pequeñas bolas rojas que llevaba envueltas en papel celofán. Lo curioso de su perorata había sido lo de la splenda. Una sutil palanca de mercadotecnia ad hoc a los tiempos y la moda. Y lo mencionó con un tono tan seguro que evité soltar la carcajada frente a su cara. Es cierto que los caramelos no se veían antojables; sin embargo, su recia seguridad al ofrecer el producto la salvaba del bochorno. Al final dije “gracias, otro día”.
Al poco rato apareció el vendedor de cacahuates garapiñados, “hechos en casa, sin mucho aceite, pa’ cuidar la salud del cliente”. Los pequeños tubos llenos de minúsculas bolas, también en celofán, semejaban dos largos pedazos de madera, tan oscuros como un abismo. El hombre no era joven ni viejo, su aspecto era nebuloso. “Jefe, cómpreme aunque sea uno pa’ sacar pa’ la cena”. Llevaba una mochila a la espalda, llena de material, según dijo, “pésela, pa’ qué vea que no he vendido más que dos o tres”. No le compré nada. Dio vuelta y se perdió en las columnas de los portales. Un segundo después volvió aquel aroma dulzón del garapiñado.
Catedral, enfrente, era una mole, silenciosa, iluminada en el descampado nocturno. Del lado de la avenida surgió un niño con una caja de chicles. Su cara abombada lo hacía parecer fatigado. Llevaba una playera raída, descolorida, que le colgaba como bata de doctor. “Dos por diez” dijo con una sonrisa negruzca, débil. “Ándele” insistió el chamaco, que calzaba unos zapatos tan deslucidos como viejos. Un momento después se dio por vencido y siguió su camino. Al verlo marcharse, cabizbajo, pateando un vaso desechable, pensé que en la calle hay un sinfín de señales inequívocas de que este mundo ha equivocado por mucho su ruta.
La plaza lucía cada vez más sola. Había todavía algunos charcos desperdigados: la lluvia partió cuando oscurecía. La anciana se veía lejos: su figura endeble fue agrandándose cada vez. Ya cerca, observé que del brazo le colgaban rosarios y en las manos llevaba folletos; eran sobre el rezo del rosario, leí. Con voz pastosa, casi deletreada, dijo el precio de la mercancía: “más barato que en los templos”, fue su argumento primero. Su mirada se torcía. Sus manos huesudas temblaban. “Si no los lleva va a condenarse” fue su argumento segundo y último al ver mi desánimo ante su oferta. Me sentí atosigado, acorralado. La miré sin sentimiento alguno y me alejé rumbo al estacionamiento. Volví el rostro para verla y hundí sin querer el pie en un charco.

“Llorar a lágrima viva. / Llorar a chorros. / Llorar la digestión. / Llorar el sueño. / Llorar ante las puertas y los puertos. / Llorar de amabilidad y de amarillo. / Abrir las canillas, / las compuertas del llanto. / Empaparnos el alma, la camiseta. / Inundar las veredas y los paseos, / y salvarnos, a nado, de nuestro llanto….”
Oliverio Girondo, “Llorar a lágrima viva”

Imagen: variacionesgoldberg.blogspot.com

martes, 27 de octubre de 2009

La bestia de arcoiris


Es el caballo solitario de Acueducto. Como el mítico Llanero, pero éste es una bestia. Es enorme, de lejos. De cerca lo es más. Cuando lo vi por primera vez me fascinó: ni siquiera tiene las patas delanteras alzadas, pero su figura es geométricamente proverbial. A simple vista se comprueba que no se trató de un caballo que muriera en plena refriega: y, sin embargo, la polvareda que dejan sus cascos atraviesa el asfalto de la avenida, difumina el amplio camellón que la parte en dos, en tanto sus colores le dan un matiz despintado al sol: todo aquíabajo presenta un tono distinto al que en realidad tiene.
El caballo solitario está hecho de arcoiris. Al menos esa es la impresión. Lo supongo por su apariencia. Cuando se le tuvo cerca y la distancia se va abriendo entonces, milagrosas, le aparecen alas en los costados: lo curioso es que no emprende el vuelo, ni agita esas luminosas extremidades; se limita a flanquear, con una actitud de pegasso olvidadizo, el paso de los vehículos que lo rondan día y noche. Su mirada de mil colores la dirige hacia una parte de la ciudad que le devuelve un reflejo esperanzador.
Hubo un día en que desde una acera me le quedé mirando por largo rato. En el aire citadino flotaban palabras, vientos encontrados, y una brisa que soplaba de este a oeste. La corriente me trajo sus murmullos.Era por la tarde, ya en sus últimos minutos: mis ojos no lo abandonaron en ningún instante y no se movió ni un centímetro, no resopló ni trotó ni emprendió carrera alguna. Fue formidable ver su estatismo, detenido en la periferia del tiempo. Su quietud le viene de tiempo atrás, y es avasallante, demoledora. No mueve ni un músculo, ni abre el hocico para nada.
El caballo es el animal de las mil batallas: ha estado presente en numerosas guerras, en un sinfín de descubrimientos, en el acomodo de paisajes, y ha recorrido más leguas de tierra que cualquier otra especie que carezca de alas. El caballo no fue inventado, sino traído de un lugar remoto: su adaptación a este ambiente ha estado plagado de inconvenientes y tropezones: mas su trote es el adorno perfecto para su figura balanceada, rítmica. El caballo solitario, no obstante, nació aquí, es de por estos lares: la planicie de arcoiris que va de su nuca a la grupa así lo anuncia.

