jueves, 20 de agosto de 2009

La Enfermedad


La noticia, en un principio, corrió como reguero de pólvora. No se daba crédito a tal despropósito. Cuando se creía que lo peor había pasado ya, comenzó a circular una versión que pronto pasó de hiriente rumor a clamor general. Y aunque nadie había aparecido para afirmar tal cosa, ninguna señal había de que alguien pudiera desmentirla con argumento en mano. Ante ello, el estado general de la gente era de alarma, tensión, incluso podría hablarse de un ambiente de coléricas actitudes.
No obstante que en días pasados aquello era ya tema de conversación en un sinfín de lugares, en las últimas horas la veracidad del suceso había adquirido dimensiones inimaginables, al punto que mereció su difusión en un programa especial televisivo en cadena nacional, en horario nocturno, y de inmediato reproducido en América y Europa a través de los grandes consorcios noticiosos. Se trataba de esas cosas que, de algún modo, llegan para quedarse.
El primer testigo presencial fue llevado ante las cámaras de numerosos canales y puesto a declarar frente a multitud de micrófonos de estaciones radiales. Sus primeras impresiones fueron reproducidas en cabezas de tabloides y discutidas en mesas de diálogo de políticos y gente común y en aulas universitarias. Lo que vio causó tal estupefacción en la demás gente que, incluso, él mismo, no se creía del todo las palabras que salían de su boca. Tremenda paradoja: lo que decía lo desmentían sus gestos.
Su vida, según dijo, transcurría del modo más común hasta que esa mañana, justo cuando salía de su casa rumbo a la oficina, la encontró: ella se disponía a tocar su puerta. Como era de esperarse no la reconoció, estaba seguro de que se trataba de una desconocida: aunque había escuchado por todas partes sus características físicas de pronto no las asoció con aquella figura que tenía frente a sí. No sabía que ese destanteo primigenio marcaría para siempre sus días venideros: se volvió tan famoso por toparse con esa enfermedad que se creía era un mito, y fue tan asediado que tras los primeras apariciones públicas no volvió a poner un pie fuera de su casa.

“Amanece en las jícaras / y el aire que las toca se esparce como ebrio. / Tendrías que cantar para decir el nombre / de estas frutas, mejores que tus pechos. / Con reposo de hamaca / tu cintura camina / y llevas a sentarse entre las otras / una ignorante dignidad de isla. / Me quedaré a tu lado, / amiga, / hablando con la tierra / todo el día”
Rosario Castellanos, “A la mujer que vende frutas en la plaza” en El rescate del mundo

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