Las calles arden. Los cofres de los autos hierven su color y parecen difuminarse bajo los semáforos. Las aceras no son más que extensas líneas que carecen de sombra. El aire, cuando corre, va de un lado a otro con pesadez, como una bola caliente que rueda y a su paso todo incinera: quienes se guarecen bajo una marquesina, al amparo de un árbol no esquelético, debajo del toldo de alguna tienda o fonda económica, o en momentáneos tapetes que el cielo extiende al alargar alguna nube, al poco tiempo de nuevo han de cocinarse bajo el chisporroteo de un sol despiadado, “un sol que todo lo quema, que todo lo toca, lo calcina”.
El calor, este calor que ha hecho de Guanatos una masa ardiente, aguijonea, incomoda, ataca por todos los flancos: no son los pocos los que dicen preferir el frío al calor, aunque más de alguno considera la época de calor como la que más les acomoda, sobre todo por aquello de no enfundarse bajo una chamarra, suéter, bufanda y enguantarse no sólo las manos sino el cuerpo entero, pues al mediodía todos esos artefactos se convierten en un estorbo.
Sin embargo, y no obstante esta inconveniencia, yo prefiero el frío, pues el calor me parece casi siempre un animal molesto que se me trepa y por más que manoteo no puedo desprenderlo. Me parece, además, un clima casi despiadado, que maniata y altera el ánimo y la disposición de las personas. Es cierto que, en contraparte, hay días en que la temperatura desciende a tal grado que por la mañana uno no quiere dejar las cobijas literalmente, pero basta beber, por ejemplo, un chocolate espumoso y humeante y mirar por la ventana la ciudad quieta, envuelta en una bruma fina, para animarse a trasponer el umbral de la puerta que da a la calle.
(Hoy expuse en clase “Los gallinazos sin plumas” de Julio Ramón Ribeyro: un autor casi desconocido; al final, los oyentes se mostraron emocionados por leer más y conocer la obra de este cuentista peruano.
Ahí se los dejo: el chicle es un producto que México le dio al mundo. No, por favor, “goma de mascar”, eso déjenselo a don Venancio el del tendajón; sino chicle, un vocablo que procede del náhuatl: el chicle se extraía del árbol del chicozapote, o árbol del chicle.)
Imagen: www.akink.com
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