viernes, 27 de junio de 2008

Un curioso fenómeno


Es innegable la fuerte influencia que ejerce la cultura pop en la vida actual. Quien se atreviera a negarlo, estaría abandonando la razón –y la razonamía llegó para ser una nueva forma de subrayar las virtudes y defectos de los seres humanos–. Y en particular aquí me refiero a la música pop, que satura los cuadrantes de la radio, ya no se diga sitios de Internet e incluso es tema de cientos de revistas que hacen de éste, su principal giro y bonanza.
La música pop existe desde antiguo. Otros géneros musicales son relativamente nuevos, pero el pop es viejo. Y no es descabellado afirmar esto.
Pero el asunto a desentrañar aquí y en torno a la música pop -de la que no soy ni detractor ni promotor- es que no introduce variantes –ni pequeñas, y mucho menos grandes– y, sin embargo, nadie puede decir que esté en vías de extinción, puesto que su estratosférico número de adeptos se renueva continuamente. ¿Por qué esto es así?
Las respuestas pueden ser muchas y variadísimas, así que me limitaré a desmenuzar un fenómeno que desde hace tiempo –aunque ya en menor grado- es portada, principal cabeza y contenido de revistas, diarios, sitios web, programas de revista, etcétera; me refiero a lo que acontece con la “¿ex princesa del pop estadounidense?” Britney Spears. –Las comillas en la pregunta obedecen a que esto, en realidad, no puede ser cierto, cuando menos desde lo que hoy se tiene como fama–.
Britney Spears sigue siendo la artista pop número uno no sólo de Estados Unidos, sino, quizá, de la mayor parte del mundo. Y si alguien lo pone en duda, que se siente a discutir el asunto con sus millones de fans, cuyos altavoces son los medios de comunicación.
Se han disparado voces en dos sentidos, muy marcados por cierto: en un lado están aquellos que le siguen dando espacio, credibilidad, promoción y aceptación a una artista que logra vender millones de discos de cada producción que saca al mercado –“poderoso caballero es don dinero”-, no obstante su escasa calidad interpretativa; y por el otro –que está un tanto relacionado con el anterior–, se cuestiona por qué se promueve a una mujer cuya vida, desde hace tiempo, va en picada –moral y emocionalmente–, en un descenso al que no se le ve fin; cuestionable comportamiento –dicen– que es susceptible de ser imitado por millones de jovencitas. Bueno, algunos sí le ven una próxima parada: su acabóse como artista, el fin de una carrera meteórica que puede presumir numerosas satisfacciones. Sus continuos tropezones son repetidos hasta la saciedad en todos lados y, paradójicamente, allí mismo está la fuente de su poder.
Si he de ser sincero, no conozco un solo título de alguna canción de Britney –su nombre es el símbolo tras el cual se halla su identidad–, pero su imagen –la sociedad del homo videns que denunció Sartori– para la mayoría –incluyéndome– es inconfundible, por muchos reverenciada, y a la que, por lo menos, un vistazo se le concede.
Britney no ha dejado de ser, como lo afirman y lo repiten hasta el hartazgo sus detractores –que, en realidad, son sus más eficaces promotores–, la princesa del pop yanqui, simple y sencillamente porque la cultura pop se alimenta, entre otras cosas, de efigies que saben encarnar las cualidades y deficiencias de aquellos que las reverencian: Britney canta, aparece en televisión y revistas, protagoniza escándalos, es madre, se droga, es rebelde, sale a divertirse, se emborracha, sufre, goza, aparece en actos públicos para atraer las miradas, tiene amigas; todo ello, y algunas otras “cualidades” más aseguran su permanencia en las marquesinas, la hacen constituirse como un referente que no comete equivocaciones, y si llegara a equivocarse, en realidad no fue ésa su intención y se trata de un yerro menor, casi una inocentada, como lo pregona aquel tipo que en un video –que circula desde hace tiempo por la red- llora con sinceridad porque maltratan a su diosa blanca.


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