martes, 25 de agosto de 2009

Irse pa'Los


En aquel tiempo el barrio era el símbolo más cercano a la pertenencia: sus esquinas, su extensión, sus lugares emblemáticos, sus residentes, su trazado laberíntico constituían los referentes que lo clarificaban, que lo elevaban por encima del resto de calles de la colonia. Apenas se llegaba a sus márgenes se sabía que nadie ajeno iría más allá, que ningún miembro de otros barrios rebasaría la línea imaginaria permitida: se trataba de una regla no escrita que, sin embargo, podría decirse que es de edad milenaria.
Qué lejos ha quedado el barrio, aquellos años de sobresaltos y tardes larguísimas, aquellos rostros que lo poblaron y lo dotaron de una fisonomía tan familiar como imperecedera: si se mira bien, el barrio, hoy propiedad del pasado, es una fotografía que se lleva en el bolsillo para mirarse en el aire de vez en cuando: los rostros que allí aparecen se asoman borrosos, con gestos casi difuminados, y cuyo nombre y edad sólo puede adivinar aquel que sabe cómo determinar identidad de alguien querido pero no visto en un cuarto de siglo.
Si comenzara a escribir aquí los nombres o apodos de quienes dieron forma a ese barrio quizá no acabaría, y de creer hacerlo es seguro que muchos no aparecerían por un sentido traidor común de la memoria: en particular ahora recuerdo a todo ese ejército de compas que decían con orgullo “me voy a ir pa’ Los”, o a la vuelta del tiempo, “acabo de llegar de Los”: esos hombres eran vistos como una especie de héroes cuya fama alcanzaba niveles de paroxismo o de franco olvido según el tiempo: el recién llegado opacaba al que le había precedido y éste era borrado por el que lo secundaba.
Héroes, mesías, sabios, justicieros, conocedores de lo venidero, magos de las palabras, inventores de términos, envejecidos, disparadores, enloquecidos, irreconocibles, prestidigitadores, imbatibles, vulnerables sólo por sus iguales; llegaban con ojos de mundo, con un caudal de objetos novedosos, con un catálogo de lugares (que les parecían y pintaban) asombrosos, cuya boca hablaba de manera atropellada dos lenguajes distintos, prácticamente yendo a caballo entre la identidad y el desarraigo.

“De las bocas destruidas / quiere subir hasta mi boca un canto, / un olor de resinas quemadas, algún gesto / de misteriosa roca trabajada. / Pero soy el olvido, la traición, / el caracol que no guardó del mar / ni el eco de la más pequeña ola. / Y no miro los templos sumergidos; / sólo miro los árboles que encima de las ruinas / mueven su vasta sombra, muerden con dientes ácidos / el viento cuando pasa”
Rosario Castellanos, “Silencio cerca de una antigua piedra” en El rescate del mundo

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