viernes, 7 de agosto de 2009

Mari, Mari....


Mientras me daba un baño, hoy por la mañana, sentí un golpe seco, en la cabeza, por dentro; difícil de explicar. A partir de allí lo que comúnmente se hace como una programación mecánica o partes de un ritual o hábitos citadinos (como se le quiera llamar) se convirtió en un legajo de acciones inconexas, carentes del mínimo significado. El golpe retumbó, y volvió, y se fue y regresó. Había algo, no podía definirlo, pero había algo que no andaba bien. Lo intuí, lo pensé, lo presentí, lo vislumbré.
En cuanto entré a la oficina marqué por teléfono a casa de mi madre, urgido por ese golpe seco que se empecinaba en continuar horadando mi cabeza. Apenas me contestó ella supe que había dado en el clavo: me dijo que por la madrugada le habían hablado del rancho diciéndole que mi tía Rafaela acababa de morir. Es curioso cómo la muerte se las ingenia para montar un cerco de señales y “avisar”, fuera de toda formalidad y conductos bien establecidos, a todos aquellos a los que les atañe algún fallecimiento. Qué maneras tan extrañas tiene de sobrevolar y de bajar a tierra a dar a cada cual lo que le corresponde.
La mujer a la que por mucho tiempo confundí con mi abuela por su tremendo parecido (al fin, eran hermanas) había partido de este lugar: se durmió y ya no despegó los ojos más, sin sentir cómo la muerte iba invadiendo cada centímetro de su piel, cada palabra, cada sentir, cada nuevo respiro, dificultoso y espaciado. En su sueño, quizás, pudo prever algo y entonces se dispuso a partir así, sin despedida alguna, sin palabras dolorosas de por medio, sin esa condición errante que adquiere un moribundo cuando las miradas que lo rodean le dicen que no hay vuelta atrás, que no hay remedio para evitar ese paso que se aproxima.
Mi tía, con el paso de los años, fue perdiendo la memoria. Los rostros que comprendían el universo de sus seres queridos fueron quedando en el camino, dejados aquí, allá, como si tratara de desprenderse de pesados fardos. En ese paulatino olvido de las querencias hubo alguien que permaneció inamovible en la retina de sus ojos: mi madre. Incluso sus hijos se convirtieron para ella en seres ajenos, invasores de su intimidad. A mi madre, en cambio, en las visitas esporádicas que le hacía, en cuanto la veía le gritaba: “Mari, Mari….”.

“Si muriera esta noche / sería sólo como abrir la mano, / como cuando los niños la abren ante su madre / para mostrarla limpia, limpia de tan vacía. / Nada me llevo. Tuve sólo un hueco / que no se colmó nunca. Tuve arena / resbalando en mis dedos. / Tuve un gesto / crispado y tenso. Todo lo he perdido. // Todo se queda aquí: he venido a saber / que no era mío nada: ni el trigo, ni la estrella, / ni su voz, ni su cuerpo, ni mi cuerpo. / Que mi cuerpo era un árbol y el dueño de los árboles / no es su sombra, es el viento”
Rosario Castellanos, “Dos poemas” en De la vigilia estéril

Imagen: fotosgrises.blogspot.com

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