“Gracias por la ebriedad, / por la vagancia, / por el aire / la piel / las alamedas, / por el absurdo de hoy / y de mañana, / desazón / avidez / calma / alegría, / nostalgia / desamor / ceniza / llanto. / Gracias a lo que nace, / a lo que muere, / a las uñas / las alas / las hormigas, / los reflejos / el viento / la rompiente, / el olvido / los granos / la locura. / Muchas gracias gusano. / Gracias huevo. / Gracias fango, / sonido. / Gracias piedra. / Muchas gracias por todo. / Muchas gracias. / Oliverio Girondo, / agradecido”
Oliverio Girondo, “Gratitud”

viernes, 23 de octubre de 2009

Inquilino (2)


Quise detenerlo. Fue más rápido. Si se mira bien no hay sorpresa en que escapase. Al fin es un pájaro. En ese intento de captura acabó estrellando sus alas en los barrotes. Pareció destantearse, perder impulso, irse en picada en un brevísimo segundo. Tras unos momentos realzó el vuelo. Y se perdió entre los viejos tinacos de cemento: ésos que hoy son los menos en ese cielo bajo de azoteas y tendederos, por el menor precio y mayor duración, dicen. Y que no son más que enormes botargas oscuras, destempladas, intrusas. Lo que no entiendo a estas alturas es por qué quise agarrarlo, y para colmo al vuelo.
Ahora pienso, respecto a su aparición, que quizás regresó de la muerte. O tal vez era otro. Se parecía mucho al anterior. Tal vez esa semejanza no sea una coincidencia, sino una señal que le permitiese entrar en aquel reducto de mi departamento. El pájaro volvió al nido. Lo vi allí arriba, mirando con desconfianza en derredor. ¿Es posible que haya retornado? ¿Que aquella imagen de su cabeza desmembrada, llevada en pedazos por un conglomerado de hormigas fuera una alucinación producto de no sé qué desvarío interno? Tan cerca lo tuve que no podría afirmar que se tratara de aquel, o de una segunda ave; lo que sí puedo decir es que allí había un pájaro, nítido.
La cuestión es que el nido hoy ya no está. Cayó al suelo y se hizo añicos. En el piso no había más que pequeñas ramas y basura. Ningún huevo. Ninguna señal que indicase que tal vez retornaría otra vez, a buscar lo olvidado, lo suyo, lo protegido durante mucho tiempo. Es curioso cómo se acomoda a cualquier escenario: un pájaro es como los árboles, si llueve ahí están, bajo el agua; si hace viento, ahí están, hallando el modo de esquivar las corrientes; si hace frío, ahí están, bajo ningún resguardo, en la noche helada, con ganas de acurrucarse; si tunde el sol, ahí están, casi mimetizados con el calor ondulante.
La otra noche se refugió donde había estado el nido, en el techo del bóiler, siempre con un dejo de desconfianza en la mirada. Al cabo se elevó, batió las alas y se perdió en esa nebulosa masa que a veces es la noche. Y desde esa ocasión lo he perdido de vista. Tal vez ya no lo veré más. No hay motivo para pensar lo contrario. El nido, la niña de sus ojos, desapareció; la quietud de la tarde y la noche en ese espacio ya no existe; y su posible pareja hace ya días que no vuela más, que emprendió la retirada batiendo no sólo las alas sino el cuerpo entero.

