La Estrella –Estrella Rodríguez– no era compadecida de nadie, sino amada u odiada, o ambas cosas o de plano ninguna. La Estrella, que gritaba a los cuatro vientos, siendo mundialmente desconocida en La Habana, que llegaría a ser, a pesar de todo y de todos, una cantante famosa, en realidad “era una mulata enorme, gorda gorda, de brazos como muslos y de muslos que parecían dos troncos sosteniendo el tanque del agua que era su cuerpo”. Por ello, era invencible, y al mismo tiempo destructible. Ese mujerón, que comía como una troupe de titiriteros y se quedaba siempre con hambre, de la que más de alguno decía que era la prima de Moby Dick, la Ballena Negra, que tardaba más de media hora en bajar de un automóvil, chorreando litros de agua por las sienes y las montañas de sus senos; vivía obsesionada con la fama, y sus compañeros de casa la apoyaban incondicionalmente en su cometido porque no la toleraban: “estamos locos porque sea famosa y se acabe de largar con su música… o con su voz a otra parte”.
Pasado algún tiempo La Estrella hizo su debut –estrepitoso, apabullante, apoteósico, deslumbrante– en un cabaret de La Habana, en uno de ésos en que a la medianoche comienza el chowcito, como le dicen. Ella cantaba sin acompañamiento, pero el empresario tuvo el cuidado de incluir en su contrato que cada que subiera al escenario sería acompañada por la banda del local. Y de ahí, de esa noche, La Estrella, a regañadientes por cantar acompañada, se fue al estrellato, sin escalas, directísimo.
Ya en la cúspide desconoció a todo el mundo, incluso a aquéllos que la consideraron y la apoyaron mientras se abría paso en la vida nocturna habanera. Se volvió figura de cartel internacional. Hizo gira por San Juan, Caracas y la Ciudad de México. A esta última ciudad el médico le había recomendado no viajar, por la altura y su descomunal peso. Ella, tan orgullosa que era, hizo caso omiso. Y tras cantar una noche en la capital mexicana cayó en cama, exhausta, amortajada casi. Ya no se levantó más. Tres días después murió.
Enseguida vino el pleito entre empresarios. Los cubanos querían que fuera trasladada a La Habana para darle allá sepultura, pero se negaban a costear el traslado. Y los mexicanos no querían correr con los gastos que eso suponía: pretendían, eso sí, enviarla como carga general en barco –como bulto–, pero un ataúd no es considerado sino artículo excepcional. Así que, unos y otros viendo por sus bolsillos, La Estrella al final del pleito fue velada y enterrada en México. Ahí acabó su meteórica carrera de cantante: se fue a la tumba con todo y su estruendosa voz y su cuerpo ballenísticamente negro.
(La Estrella, personaje de “Ella cantaba boleros” en Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante)
“¿Qué puede haber pasado a mi señal? / ¿Será que me he quedado sin hogar? / Hoy sobrevivo apenas a mi suerte, / lejano de mi estrella, de mi gente. / El trance me ha mostrado otra lección: / el mundo propio siempre es el mejor. / Me voy debilitando lentamente, / quizás ya no sea yo cuando me encuentren”
Silvio Rodríguez, “Casiopea” en Rodríguez
Pasado algún tiempo La Estrella hizo su debut –estrepitoso, apabullante, apoteósico, deslumbrante– en un cabaret de La Habana, en uno de ésos en que a la medianoche comienza el chowcito, como le dicen. Ella cantaba sin acompañamiento, pero el empresario tuvo el cuidado de incluir en su contrato que cada que subiera al escenario sería acompañada por la banda del local. Y de ahí, de esa noche, La Estrella, a regañadientes por cantar acompañada, se fue al estrellato, sin escalas, directísimo.
Ya en la cúspide desconoció a todo el mundo, incluso a aquéllos que la consideraron y la apoyaron mientras se abría paso en la vida nocturna habanera. Se volvió figura de cartel internacional. Hizo gira por San Juan, Caracas y la Ciudad de México. A esta última ciudad el médico le había recomendado no viajar, por la altura y su descomunal peso. Ella, tan orgullosa que era, hizo caso omiso. Y tras cantar una noche en la capital mexicana cayó en cama, exhausta, amortajada casi. Ya no se levantó más. Tres días después murió.
Enseguida vino el pleito entre empresarios. Los cubanos querían que fuera trasladada a La Habana para darle allá sepultura, pero se negaban a costear el traslado. Y los mexicanos no querían correr con los gastos que eso suponía: pretendían, eso sí, enviarla como carga general en barco –como bulto–, pero un ataúd no es considerado sino artículo excepcional. Así que, unos y otros viendo por sus bolsillos, La Estrella al final del pleito fue velada y enterrada en México. Ahí acabó su meteórica carrera de cantante: se fue a la tumba con todo y su estruendosa voz y su cuerpo ballenísticamente negro.
(La Estrella, personaje de “Ella cantaba boleros” en Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante)
“¿Qué puede haber pasado a mi señal? / ¿Será que me he quedado sin hogar? / Hoy sobrevivo apenas a mi suerte, / lejano de mi estrella, de mi gente. / El trance me ha mostrado otra lección: / el mundo propio siempre es el mejor. / Me voy debilitando lentamente, / quizás ya no sea yo cuando me encuentren”
Silvio Rodríguez, “Casiopea” en Rodríguez
Imagen: www.austindavid.com/gallery
1 comentario:
Busqué fotos de ella... no era tan ballenística, mas bien medio rellena... o será que no siempre estuvo así... tenía mirada profunda y una ceja muy peculiar.
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