miércoles, 6 de mayo de 2009

Tapesco


Estar allí fue como adelantarse un poco a esa porción de paraíso que a todos nos toca: en Tapesco el mar vive a sus anchas, cabalga sin dirección, como si avanzara desbocado, con una prisa por demás marcada. Las olas venían a romper en un paredón afilado de rocas con un vigor desmedido: y el océano, desarticulado, deshecho en el aire volátil, se elevaba y segundos eternos después iba a caer con parsimonia, produciendo un eco sordo que acababa atiplado.
Entre los últimos restos de arena y el mar ensanchado, voluminoso, obeso, se abría paso, entre una duna alargada blanquísima, un río que iba a vaciarse al océano; el encuentro que tenía lugar era de alcances titánicos: el mar queriendo abrirse paso y horadar todo lo que se le atravesase en su ruta, y el agua del río, apacible pero a la vez voluntariosa, intentando atravesar el búnker oleoso, acalorado.
Asimilar la fotografía de Tapesco, olorosa vivamente, en el momento fue como tararear un manojo de canciones de Silvio, como saborear una y otra vez lo ya vivido y que brota de la memoria apenas recibe un mínimo estímulo, como escribir sobre lo fantástica que resulta a veces la vida, aún a pesar de esa avalancha de fantasmas que no nos dejan a sol y sombra.
Tapesco, no obstante la distancia y los subsecuentes velos de horizontes que le han caído encima, sigue allí, bregando entrañas adentro, viviendo con respiros dificultosos pero regulares: a Tapesco lo vi elevarse, ir y regresar con un caminar aletargado al principio, y furibundo en el último tramo: Tapesco, estoy seguro, cayó del cielo y plantó su lugar de vida aquí, en ese mar luminoso, respirable, infatigable, deslumbrante, invencible para acabar de una vez.

“Si me dijeran, pide un deseo, yo pediría un rabo de nube, un torbellino en el suelo y una gran ira que sube, un barredor de tristezas, un aguacero en venganza, que cuando escampe parezca nuestra esperanza”
Silvio Rodríguez, “Rabo de nube” en Rabo de nube

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