Las venas ocultas de una casa un buen día revientan y entonces se vive de cerca la catástrofe: chorros de agua salen disparados en todas direcciones, como si en su proyección llevarán impresa una encomienda cuyo cumplimiento es inevitable. De pronto, ante aquel espectáculo, no se atina a hacer algo conducente, pues toda casa habitación, que yo sepa, carece de un manual básico de instrucciones respecto a cómo proceder ante cualquier desperfecto, que cuelgue de un madero a un costado de la puerta de entrada o se guarde bajo el colchón. ¿Qué hacer? ¿Cómo resolver un atolladero de esa calaña? ¿Cómo contener aquel furioso embate que sale de las profundidades del piso o la pared?
Hay en todo ese entramado de tubos, codos, vueltas y llaves por donde corre el agua una “barrera de contención” que cuando se le busca con urgencia no se le encuentra, no se halla a la vista, pareciera que se oculta ante todo intento de descubrirla: la llave de paso. Un mecanismo que corta de tajo toda corriente acuosa que viene con ímpetu desde el tinaco o el aljibe; se trata de un invento que, perdóneseme el símil, tiene la función de impedir que una explosión llegue a tal, que quede en una sorda detonación.
Ante la suspensión momentánea de los surtidores de agua hay que contactar a un plomero, que llave en mano, con gorra y bigotes mal cortados, se enfrentará a aquel monstruo que es tan escurridizo como intocable. La contienda acabará cuando el plomero desentrañe ese laberinto de aluminio y logre taponar aquel sortilegio oscuro, cuyos planos no presentan más que un conducto que lleva a la salida. De esa pelea puede darse el caso de que el plomero no salga victorioso: entonces, hay que llamar a un albañil para que destrabe los muros y horade el piso a punta de pala y pico y, posteriormente, el plomero, lupa en el ojo, encuentre la falla de las placas tectónicas en los tubos ya casi carcomidos.
Al igual que los cerrajeros, los albañiles, los pintores y los carpinteros, los plomeros encarnan una generación nómada y dispersa, una especie ahora en extinción, una raza que de tan legendaria rezuma un aroma rancio y húmedo. A los plomeros ya no es posible distinguirlos cuando se va por la calle, cuando se les topa de frente y se piensa en un mortal más (y es que hubo un tiempo en que sí). Si llevaran una estrella, como aquella insignia ominosa que los nazis le enjaretaron a los judíos para distinguirlos de los demás, sería posible diferenciarlos, pues ni sus actos indican que se trata de alguien que sabe los secretos más añejos de las tuberías y profundidades de cualquier edificio.
“Entre la muerte y yo he erigido tu cuerpo: / que estrelle en ti sus olas funestas sin tocarme / y resbale en espuma deshecha y humillada. / Cuerpo de amor, de plenitud, de fiesta, / palabras que los vientos dispersan como pétalos, campanas delirantes al crepúsculo. / Todo lo que la tierra echa a volar en pájaros, todo lo que los lagos atesoran del cielo / más el bosque y la piedra y las colmenas”
Rosario Castellanos, “En el filo del gozo –I” en De la vigilia estéril
Hay en todo ese entramado de tubos, codos, vueltas y llaves por donde corre el agua una “barrera de contención” que cuando se le busca con urgencia no se le encuentra, no se halla a la vista, pareciera que se oculta ante todo intento de descubrirla: la llave de paso. Un mecanismo que corta de tajo toda corriente acuosa que viene con ímpetu desde el tinaco o el aljibe; se trata de un invento que, perdóneseme el símil, tiene la función de impedir que una explosión llegue a tal, que quede en una sorda detonación.
Ante la suspensión momentánea de los surtidores de agua hay que contactar a un plomero, que llave en mano, con gorra y bigotes mal cortados, se enfrentará a aquel monstruo que es tan escurridizo como intocable. La contienda acabará cuando el plomero desentrañe ese laberinto de aluminio y logre taponar aquel sortilegio oscuro, cuyos planos no presentan más que un conducto que lleva a la salida. De esa pelea puede darse el caso de que el plomero no salga victorioso: entonces, hay que llamar a un albañil para que destrabe los muros y horade el piso a punta de pala y pico y, posteriormente, el plomero, lupa en el ojo, encuentre la falla de las placas tectónicas en los tubos ya casi carcomidos.
Al igual que los cerrajeros, los albañiles, los pintores y los carpinteros, los plomeros encarnan una generación nómada y dispersa, una especie ahora en extinción, una raza que de tan legendaria rezuma un aroma rancio y húmedo. A los plomeros ya no es posible distinguirlos cuando se va por la calle, cuando se les topa de frente y se piensa en un mortal más (y es que hubo un tiempo en que sí). Si llevaran una estrella, como aquella insignia ominosa que los nazis le enjaretaron a los judíos para distinguirlos de los demás, sería posible diferenciarlos, pues ni sus actos indican que se trata de alguien que sabe los secretos más añejos de las tuberías y profundidades de cualquier edificio.
“Entre la muerte y yo he erigido tu cuerpo: / que estrelle en ti sus olas funestas sin tocarme / y resbale en espuma deshecha y humillada. / Cuerpo de amor, de plenitud, de fiesta, / palabras que los vientos dispersan como pétalos, campanas delirantes al crepúsculo. / Todo lo que la tierra echa a volar en pájaros, todo lo que los lagos atesoran del cielo / más el bosque y la piedra y las colmenas”
Rosario Castellanos, “En el filo del gozo –I” en De la vigilia estéril
Imagen: habloporquetengoboca.blogspot.com
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