“Gracias aroma / azul, / fogata / encelo. / Gracias pelo / caballo / mandarino. / Gracias pudor / turquesa / embrujo / vela, / llamarada / quietud / azar / delirio. / Gracias a los racimos / a la tarde, / a la sed / al fervor / a las arrugas, / al silencio / a los senos / a la noche, / a la danza / a la lumbre / a la espesura. / Muchas gracias al humo / a los microbios, / al despertar / al cuerno / a la belleza, / a la esponja / a la duda / a la semilla / a la sangre / a los toros / a la siesta….”
Oliverio Girondo, “Gratitud”

Imagen: http://www.spanisharts.com/ (“Los pájaros muertos” de Pablo Picasso)

miércoles, 21 de octubre de 2009

La Negra nuestra


“Tengo un poema escrito más de mil veces, en él repito siempre que mientras alguien, proponga muerte, sobre esta tierra….”. Esto recuerdo de la primera canción –“Sobreviviendo”– que escuché de doña Mercedes Sosa en el sabatino programa radiofónico “El Tintero” (de Radio UdeG) hace ya algunos años. Por esos días comenzaba a descubrir otro tipo de música, ésa que en sus letras están contenidas historias, narraciones, fábulas, cuentos que, música de por medio, son contados como si se le abriera la llave a cualquier conversación.
La voz de ronca de esa mujer tucumana, volviendo a doña Mercedes, tenía la gracia de salirse del corsé de toda bocina, de dispararse como el sonido atronador de la tambora, estruendo vivo y puro; su hermosa voz papaloteaba por encima del canon más riguroso para una cantante femenina: ella se encargó de romper todos los moldes, y de rehacerlos según su tesitura y posibilidades. Doña Mercedes partió la historia en dos: antes de ella sólo había caos, tras su paso quedó una estela que por más empeño se ponga nadie podrá diluir o velar.
La Negra la llamaban. La Negra de los desheredados. La Negra del sur latinoamericano. La Negra de las voces rompe vientos. La Negra del poncho y el cabello lacio. La Negra que probó suerte en un programa de aficionados y pisó los escenarios musicales más encumbrados del orbe. La Negra que elevó la voz por los mudos y sordos y desoídos sin importar si el viento soplaba a favor o si le azotaba el cuerpo. La Negra de la provincia de Tucumán. La Negra que cantó con Gieco, con Silvio, con Páez, con Charly; que miró en el horizonte a Violeta. La Negra. La Negra…. que pasó hace pocos días de este mundo.
Doña Mercedes, lejos de un sentimentalismo ramplón y siempre deudor, fue una señora inmensa, un océano rompiente y desbordado. Su figura delataba la presencia de una mujer que más que una potente voz tenía dos manos y un corazón para compartir. Su canto y coherencia de vida por los más desprotegidos de su país –y de esta gran patria llamada América Latina– es el más grande legado de La Negra. La Negra de ese país argentino pero que, por derecho propio, por su canto invencible nos pertenece a todos.

“Me parece que vivo / que estoy entre los ruidos / que miro las paredes, / que estas manos son mías, / pero quizás me engañe / y paredes y manos / sólo sean recuerdos / de una vida pasada. / He dicho ‘me parece’ / yo no aseguro nada.”
Oliverio Girondo, “Escrúpulo”

Imagen: folklore-raiz.blogspot.com

martes, 20 de octubre de 2009

Retorno al mundo


Fui presa de un sonambulismo que me mantuvo alejado del mundo por varios días. Una enfermedad de moda me plantó cara y se inmiscuyó a mis adentros. La marcada debilidad que acusó mi cuerpo no dio para mucho: a lo más, de la cama de convaleciente al sillón de lectura, de ahí al televisor, al refrigerador y al baño. La ruta no tocaba más puntos que ésos. Si acaso entreabría la puerta y divisaba el balcón, y más allá los edificios, era sólo para convencerme de que el mundo seguía ahí afuera, como el dinosaurio monterrosiano.
Casi diez días estuve a la sombra. El encierro que padeció Ana Frank durante el holocausto, y del que me enteré cuando cursaba la secundaria, entonces adquirió un renovado significado: ella se limitaba a escuchar, con marcado entusiasmo, los ruidos que venían del exterior con el fin de descifrarlos, yo en cambio miraba el sol desde mi ventana, literalmente, queriendo encontrar alguna noticia luminosa. Es cierto, salí a ratos: por trámites inexcusables y medicamentos con sabor delicado, diluido –y es que, como tantas otras cosas, ya no los hacen como antes–. El cautiverio por momentos pareció infinito.
La fiebre, altísima, de dos noches consecutivas, me condujo al desierto. Descubrí que los espejismos no son un mito: están ahí, al alcance de los ojos, no de la mano. De esos calurosos arenales emprendí el regreso en la madrugada del tercer día. La planicie, a la vuelta de aquellos montículos arenosos, aparecía como un paisaje abrigador: no obstante que ninguna voz parecía venir de sus entrañas circulaba en el ambiente una melodía que fue calmando de a poco aquel torrente de estertores y calosfríos. Sin casi darme cuenta estaba ya en el umbral, de regreso, echando una vista atrás como quien mira y sabe que no desea más aquello.
Mi retorno al mundo no mereció un repique de campanas, tampoco que el tráfico vehicular en alguna conflictiva avenida se detuviera o que los cientos de automovilistas hicieran sonar sus cláxones por un minuto: lo agradezco sin embargo porque, como el recordado Sabines, tengo en gran valía esa indiferencia del mundo para con mi persona. En las periferias, en lo más alejado de los reflectores es que se respira con más hondura y pausa, donde los pasos no resuenan pero sí conducen al lugar deseado. A paso quedo.

