El Pecas me platicaba el sábado de los últimos aconteceres en la vida del Pollo y de Panchillo, dos tipos de mi edad que hasta entrada la adolescencia frecuenté y con quienes compartí momentos y lugares.
Es cierto que ellos, por decirlo de alguna manera, tuvieron una vida, hasta hace algunos años, mucho mejor que yo, entendiendo aquí por mejor vida el no pasar privaciones y gozar de una libertad un poco más displicente y amplia. Anoto esto porque la vida que ellos dos llevan hoy no es envidiable para nada: se han convertido en dos esclavos de sus arranques y lo han llevado al extremo: no hay día en que no se droguen o, me da rabia y tristeza anotarlo, que no delincan, con el objeto de conseguir aquello que los mantiene en un estado de idiotez perpetua.
Hace muchos días que no los veo, y pienso que tal vez sea mejor así; aunque en ocasiones me digo que quizá debería buscarlos y conversar, tratar de sacar en claro dónde fue que se torcieron. Y si así fuera y consiguiera esa respuesta, ¿después qué?, o lo que es lo mismo pero no es igual ¿y ahora qué, José?, como Saramago se pregunta cada mañana en El equipaje del viajero.
De los dos, tengo más recuerdos del Pollo; esto se debe a que vivíamos a tan sólo tres casas uno del otro: íbamos a la misma escuela y no fueron pocas las ocasiones en que él me salvó de liarme a golpes con tipos mucho más altos y corpulentos que yo; incluso, llegó el tiempo en que con quienes llegaba a tener una diferencia no iban más allá, se aguantaban las ganas de asestarme una buena trompada o por lo menos amenazarme (“nos vemos a la salida”), al estar ciertos de que el Pollo era mi amigo. Al ir pasando los años vi cómo el Pollo y yo nos fuimos distanciando: los amigos que se fue consiguiendo –a la par de una bonanza económica en su familia que no habría de durar mucho- no me eran simpáticos, y más de alguno tiraba para un lado que nunca se me antojó recorrer: el vandalismo (inocente, primero; peligroso, después); desde aquellas primeras amistades vislumbré que el Pollo, al caminar, prácticamente se estaba yendo de lado; lo peor no era eso, sino que se intuía difícil que recompusiera la ruta.
De Panchillo mantengo siempre la imagen de una risa franca y un saludo caluroso: a pesar de las cuatro cuadras que había entre su casa y la mía, algunas tardes las pasábamos en su casa y otras tantas en la del Pollo: la camaradería adolescente con ellos adquirió significado. Pero, poco a poco, como sucedió con el Pollo, Panchito me fue pareciendo distinto: aquella escena en que salió de su casa dando un portazo tras mandar al diablo a su madre no la he podido borrar de mi cabeza: Panchillo había llegado drogado momentos antes, y para conseguir otro poco de polvo y pastillas confesó que había vendido la lavadora que una hermana suya le había regalado a su madre; entre otras minucias que sería ocioso enumerar aquí.
Me cuesta recordar –incluso tengo la seguridad de que por largos lapsos de mi vida lo olvidé- que la amistad, la compañía y la complicidad en numerosos terrenos, que incluían el juego de canicas –alguna vez el Pollo y yo llegamos a la locura de jugar mil canicas contra otros dos en el barrio: puedo presumir que ganamos- y las travesuras y “maldades” que de las fronteras del barrio no pasaban, se fraguaron en aquellos momentos que pasé con ellos: hoy la distancia es larga y las escenas casi se han borrado.
El Pollo y Panchillo eran mis amigos. Hoy ya no sé si lo siguen siendo. Pero de lo que sí estoy cierto es que no obstante todo este tiempo sin contacto y palabras de por medio, no han dejado de ser mis primos: tenemos la misma edad, pertenecemos al mismo tronco de familia, pero los tres optamos por seguir distintos caminos.
“…la melancolía de morir en este mundo y de vivir sin una estúpida razón…”
Fito Páez, “Mariposa tecknicolor” en Euforia
(A menudo despierto en la noche atosigado por el horrendo calor que nos asola: con hastío me doy cuenta que el ventilador está encendido… pero ya suelta un airecillo caliente.
Ahí se los dejo: Ribeyro era un fumador empedernido. Alguna vez, estando en París, para poder comprar cigarros tuvo que salir a vender los últimos diez ejemplares de un libro suyo publicado poco antes en Lima. Sí se los compraron. Pero no por ser él el autor, ni tampoco por ejemplar, ni siquiera en una librería de viejo. Se los compraron por kilo… y le alcanzó tan sólo para una cajetilla.)
