miércoles, 27 de mayo de 2009

Todos son negros


Los gatos negros, ya se sabe, son considerados una señal de infortunio –si se topa con ellos–, cuando no de plena y dramática tragedia. En muchas ocasiones –tantas, que perdí ya la cuenta– me he cruzado con un gato negro: los he visto y escuchado maullar con dolor y rencor, rondando a deshoras, vigilando en una esquina, cruzando calles, aletargados sobre las aceras, echados en las puertas, incluso en las azoteas de la noche (no pude evitar el cliché).
Cada que veo un gato negro, contrario a la creencia común, no me espanto ni me persigno ni me encomiendo a cuanto santo conozco –aunque sea de puro nombre– del cada vez más largo santoral. Toparme con uno de esos especímenes que, por otro lado, su imagen sola posee una majestuosidad a veces no tomada en cuenta, no me conmociona ni me amilana, antes bien, por un tiempo, los consideré un buen augurio –de esto no tengo fundamento alguno, constituía nada más que una especie de mínima confianza nacida de quién sabe dónde.
La negrura de la noche en ocasiones los oculta a los ojos nada avezados en escudriñar sus rincones, por ello pasan casi siempre inadvertidos, aunque miren fijamente desde cualquier punto a la redonda: su silenciosa manera de desplazarse los lleva a convertirse en los amos de las calles, de las aceras abandonadas, de los mudos techos, de todo ese vasto escenario en que se convierte la ciudad cuando la oscuridad cierra hacia adentro los cuatro extremos del mundo. Son fantasmas, incorregibles fantasmas podría decirse.
“De noche todos los gatos son pardos”. Los negros, en particular, no se acomodan a esa categoría: son negros siempre, de noche, de día, aún cuando se les vea contra un espejo de sol que devuelva su perfil refulgente, sus ojos inauditos y su presteza para escapar apenas vislumbra una irregularidad a su alrededor. Los gatos negros desde hace tiempo pasaron a formar parte de mi zoostario personal; aunque, debo aclararlo, nunca tendría uno en casa, y no precisamente por su color, sino por su misma desconcertante naturaleza.

“Hoy viene a mí la damisela soledad / con pamela, impertinentes y botón / de amapola en el oleaje de sus vuelos. / Hoy la voluble señorita es amistad / y acaricia finalmente el corazón / con su más delgado pétalo de hielo.
Viene a mí, avanza / viene tan despacio, / viene en una danza / leve en el espacio. / Cedo, me hago lacio / y ya vuelo, ave. / Se mece la nave / lenta como el tul, / en la brisa suave / niña del azul”
Silvio Rodríguez, “Oh, melancolía” en Oh, melancolía

Imagen: esmimanicomio.blogspot.com

1 comentario:

Anónimo dijo...

amo esta canción y adoro los gatos negros!