“Hay que ingerir distancia, / lanudos nubarrones, / secas parvas de siesta, / arena sin historia, / llanura, / vizcacheras, / caminos con tropillas / de nubes, / de ladridos, / de briosa polvareda. / Hay que rumiar la yerba / que sazonan las vacas / con su orín, / y sus colas; / la tierra que se escapa / bajo los alambrados, / (….) Hay que agarrar la tierra, / calientita o helada, / y comerla / ¡comerla!”
Oliverio Girondo, “Dietética”

jueves, 8 de octubre de 2009

Ojos velados


¿Será cierto que no hay peor ciego que el que no quiere ver? Así lo afirma la sentencia popular en alusión a la terquedad y la obcecación de alguien ante una situación particular. Tener la firme convicción de estar procediendo con certeza frente a un problema cualquiera implica –en una de sus aristas–que otros digan que se trata de un tipo testarudo, que no ve más allá de un palmo de narices. Las evidencias están allí, inalterables, inmaculadas y, sin embargo, el sujeto se ciega por no ceder o por un mínimo resabio de orgullo que detona ante las miradas recriminantes y sentenciosas.
En el cuento“El ramo azul” Octavio Paz establece esta figura, aunque matizada por un descuido fruto de las circunstancias: el tipo que aborda a otro en la calle oscura lo hace movido por sacarle los ojos, pues su novia le ha pedido un ramito de ojos azules. El atacado se defiende alegando que no los tiene de ese color, y el otro le dice que no trate de engañarlo. Pasado un rato el atacante se marcha convencido de que aquella mirada no es la que busca: su retorno no tiene que ver tanto con lo que en el fondo pretendía cuanto con la prueba fehaciente de su yerro.
Hay asimismo la otra cara de la moneda: carecer de vista no significa no poder ver lo que hay alrededor. La, a la postre, dolorosa insistencia de anteponer un velo ante lo evidente provoca que el camino más corto se transforme en una prologada travesía, en un oscuro itinerario cuyo final se verá cerca cuando se vislumbren y entiendan las debilidades. Esa capacidad de mirar no se supedita a carencias de ningún tipo, sino que, más bien, se sobrepone a una limitante que, sin importar su envergadura, no condiciona.
La ceguera del amigo de Claudio, en la novela La borra del café de Mario Benedetti, no le impedía “ver” a éste cuando lo visitaba: la fascinación del niño ante aquel sujeto invidente no pasaba desapercibida a nadie: ni al ciego ni a Claudio mismo. El niño era consciente de que el ciego poseía la facultad de verlo, no con los ojos era obvio, sino con algo que no lograba identificar pero que intuía le brotaba de los adentros: Claudio se concebía visible ante aquella mirada disparada, ante aquellos ojos blancuzcos en toda su circunferencia.

“(…) No estaba junto al llanto, / junto a lo despiadado, / por encima del asco, / adherido a la ausencia, / mezclado a la ceniza, / al horror, / al delirio. / No estaba con mi sombra, / no estaba con mis gestos, / más allá de las normas, / más allá del misterio, / en el fondo del sueño, / del eco, / del olvido. / No estaba. / ¡Estoy seguro! / No estaba.”
Oliverio Girondo, “¿Dónde?”