Imagen: www.plataforma 2003.org
Es cierto que ellos, por decirlo de alguna manera, tuvieron una vida, hasta hace algunos años, mucho mejor que yo, entendiendo aquí por mejor vida el no pasar privaciones y gozar de una libertad un poco más displicente y amplia. Anoto esto porque la vida que ellos dos llevan hoy no es envidiable para nada: se han convertido en dos esclavos de sus arranques y lo han llevado al extremo: no hay día en que no se droguen o, me da rabia y tristeza anotarlo, que no delincan, con el objeto de conseguir aquello que los mantiene en un estado de idiotez perpetua.
Hace muchos días que no los veo, y pienso que tal vez sea mejor así; aunque en ocasiones me digo que quizá debería buscarlos y conversar, tratar de sacar en claro dónde fue que se torcieron. Y si así fuera y consiguiera esa respuesta, ¿después qué?, o lo que es lo mismo pero no es igual ¿y ahora qué, José?, como Saramago se pregunta cada mañana en El equipaje del viajero.
De los dos, tengo más recuerdos del Pollo; esto se debe a que vivíamos a tan sólo tres casas uno del otro: íbamos a la misma escuela y no fueron pocas las ocasiones en que él me salvó de liarme a golpes con tipos mucho más altos y corpulentos que yo; incluso, llegó el tiempo en que con quienes llegaba a tener una diferencia no iban más allá, se aguantaban las ganas de asestarme una buena trompada o por lo menos amenazarme (“nos vemos a la salida”), al estar ciertos de que el Pollo era mi amigo. Al ir pasando los años vi cómo el Pollo y yo nos fuimos distanciando: los amigos que se fue consiguiendo –a la par de una bonanza económica en su familia que no habría de durar mucho- no me eran simpáticos, y más de alguno tiraba para un lado que nunca se me antojó recorrer: el vandalismo (inocente, primero; peligroso, después); desde aquellas primeras amistades vislumbré que el Pollo, al caminar, prácticamente se estaba yendo de lado; lo peor no era eso, sino que se intuía difícil que recompusiera la ruta.
De Panchillo mantengo siempre la imagen de una risa franca y un saludo caluroso: a pesar de las cuatro cuadras que había entre su casa y la mía, algunas tardes las pasábamos en su casa y otras tantas en la del Pollo: la camaradería adolescente con ellos adquirió significado. Pero, poco a poco, como sucedió con el Pollo, Panchito me fue pareciendo distinto: aquella escena en que salió de su casa dando un portazo tras mandar al diablo a su madre no la he podido borrar de mi cabeza: Panchillo había llegado drogado momentos antes, y para conseguir otro poco de polvo y pastillas confesó que había vendido la lavadora que una hermana suya le había regalado a su madre; entre otras minucias que sería ocioso enumerar aquí.
Me cuesta recordar –incluso tengo la seguridad de que por largos lapsos de mi vida lo olvidé- que la amistad, la compañía y la complicidad en numerosos terrenos, que incluían el juego de canicas –alguna vez el Pollo y yo llegamos a la locura de jugar mil canicas contra otros dos en el barrio: puedo presumir que ganamos- y las travesuras y “maldades” que de las fronteras del barrio no pasaban, se fraguaron en aquellos momentos que pasé con ellos: hoy la distancia es larga y las escenas casi se han borrado.
El Pollo y Panchillo eran mis amigos. Hoy ya no sé si lo siguen siendo. Pero de lo que sí estoy cierto es que no obstante todo este tiempo sin contacto y palabras de por medio, no han dejado de ser mis primos: tenemos la misma edad, pertenecemos al mismo tronco de familia, pero los tres optamos por seguir distintos caminos.
“…la melancolía de morir en este mundo y de vivir sin una estúpida razón…”
Fito Páez, “Mariposa tecknicolor” en Euforia
(A menudo despierto en la noche atosigado por el horrendo calor que nos asola: con hastío me doy cuenta que el ventilador está encendido… pero ya suelta un airecillo caliente.
Ahí se los dejo: Ribeyro era un fumador empedernido. Alguna vez, estando en París, para poder comprar cigarros tuvo que salir a vender los últimos diez ejemplares de un libro suyo publicado poco antes en Lima. Sí se los compraron. Pero no por ser él el autor, ni tampoco por ejemplar, ni siquiera en una librería de viejo. Se los compraron por kilo… y le alcanzó tan sólo para una cajetilla.)
Imagen: www.plataforma 2003.org
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