Si revisar el pasado significa, como dice Pitol, entre otras tristezas, contemplar un mundo que es, y al mismo tiempo ha dejado de ser, el mismo; entonces también hablamos de un ejercicio cíclico, como la vida: volver los ojos y colgarlos en un punto fijo, traer a cuento un hecho amarillento de tan lejano, enumerar los objetos y señales ya inexistentes en las aceras del barrio donde crecimos, no son más que estampas prendidas con alfileres en los cuadernos que atesoramos y preservamos del inexorable paso del tiempo.
Caer presa de ese monstruo de ensoñación, parafraseando a Pitol, provoca el extravío del pasado, de su forma concreta: los años son botones de un ramo inasible, arrugas de un rostro que, ajado y polvoriento, pasa los días tratando de reconocerse frente a un espejo que, resplandeciente en algún rincón, devuelve sólo las certezas que se fueron guardando sin pretensión de recordarlas.
La memoria es como el escarabajo que poseía el protagonista de Cronos, aquella primera película de Guillermo del Toro: si se le aprisiona sus patas acaban por atravesar la piel, donde abre un surco para que la sangre escurra y el dolor sea la única música que se escucha.
Encontrar, por casualidad o causalidad, un rostro conocido, “podía desvanecerme el entorno inmediato y retrotraerme a los infiernos o edenes del pasado”, agrega el escritor veracruzano. La mecánica está señalada: si en un momento se decidió prescindir de los días, de alguna manera ellos se las ingenian para plantarse ante nosotros: la memoria, como la vida, es extrañamente cíclica.
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía, había de recordar aquella tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo….”
Gabriel García Márquez, Cien años de soledad
(Las notas sobre Pitol fueron tomadas de “La herida del tiempo” en El arte de la fuga.
Ahí se los dejo: hoy he leído en una nota publicada en El Financiero que la Chica Azul me hizo llegar, que además de componer la música para Tiempo de gitanos, Sueños de Arizona y Underground de Kusturica, Bregovic compuso la de El tren de la vida, de Radu Mihaileanu.)
Imagen: www.siicsalud.com/imagenes/icicatricesb.gif
Caer presa de ese monstruo de ensoñación, parafraseando a Pitol, provoca el extravío del pasado, de su forma concreta: los años son botones de un ramo inasible, arrugas de un rostro que, ajado y polvoriento, pasa los días tratando de reconocerse frente a un espejo que, resplandeciente en algún rincón, devuelve sólo las certezas que se fueron guardando sin pretensión de recordarlas.
La memoria es como el escarabajo que poseía el protagonista de Cronos, aquella primera película de Guillermo del Toro: si se le aprisiona sus patas acaban por atravesar la piel, donde abre un surco para que la sangre escurra y el dolor sea la única música que se escucha.
Encontrar, por casualidad o causalidad, un rostro conocido, “podía desvanecerme el entorno inmediato y retrotraerme a los infiernos o edenes del pasado”, agrega el escritor veracruzano. La mecánica está señalada: si en un momento se decidió prescindir de los días, de alguna manera ellos se las ingenian para plantarse ante nosotros: la memoria, como la vida, es extrañamente cíclica.
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía, había de recordar aquella tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo….”
Gabriel García Márquez, Cien años de soledad
(Las notas sobre Pitol fueron tomadas de “La herida del tiempo” en El arte de la fuga.
Ahí se los dejo: hoy he leído en una nota publicada en El Financiero que la Chica Azul me hizo llegar, que además de componer la música para Tiempo de gitanos, Sueños de Arizona y Underground de Kusturica, Bregovic compuso la de El tren de la vida, de Radu Mihaileanu.)
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