Imagen: unodemayouno.blogspot.com

miércoles, 7 de octubre de 2009

Sabores


El centro de Guanatos siempre sabe a café de la flor, a empanadas que se postergan al tiempo de cuaresma, a fuentes vistosas pero malolientes, a semáforos que siempre tardan en cambiar del rojo al verde, a un sol que llega a cuenta gotas, por entre rendijas y edificios, por entre ventanillas de camiones y toldos viejos y empolvados; sabe a ese olor peculiar y popular de las donitas, a campanadas y voces y gritos y murmullos y extraños silencios, a grupos de palomas que se empecinan en recorrer el suelo mientras los chamacos se esfuerzan en querer alcanzarlas antes de que emprendan el vuelo. En su ímpetu desbordado los niños quieren hacerles saber que su lugar está en el aire, no aquí, pecho a tierra; eso que nos lo dejen a nosotros.
En el centro es posible encontrar lo mejor y lo peor del mundo, por sus calles cerradas, abiertas, andadores y pasajes se aquilata todavía la moneda de la convivencia, del desconocimiento primigenio e incluso del extrañamiento radical: no hay sitio mejor para conocer a los paisanos que la calle, allí se les encuentra en su tinta, sin envoltorios, sin dobles poses o intereses encubiertos; por sus aceras y plazas transitan toda clase de personas que a ratos bien puede pensarse que se trata de una ciudad inventada y nunca plausible, aunque en esa distancia que se abre entre uno y otro tenga lugar el arraigo urbano, corra la savia cosmopolita.
Guanatos es su centro, ahí radica su signo identitario por antonomasia: el reconocimiento de sí mismo pasa por los adentros y por lo ajeno, por la revisión metódica de lo que se ha sido y deaquello que no sé es, e incluso de lo que se está convencido no se llegará a ser. Las señales más significativas de esa asimilación están enraizadas en el aire cercano, familiar, asequible que es posible respirar en el ambiente de Guanatos: si el emparentamiento del hombre con la ciudad no saca buenas cuentas después de ese encuentro la brújula indicará entonces un norte que no será posible ubicar en ningún material cartográfico que se consulte.
El centro de la ciudad es el punto de reunión, sobre el cual gira el universo metropolitano: todo confluye hacia él, y todo en él adquiere sentido, su fuerza de gravedad atrae hacia sí lo que pulula en los alrededores, lo que nace y se reproduce en las afueras de su circunferencia y que, sin embargo, sólo en su contacto adquiere verdadera vida. El centro ha llegado a convertirse en una tierra nuestra, en un “campo-nuestro”: donde únicamente se sobrevive merced a un mimetismo que llevea fundir para sí hasta el más leve latido.

“(…) Cuando voy a sentarme / advierto que mi cuerpo / se sienta en otro cuerpo que acaba de sentarse / adonde yo me siento. // Y en el preciso instante / de entrar en una casa, / descubro que ya estaba / antes de haber llegado. // Por eso es muy posible que no asista a mi entierro, / y que mientras me rieguen de lugares comunes / ya me encuentre en la tumba, / vestido de esqueleto, / bostezando los tópicos y los llantos fingidos”
Oliverio Girondo, “Dicotomía incruenta”

martes, 6 de octubre de 2009

A-plazos


Hace algunos días se cumplió un mes que encargué una base de cama en una mueblería. A menudo sucede que se tiene la solución a la mano pero se busca en un lugar más remoto; así ocurrió en este caso. La cuestión es que se me dijo que en dos semanas a más tardar tendrían terminado mi encargo. Cerrado el trato, dejé un adelanto de cuarenta por ciento del total de la cantidad acordada y salí de allí, satisfecho por el precio y por las buenas migas que había hecho con quien me atendió: don F., un anciano de ésos que se ganan a la gente en un dos por tres.
Cumplidos quince días llamé a la mueblería preguntando por don F., para saber cuándo y a qué hora me entregarían la base. Don F. me dijo, palabras más palabras menos, que en cinco días más él me llamaría, pues una tormenta, cuatro días antes, había echado abajo un poste de luz justo frente al taller: no habían podido trabajar en toda esa semana. Pasado ese tiempo don F. no me telefoneó, así que yo le llamé: era un viernes, y me pidió hasta el siguiente jueves para entregarme lo solicitado. Don F., para variar, tampoco se puso en contacto conmigo ese dicho jueves; dejé pasar poco más de una semana más y tras no recibir telefonazo ninguno me presenté en la mueblería: don F. no me reconoció al principio y me dijo de nuevo lo del poste de luz, pero tras ver la copia de la factura cayó en la cuenta de que ya me había dicho eso tres semanas atrás y el rostro se le descompuso.
Con una desfachatez de lo más irritante, sin embargo, me pidió una semana más para cumplir con lo pactado, y que de no ser así me devolvía el adelanto que le había dado. Así de sencillo: después de casi cuarenta días deshacía un trato como si se tratara de desanudarse los zapatos. ¿Y el tiempo que me hizo perder? Y su negocio, ¿de esa manera tan burda lo cuida? ¿Qué clase de comerciante pone por delante excusas antes que razones, incluso cuando de ganancias se trata?
Le espeté, hasta eso que con respeto y cuidando que no se me fuera la mano, unas cuantas cosas a don F., pues, por principio de cuentas,nunca me habló con la verdad: con cautela y disimulo siempre fue tanteando el terreno para ver qué plazo podía sacar mientras de la base no habían lijado ni un solo pedazo de madera.Y de entre todo ese entramado de promesas falsas y verdades a medias, la pérdida para su negocio no se reduce a una base de cama, sino a un legajo de deshonestidad. ¡Qué poca madre!

