Si un paciente que acude a una clínica oftalmológica, tan sólo con el objeto de ser evaluado, digamos, por una molestia producto de alguna basurita que le cayó al ojo, sale de allí obnubilado por no saber qué pasó pero vendado de ambos ojos, ¿a qué lugar podría acudir para que la vista le sea devuelta, es decir, para que alguien caritativamente le coloque de nuevo un par de ojos en sus cuencas?
De los cinco sentidos, se enorgullecen en presumir algunos, la vista ocuparía el primer lugar en importancia, es decir, que la mayoría lo último que querría sería quedarse ciego: se puede prescindir como si tal cosa del olfato, del oído, del tacto y del gusto, pero no de esa vía de escape del cuerpo: a través de los ojos el cuerpo se trasciende a sí mismo, se alarga en un intento no de repetirse sino de multiplicarse sin la menor fragmentación.
Si de pronto, por una alteración totalmente ajena, nos encontráramos en una ciudad de ciegos (donde, por cierto, el rey tendría que ser forzosamente un tuerto), el primer intento de poner orden en un caos multitudinario tendría que provenir de quien, no obstante tropezar a cada paso dado, supiera dónde queda (o quedaba) tal o cual cosa: pero para eso tendría que ser un ciego que pudiera ver, es decir, alguien convencido de que la ceguera que padece no es más que una venda que le rodea la cabeza y le impide ubicar con precisión espacial a qué distancia está de los otros: es bien sabido eso de que no hay peor ciego que aquel que se obstina en no ver a sus semejantes. Ese esfuerzo literario que supuso Ensayo sobre la ceguera comprueba la hipótesis: el que está ciego, por ejemplo, se vuelve más endeble que aquel que, también por un acto involuntario, no puede oír.
Cuando uno se entera que un oftalmólogo, avanzado en años, acaba perdiendo la vista por tanto operar ojos y devolverles su luz, no se puede más que pensar que la ingratitud no tiene nada que ver con lo que uno hace, sino con aquello que, a la vuelta, no es siquiera una minúscula parte del todo que se ha ofrecido en el ejercicio de alguna actividad, por más desprendida que ésta sea.
Por último, si en una clínica oftalmológica, con el amparo de la oscuridad, se trafica con ojos, ¿de qué clase de sabandijas estaremos hablando?
“La tía Mercedes caminaba por un callejón de Montparnasse cuando de pronto encontró una paloma que yacía en el suelo con el ala rota. Se adelantó unos pasos; entonces vino un hombre gordo cargado de buenas intenciones que se agachó a recogerla y la arrojó al aire exclamando ‘¡Vuela, no seas floja!’. Y la mató”
Beatriz Espejo, “La paloma” en Muros de azogue
(Por razones que no viene al caso comentar aquí, el pasado sábado no pude asistir al concierto de Jaime López en la Mutua. Según supe hace un rato, lo acompañó la Nordaka Banda y se desgañitó por más de dos horas y media. ¡Ajúa!
Ahí se los dejo: el clima de violencia e inseguridad que priva en algunas partes del país va extendiendo cada vez más sus tentáculos sin que se vislumbre un posible tate quieto.)
Imagen: http://www.kabinett.der.sinne.com/
De los cinco sentidos, se enorgullecen en presumir algunos, la vista ocuparía el primer lugar en importancia, es decir, que la mayoría lo último que querría sería quedarse ciego: se puede prescindir como si tal cosa del olfato, del oído, del tacto y del gusto, pero no de esa vía de escape del cuerpo: a través de los ojos el cuerpo se trasciende a sí mismo, se alarga en un intento no de repetirse sino de multiplicarse sin la menor fragmentación.
Si de pronto, por una alteración totalmente ajena, nos encontráramos en una ciudad de ciegos (donde, por cierto, el rey tendría que ser forzosamente un tuerto), el primer intento de poner orden en un caos multitudinario tendría que provenir de quien, no obstante tropezar a cada paso dado, supiera dónde queda (o quedaba) tal o cual cosa: pero para eso tendría que ser un ciego que pudiera ver, es decir, alguien convencido de que la ceguera que padece no es más que una venda que le rodea la cabeza y le impide ubicar con precisión espacial a qué distancia está de los otros: es bien sabido eso de que no hay peor ciego que aquel que se obstina en no ver a sus semejantes. Ese esfuerzo literario que supuso Ensayo sobre la ceguera comprueba la hipótesis: el que está ciego, por ejemplo, se vuelve más endeble que aquel que, también por un acto involuntario, no puede oír.
Cuando uno se entera que un oftalmólogo, avanzado en años, acaba perdiendo la vista por tanto operar ojos y devolverles su luz, no se puede más que pensar que la ingratitud no tiene nada que ver con lo que uno hace, sino con aquello que, a la vuelta, no es siquiera una minúscula parte del todo que se ha ofrecido en el ejercicio de alguna actividad, por más desprendida que ésta sea.
Por último, si en una clínica oftalmológica, con el amparo de la oscuridad, se trafica con ojos, ¿de qué clase de sabandijas estaremos hablando?
“La tía Mercedes caminaba por un callejón de Montparnasse cuando de pronto encontró una paloma que yacía en el suelo con el ala rota. Se adelantó unos pasos; entonces vino un hombre gordo cargado de buenas intenciones que se agachó a recogerla y la arrojó al aire exclamando ‘¡Vuela, no seas floja!’. Y la mató”
Beatriz Espejo, “La paloma” en Muros de azogue
(Por razones que no viene al caso comentar aquí, el pasado sábado no pude asistir al concierto de Jaime López en la Mutua. Según supe hace un rato, lo acompañó la Nordaka Banda y se desgañitó por más de dos horas y media. ¡Ajúa!
Ahí se los dejo: el clima de violencia e inseguridad que priva en algunas partes del país va extendiendo cada vez más sus tentáculos sin que se vislumbre un posible tate quieto.)
Imagen: http://www.kabinett.der.sinne.com/
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