Hace unos cuantos días escribía aquí que el agua de lluvia siempre ha de ser bienvenida, incluso que hay que celebrar las lluvias no obstante algunos desperfectos que deja tras su paso: cuando el cielo se precipita ocurre un espectáculo muchas veces visto y oído pero que nunca resulta repetido.
Dos días después de aquel texto laudatorio sobre lluviosidades, el resumidero del patio de mi casa se tapó (obvio, sin que yo me percatara de ello): por la noche se desató una tormenta que, lo recuerdo bien, disfruté acurrucado en mi lecho temporal. El resultado de aquel “descuido” fue que el agua se metió: inundó el pasillo y parte de la sala y, a la mañana siguiente, pasé varias horas sacando –a cubetadas, diríase- aquel aguadal que más de una vez me hizo alucinar que los muebles flotaban en un varadero paradisiaco.
Pero ése no ha sido el único incidente que me ha acaecido en este inicio de temporal: cada que llueve el agua se cuela por no sé dónde, pues todavía no logro ubicar aquella rendija que se abre y da cabida a tamaños goterones y corrientes acuosas. El pasillo casi siempre presenta algún charco, incluso el vestíbulo en dos ocasiones ha semejado una alberca improvisada.
Debo anotar, no obstante, que la lluvia en sí no es la culpable de estos desórdenes caseros; el asunto tiene que ver con las previsiones y los cuidados que se plantean ante el inicio del temporal de lluvias: sin embargo, cada que la lluvia arrecia y amenaza en convertirse en una tormenta con todas sus letras, apresto la escoba, el trapeador y una cubeta, pues es cien por ciento seguro que habré de hacerle, de nuevo, al aguador: resolví el inconveniente del resumidero pero, insisto, todavía no me es dable localizar el agujero (o boquetones quizás) a través del cual las gotas de lluvia se hacen presentes en casa incluso a deshoras.
“De mi sangre saltó una estrella verde. / Y verdín, verdinal y verdolaga, / mayo estira su lluvia hasta diciembre / en el trópico verde”.
Isaac Felipe Azofeifa, “Trópico verde” en Días y territorios
(Las tunas en el nopal bien pueden semejar los dedos de los pies: las espinas han de ser aquellas minucias que se adhieren a la piel en el transcurso del camino.
En un acto tan cotidiano como comer es posible descubrir luces que, de algún modo, le retiran para siempre aquel velo que le impone la cotidianidad.
Ahí se los dejo: dos hermanos, uno de seis y otro de ocho años, fueron encontrados muertos por asfixia en un elevador de un edificio abandonado en la ciudad griega de Tesalónica: habían desaparecido hacía más de 20 días, y el padre de los pequeños había sido arrestado bajo sospecha de haber vendido a los pequeños a la mafia. ¿Con qué cara ahora lo habrán de liberar, mientras él sufrió encerrado la incertidumbre de no saber su paradero?)
Imagen: www.wifiblanes.com
Dos días después de aquel texto laudatorio sobre lluviosidades, el resumidero del patio de mi casa se tapó (obvio, sin que yo me percatara de ello): por la noche se desató una tormenta que, lo recuerdo bien, disfruté acurrucado en mi lecho temporal. El resultado de aquel “descuido” fue que el agua se metió: inundó el pasillo y parte de la sala y, a la mañana siguiente, pasé varias horas sacando –a cubetadas, diríase- aquel aguadal que más de una vez me hizo alucinar que los muebles flotaban en un varadero paradisiaco.
Pero ése no ha sido el único incidente que me ha acaecido en este inicio de temporal: cada que llueve el agua se cuela por no sé dónde, pues todavía no logro ubicar aquella rendija que se abre y da cabida a tamaños goterones y corrientes acuosas. El pasillo casi siempre presenta algún charco, incluso el vestíbulo en dos ocasiones ha semejado una alberca improvisada.
Debo anotar, no obstante, que la lluvia en sí no es la culpable de estos desórdenes caseros; el asunto tiene que ver con las previsiones y los cuidados que se plantean ante el inicio del temporal de lluvias: sin embargo, cada que la lluvia arrecia y amenaza en convertirse en una tormenta con todas sus letras, apresto la escoba, el trapeador y una cubeta, pues es cien por ciento seguro que habré de hacerle, de nuevo, al aguador: resolví el inconveniente del resumidero pero, insisto, todavía no me es dable localizar el agujero (o boquetones quizás) a través del cual las gotas de lluvia se hacen presentes en casa incluso a deshoras.
“De mi sangre saltó una estrella verde. / Y verdín, verdinal y verdolaga, / mayo estira su lluvia hasta diciembre / en el trópico verde”.
Isaac Felipe Azofeifa, “Trópico verde” en Días y territorios
(Las tunas en el nopal bien pueden semejar los dedos de los pies: las espinas han de ser aquellas minucias que se adhieren a la piel en el transcurso del camino.
En un acto tan cotidiano como comer es posible descubrir luces que, de algún modo, le retiran para siempre aquel velo que le impone la cotidianidad.
Ahí se los dejo: dos hermanos, uno de seis y otro de ocho años, fueron encontrados muertos por asfixia en un elevador de un edificio abandonado en la ciudad griega de Tesalónica: habían desaparecido hacía más de 20 días, y el padre de los pequeños había sido arrestado bajo sospecha de haber vendido a los pequeños a la mafia. ¿Con qué cara ahora lo habrán de liberar, mientras él sufrió encerrado la incertidumbre de no saber su paradero?)
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