“Cansado. / Sí. / Cansado / de usar un solo bazo, / dos labios, / veinte dedos, / no sé cuántas palabras, / no sé cuántos recuerdos, / grisáceos, / fragmentarios. // Cansado, / muy cansado, / de este frío esqueleto, / tan púdico, / tan casto, / que cuando se desnude / no sabré si es el mismo / que usé mientras vivía”
Oliverio Girondo, “Cansancio”

viernes, 2 de octubre de 2009

Zapateados


Hace dos años más o menos, en plena conferencia de prensa, un periodista iraquí le lanzó sus dos zapatos al presidente Bush durante una visita de éste a la capital de ese país. Hace dos días, un estudiante le lanzó un zapato tenis al director del Fondo Monetario Internacional, durante una conferencia en una universidad de Estambul.Una manera de hacer evidente el oprobio (en Iraq es así desde antaño) es arrojar, con marcada rabia y desencanto, el calzado al individuogenerador de un odio vergonzante, llámese como se llame, sea dignatario o no.
Ninguno de estos dos sujetos –y no por mala puntería– pudo dar en el blanco: al esquivar el objeto los atacados creyeron eludir también, con risa burlona de por medio, el enojo y el descontento que provocan.Si se mira bien se trata de dos personajes que en su desempeño público se han ganado la desaprobación y descalificación general: para una figura pública no hay mayor evidencia de su fracaso que una ofensa dada cara a cara por aquellos que tendrían que ser beneficiados con su gestión en lugar de terminar, si no perjudicados, por lo menos relegados.
Descalzarse entonces se ha convertido en una forma de materializar la rabia y la desesperanza; pero no se trata únicamente de quedarse ahí, pasmados, virulentos, sin zapatos, sino de hacer llegar esa desilusión a quien de algún modo desencadena ese sentimiento ingrato. El periodista iraquí y el estudiante turco por sus llamativas acciones, de la noche a la mañana, se convirtieron en abanderados de tantos que han querido, en lo profundo de sus adentros, hacer lo que ellos: puede pensarse que se trató de un arranque en ambos casos, sin embargo, el coraje y tal vez el odio fueron los resortes de tan vistosos hechos. Y es que no hay mayor rabia destructora que aquella que se encona y no se escupe.
¿Quién no le ha arrojado a alguien un zapatazo, o propinado un bolsazo, o puesto un coscorrón o sape por sentirse agraviado, molestado o cuando menos ignorado? La reacción primera suele ser echársele encima: no hay mejor defensa que el ataque, reza un viejo adagio militar que se aplica comúnmente en el futbol. Si la defensa de los intereses que nos afectan no llegan por la vía adecuada, entonces de algún modo hay que manotear, alzar la voz para ser escuchados. Lanzar un zapato es una manera bastante práctica para mostrar rechazo y desaprobar lo hecho. Descalzarse simboliza asimismo deshacerse de un lastre interior que impide llevar la cotidianidad más o menos en paz.

“Cuanto más te repito y te repito / quisiera repetirte al infinito. / Nunca permitas, campo, que se agote / nuestra sed de horizonte y de galope. / (…)Aquí mi soledad. Esta mi mano. / Dondequieras que vayas te acompaño. / (…)Tu soledad, tu soledad… ¡la mía! / Un sorbo tras el otro, noche y día, / como si fuera, campo, mate amargo. / A veces soledad, otras silencio, / pero ante todo, campo: padre-nuestro”
Oliverio Girondo, “Campo nuestro”