Conocí a Tiluy hace algunos años en un rancho de Jocotepec, en la ribera de Chapala. Tiluy en ese entonces ya era un viejo, un hombrecillo que siempre tenía un comentario para todo: no hablaba por masticar palabras; de sus intervenciones no recuerdo alguna que no fuera atinada. Lejos de lo que pudiera pensarse, no era un anciano sabelotodo y arrogante, con ese aire de suficiencia del que puede presumir su cúmulo de saberes; es más, Tiluy no había estudiado siquiera ni primer grado de primaria, pero se le podía preguntar de todo y nunca se quedaba callado.
Hace poco, el amigo con el que fui aquella vez a Joco, me mostró una fotografía reciente de Tiluy, un retrato que parece accionar el mecanismo de las vueltas del tiempo: Tiluy sigue siendo un viejo, con más años es obvio, ya sin mujer –se le murió en un día en el que él no podía ni levantarse de la cama–, con un cuerpo endeble, de sombrero todo el tiempo, pantalones de mezclilla; sin embargo, Tiluy parece haberse encaminado ya en ese último sendero del que no se regresa: su semblante está agotado, su rostro se ve ajado, sus ojos semejan un pozo profundo del que ya no es posible sacar más baldes de agua….
(Cirilo le ha hecho al mago –intento, como puede verse, tomarme el asunto con un humor que está lejos de hacerme reír–, no aparece por ningún lado.
Un amigo cercano publicó en la edición de esta semana de La Gaceta Universitaria, un texto bastante interesante sobre Tin Tán –páginas centrales de la sección de cultura–.
Ayer conversé con una vieja amiga: a la distancia de algunos años hoy es otra, como si la hubiesen reprogramado en su totalidad. Su rostro fresquea.)
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